Diógenes Pendergast conducía despacio, sin prisas, por el lúgubre paisaje invernal de la Old Stone Highway, cruzando pueblos como Barnes Hole, Eastside, Springs… Un semáforo se puso rojo. Diógenes frenó en el cruce.
Giró su cabeza, una cabeza grande, a la izquierda y la derecha. A un lado se extendía un campo de patatas cubierto por la escarcha, y por una fina capa de hielo. Al borde del campo había un bosque oscuro de árboles sin hojas cuyas ramas se grababan sobre el fondo blanco. El mundo era un mundo en blanco y negro, sin profundidad; un mundo plano, como una creación de pesadilla de Edwin A. Abbott.[4] «Pero ¡cuan locamente doy forma a mis palabras!»[5]
La luz se movió, señal de que se había puesto verde. Diógenes pisó despacio el acelerador. El coche avanzó y giró a la derecha por Springs Road, obedeciendo al volante, que regresó a su posición resbalando entre las manos de su conductor. Diógenes incrementó la presión sobre el pedal. Cuando el coche ya rozaba el límite de velocidad, levantó un poco el pie. Pasaron más campos de patatas a la derecha, con varias hileras de casas grises al fondo, y las marismas de Acabonack cerrando el horizonte.
Todo gris, de un gris exquisito.
Puso una mano en el salpicadero y giró la rueda de la calefacción varios clics a la derecha, a fin de que el compartimiento de cristal, acero y plástico que envolvía su cuerpo recibiera más aire caliente. No se sentía victorioso ni vengado, sino extrañamente vacío, como cuando se ha hecho algo importante, que había requerido mucha planificación.
Vivía en un mundo gris. En su mundo no tenía cabida el color, salvo de manera fugaz y cuando menos se lo esperaba, por el rabillo de ojo, como un koan zen. Koan. Ko. Koan ko. Cocoricó, cocoricó…
Ya hacía mucho tiempo que su mundo se había vuelto gris, un universo monocromático de formas y sombras del que había desaparecido el auténtico color, incluso cuando soñaba despierto. Bueno, no del todo. Afirmarlo habría sido fingir, ponerse melodramático. Sí que había un poco de color en su mundo: estaba en el asiento de al lado, dentro de la bolsa de cuero.
El coche iba solo por la carretera. Todos estaban en sus casas.
Un cambio en el paisaje monocromático que lo rodeaba le indicó que la noche estaba renunciando a su dominio del mundo. Faltaba poco para el alba. Sin embargo, a Diógenes el alba no le interesaba, como no le interesaban el calor, el amor, la amistad o todas esas cosas –tantas– de las que se nutría el resto de la humanidad.
Mientras conducía, reprodujo mentalmente y con detalle lo que había sucedido durante la noche. Repasó hasta el último de sus actos, movimientos y aseveraciones, regodeándose en la satisfacción de no haber cometido un solo error. Al mismo tiempo, pensó en los días que se avecinaban, marcando uno a uno los preparativos que tendría que hacer, el largo viaje que debería emprender… y, aber natürlich, el final de ese viaje. Pensó en Viola, en su hermano y en su infancia, en una ensoñación multihilo y multiplexada que parecía más real que el presente. Se dijo que él, a diferencia de las otras masas de carne y sangre que componían su especie, tenía la capacidad de procesar en su cerebro varias líneas de pensamiento a la vez.
El Acontecimiento que había robado el color a Diógenes también le había hurtado la capacidad de dormir. Le estaba vedada la inconsciencia. Cuando yacía en la cama, vagaba por un mundo de ensoñaciones: recuerdos del pasado, incendios, diálogos, fusiones, la exquisita discreción con la que agonizaban ciertos animales envenenados, cuerpos retorcidos en crucifijos astillados, un cilicio compuesto de ganglios nerviosos, un tarro de conserva lleno de sangre fresca… Las imágenes inconexas de su pasado discurrían por la pantalla de su cerebro como en un espectáculo de linterna mágica, y Diógenes nunca se resistía; habría sido fútil, y a la futilidad, lógicamente, había que resistirse. Dejaba ir y venir las escenas a su antojo.
Pero todo cambiaría. La gran rueda completaría su giro, porque Diógenes estaba a punto de aplastar con ella a una simple mariposa. Por fin podría exorcizar lo que lo obsesionaba. La venganza contra su hermano estaba casi completa.
Manteniendo las manos en el volante, dejó que su memoria retrocediera casi treinta años. Al principio, después de que ocurriera, se había extraviado en el laberinto de su cerebro, lo más lejos posible de la realidad y la cordura, mientras una mínima fracción de su ser permanecía prosaica y cotidiana, facultada para relacionarse con el mundo externo, cuya auténtica naturaleza, gracias al Acontecimiento, conocía ya.
Pero luego –despacio, muy despacio– la locura había perdido su valor de refugio. Ya no le ofrecía consuelo, ni siquiera amargo. Por eso había vuelto, pero como quien se acerca demasiado al fondo del mar, se queda sin aire y, al regresar a la superficie, cae presa de la enfermedad del buzo.
Ese, ese había sido el peor momento.
Pero también el momento en que, mientras hacía equilibrios en el cruel filo de la realidad, había entendido que en el mundo real lo esperaba un objetivo digno de ese nombre. Un objetivo doble: un ajuste de cuentas y una reclamación. Tal meta, que requeriría varias décadas de planificación, se erigiría en obra de arte dentro de su mundo autorreferencial: la obra maestra de toda una vida.
(Pardiez, entonces se os acomodará.)[6]
Así pues, Diógenes había vuelto al mundo.
Ahora ya sabía cómo era de verdad, y cómo eran los seres que lo poblaban; y no tenía nada de bonito, no, ese mundo no tenía nada de bonito. Estaba hecho de dolor, maldad y crueldad. Lo recorrían seres viles de orín, excremento y bilis. Sin embargo, su nueva meta, la meta a la que había consagrado todo su intelecto, permitía (si bien a duras penas) que habitarlo fuera una experiencia tolerable. Diógenes se había convertido en el paradigma del camaleón: todo, todo lo escondía tras una piel siempre cambiante de disfraces, mentiras, falsas pistas, ironías y frío distanciamiento.
A veces, cuando su voluntad amenazaba con desmoronarse, descubría que ciertos pasatiempos temporales bastaban para distraerlo y hacerlo subir de las profundidades. Algunos, a la emoción que le impedía rendirse, la habrían llamado odio, pero él la consideraba el hidromiel que le daba sustento, una paciencia sobrehumana y una atención fanática a los detalles. Había descubierto que podía tener no ya una doble o triple vida, sino las personalidades y las vidas de media docena de personas ficticias en diversos países, en función de los requerimientos de su obra de arte.
Algunas de esas personalidades las había adoptado hacía años, décadas incluso, mientras tramaba la urdimbre de su plan.
Otro cruce. Frenó y giró a la derecha.
La noche renunciaba a su dominio del mundo, pero el condado de Suffolk aún dormía. A Diógenes lo consolaba saber que su hermano Aloysius no era de los que flotaban, olvidados de sí mismos, en un estupor voluptuoso o erótico. Aloysius jamás volvería a dormir bien. Jamás de los jamases. Seguro que empezaba a asimilar la magnitud de lo que le había hecho Diógenes.
Su plan tenía la potencia y perfección funcional de una trampa para osos bien engrasada. Ahora Aloysius esperaba en el cepo a que llegara el cazador, con la piadosa bala destinada a su cerebro. Piedad que Diógenes no mostraría.
Miró de reojo la bolsa del asiento de al lado. No la había abierto en varias horas, desde que la había llenado. Faltaba poco para el momento trascendental en que podría mirar los diamantes a su antojo; o, más que mirar los diamantes, mirar a través de ellos. El momento largamente anhelado de liberación, de libertad.
Porque para Diógenes la única escapatoria posible era la intensa luz refleja que emanaba de un diamante de color muy vivo. Solo así podía salir unos instantes de su cárcel blanca y negra. Solo así podía recuperar el más borroso, pero también más codiciado, de sus recuerdos: la esencia del color. Y de todos los colores, el que más ansiaba, su irrefrenable pasión, era el rojo. El rojo en sus miles de manifestaciones.
El Corazón de Lucifer. Sería por donde empezara y por donde terminara, el alfa y el omega del color.
También había que ocuparse de Viola.
Todos los instrumentos estaban limpios, pulidos y afilados hasta su máxima capacidad de corte. Viola le ocuparía cierto tiempo. Era un grand cru que merecía ser sacado de la bodega, chambré, descorchado y oxigenado antes de disfrutarlo con refinamiento hasta el último sorbo. Viola tenía que sufrir. No por ella, sino por las marcas que quedarían en su cuerpo. Marcas que nadie sabría interpretar mejor que Aloysius, en quien provocarían un sufrimiento igual, si no mayor, al que hubieran infligido en la propietaria del cuerpo.
Quizá empezara por una recreación de la escena de Judit y Holofernes ambientada en el sótano de piedra húmeda de la casa de campo. Siempre había sido uno de sus cuadros favoritos de Caravaggio. Se había pasado muchas horas contemplándolo en la Galleria Nazionale d'Arte Antica de Roma, en un trance admirativo: aquella arruga deliciosa de determinación que se formaba entre las cejas de Judit mientras usaba el cuchillo, su modo de apartar todas las partes de su cuerpo de la sórdida tarea (a excepción de las manos), los chorros de sangre, gruesos, encendidos, que cruzaban las sábanas… Sí, era un buen principio. Cabía incluso la posibilidad de examinar el cuadro junto con Viola antes de poner manos a la obra. Judit y Holofernes. Cambiando los papeles, por supuesto, y añadiendo una sangradera de peltre para que no se perdiera ni una sola gota del precioso néctar…
Cruzó el pueblo de Gerard Park sin ver ni a un alma. Después apareció Gardiners Bay como una fría y apagada lámina de cinc, interrumpida por las formas oscuras y lejanas de las islas. El coche giró a la derecha por Gerard Drive. A un lado estaba el puerto de Acabonack; a la izquierda, la bahía. Apenas faltaba un kilómetro y medio. Sonrió un poco mientras conducía.
–Vale, frater –murmuró en latín–. Vale.
Viola, que había acercado la silla a los barrotes de la ventana, vio aparecer la primera franja de luz sobre el Atlántico negro: un rayote de tiza sucia que contempló con un distanciamiento como de duermevela. Parecía una pesadilla sin despertar posible, un sueño tan real y vivido como carente de sentido. Lo que más miedo le daba era darse cuenta de lo mucho que Diógenes había trabajado y gastado en la fabricación de aquella celda: paredes, suelo y techo de acero remachado, una puerta de acero con cerradura de cámara acorazada… Por no hablar de las ventanas irrompibles, ni de la instalación especial de fontanería y electricidad. El conjunto era tan inviolable como una celda en la prisión más segura del planeta. O más.
Pero ¿por qué? ¿Era posible que el amanecer marcara el inicio de sus últimos minutos de vida?
Una vez más, hizo el esfuerzo de prescindir de conjeturas inútiles.
Ya hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que era imposible escapar. Su cárcel estaba pensada hasta el último detalle. Cualquier intento de hallar una salida había sido previsto de antemano y neutralizado. Diógenes llevaba toda la noche fuera, al menos a juzgar por el profundo silencio. De vez en cuando Viola se había puesto a gritar, aporreando la puerta; hasta le había dado golpes con una silla, pero no había conseguido que viniera nadie. Lo único que había conseguido era romper la silla.
La mancha de tiza adquirió un tono ligeramente sanguinolento, un siniestro resplandor sobre el Atlántico agitado. Un viento feroz punteaba de espuma la oscura superficie del mar. Por el suelo bailaban jirones de nieve helada. ¿O era arena?
Se incorporó de golpe, aguzando los sentidos. Acababa de oír un ruido sordo, como una puerta que se abría. Corrió a la de su cuarto y pegó la oreja. Abajo se oían sonidos muy vagos: pasos y una puerta cerrándose.
Había vuelto.
Tuvo un ataque de pánico. Miró la ventana desde el otro lado de la habitación: el arco del sol acababa de asomarse por encima del Atlántico gris, penetrando deprisa en una franja negra de nubes de tormenta. Fiel a su promesa, Diógenes llegaba justo al alba. A tiempo para la ejecución.
Viola hizo una mueca de desdén. Si preveía matarla sin resistencia, estaba muy equivocado. Tendría que pasar por encima de su cadáver.
Tragó saliva al darse cuenta de lo absurdas que eran sus fanfarronadas ante un hombre que seguro que tenía una pistola, y que sabía usarla perfectamente.
El pánico estaba acelerando demasiado su respiración. Trató de dominarse, mientras sentía una mezcla extraña e incoherente de emociones: por un lado el deseo urgente e instintivo de sobrevivir a toda costa; por el otro, una necesidad muy arraigada de morir (si realmente la muerte estaba cerca) dignamente, sin gritos ni forcejeos.
Como seguía oyendo ruidos, se tumbó en el suelo sin pensárselo, para escuchar por la minúscula rendija que quedaba entre la puerta y el umbral. Seguían siendo sonidos muy vagos, amortiguados.
Se levantó y corrió al lavabo para arrancar el papel de váter de su soporte, desenrollarlo mediante un brusco estirón y quedarse con el tubo de cartón en la mano. Acto seguido volvió corriendo a la puerta, se puso en la oreja una punta del tubo y embutió la otra en el largo resquicio lateral.
Así se oía mucho mejor: un roce de tela, varias cosas dejadas en su sitio, y una cerradura.
Tras ello, una brusca inhalación. Y un silencio larguísimo. Pasaron cinco minutos.
El siguiente sonido fue extraño, terrorífico: un gemido grave y agónico, que recordaba a un gato a punto de atacar. Primero subió y bajó como una letanía. Luego aumentó bruscamente de volumen y se convirtió en un aullido de angustia en estado puro, una angustia absoluta, sin destilar. Era inhumano, el grito de los muertos vivientes, el sonido más aterrador que había oído Viola en toda su vida. Y provenía de él.