Nora Kelly se quedó en la esquina de la calle Setenta y siete con Museum Drive, mirando al norte. La gran entrada neorrománica del museo estaba iluminada con focos. En la fachada había un cartel de cinco plantas de altura, anunciando la inauguración. Abajo, en la calle, el típico caos neoyorquino de limusinas y Mercedes negros descargando clientes y famosos con abrigos de piel y corbatas negras, entre sucesivas oleadas de flashes. Los escalones de granito estaban cubiertos por la inevitable alfombra roja, entre dos cuerdas para contener a la prensa y la gente no invitada, como en un estreno cinematográfico.
Le dio asco el montaje.
Solo hacía dos días que habían asesinado brutalmente a Margo Green. De hecho la habían enterrado esa mañana, pero parecía que el museo ya no se acordara de ella. Se preguntó qué pasaría si daba media vuelta y volvía a su casa, pero ya sabía la respuesta: que podría despedirse de su carrera. Supuestamente era una de las estrellas del show. Se lo había dejado bien claro George Ashton. El espectáculo era lo primero.
Respiró profundamente, se abrigó bien los hombros con el chaquetón de lana y siguió caminando. Cuando estuvo más cerca, vio que había una zona muy movida. Un grupo de hombres bajos y fornidos con pantalones de gamuza y mantas de colores había formado un círculo y se dedicaba a cantar al son de los tambores, mientras algunos agitaban manojos encendidos de hierbas medicinales. Tras un momento de incomprensión, se dio cuenta de qué pasaba: ya habían llegado los tano para protestar. Vio a Manetti, el jefe de segundad, hablando con ellos y gesticulando, entre dos policías y algunos guardias del museo. Al parecer los invitados habían empezado a fijarse en el follón, y algunos se acercaban por curiosidad.
–¡Permiso!
Nora se abrió camino entre un grupo de cotillas, se agachó para cruzar la cuerda de terciopelo, puso su identificación en las narices de un guardia que ya tenía la queja en la punta de la lengua y se acercó al grupo de indios. Justo entonces llegó una chica guapa y de lo más garboso, que a juzgar por su séquito de paparazzi debía de ser una estrella o una starlet.
–Esto es propiedad privada –estaba diciendo Manetti a quien supuso Nora que era el líder de los tano–. A nosotros nos parece perfecto que se manifiesten, pero tienen que hacerlo en la acera.
–No –respondió tranquilamente el tano–, si no nos manifestamos. Estamos rezando.
–Bueno, da igual; esto es propiedad privada.
Entonces intervino la famosa, y Nora se sobresaltó al reconocer a la estrella de cine Wanda Meursault, una mujer alta, exótica y de vaga procedencia extranjera que según los rumores aspiraba al Oscar a mejor actriz.
–¡Un momento! ¿Por qué no tienen derecho a rezar? –dijo indignada, bajo una docena de flashes simultáneos.
Un ramo de micros de jirafa osciló para captar íntegramente las palabras imperecederas que pudieran salir de sus labios, mientras se encendían los pilotos de las cámaras.
Nora vio enseguida que se mascaba un desastre de relaciones públicas.
–Yo no digo que no puedan rezar –dijo Manetti, en un fuerte tono de exasperación–. Lo único que digo es que esto es propiedad privada.
–Estos nativos americanos están rezando. –Meursault se giró y preguntó, como si acabara de ocurrírsele–: ¿Para qué rezáis?
–Rezamos por nuestras máscaras sagradas, que están encerradas en una vitrina del museo –dijo el líder.
–¿Qué? ¿Que tienen guardadas vuestras máscaras sagradas?
El rostro de la actriz se iluminó de falso escándalo.
Todas las cámaras lo enfocaron.
Había que hacer algo. Deprisa. Nora se lanzó, apartando a un policía y a Manetti.
–¡Eh, un momento…! –empezó a decir el jefe de seguridad.
–Nora Kelly, vicecomisaria de la exposición –le explicó al policía, poniendo su identificación a la vista de cualquier autoridad que hubiera cerca.
Se giró hacia el jefe de seguridad.
–Ya me encargo yo, señor Manetti.
–Doctora Kelly, estas personas están entrando sin permiso en propiedad privada del museo…
–Ya, ya lo sé. Ahora lo soluciono.
Martini se quedó callado. Nora se admiró de lo fácil que era dar la vuelta a cualquier situación con un tono enérgico y una actitud de autoridad (autoridad de la que ella, por otro lado, carecía).
Se giró hacia el líder tano y se llevó una sorpresa al ver lo viejo que era (no menos de setenta años). Su cara llamaba la atención, por digna y por serena. No era el activista joven e indignado que se había imaginado. Los otros también eran de edad avanzada, más bien fuertotes, envueltos en mantas de lana Pendleton. El autobús VW en el que habían llegado, una tartana de mucho cuidado, estaba aparcado ilegalmente en Museum Drive. Seguro que no tardaría mucho en llevárselo la grúa.
–Y'aah shas slil dz'in nitsa –le dijo al líder, que se quedó mirándola con cara de perplejidad.
–Y'aah shas –se apresuró a decir, como si saliera de un trance–. ¿Cómo…?
–Viví una temporada en Tano Pueblo –dijo Nora–. ¡Es lo único que sé de su idioma, o sea, que no intente responderme! –Sonrió y tendió la mano–. Nora Kelly, una de las comisarías de la exposición. Creo que hablé con uno de sus colegas.
–Habló conmigo.
–Entonces es el señor Wametowa.
El anciano asintió con la cabeza.
–¿Cómo puedo ayudarlos? –preguntó Nora.
–¡Quieren rezar! –berreó Meursault desde la banda.
Nora siguió prestando toda su atención a Wametowa, sin hacer caso a la actriz.
–Estamos rezando a las máscaras –dijo él–. Es lo único que pedimos: hablar con nuestras máscaras.
–¿Hablar con las máscaras?
–Sí, para que estén tranquilas sabiendo que estamos aquí, que nos importan y que no las hemos olvidado.
Nora vio que Manetti ponía los ojos en blanco.
–¡Qué bonito! –dijo Meursault, ofreciendo su mejor perfil a las cámaras.
Se disparó otra docena de flashes.
–Nosotros creemos que las máscaras están vivas y tienen un espíritu. Han pasado mucho tiempo solas, lejos de nosotros. Hemos venido a bendecirlas y reconfortarlas.
De repente Nora comprendió la solución.
Fingió reflexionar. Su breve semana en Tano Pueblo (cuando era una estudiante de posgrado) le había enseñado que los tano consideraban insuficiente cualquier decisión que se tomara aprisa.
–No parece el mejor sitio para hacerlo –dijo al cabo de un rato.
–Es lo que estaba diciéndoles… –intervino Manetti.
Nora no le hizo caso.
–No sé si no podría haber algún otro…
–Sí –dijo Manetti–, aquí abajo, en la acera.
Nora lo miró fugazmente.
–Nos gustaría estar más cerca de nuestras máscaras, no más lejos –dijo Wametowa.
–Pues ¿por qué no entran? –preguntó Nora.
–No nos dejan.
–Entren como invitados míos. Ahora mismo los llevo hasta las máscaras para que puedan hablar con ellas en privado, antes de que se abra la sala.
–¿Está loca, doctora Kelly? –protestó Manetti.
El jefe de los tano la observó un minuto, hasta que su anciano rostro se iluminó con una sonrisa radiante. Hizo una reverencia llena de decoro.
–Eesha íat dzil. Es usted un ser humano, señorita Nora.
–¡Bravo! –exclamó Meursault.
–No pienso permitirlo –dijo el jefe de seguridad.
–Asumo toda la responsabilidad, señor Manetti.
–No puede hacer entrar a toda esta gente antes de que esté cortada la cinta. ¡Es imposible!
–No hay nada imposible. Al contrario: es como tiene que ser. –Nora se giró hacia los indios–. ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme?
–Con mucho gusto –dijeron los tano.
Para sorpresa del anciano jefe, Meursault se le colgó del brazo. Todos siguieron a Nora, encabezando a una multitud de periodistas y curiosos.
–¡Paso a los jefes tano! –exclamó Meursault–. ¡Paso!
La luz irisaba su vestido de lentejuelas. Estaba radiante por haber sido tan hábil en convertirse en el centro de atención.
La multitud se abrió como por arte de magia, mientras el grupo subía por la alfombra roja de la escalinata. Al cruzar la Gran Rotonda, y entrar en la Sala de los Cielos, los tano volvieron a cantar en voz baja y a tocar el tambor. Nora se encontró a una fila de invitados de gala que habían quedado embelesados por el espectáculo de la marcha de los indios hacia la sala. Debían de creer que formaba parte del programa. Percibiendo una oportunidad (como Meursault), el alcalde fue a su encuentro.
Manetti se colocó detrás de él con la cara roja pero la boca cerrada. Se notaba que había comprendido que sería contraproducente seguir discutiendo en presencia de toda la ciudad.
El siguiente en apartarse de la fila de bienvenida fue Collopy, que llegó corriendo.
–¡Nora! ¿Se puede saber qué pasa?
Nora se inclinó hacia él para susurrarle deprisa:
–Los tano quieren estar a solas un momento con las máscaras, antes de que cortemos la cinta.
–¿Para qué?
–Para rezar por ellas, y para bendecirlas. Nada más.
Collopy frunció el entrecejo.
–No es el momento, Nora. ¡Podrán esperar un poco, digo yo!
Nora lo miró a los ojos sin pestañear.
–Por favor, doctor Collopy, confíe en mí. Conozco bien a los indios del sudoeste. He vivido y trabajado muchos años entre ellos, y no han venido a armar barullo, ni a poner en evidencia a nadie; solo quieren un ratito a solas con sus máscaras. Se irán en cuanto haya terminado la ceremonia, y habremos distendido los ánimos. Es la mejor solución. Sé que por poco que lo piense estará de acuerdo. –Bajó aún más la voz–. Por otro lado, es una oportunidad perfecta para dar buena imagen.
Collopy miró a Nora, toda asombro su cara de patricio. Después miró a Manetti, y por último se giró hacia los tano, que esperaban. Carraspeó y se atusó el pelo, con la frente arrugada de concentración.
De pronto una sonrisa acogedora iluminó su cara. Tendió la mano al líder tano.
–¡Bienvenido, señor…!
–Wametowa.
–¡Claro, claro! ¡Bienvenido! El museo está encantado de recibirlos a usted y al resto de su grupo como representantes del pueblo tano. Sé que han hecho un largo camino para ver las máscaras de la Gran Kiva.
–Tres mil kilómetros.
Un murmullo se alzó de la multitud. Todas las cámaras estaban encendidas.
–Nos alegramos mucho de que hayan podido venir. Es un honor muy especial para el museo, y para mí personalmente.
La prensa se estaba tragando el anzuelo. Nora sintió un alivio enorme. Todo saldría bien.
–Nuestro jefe de seguridad, el señor Manetti, los acompañará a la sala para… visitar en privado las máscaras. Señor Manetti, ocúpese de las zonas de seguridad un poco antes de lo previsto. Ah, y déjelos a solas mientras rezan.
–Sí, señor.
–¿Tendrán bastante con media hora? –preguntó Collopy al líder.
–Sí, gracias –contestó el jefe tano.
–¡Magnífico! Y considérense invitados a la fiesta, señor Wem… mmm… Wem…
–Wametowa.
–¡Magnífico! ¿Podemos hacer algo más por ustedes?
–De momento es suficiente. –Los tano asentían mirándose entre sí–. Para serle sincero, no esperábamos que nos tratasen con tanto respeto.
–Pero ¡qué dice, hombre! ¡Si estamos encantados de tenerlos con nosotros! –Collopy, que había recuperado toda su compostura, se giró hacia las cámaras–. El museo da las gracias al pueblo tano por el privilegio de que se nos permita compartir estas espléndidas máscaras con el resto del mundo.
La primera en aplaudir fue Meursault. En pocos segundos, toda la sala fue una gran ovación. Las cámaras no se perdían ni un detalle.
Nora vio que Manetti se llevaba al grupo de indios por el pasillo, hablando al mismo tiempo por la radio. Se giró, buscó la silla que tenía más cerca y se desplomó en ella. Le parecía mentira haberle hablado así al director del museo. Tenía las rodillas como de goma.
Cansada, como lejos de todo, pensó que era un perfecto epitafio para Margo, que tanta importancia había dado al tema de las máscaras, y a la soberanía de los tano sobre ellas. La habría hecho muy feliz ver que se franqueaba un paso deferente y respetuoso a los indios en la exposición.
De repente se encontró delante una copa de champán. Miró hacia arriba con cara de sorpresa y vio a sus espaldas a Hugo Menzies, hecho un pincel con su esmoquin, su fular y su largo pelo blanco peinado hacia atrás.
Menzies, sonriente, cogió la mano de Nora, la cerró en torno de la copa fría, le dio una palmadita en la espalda y se sentó.
–¿Te habían dicho que eres un genio? –Se rió entre dientes–. Nunca había tenido el privilegio de asistir a un golpe de efecto publicitario de estas proporciones.
Nora sacudió la cabeza.
–Más que un golpe, podría haber sido un desastre.
–Sin tu presencia, seguro que lo habría sido. Aparte de torearte a los tano, has dado una imagen totalmente benévola del museo. Fenomenal. Absolutamente fenomenal.
Le brillaban los ojos, y casi se reía de satisfacción. Nora nunca lo había visto tan animado.
Bebió un trago de champán. Había tenido una semana horrenda: Bill en peligro y escondido, el asesinato de Margo, el estrés de la inauguración, las advertencias de Pendergast… Pero en ese momento estaba demasiado cansada, demasiado exhausta para tener miedo. Lo único que quería era irse a casa, encerrarse a cal y canto y meterse en la cama. Por desgracia tendría que tragarse varías horas de discursos, saludos a diestra y siniestra y alegría forzada.
Menzies le puso amablemente una mano en el hombro.
–Cuando haya pasado todo esto, me gustaría que te tomaras una semana de vacaciones. Te la mereces.
–Gracias. La verdad es que empezaría ahora mismo.
–Tres horas más.
–Tres horas más –dijo ella, antes de tomarse otro buen trago de champán.
Un conjunto de cuerda atacó el Cuarteto Emperador de Haydn, mientras los invitados empezaban a acercarse a las mesas. Estaban llenas de blini au caviar, jamón italiano, quesos franceses e italianos selectos, crujientes montañas de baguettes, crudités, ostras frescas sobre hielo picado, colas de langosta frías, esturión ahumado… De todo y más. Otras mesas daban la impresión de peligrar bajo el peso del vino y el champán. Parecía que hubiera un camarero por cada dos invitados, corriendo de un lado a otro con bandejas de plata cargadas de copas y comida.
–Nora –dijo Menzies–, tendrás que circular.
Ella gimió.
–¡Pobre de mí!
–Vamos, que nos enfrentaremos juntos a estas hordas voraces.
Cogidos del brazo, Nora y Menzies se internaron sin prisa entre la gente. Para Nora fue el principio de una auténtica lluvia de felicitaciones y preguntas de periodistas. Por lo visto el numerito de los tano le había salido redondo, hasta el punto de que todos daban por supuesto que estaba planeado desde hacía mucho tiempo.
Bastante más tarde, cuando fue a su mesa, se encontró sentados a varios miembros del departamento, incluido Ashton, principal comisario de la exposición. Mientras la gente empezaba a comer en serio, Collopy subió al estrado en compañía de su joven esposa y pronunció un discurso breve e ingenioso.
Llegó el momento de cortar la cinta. Nora, Menzies y Ashton subieron al estrado con algunos comisarios, mientras Collopy, armado con las tijeras gigantes propias de esos menesteres, se acercaba a la cinta y se liaba al intentar cortarla. Al final lo consiguió y fue aplaudido. Al mismo tiempo bascularon las dos enormes hojas de la puerta de la exposición «Imágenes sagradas». Menzies, Nora y el resto del departamento de antropología fueron los primeros en entrar, entre sonrisas y gestos de aquiescencia, seguidos con gran entusiasmo por los invitados.
Tardaron cerca de media hora en llegar al fondo de la sala, empujados por una auténtica marea humana. Nora tuvo un escalofrío al pasar junto a la sala donde habían matado a Margo, pero lógicamente ya no quedaba ningún rastro del asesinato, y tuvo la impresión de ser la única que se acordaba de él. A medida que se alejaba del lugar del crimen, sintió que el horror dejaba paso a un discreto sentimiento de orgullo. No acababa de creerse que al final lo hubieran conseguido.
Menzies se quedó cerca de Nora, murmurando algunos comentarios elogiosos sobre las vitrinas de las que se había ocupado ella directa o indirectamente. Los tano ya se habían ido. De su paso quedaban trocitos de turquesa, polen y maíz molido sobre la vitrina de las máscaras. Todos los invitados tuvieron la delicadeza de dejarlos donde estaban. Cuando llegaron a la última sala, Menzies se giró hacia Nora y le hizo una reverencia.
–Bueno, ahora sí que creo que hemos cumplido nuestro deber. –Sonrió, radiante–. Ya puedes batirte en retirada sin que se note. Yo por desgracia tengo unas cosas pendientes en mi despacho. Ya hablaremos la semana que viene sobre las vacaciones que te debo.
Hizo otra reverencia. Nora, aliviada, se giró para ir a la salida más cercana, y a su casa.