Cuarenta y cuatro

El paisaje invernal no podría haber sido más lúgubre: durante la noche había nevado un poco sobre el cementerio, y ahora soplaba entre los árboles desnudos un viento gélido que sacudía las ramas y acribillaba el suelo helado con hilachas de nieve. La tumba parecía una herida negra en el suelo, rodeada de placas muy verdes de césped artificial apoyado en la nieve (sobre la tierra amontonada había otra alfombra de césped artificial). El ataúd descansaba junto al fúnebre agujero, atado con correas a la máquina que lo depositaría al fondo de la tumba. Varios ramos enormes de flores frescas, que el viento hacía temblar, añadían a la escena una fecundidad surrealista.

Nora no podía apartar la vista del ataúd. Daba igual hacia dónde mirara; siempre acababa atraída por él. Era muy brillante, con mangos y ribetes de latón. No podía aceptar que dentro estuviera su amiga, su nueva amiga. Era tan horrible pensar que pocos días antes habían estado disfrutando de una buena cena, y hablando del museo en el piso de Margo…

La misma noche de su asesinato.

La noche previa a la llamada telefónica de Pendergast, urgente, turbadora…

Respiró profundamente un par de veces, sin poder controlar su temblor. Se le estaban helando los dedos, a pesar de los guantes, y ya no se notaba la nariz. Tenía tanto frío que temía que se le congelaran las lágrimas en la cara.

El pastor, con largo abrigo negro de plumón, estaba leyendo el primer rito funerario del Book of Common Prayer, haciendo vibrar el aire glacial con su voz bien timbrada. La asistencia era mucho más nutrida de lo que presagiaba el clima. La representación del museo era muy grande. Se notaba que Margo había dejado huella en poco tiempo. Claro que no había que olvidar su estancia en el museo como estudiante de posgrado, varios años antes… Collopy, el director, estaba casi en primera fila, con su mujer, una chica guapa a rabiar y aún más joven que Nora. El departamento de antropología había acudido casi al completo. Solo faltaban los que estaban enfrascados en los últimos preparativos –desesperados y contrarreloj– de la exposición «Imágenes sagradas». Nora debería haber sido una de ellos, pero no se habría perdonado faltar al entierro de Margo. Vio a Prine, abrigado como un esquimal, con un pañuelo de algodón con el que se secaba la nariz muy roja; también a Manetti, el jefe de seguridad, que parecía sinceramente afligido. La muerte de Margo debía de parecerle un fallo personal. Nora miró a los demás. En primera fila, una mujer lloraba en silencio, cogida de los brazos por sendos ayudantes. Seguro que era la madre de Margo, porque tenía el pelo del mismo color castaño claro, la misma delicadeza de facciones y la misma delgadez. Por lo demás, no parecía haber ningún otro familiar. Nora se acordó de que en la cena Margo le había comentado que era hija única.

Una ráfaga de viento más fuerte que las otras sacudió el cementerio y borró unos segundos la voz del pastor, que regresó diciendo:

–Señor, tú que nos has creado y no nos abandonas, te encomendamos a tu servidora, y querida hermana nuestra, Margo, como a su misericordioso salvador, y te rogamos que sea grata a tu mirada…

Encorvada bajo el viento glacial, Nora se ajustó un poco más el abrigo, mientras oía las tristes palabras de consuelo. Habría dado cualquier cosa por estar con Bill. La extraña llamada telefónica de Pendergast –porque estaba segura de que era su voz– la había afectado mucho. ¿Bill en peligro de muerte? ¿Escondido? ¿Su vida, la de Nora, también amenazada? Le parecía increíble, espeluznante, como si una nube negra acabara de tapar su existencia, pero tenía la prueba en las narices: Margo estaba muerta.

El zumbido de un motor la sacó de sus cavilaciones. La máquina había empezado a bajar el ataúd de Margo con un ruido de engranajes. El pastor elevó un poco la voz y acompañó el descenso con la señal de la cruz y las últimas palabras del oficio fúnebre. Se oyó el impacto sordo del féretro en el fondo de la tumba. El pastor invitó a la madre de Margo a arrojar un puñado de tierra. Otros la imitaron. Los terrones congelados hacían un ruido hueco, desasosegante, contra la tapa.

A Nora se le partió el corazón. Justo cuando empezaba a dar frutos su amistad con Margo, después de un principio desafortunado… La muerte de Margo era una tragedia en el sentido más literal de la palabra. Una persona tan valiente, con tantas convicciones…

Terminada la ceremonia, la gente empezó a volver hacia el estrecho camino del cementerio donde habían dejado sus coches. El aire se llenó del vaho de sus alientos. Nora miró su reloj: las diez en punto. Tenía que darse prisa y volver al museo para los últimos preparativos de la inauguración.

Justo cuando se giraba, vio acercarse en diagonal a un hombre vestido de negro, que tardó muy poco en darle alcance. Su aspecto, transido de dolor, hizo que se preguntara si Margo tenía algún otro familiar cercano.

–¿Nora? –dijo una voz grave.

Se detuvo, sorprendida.

–Siga caminando, por favor.

Empezaba a alarmarse, pero obedeció.

–¿Quién es?

–El agente Pendergast. ¿Qué hace al aire libre después de mi advertencia?

–Tengo que vivir.

–Mal podrá hacerlo si se muere.

Nora suspiró.

–Quiero saber qué le ha pasado a Bill.

–Ya le dije que está a salvo. La que me preocupa es usted, que es uno de los principales blancos.

–¿Blanco de qué?

–Eso no se lo puedo decir. Lo único que puedo es conminarla a que se cuide. Debería tener miedo.

–No, si ya lo tengo, agente Pendergast; su llamada casi me mata del susto, pero no esperará que renuncie a todo de golpe. Ya le dije que esta noche tengo que preparar una inauguración.

Un brusco suspiro de impaciencia.

–Está matando a todos los que me rodean, y a usted también la matará. Entonces no será la exposición lo que eche usted de menos, sino el resto de su vida.

Tensa y apremiante, la voz se parecía muy poco al acento melifluo y perezoso que recordaba Nora.

–Tengo que arriesgarme. Pasaré el resto del día en el museo, rodeada por todas las medidas de seguridad de la exposición. Y esta noche, en la inauguración, estaré rodeada por miles de personas.

–Sería la primera vez que le impidieran actuar unas medidas de seguridad.

–¿De quién habla?

–Cualquier otra información aumentaría el peligro que corre. Ya se lo advertí. ¡Nora, Nora! ¿Qué tengo que hacer para protegerla?

Nora flaqueó al oír lo cerca que estaba el tono de la desesperación.

–Lo siento, pero es que no soy de las que huyen y se esconden. Hace demasiado tiempo que trabajo en la inauguración. Cuentan conmigo. Mañana, ¿vale? Ya lo pensaré mañana. Hoy no puede ser.

–Como quiera.

La figura anónima (tan poco parecida al Pendergast que recordaba Nora) dio media vuelta y se mezcló con los grupos de gente vestida de negro que volvían a sus coches.