Cuarenta y tres

Viola Maskelene recogió el equipaje en las llegadas internacionales del aeropuerto Kennedy y se lo hizo cargar a un mozo en un carrito. Cruzaron el control de aduanas, con el mozo delante. Como ya era más de medianoche, casi no tuvo que esperar. El funcionario, aburrido, le hizo unas preguntas con desgana, le selló el pasaporte británico y la dejó pasar.

Fuera no esperaba mucha gente. Se paró a mirar las caras hasta que reconoció a un hombre alto con traje gris de franela. Estaba al borde del grupo, pero su parecido con su hermano era tan extraordinario que lo reconoció enseguida: frente alta, nariz aguileña, porte aristocrático… Claro que también había diferencias: era más alto y menos enjuto, tal vez algo más corpulento, aunque con facciones más afiladas (más marcados los pómulos, y más pronunciadas las protuberancias óseas de alrededor de los ojos), que prestaban a su cara una curiosa asimetría. Era pelirrojo, con una barba cerrada y muy cuidada, pero la diferencia más sorprendente eran sus ojos, el uno de un profundo color avellana y el otro de un azul glauco. Viola se preguntó si el segundo era ciego. Parecía muerto. Sonrió y lo saludó rápidamente con la mano. Él también sonrió y se acercó con pasos lánguidos, tendiendo ambas manos (tibias, de piel suave) para estrechar con fuerza la de Viola.

–¿Lady Maskelene?

–Llámeme Viola.

–Viola. Encantado de conocerla.

Compartía con su hermano el acento melifluo, de sureño, pero la languidez con la que hablaba, apenas menor que la de sus andares, no le impedía pronunciar cada palabra con una gran precisión, como si las cortara con los dientes. Era una mezcla inhabitual, y un poco rara.

–Mucho gusto, Diógenes.

–Mi hermano no ha estado muy locuaz, pero sé que tiene muchas ganas de verla. ¿Es su equipaje? –Un simple chasquido de dedos le bastó para llamar a un mozo–. Encargúese de meter las maletas de la señora en el Lincoln negro que está aparcado justo a la salida –le dijo–. El maletero está abierto.

Un billete de veinte apareció en su mano como por arte de magia, pero el mozo estaba tan fascinado por Viola que casi no lo vio.

Diógenes se giró hacia ella.

–¿Qué, cómo ha ido el viaje?

–Fatal, un asco.

–Lamento no haber podido aconsejarle otro vuelo más conveniente. Ya sabe que mi hermano sale de una temporada de gran ajetreo, y la logística de organizar su encuentro no ha sido nada fácil.

–Da igual. Lo importante es que ya estoy aquí.

–Claro que sí. ¿Vamos?

Diógenes ofreció su brazo a Viola, que al cogerlo quedó sorprendida por su fuerza. Los músculos parecían cables de acero, a pesar de la impresión de suavidad y languidez que desprendían sus movimientos.

–Se nota enseguida que es hermano de Aloysius –dijo Viola, mientras salían de la zona de recogida de equipajes.

–Me lo tomaré como un piropo.

Al cruzar la puerta giratoria recibieron un soplo de aire frío. Más allá de la pasarela cubierta, la acera tenía una fina capa de nieve reciente.

–¡Brrr! –dijo Viola, encogiéndose–. En Capraia había veinte grados, y se estaba de fábula. ¡Esto de aquí es una barbaridad!

–Se refiere a grados Celsius, naturalmente –dijo Diógenes, guiñando un ojo–. ¡Qué envidia me da, todo el año en la isla! Mi coche.

Le abrió la puerta a Viola, rodeó el vehículo, esperó a que el mozo cerrara el maletero y se sentó al volante.

–Bueno, en realidad no vivo todo el año en Capraia; en esta época del año suelo estar en Luxor, trabajando en unas excavaciones del Valle de los Nobles, pero este año la situación de Oriente Próximo está tan revuelta que tuve problemas con los permisos.

Diógenes se alejó sin sobresaltos del bordillo y se incorporó al tráfico que iba hacia la salida del aeropuerto.

–Conque egiptóloga –dijo–. Fascinante. Yo estuve un tiempo en Egipto, de subalterno en la expedición de Von Hertsgaard.

–¡No me diga! ¿La que fue a Somalia a buscar las minas de diamantes de la reina Hatshepsut? ¿Cuando encontraron decapitado a Hertsgaard?

–La misma.

–¡Qué emocionante! Me encantaría que me lo contara.

–Sí, podría decirse que fue emocionante.

–¿Es verdad que Hertsgaard pudo haber encontrado las minas de Hatshepsut justo antes de que lo mataran?

Diógenes rió con discreción.

–Lo dudo mucho. Ya sabe cómo nacen esa clase de rumores. A mí, más que las minas (que son pura leyenda), me interesa el personaje real de la reina Hatshepsut, la única faraona de la historia. Pero qué le voy a decir, si seguro que lo sabe todo de ella…

–Una mujer fascinante.

–Defendió su legitimidad aduciendo que su madre se había acostado con el dios Amón, y que el fruto era ella. ¿Cómo reza la célebre inscripción? «Amón encontró a la reina dormida en su habitación. Cuando los agradables olores que emanaban de él anunciaron su presencia, la reina despertó. Amón se mostró en todo su divino esplendor, y cuando se acercó a la reina ella lloró de felicidad ante su fuerza y su belleza, y se entregó a él».

Viola estaba intrigada. Diógenes parecía tan erudito como su hermano.

–Y ¿qué hace en el Valle de los Nobles, si no le molesta la pregunta, Viola?

–Hemos estado excavando las tumbas de varios escribas reales.

–Y ¿han encontrado algún tesoro? ¿Oro? ¿Piedras preciosas, que siempre es lo mejor?

–No, nada. Todo eso lo robaron en la antigüedad. Nosotros buscamos inscripciones.

–¡La egiptología! ¡Qué maravillosa profesión! Ya veo que a mi hermano le gustan las mujeres interesantes.

–A su hermano, para serle sincera, apenas lo conozco.

–Estoy seguro de que esta semana dejará de ser así.

–Eso espero. –Viola se rió, ligeramente cohibida–. La verdad es que aún no he asimilado del todo dónde estoy. Ha sido un viaje tan… tan imprevisto… tan misterioso… Me encantan los misterios.

–A Aloysius también. Eso es que están hechos el uno para el otro.

Viola cambió rápidamente de tema al sentir que se ruborizaba.

–¿Sabe algo sobre el caso que ha estado investigando?

–Es uno de los más difíciles de su carrera, pero por suerte está a punto de acabar. De hecho, el desenlace se producirá hoy mismo. Después ya estará libre. Se trata de un asesino en serie, de un personaje profundamente perturbado que por una serie de oscuras razones odia a muerte a Aloysius, y que se ha prodigado en asesinatos mientras se burlaba de mi hermano por no haber sabido detenerlo.

–¡Qué horror!

–Sí. Para poder investigar el caso, mi hermano se vio obligado a borrar tan bruscamente cualquier huella que todos lo dieron por muerto.

–Yo también creía que estaba muerto. Fue lo que me dijo el teniente D'Agosta.

–El único que sabía la verdad era yo, que lo ayudé a reponerse de su duro trance en Italia. Fui yo quien lo curó de sus heridas. No es que quiera parecer jactancioso, pero le salvé la vida.

–Me alegro mucho de que Aloysius tenga un hermano así.

–Tiene muy pocos amigos de verdad. Es una persona muy chapada a la antigua, algo distante, que intimida. Por eso he intentado ser su amigo, además de su hermano. Me alegro tanto de que la haya encontrado… Después del horrible accidente de Tanzania, cuando lo de su mujer…

¿Mujer? ¿Tanzania? Viola se moría de ganas de preguntar qué había pasado, pero las resistió. Ya se lo contaría en su momento Aloysius. Por otro lado, era muy inglesa en su aversión a entrometerse en las vidas ajenas.

–Bueno, en el fondo aún no me ha encontrado. De momento solo somos amigos desde hace poco tiempo.

Diógenes la miró con sus ojos extrañamente bicolores, y sonrió.

–Yo creo que mi hermano ya está enamorado de usted.

Esta vez Viola se puso rojísima, mientras sentía una mezcla repentina de emoción, vergüenza y ridículo. «¡Venga ya! –pensó–. ¿Cómo va a estar enamorado si solo nos hemos visto una vez?».

–Y tengo mis motivos para creer que usted también lo está de él.

Consiguió reírse como si el comentario no fuera con ella, pero por dentro se sintió agitada por una sensación peculiarísima. El coche surcaba a gran velocidad la noche gélida.

–Todo lo que dice es muy precipitado. Demasiado.

–Aloysius y yo nos parecemos mucho, pero una de las diferencias es que yo soy mucho más directo. Perdóneme si la he incomodado.

–¡No, por favor!

La autopista de Long Island se extendía frente a ellos como un camino de nieve rodeado de oscuridad. Faltaba poco para la una de la madrugada. Casi no había coches. El Lincoln iba muy deprisa, barriendo con el parabrisas los finos copos que caían lentamente del cielo.

–Aloysius siempre ha sido el más indirecto de los dos. Nunca he sabido qué piensa, ni siquiera cuando era pequeño.

–Sí, supongo que parece un poco inescrutable.

–¿Un poco? Mucho. Casi nunca revela el auténtico motivo por el que hace las cosas. Yo, por ejemplo, siempre había creído que si trabajaba para el gobierno era para compensar la presencia de algunas ovejas negras en la familia Pendergast.

–Ah, ¿sí?

La curiosidad de Viola se había vuelto a despertar.

Una risa espontánea.

–Sí. Por ejemplo nuestra tía abuela Cornelia, que vive cerca de aquí, en el hospital Mount Mercy para delincuentes psicóticos.

La curiosidad dio paso a la sorpresa.

–¿Delincuentes psicóticos?

–Exacto. Supongo que en todas las familias hay alguna oveja negra.

Viola pensó en su abuelo.

–Sí, eso es verdad.

–En algunas familias más que en otras.

Asintió con la cabeza, y al mirar a Diógenes vio que la observaba y apartó rápidamente la vista.

–Yo creo que eso le da un poco de interés, de sal, a las familias. Siempre es mejor tener un bisabuelo asesino que un bisabuelo tendero.

–Bueno, es una opinión original…

Quizá Diógenes fuera un poco más peculiar de lo que parecía a simple vista. En todo caso, era un hombre divertido.

–¿Usted tiene algún criminal interesante entre sus antepasados? –preguntó–. Si no es indiscreción, claro…

–No, tranquilo. Bueno, criminales, lo que se dice criminales, no, pero tengo uno que fue uno de los grandes virtuosos del violín del siglo diecinueve. Se volvió loco y se murió de frío en una cabaña de pastores de los Dolomitas.

–¿Lo ve? Me da la razón. Estaba seguro de que tenía algún antepasado interesante. En su familia no hay contables aburridos ni viajantes, ¿eh?

–No, que yo sepa no.

–Bueno, ahora que lo digo nosotros sí que tenemos un antepasado viajante. Es más, contribuyó mucho a la fortuna de los Pendergast.

–Ah, ¿sí?

–Sí. Se inventó un medicamento que no servía de nada, lo bautizó «elixir y reforzante glandular de Hezekiah» y se dedicó a venderlo a pie de carromato.

Viola soltó una carcajada.

–¡Qué nombre más raro para un medicamento!

–Sí, resultaría cómico de no ser por su composición: una mezcla mortal de cocaína, acetanilida y algunos alcaloides botánicos bastante infectos. Provocó una infinidad de adicciones, y miles de víctimas mortales, incluida su propia esposa.

A Viola se le apagó la risa en la garganta. Sintió una punzada de inquietud.

–Ah, ya…

–Claro que entonces se desconocían los peligros de las drogas como la cocaína, o sea, que el tatarabuelo Ezequías en el fondo no tenía la culpa.

–No, claro.

Se quedaron callados. El cielo negro seguía enviando finos copos de nieve que se deshacían tras reflejar fugazmente la luz de los faros.

–¿Usted cree que existe un gen criminal? –preguntó Diógenes.

–No –dijo Viola–. Me parece una tontería.

–Yo a veces no estoy tan seguro. En nuestra familia ha habido tantos… El tío Antoine, por ejemplo, uno de los mayores asesinos en serie del siglo diecinueve. Mató y mutiló a casi mil niños obreros de ambos sexos.

–Qué horror –murmuró Viola.

Su inquietud iba en aumento.

Diógenes se rió alegremente.

–Los ingleses, a sus criminales, se los llevaban a las colonias: primero Georgia y luego Australia. Lo veían como una manera de limpiar la raza anglosajona de cualquier elemento criminal, pero cuantos más delincuentes transportaban más aumentaba el índice de crímenes.

–Está claro que la delincuencia tenía más que ver con las condiciones económicas que con la genética –dijo Viola.

–¿Usted cree? Sí, es verdad. A mí no me habría gustado ser pobre en la Inglaterra del siglo diecinueve. A mi modo de ver, los verdaderos criminales de esa época eran la clase nobiliaria. Menos del uno por ciento de la población poseía más de noventa y cinco por ciento de las tierras. La ley, además, facultaba a los terratenientes ingleses a echar a sus arrendatarios, que se iban en masa a las ciudades y se morían de hambre o se dedicaban a la delincuencia.

–Es verdad –murmuró Viola.

Diógenes parecía haber olvidado que ella descendía de esa clase, la nobleza.

–En cambio aquí, en América, la cosa cambia. ¿Cómo explicaría que en algunas familias ser criminal sea un rasgo recurrente, como los ojos azules o el pelo rubio? Parece que la familia Pendergast haya engendrado un criminal en cada generación. Después de Antoine… Déjeme pensar… Tenemos a Comstock Pendergast, célebre mesmerista, mago y mentor de Harry Houdini, que mató a su pobre socio, junto a toda su familia, y después se suicidó. Se rebanó dos veces el cuello. Luego…

–¿Cómo?

Viola se dio cuenta de que se había aferrado involuntariamente al asidero de la puerta.

–Sí, sí, dos veces. Es que el primer corte no era bastante profundo, y supongo que no lo sedujo la idea de una muerte lenta por desangramiento. A mí, morirme desangrado no me importaría; por lo que dicen es como dormirse, y además tendría mucho, tiempo para admirar la sangre, que tiene un color maravilloso. ¿A usted le gusta el color de la sangre?

–¿Perdón?

El pánico empezaba a crecer dentro de Viola.

–La sangre. Tiene un color como el de un buen rubí. O viceversa. Personalmente, no hay ningún color que me guste más. Podrán llamarme excéntrico, pero es lo que pienso.

Viola trató de dominar su miedo e incertidumbre. Ya estaban lejos de la ciudad. La noche era oscura, y oscuros los barrios que cruzaban, excepto alguna que otra luz que casi no se veía desde la autopista.

–¿Adonde vamos? –preguntó.

–A un sitio muy pequeño que se llama Springs, una casita preciosa en la playa. Faltan unas dos horas.

–¿Es donde está Aloysius?

–Naturalmente, muriéndose por verla.

Viola ya se había dado cuenta de que el viaje era un error de colosales proporciones. Otra de sus decisiones insensatas y precipitadas. Se había dejado embriagar por el aroma novelesco de la situación, y por el alivio de saber que Pendergast no estaba muerto, pero lo cierto era que apenas lo conocía. En cuanto a su hermano…

De repente le pareció inconcebible estar dos horas en el mismo coche que él.

–Lo siento, Viola –dijo la voz suave de Diógenes. ¿Se encuentra bien?

–Sí, sí, perfectamente.

–Parece preocupada.

Viola respiró hondo.

–Si he de serle sincera, Diógenes, esta noche preferiría quedarme en Nueva York. Estoy más cansada de lo que pensaba. Ya veré a Aloysius cuando venga a la ciudad.

–¡Oh, no! ¡Se quedará destrozado!

–No lo puedo evitar. Dé media vuelta, por favor, si es tan amable. Siento muchísimo este cambio tan brusco de planes, pero será lo mejor. Ha sido muy amable. Lléveme otra vez a Nueva York, por favor.

–Si es lo que desea… Tendré que tomar la próxima salida para cambiar de dirección.

Viola sintió una oleada de alivio.

–Gracias. Lamento mucho causarle tantos problemas, de verdad.

La salida apareció muy pronto: Hempstead. El coche redujo su velocidad y abandonó la autopista. Al acercarse a la señal de stop que había al final de la rampa de salida, frenó. No se veía ningún otro coche. Viola apoyó la espalda en el asiento y, aferrada aún (sin darse cuenta) al asidero, esperó a que Diógenes volviera a acelerar.

Sin embargo, no lo hizo. De repente Viola percibió un olor químico muy raro.

Se giró muy deprisa.

–¿Qué pa…?

Una mano le puso un trozo de tela arrugado en la boca, mientras un brazo se cerraba a la velocidad del rayo alrededor de su cuello, derribándola sin miramientos. Viola quedó prisionera, con el trapo apestoso tapándole inmisericordemente la boca y la nariz. Se resistió, intentando respirar, pero era como si acabara de abrirse una puerta negra a sus pies. Cayó sin poder evitarlo. Cayó y cayó en la oscuridad, hasta que el mundo que la rodeaba se borró.