Cuarenta y dos

La mansión de Riverside Drive 891 se asentaba en una de las zonas de mayor complejidad geológica de Manhattan. Bajo las calles sucias de basura, el lecho rocoso de esquisto de Hartland cedía su lugar a otra formación, el Cámbrico de Manhattan. El gneis de la Formación de Manhattan se caracterizaba por su abundancia en fallas, sus líneas torturadas y la gran frecuencia de zonas débiles, fisuras y túneles naturales. Varios siglos antes, una de esas zonas débiles se había ampliado hasta formar el conducto que llevaba desde el subsótano de la mansión hasta la orilla infestada de maleza del río Hudson. Sin embargo, no era el único túnel; otros partían de la mansión para internarse en oscuras e incógnitas profundidades.

Incógnitas para todos menos para una persona.

Constance Greene avanzaba despacio por uno de esos túneles, adentrándose en la oscuridad con la soltura que le confería la práctica. Una de sus manos esbeltas sostenía una linterna, pero sin encenderla. Conocía tan bien aquellos ámbitos profundos e ignorados que no necesitaba luz. En muchos puntos, el pasadizo se estrechaba tanto que podía palpar ambas paredes con las manos. Pese a tratarse de un túnel de roca natural, el techo era alto y bastante regular, y el suelo suficientemente liso para parecer compuesto por escalones de factura humana.

Sin embargo, nadie salvo Constance lo había pisado jamás.

Hasta hacía pocos días, había tenido la esperanza de no volver a visitarlo. Le recordaba viejos tiempos, tiempos malos en que había visto cosas que ningún ser humano debería presenciar: los tiempos en que había venido él, trayendo consigo la violencia y el asesinato, y le había arrebatado a la única persona que le era familiar, un hombre a quien consideraba como un padre. El asesino había puesto patas arriba el mundo ordenado al que tan acostumbrada había estado Constance. Entonces ella había huido hacia esos recovecos glaciales de la tierra, y al principio, con la conmoción, también la cordura había dado muestras de huir.

Sin embargo, la educación de su cerebro había durado demasiados años y había sido demasiado concienzuda para que Constance pudiera extraviarse del todo; y así, muy lentamente, había regresado, interesada nuevamente por las costumbres del mundo diurno, del mundo de los vivos; nuevamente asentada, con paciencia y tiempo, en su antiguo hogar, su mundo: la mansión de Riverside Drive 891. Era la época en que había empezado a observar a alguien llamado Wren, un hombre entrado en años, de gran bondad, a quien había acabado revelándose.

Y él, a su vez, la había llevado a Pendergast.

Pendergast: la persona que la había reintegrado al mundo, y que la había ayudado a efectuar la transición desde un turbio pasado a un presente mucho más luminoso.

Sin embargo, aún era pronto para cantar victoria. Constance sabía lo delgada que era la frontera entre ella y la inestabilidad. Y ahora ocurría eso…

Se mordió el labio sin dejar de caminar, para aguantarse el llanto.

«Todo se arreglará –intentó decirse–. Al final se arreglará». Era lo que le había prometido Aloysius, que parecía capaz de cualquier cosa, hasta de volver de la muerte.

También ella le había hecho una promesa, que estaba decidida a cumplir: refugiarse cada noche allá abajo, donde no podía encontrarla ni el mismísimo Diogenes Pendergast. Sí, mantendría su promesa, aunque el lugar, y los recuerdos, pesaran tanto en su corazón.

Primero el pasadizo se estrechaba, y luego se bifurcaba. A la derecha seguía bajando en espiral hacia la oscuridad. A la izquierda se volvía horizontal, y se estrechaba aún más. Fue el camino que eligió Constance, y que siguió por espacio de cien metros, con todas sus vueltas y revueltas. Llegada a cierto punto, se detuvo y encendió la linterna.

La luz amarilla reveló un ensanchamiento súbito del túnel, que expiraba en una cuevecilla de aproximadamente un metro y medio por un metro. El suelo estaba cubierto por una alfombra persa de lujo, tomada de uno de los almacenes del sótano de la mansión. En las paredes, los ángulos de roca viva se veían suavizados por reproducciones de pinturas del Renacimiento: la Virgen del cuello largo de Parmigianino, La tempestad de Giorgione y media docena de obras más. Al fondo de la cueva había un camastro y una mesita, donde se amontonaban pulcramente obras de Thackeray, Trollope y George Eliot, junto a la República de Platón y las Confesiones de san Agustín.

En el subsuelo hacía mucho más calor. El olor a piedra y tierra no era desagradable. Poco consuelo ofrecían a Constance, sin embargo, el calor relativo de la cueva y sus pequeños detalles hogareños.

Dejó la linterna encima de la mesa, se sentó frente a ella y giró la cabeza hacia un receso en la pared de roca, situado a una altura que no llegaba a un metro del nivel del suelo. Fue de ahí de donde extrajo un libro encuadernado en piel: el tomo más reciente del diario que había escrito en otros tiempos, cuando era la pupila del antepasado de Pendergast.

Lo abrió pensativa y giró lentamente las páginas hasta la última entrada, fechada en julio del año anterior.

La leyó dos veces, mientras se enjugaba una lágrima furtiva. Después, con un suspiro quedo, guardó el diario en el nicho, al lado del resto de los tomos.

Había cuarenta y dos, todos de las mismas dimensiones y forma. Cuanto más cerca estaban de la boca del nicho, más nuevos parecían; e inversamente, cuanto más cerca del fondo, más agrietados y más avejentados.

Constance los miró pensativa, apoyando una mano en el borde del hueco. El movimiento arremangó un poco la tela del vestido, dejando a la vista una larga hilera de pequeñas cicatrices en el antebrazo: veinte o treinta marcas idénticas que se sucedían en perfecto paralelismo.

Se giró con otro suspiro, apagó la linterna y –tras rezar unas palabras en la vigilante oscuridad– se acercó al camastro, se tumbó de cara a la pared y se quedó con los ojos abiertos, haciendo todo lo posible por estar preparada para las inevitables pesadillas.