Eli Glinn esperaba en su pequeño despacho privado de la tercera planta del edificio de Effective Engineering Solutions. Era una habitación muy sobria, en la que solo había una mesa, varios ordenadores, una pequeña estantería y un reloj. Las paredes estaban pintadas de gris. En todo el despacho no había nada personal a excepción de una pequeña foto de una rubia imponente con uniforme de capitana de barco, saludando desde lo que parecía el puente de un barco cisterna. Debajo había un verso de un poema de W. H. Auden escrito a mano.
Las luces del despacho estaban apagadas. La única iluminación procedía de una gran pantalla plana que recibía una señal de alta definición de un despacho de la planta baja del edificio de EES. En la imagen aparecían dos personas: la persona analizada, Pendergast, y el analista, Rolf Krasner, especialista en psicología de EES, que estaba preparándolo para la prueba.
Glinn observó con interés la esbelta figura del agente. La perspicacia de sus comentarios psicológicos (de los que él mismo había sido blanco), y la extraordinaria habilidad con que sabía elegir e interpretar unos cuantos detalles dispersos a lo largo y ancho de una sala donde si algo no faltaba eran detalles, habían estado a punto de poner nervioso al director de EES, pero también le habían producido una profunda y singular impresión.
Sin desinteresarse de lo que recogía el monitor (el sonido estaba apagado), volvió a coger la carpeta que le había dado Pendergast. Quizá el caso no tuviera importancia a gran escala, pero tenía sus puntos de interés, como la relación (casi arquetípica, de Caín y Abel) entre los dos hermanos, tan extraordinario el uno como el otro. Extraordinario, sí: hasta entonces, Glinn no había conocido a nadie cuyo intelecto le pareciera a la altura del suyo. Siempre se había sentido un poco ajeno al resto de la humanidad, pero acababa de descubrir a un hombre con quien le era posible, por usar la horrible jerga de los tiempos, «identificarse». Sin embargo, lo que más le intrigaba era que el hermano de Pendergast diera muestras de ser aún más inteligente, y al mismo tiempo de una insondable maldad. Se trataba de un hombre tan consumido por el odio que había dedicado su vida entera al objetivo de ese odio, a semejanza del enamorado que se deja dominar por un amor obsesivo. En el fondo de ese odio había algo quizá sin precedentes en toda la experiencia de la humanidad.
Volvió a mirar el monitor. Rolf Krasner se había dejado de cumplidos y estaba yendo al grano. El psicólogo de EES combinaba la simpatía desarmante de su aspecto con una consumada profesionalidad. ¿Cómo creer que un hombre tan sencillo y campechano, de cara redonda y acento vienes, pudiera constituir una amenaza? De hecho, a primera vista parecía incapaz de matar una mosca, pero esa impresión cambiaba mucho cuando se le veía en acción. Glinn ya sabía lo eficaz que podía ser su estrategia de doctor Jekyll y Mr. Hyde frente a una persona desprevenida.
Por otro lado, Krasner nunca había analizado a una persona de las características de Pendergast.
Glinn se inclinó para encender los altavoces.
–Señor Pendergast –dijo cordialmente Krasner–, ¿le sirvo algo antes de empezar? ¿Agua? ¿Un refresco? ¿Un martini doble?
Se rió.
–No, gracias.
Pendergast no parecía muy cómodo. Lógico. EES había creado tres modalidades de entrevista, una para cada tipo de personalidad, así como una cuarta de índole experimental que estaba reservada a los pacientes más difíciles, coriáceos… e inteligentes. Después de leer la carpeta de Pendergast, y de analizar la situación entre todos, la elección de la modalidad más adecuada había sido unánime. Antes de Pendergast, solo cinco personas se habían sometido al cuarto tipo de entrevista, que nunca había fallado.
–Aquí usamos algunas técnicas del psicoanálisis de toda la vida –dijo Krasner–, entre ellas pedirle que se tienda en un diván donde no pueda verlo el entrevistador ¿Le importaría ponerse cómodo?
Pendergast se tumbó en el diván, muy adornado con brocados, y juntó sus manos blancas en el pecho. Aparte de los harapos, guardaba una similitud alarmante con un cadáver en un velatorio. «Qué ser más fascinante», pensó Glinn, acercando un poco más a la pantalla su silla de ruedas.
–¿Reconoce el despacho donde estamos, señor Pendergast? –dijo Krasner, afanándose en los últimos preparativos.
–Sí. Es el número 19 de Bergstrasse.
–¡Exacto! Una reproducción del despacho de Freud en Viena. Hasta pudimos conseguir algunas de sus tallas africanas. La alfombra persa del centro también era suya. Freud calificaba su despacho de gemütlich, una palabra alemana casi intraducible que significa cómodo, acogedor. Es el ambiente que hemos pretendido crear. ¿Usted habla alemán, señor Pendergast?
–No, no es uno de mis idiomas, y bien que lo siento, porque me habría gustado leer el Fausto de Goethe en su lengua original.
–Magnífica obra. Vigorosa, pero sin perder poesía.
Krasner se sentó en un taburete de madera, lejos de la vista de Pendergast.
–¿Usa usted los métodos de libre asociación del psicoanálisis? –preguntó el agente con sequedad.
–¡No, no! Hemos creado nuestra propia técnica, muy directa, sin trucos ni interpretación de sueños. Lo único que tiene de freudiano es la decoración del despacho.
Krasner volvió a reírse.
Glinn sonrió involuntariamente. La cuarta modalidad de entrevista usaba trucos (como todas), pero claro, la intención era que la persona analizada no los advirtiese. De hecho aparentaba una sencillez total, al menos por fuera. A las personas muy inteligentes se las podía engañar, pero solo extremando la precaución y la sutileza.
–Ahora lo ayudaré a someterse a unas técnicas sencillas de visualización, que alternaré con algunas preguntas. Es muy fácil. No tendré que hipnotizarlo. Solo es una manera de que esté sereno y concentrado, receptivo a las preguntas. ¿Le parece bien, Aloysius? ¿Puedo llamarlo por su nombre de pila?
–Sí, doctor Krasner; por lo demás, estoy a su disposición. Lo único que me preocupa es no poder darle la información que busca, porque no creo que exista.
–De eso no se preocupe. Usted relájese, siga mis instrucciones y responda lo mejor que pueda a mis preguntas.
«Relájese». Glinn era consciente de que sería lo último que pudiera hacer Pendergast una vez que Krasner iniciara la sesión.
–Perfecto. Ahora apagaré la luz. También le pediré que cierre los ojos.
–Como usted diga.
Solo quedó una luz difusa y suave.
–Ahora dejaremos que pasen tres minutos en silencio –dijo Krasner.
Pasaron muy despacio.
–Ya podemos empezar.
La voz de Krasner había adquirido un tono susurrante y aterciopelado. Dejó pasar otro largo silencio.
–Respire suavemente. Retenga el aire. Ahora expúlselo aún más despacio. Otra vez. Respire, aguante la respiración, espire… Relájese… Muy bien. Ahora quiero que se imagine que está en su lugar favorito del mundo, el que le hace sentirse más a gusto y más cómodo. Dedique un minuto a situarse. Ahora gírese y examine el entorno. Olfatee el aire. Absorba los aromas y los sonidos. Ahora dígame qué ve.
Un momento de silencio. Glinn se inclinó aún más hacia el monitor.
–Estoy en un prado muy ancho y verde, al borde de un antiguo hayedo. Al fondo del césped hay un cenador. Al oeste hay jardines y un arroyo, con un molino. En lo alto de la pendiente hay una mansión de piedra protegida del sol por unos olmos.
–¿Dónde estamos?
–En Ravenscry, la finca de mi tía abuela Cornelia.
–¿En qué año? ¿En qué estación?
–Estamos en 1972, en los idus de agosto.
–¿Qué edad tiene usted?
–Doce años.
–Vuelva a olfatear. ¿Qué olores percibe?
–Hierba recién cortada, con un rastro de peonías del jardín.
–¿Sonidos?
–Un chotacabras. El susurro de las hojas de las hayas. El murmullo lejano del agua.
–Muy bien, muy bien. Ahora le pediré que se levante. Levántese del suelo y flote libremente. Mire hacia abajo durante el ascenso. ¿Ve el prado y la casa desde arriba?
–Sí.
–Siga subiendo. Treinta metros. Cincuenta. Vuelva a mirar hacia abajo. ¿Qué ve?
–La mansión, las cocheras, los jardines, el césped, el molino, el criadero de truchas, el arboreto, los invernaderos, el hayedo y el camino que da vueltas hasta la verja de piedra. El muro que lo rodea todo.
–¿Y más allá?
–La carretera de Haddam.
–Ahora imagíneselo de noche.
–Es de noche.
–Ahora de día.
–Es de día.
–¿Entiende que lo controla todo usted, que está en su cabeza y que no es real?
–Sí.
–Téngalo presente durante todo el proceso. Es usted quien lo controla todo, y lo que ocurre no ocurre de verdad, sino tan solo en su cabeza.
–Lo entiendo.
–Distribuya por el césped a los miembros de su familia. ¿Quiénes son? Diga sus nombres, por favor.
–Mi padre, Linnaeus. Mi madre, Isabella. Mi tía abuela Cornelia. Cyril, el jardinero, que está trabajando un poco más lejos…
Se produjo una larga pausa.
–¿Alguien más?
–Y mi hermano. Diógenes.
–¿Edad?
–Diez.
–¿Qué hacen?
–Nada, estar donde los he puesto.
El tono de la respuesta fue seco e irónico. Glinn se dio perfecta cuenta de que Pendergast había optado por una pose de ironía, que trataría de mantener el mayor tiempo posible.
–Atribúyales alguna actividad característica –dijo Krasner con suavidad–. ¿Ahora qué hacen?
–Acabar de tomar el té sobre una manta tendida en el suelo.
–Ahora, flote hacia abajo. Despacio. Reúnase con ellos.
–Ya está.
–¿Qué hacen con exactitud?
–Ya hemos acabado de tomar el té. La tía abuela Cornelia ha hecho circular una bandeja de petit fours. Se los hace traer de Nueva Orleans.
–¿Son buenos?
–Por supuesto. La tía abuela Cornelia solo se conforma con lo mejor.
El tono del agente estaba cargado de ironía. Glinn tuvo curiosidad por saber quién era la tía abuela. Cogió un resumen adjunto al informe de Pendergast y lo hojeó. Al leer la respuesta, sintió un escalofrío en la columna vertebral. Cerró rápidamente la carpeta. No era momento para distracciones.
–¿Cómo era el té que se han tomado? –preguntó Krasner.
–La tía abuela Cornelia se niega a beber cualquier otra cosa que T. G. Tips. Se lo envían de Inglaterra.
–Ahora mire alrededor de la manta. Vaya mirando a todos los presentes hasta encontrar a Diógenes.
Un largo silencio.
–¿Cuál es su aspecto?
–Alto para su edad, pálido, con el pelo muy corto y un ojo de cada color. Es muy delgado y tiene los labios más rojos de lo normal.
–Concéntrese en los ojos. ¿Lo está mirando a usted?
–No. Ha girado la cabeza. No le gusta que lo miren fijamente.
–Siga observándolo. No le quite la vista de encima.
Esta vez, el silencio aún fue más largo.
–He apartado la mirada.
–No. Recuerde que la escena la controla usted. Siga mirándolo.
–Prefiero no hacerlo.
–Hable con su hermano. Dígale que se levante, que quiere decirle algo a solas.
Otro silencio todavía más largo.
–Ya está.
–Pídale que lo acompañe al cenador.
–Se niega.
–No puede negarse. Lo controla usted.
Incluso a través del monitor, Glinn vio que en la frente de Pendergast brillaba un poco de sudor. «Ya empieza», pensó.
–Dígale a Diógenes que en el cenador lo está esperando un hombre que quiere preguntarles unas cosas a los dos. Se llama doctor Krasner. Dígaselo.
–Sí, al doctor sí que está dispuesto a verlo. Es así de peculiar.
–Pidan disculpas y vayan al cenador, que es donde los espero.
–De acuerdo.
Un breve silencio.
–¿Ya han llegado?
–Sí.
–Perfecto. ¿Ahora qué ve?
–Estamos todos dentro: mi hermano, usted, yo… Los tres de pie.
–Muy bien, pues sigamos de pie. Ahora les haré unas preguntas. Dado que Diógenes no puede responderme de manera directa, será usted quien me transmita sus respuestas.
–Si insiste… –dijo Pendergast, recuperando el matiz de ironía.
–El que controla la situación es usted, Aloysius. Su hermano no puede negarse a contestar, porque en realidad es usted quien contesta por él. ¿Preparado?
–Sí.
–Pídale a Diógenes que lo mire. Fijamente.
–No quiere.
–Obligúelo a hacerlo. Obligúelo mentalmente.
Silencio.
–Ya está.
–Ahora me dirijo a usted, Diógenes. ¿Qué es lo primero que recuerda de su hermano mayor, Aloysius?
–Dice que se acuerda de verme dibujando.
–Dibujando ¿qué?
–Nada, garabatos.
–¿Qué edad tenía usted, Diógenes?
–Dice que seis meses.
–Pregúntele qué piensa sobre usted.
–Me considera el próximo Jackson Pollock.
«Otra vez el tono irónico», pensó Glinn. ¡Qué cliente más duro de roer!
–Eso, normalmente, un bebé de seis meses no lo pensaría.
–Diógenes está contestando como un niño de diez años, doctor Krasner.
–Perfecto. Pídale que no deje de mirarlo. ¿Qué ve?
–Nada, dice.
–¿Cómo que nada? ¿No habla?
–Sí, sí que ha hablado. Ha dicho la palabra «nada».
–Y ¿qué ha querido decir con la palabra «nada»?
–Dice: «Nada que allí no haya y la nada que hay».
–¿Cómo?
–Es un verso de Wallace Stevens –dijo Pendergast, lacónico–. A Diógenes ya le gustaba Stevens a los diez años.
–Diógenes, ¿cuando dice «nada» lo dice en el sentido de que su hermano Aloysius le parece insignificante?
–Se ríe y contesta que eso lo dice usted.
–¿Por qué?
–Se ríe aún más.
–¿Cuánto tiempo va a quedarse en Ravenscry, Diógenes?
–Dice que hasta que vuelva al colegio.
–¿Qué colegio?
–Los jesuitas de la calle Lafayette de Nueva Orleans.
–¿Le gusta el colegio, Diógenes?
–Dice que le gusta en la medida en que pueda gustarle estar encerrado en una habitación con veinticinco deficientes mentales y una histérica de edad madura.
–¿Cuál es su asignatura favorita?
–Dice que biología experimental… en el patio.
–Ahora, Aloysius, quiero que le haga a Diógenes tres preguntas de respuesta obligatoria. Su hermano no podrá negarse a contestar. Recuerde que es usted quien lo controla todo. ¿Preparado?
–Sí.
–¿Cuál es su comida favorita, Diógenes?
–El acíbar y la hiel.
–Quiero una respuesta directa.
–Es lo último que podría obtener de Diógenes, doctor Krasner –dijo Pendergast.
–Recuerde que en realidad las preguntas las responde usted, Aloysius.
–Sí, y con mucha paciencia, si no le importa que se lo diga –señaló Pendergast–. Hago todo lo que puedo por dejar en suspenso mi incredulidad.
Glinn se apoyó en el respaldo de la silla de ruedas. No acababa de funcionar. Todos los clientes se resistían, en algunos casos con todas sus fuerzas, pero no era lo mismo. La ironía era la resistencia máxima. Nunca había visto emplearla con tanta maestría. Al mismo tiempo, sin embargo, sintió un escalofrío de reconocimiento: Pendergast era una persona con una conciencia tan acendrada de su propio ser que no podía bajar la guardia ni un momento. Era incapaz de quitarse la compleja máscara defensiva que había creado para poder interponer algo entre el mundo y él.
A una persona así, Glinn podía entenderla.
–Bueno, Aloysius, aún está con Diógenes en el cenador. Imagine que tiene en la mano una pistola cargada.
–Perfecto.
Glinn se incorporó, ligeramente sorprendido. Krasner ya estaba pasando a lo que llamaban fase dos. La transición había sido muy brusca. Se notaba que él también se había dado cuenta de que era necesario dar un nuevo impulso a la sesión.
–¿De qué tipo de pistola se trata?
–De una pistola de mi colección, una Hilton Yam Signature Grade 1911 .45.
–Désela.
–¿No le parece una imprudencia poner una pistola en manos de un niño de diez años?
Otra vez el tono irónico, divertido.
–Da igual, désela.
–Ya está.
–Ahora dígale que apunte hacia usted y que apriete el gatillo.
–Ya está.
–¿Qué ha pasado?
–Se está riendo a carcajadas. No ha apretado el gatillo.
–¿Porqué?
–Dice que aún es pronto.
–¿Se propone matarlo?
–Por supuesto, pero quiere…
Pendergast no acabó la frase.
Krasner insistió.
–¿Qué quiere?
–Jugar un poco conmigo.
–¿Jugar a qué?
–Dice que quiere arrancarme las alas para ver qué pasa. Soy el gran insecto de su vida.
–¿Por qué?
–No lo sé.
–Pregúnteselo.
–Se ríe.
–Cójalo por los hombros y exija una respuesta.
–Preferiría no tocarlo.
–Zarandéelo. Use la fuerza. Oblíguele a contestar.
–Aún se ríe.
–Pues péguele.
–No diga tonterías.
–¡Péguele!
–No pienso seguir con esta farsa.
–Quítele la pistola.
–La ha soltado, pero…
–Recójala.
–De acuerdo.
–Péguele un tiro. Mátelo.
–Esto es lo más absurdo que…
–Adelante, mátelo. No es la primera vez que mata a alguien. Sabe hacerlo. Puede y debe.
Un largo silencio.
–¿Lo ha hecho?
–Este ejercicio es una necedad, doctor Krasner.
–Pero se lo ha imaginado. ¿A que sí? Se ha imaginado que lo mataba.
–Yo no he imaginado nada.
–Mentira. Lo ha matado. Lo ha matado en su imaginación. Y ahora se imagina su cadáver en el suelo. Lo ve porque no puede remediarlo.
–Esto es una…
La voz de Pendergast se apagó a media frase.
–¿Lo ve? No puede remediarlo. Lo ve porque le digo que lo vea. ¡Un momento! No está muerto. Se mueve. Aún está vivo. Quiere decir algo. Usa la poca fuerza que le queda para indicarle que se acerque. Le dice algo. ¿Cuáles han sido sus palabras?
Un largo silencio. Al final, Pendergast contestó secamente:
–Qualis artifex pereo.
Glinn hizo una mueca. Había reconocido la cita, pero vio que Krasner no. Lo que debería haber marcado el límite de Pendergast se había convertido de repente en un juego intelectual.
–¿Qué significa?
–Es en latín.
–Repito: ¿qué significa?
–Significa «¡Oh, qué artista perece conmigo!».
–¿Por qué lo ha dicho?
–Fueron las últimas palabras de Nerón. Creo que Diógenes lo ha dicho en broma.
–Ha matado a su hermano, Aloysius. Contemple su cadáver.
Un suspiro de irritación.
–Es la segunda vez.
–¿La segunda vez?
–Sí, ya lo mató hace años.
–¿Cómo dice?
–Así es. Mató todo lo bueno que tenía Diógenes en su interior, y solo dejó una cáscara repleta de maldad y odio. ¡Hizo algo que destruyó su alma!
Glinn se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración sin querer. Ya hacía tiempo que el tono del doctor Krasner había dejado de ser suave y tranquilizador. Ahora se hallaban en la fase tres. La transición había vuelto a ser más rápida de lo normal.
–Lo que dice es falso. Diógenes ya nació así, vacío y cruel.
–No. ¡Fue usted quien mató su parte buena! Es la única respuesta posible. ¿No lo comprende, Aloysius? El odio que inspira a Diógenes es de una enormidad mitológica. No puede surgir de la nada. La energía no se crea ni se destruye. Ese odio lo creó usted con algo que anuló el corazón de su hermano. Desde entonces ha borrado de su mente ese acto tan atroz, y ahora ha vuelto a matarlo, literal y figuradamente. Es usted el autor de su propio destino: he ahí lo que tiene que aceptar, Aloysius. La culpa es suya. Fue usted.
Otro largo silencio. Pendergast permaneció muy quieto en el diván, con la piel gris, como de cera.
–Diógenes se está levantando. Vuelve a mirarlo. Quiero que le haga una pregunta.
–¿Cuál?
–Pregúntele qué le hizo para que lo odie tanto.
–Ya está.
–¿Qué ha contestado?
–Se ha vuelto a reír. Ha dicho: «Te odio por ser tú».
–Repita la pregunta.
–Dice que no hace falta ninguna otra razón. Dice que su odio no está relacionado con ninguno de mis actos, que existe como existen el sol, la luna y las estrellas.
–No, no. ¡No! ¿Qué hizo, Aloysius? –El tono de Krasner volvía a ser suave, pero muy insistente–. Quítese el peso de encima. Tiene que ser horrible llevar un peso así sobre los hombros… Quíteselo de encima.
Pendergast se levantó despacio del diván y se quedó un momento con los pies en el suelo, sin moverse. Después se pasó una mano por la frente y miró su reloj.
–Es medianoche. Estamos a 28 de enero, y se me ha acabado el tiempo. Ya no puedo dejarme distraer por este ejercicio.
Cuando estuvo de pie, se giró hacia el doctor Krasner.
–Lo felicito por su animoso esfuerzo, doctor, pero le aseguro que mi pasado no contiene nada que pueda justificar la conducta de Diógenes. Durante mi carrera, a medida que estudiaba la psicología criminal, he ido llegando a una conclusión muy simple: que hay personas que nacen siendo monstruos. Es posible esclarecer sus motivos y reconstruir sus crímenes, pero lo que no se puede explicar es la maldad que llevan dentro.
Krasner lo miró con gran tristeza.
–Ahí es donde se equivoca, amigo mío. Nadie nace malo.
Pendergast le tendió la mano.
–Bueno, pues seguiremos en desacuerdo.
De repente miró directamente la pantalla, sobresaltando a Glinn. ¿Cómo podía saber dónde estaba la cámara?
–¿Señor Glinn? A usted también le doy las gracias por su esfuerzo. Encontrará mucho material en la carpeta para terminar su trabajo. Yo ya no puedo serles de ninguna ayuda. Hoy sucederá algo terrible, y debo hacer cuanto esté en mis manos para evitarlo.
Dio media vuelta y salió muy deprisa de la sala.