D'Agosta siguió a la decaída silueta del agente Pendergast, que arrastraba los pies por la esquina de la Novena Avenida con Little West 12th Street. Eran las nueve de la noche. Un viento gélido soplaba con fuerza desde el río Hudson. El antiguo barrio de los mataderos –que adoptaba la forma de una estrecha franja embutida entre el sur de Chelsea y el norte de Greenwich Village– había cambiado mucho desde la última vez que D'Agosta había puesto el pie en él. Ahora, entre los mayoristas de carne y las carnicerías había restaurantes y tiendas a la última, así como empresas tecnológicas que daban sus primeros pasos. Qué sitio más raro para que montara el chiringuito un experto en perfiles forenses…
Pendergast se paró a media manzana, frente a un gran almacén de doce plantas que no pasaba por su mejor momento. El tiempo había vuelto opacas las ventanas de tela metálica, y había tiznado los pisos inferiores con varios milímetros de hollín. No había letrero, nombre ni nada que anunciase la existencia de una empresa, salvo unas letras muy gastadas pintadas directamente sobre los ladrillos viejos, que anunciaban una industria cárnica:
PRICE & PRICE
PORK PACKAGING INC.
Debajo se veía una entrada muy grande de camiones, cerrada con barras, junto a una puerta más pequeña dotada de un timbre anónimo. El dedo de Pendergast subió hasta el timbre y lo pulsó con fuerza.
–¿Sí? –dijo alguien inmediatamente por la rejilla del altavoz de al lado.
Pendergast murmuró algo. La cerradura electrónica hizo el zumbido de apertura. La puerta daba a un pequeño espacio blanco donde solo había una cámara minúscula, situada en la parte superior de la pared del fondo. La puerta emitió un pequeño clic al cerrarse tras ellos. Se quedaron treinta segundos delante de la cámara, hasta que en la pared del fondo se abrió una puerta corredera casi invisible. Un pasillo blanco llevó a Pendergast y D'Agosta a una sala poco iluminada. Una sala sorprendente.
Todos los muros y techos de los primeros pisos del almacén habían sido derribados, dejando una carcasa muy grande de seis plantas de altura. Delante, a ras de suelo, se extendía un oscuro laberinto de mesas, aparatos científicos de gran tamaño, terminales informáticos e intrincados modelos y dioramas. A D'Agosta le llamó especialmente la atención una mesa gigante con lo que parecía una reproducción del lecho marino de algún punto de la Antártida, dotada de un corte que permitía observar su composición geológica. También había una especie de volcán, pero muy raro, así como otros modelos, todos de enorme complejidad, entre ellos un barco dotado de un misterioso conjunto de vehículos no tripulados, instrumentos científicos y armamento.
Una voz resonó en la oscuridad.
–Bienvenidos.
Al girarse, D'Agosta vio que se acercaba alguien en silla de ruedas, entre dos hileras de mesas largas. Era un hombre con el pelo castaño muy corto, los labios finos y la mandíbula cuadrada. Llevaba un traje discreto pero de muy buen corte, y una de sus manos, enfundada en un guante negro, controlaba la silla de ruedas mediante un mando. Se dio cuenta de que debía de tener un ojo de cristal, porque uno de los dos brillaba mucho más que el otro. En el lado derecho de la cara, desde el cuero cabelludo hasta la mandíbula, una cicatriz violácea daba la impresión de ser el recuerdo de un antiguo duelo.
–Soy Eli Glinn –dijo con una voz afable, grave, neutra–. Ustedes deben de ser el teniente D'Agosta y el agente Pendergast.
Lo siguieron nuevamente hacia el fondo, entre las mesas, pasando junto a un pequeño invernadero cuyas lámparas parpadeaban de modo inquietante. Un ascensor los llevó a una pasarela situada a la altura de la tercera planta. Mientras la recorría, siguiendo a la silla de ruedas, D'Agosta tuvo un aguijonazo de duda. ¿Effective Engineering Solutions? ¿Eli Glinn a secas, sin «doctor»? Se preguntó si a pesar de sus alabadísimas dotes de investigadora Constance Greene se había equivocado en su elección. El nunca había visto a ningún experto en perfiles parecido, y eso que conocía a bastantes.
Glinn giró la cabeza y escrutó el uniforme de D'Agosta con su ojo normal.
–Puede desconectar la radio y el móvil, teniente. Este edificio está protegido de cualquier señal inalámbrica y cualquier frecuencia radiofónica.
Los hizo pasar a una pequeña sala de reuniones con revestimiento de madera pulida. Tras cerrar la puerta, les indicó que se sentaran. Él hizo rodar la silla hasta la otra punta de la única mesa de la habitación. Evidentemente, el hueco entre las sillas Hermán Miller de color gris oscuro le estaba reservado a él. En la mesa solo había un sobre, a la altura de donde se había parado Glinn. Por lo demás estaba vacía e inmaculada. Glinn se apoyó en el respaldo de la silla de ruedas y fijó en D'Agosta y Pendergast una mirada penetrante.
–Su petición se sale de lo normal –dijo.
–Es que el problema que tengo se sale de lo normal –respondió Pendergast.
Glinn lo miró de pies a cabeza.
–Muy convincente ese disfraz que lleva, señor Pendergast.
–La verdad es que sí.
Glinn juntó las manos.
–Expóngame su problema.
Pendergast miró a su alrededor.
–Expóngame usted en qué consiste su empresa. Si se lo pido es porque todo esto… –Hizo un gesto–. No parece el despacho de un experto en perfiles forenses.
Una sonrisa, que no era de alegría, tensó lentamente las facciones de Glinn, distorsionando la cicatriz y volviéndola más roja.
–Legítima pregunta. Effective Engineering Solutions se dedica a resolver problemas de ingeniería únicos en su género, y a elaborar análisis de fallos.
–¿Qué clase de problemas de ingeniería? –preguntó Pendergast.
–Cómo neutralizar un reactor nuclear subterráneo que un determinado país de Oriente Próximo que no acata la normativa internacional está usando para producir combustible enriquecido. Analizar la desaparición súbita y misteriosa de un satélite cuyo valor asciende a mil millones de dólares. –Movió un dedo, gesto pequeño pero de una contundencia sorprendente, tal era la inmovilidad que había guardado hasta el momento–. Lo entenderá si entro en detalles. Verá, señor Pendergast: el «análisis de fallos» es la otra cara de la moneda de la ingeniería. Es el arte de entender cómo fallan las cosas, y por lo tanto de evitarlo antes de que ocurra. O bien de averiguar el porqué de un fallo que ya se ha producido. Por desgracia, lo segundo es más frecuente que lo primero.
–Aún no lo entiendo –intervino D'Agosta–. ¿Qué tiene que ver el análisis de fallos con los perfiles forenses?
–A eso iba, teniente. El análisis de fallos empieza y acaba con perfiles psicológicos. Hace tiempo que EES comprendió que la clave para entender los fallos era comprender exactamente cómo se equivocan los seres humanos, lo cual equivale a entender cómo toman decisiones en general. Necesitábamos capacidad predictiva, una manera de predecir cómo actuaría una persona determinada en una situación determinada, y para ello creamos un sistema exclusivo muy potente de elaboración de perfiles psicológicos. Actualmente está basado en un superordenador de nodos IBM eServer en entorno Grid. Elaboramos perfiles psicológicos mejor que nadie en el mundo. Y no se lo digo para venderles nada, sino porque es la realidad.
Pendergast inclinó la cabeza.
–Muy interesante. ¿A qué se debe que desconociera el nombre de la empresa?
–En términos generales, preferimos que no se nos conozca, a excepción, claro está, de un pequeño círculo de clientes.
–Antes de empezar, necesito que se me garantice la mayor discreción.
–Señor Pendergast, EES da dos garantías: en primer lugar, discreción total; en segundo lugar, éxito asegurado. Ahora, si es tan amable, expóngame su problema.
–El objetivo se llama Diógenes Pendergast. Mi hermano. Desapareció hace más de dos décadas tras simular su propia muerte, y parece haberse esfumado de la faz de la tierra, al menos oficialmente. No consta en ninguna base de datos del gobierno, con la salvedad de un certificado de defunción que sé que es falso. No existe información sobre su vida adulta; ni dirección, ni fotos, ni nada. –Pendergast sacó una gruesa carpeta de su americana y la dejó sobre la mesa–. Aquí está todo lo que sé.
–¿Cómo sabe que está vivo?
–Porque el verano pasado tuvimos un encuentro de lo más peculiar. Figura en el informe, junto con el hecho de que Diógenes se ha convertido en un asesino en serie.
Glinn asintió lentamente.
–Diógenes siempre me ha odiado, desde muy pequeño, y ha consagrado su vida a destruirme. Finalmente, el 19 de enero de este año puso en marcha su plan. Ha empezado a asesinar uno por uno a mis amigos y colaboradores, al tiempo que se burla de mi incapacidad de salvarles la vida. De momento ha matado a cuatro. En los últimos dos casos me ha zaherido con mensajes en que nombraba a la víctima con antelación. La primera vez, el nombre era correcto; la segunda, usó el mensaje como estratagema para incitarme a proteger a la persona equivocada. Resumiendo, que me he visto totalmente incapaz de frenarlo, y ahora dice que la próxima persona a quien matará es el teniente D'Agosta. Las reseñas de los asesinatos también están en la carpeta.
D'Agosta vio un nuevo brillo de interés en el ojo sano de Glinn.
–Y ese Diógenes… ¿Es muy inteligente?
–De niño le asignaron un coeficiente de 210, después, dicho sea de paso, de que contrajera la escarlatina, enfermedad que le dejó secuelas permanentes.
Glinn arqueó una ceja.
–¿Se refiere a algún daño cerebral?
–No lo creo. Antes de la escarlatina ya era un niño raro. Según parece, la enfermedad no hizo sino concentrar y dar mayor protagonismo a esa rareza.
–Lo cual es la razón de que me necesite. Necesita un análisis psicológico, criminal y de comportamiento lo más completo posible de la persona en cuestión, y claro, como es hermano suyo carece del distanciamiento necesario para elaborarlo usted mismo.
–Exacto. Diógenes ha dispuesto de varios años para planearlo, y siempre ha ido tres pasos por delante de mí. Nunca deja pistas en los escenarios de sus crímenes, al menos por descuido. La única forma de pararle los pies es adelantarse a su siguiente paso. Debo subrayar que es una auténtica emergencia. Diógenes ha amenazado con coronar su crimen mañana, 28 de enero, día descrito por él mismo como la culminación de todos sus planes. El número de vidas en jaque es un enigma.
Glinn abrió la carpeta con su mano útil y empezó a hojearla, leyendo cada hoja por encima.
–No puedo tener el perfil en veinticuatro horas.
–Es necesario.
–Imposible. El plazo mínimo (en el supuesto de que me concentrara exclusivamente en este encargo, suspendiendo mi trabajo en los demás) serían setenta y dos horas, contando desde este momento. Ha acudido demasiado tarde a mí, señor Pendergast; al menos demasiado tarde para la fecha aportada por su hermano, aunque tal vez no para tomar medidas eficaces a posteriori.
El agente guardó un momento de silencio.
–Está bien –dijo en voz baja.
–No perdamos más tiempo. –Glinn puso una mano sobre la carpeta que tenía delante, y la hizo deslizarse por la mesa–. Aquí tienen nuestro contrato estándar. Mis honorarios son un millón de dólares.
D'Agosta se levantó de la silla.
–¿Un millón? ¡Usted está loco!
Pendergast le hizo callar con un gesto de la mano.
–Aceptado.
Cogió la carpeta, la abrió y sometió el contrato a una lectura rápida.
–En las últimas páginas –dijo Glinn– encontrará las cláusulas de limitación de responsabilidad y las garantías habituales de la empresa. Ofrecemos una garantía absoluta de éxito.
–Es la segunda vez que se refiere a esa curiosa garantía. ¿Qué entiende por «éxito», señor Glinn?
En el rostro de Glinn apareció otra sonrisa fantasmal.
–Lo que no podemos, como comprenderá, es garantizarle que cojamos a Diógenes. Tampoco podemos garantizarle que no siga matando. Eso depende de ustedes. Le diré lo que garantizamos: en primer lugar, la entrega de un perfil forense de Diógenes Pendergast que esclarezca sus motivos con total precisión.
–Los motivos ya los conozco.
Glinn hizo caso omiso del comentario.
–En segundo lugar, que nuestro perfil forense esté dotado de capacidad predictiva. Gracias a él, conocerán ustedes los siguientes actos de Diógenes Pendergast, dentro de un abanico limitado de opciones. También ofrecemos un seguimiento posterior. Si tienen preguntas concretas sobre los futuros actos de la persona analizada, las introduciremos en nuestro sistema y les proporcionaremos respuestas fiables.
–Tengo mis dudas de que sea posible, no ya con alguien como Diógenes, sino con cualquier ser humano.
–Preferiría no entrar en discusiones filosóficas, señor Pendergast. Los seres humanos son de un previsible que da asco, al margen de que hablemos de psicópatas o abuelas. Cumpliremos lo prometido.
–¿Alguna vez les ha salido mal?
–Nunca, aunque hay un encargo que sigue… digamos que abierto.
–¿El del dispositivo termonuclear?
Glinn no delató sorpresa alguna por la pregunta.
–¿A qué dispositivo nuclear se refiere?
–Al que están diseñando en la planta baja. He visto una pizarra con varias ecuaciones relativas a la curva de energía de enlace. En la mesa de al lado había un papel con el diseño de un explosivo cuya función no podía ser otra que comprimir un núcleo.
–Tendré que darle un toque de atención a nuestro ingeniero jefe, para que sea un poco más cuidadoso con nuestro otro proyecto.
–También he visto que están desarrollando un virus de mosaico manipulado genéticamente. ¿También forma parte del otro proyecto?
–Al resto de nuestros clientes les ofrecemos las mismas garantías de confidencialidad que a ustedes. Volvamos al tema de Diógenes, si le parece; concretamente, a la cuestión de sus motivos.
–Todavía no –dijo Pendergast–. No he hablado por hablar. Todo en usted (su forma de hablar, sus movimientos, su propia intensidad) delata la existencia de una obsesión preponderante, señor Glinn. También he observado que sus heridas son recientes, si he de guiarme por la cicatriz de su cara. Al sopesarlo junto con lo que he observado en la planta baja, lo cierto es que me preocupo.
Glinn arqueó las cejas.
–¿Se preocupa?
–Sí, de que un hombre como usted, volcado en cuerpo y alma en un problema mucho mayor que el mío, no se consagre de lleno a este último.
Glinn no contestó. Estaba tan inmóvil como Pendergast, que lo observaba desde el otro lado de la mesa.
Pasaron dos minutos de absoluto mutismo por parte de los dos. D'Agosta, simple espectador de la escena, empezó a alarmarse. Parecía que estuvieran batiéndose en duelo, que se hubieran enzarzado en un tira y afloja sin abrir la boca ni mover un solo músculo.
De pronto Glinn retomó la palabra sin preámbulos, con la misma calma y el mismo tono neutro que hasta entonces.
–El día que usted decida abandonar el FBI, creo que podría encontrarle un hueco en nuestra empresa, señor Pendergast. En cuanto a la supuesta obsesión, no existe, más allá del mero respeto a nuestra garantía de éxito. La garantía, para que lo sepa, no la contraemos tan solo de cara a los clientes, sino a nosotros mismos. Estoy decidido a culminar con éxito el proyecto al que se ha referido, por mucho que el cliente original ya no esté en condiciones de valorarlo. Es un proyecto relacionado con un grave movimiento sísmico en un punto determinado del sur del Atlántico que requiere un… ajuste nuclear. Y ya le he dicho más de lo que tiene que saber. Sí es cierto que su pequeño problema lo acepto más que nada por necesidad económica, pero dedicaré todas mis energías (y cuando digo todas es todas) a llevar el proyecto a buen término, porque un fracaso significaría tener que devolverle su dinero, así como una humillación personal. Además, ya le he dicho que EES nunca falla. ¿Me explico?
Pendergast asintió con la cabeza.
–Bueno, pues volvamos a las motivaciones de su hermano, al origen de su odio. Algo ocurrió entre ustedes dos, y yo debo saberlo.
–Todo está descrito en la carpeta. Mi hermano me ha odiado desde siempre. La gota que colmó el vaso fue cuando quemé sus diarios.
–Cuéntemelo.
–Yo tenía catorce años, y él, doce. Nunca nos habíamos llevado bien. Diógenes siempre fue cruel y extraño, sobre todo desde la escarlatina.
–¿Cuándo la pasó?
–A los siete años.
–¿Queda alguna constancia médica?
–No. Lo atendió el médico privado de la familia.
–Siga.
–Un día encontré sus diarios por casualidad, y vi que nunca se había puesto por escrito nada tan vil. Ningún cerebro normal habría sido capaz de concebir semejantes abominaciones. Hacía varios años que los escribía. Mi decisión de quemarlos fue el catalizador. Al cabo de unos años nuestra casa sufrió un incendio en el que perecieron nuestros padres. Yo estaba lejos, estudiando, pero Diógenes lo presenció, y los oyó gritar pidiendo ayuda. Fue lo que acabó de desquiciarlo.
Una fría sonrisa tensó las comisuras de los labios de Glinn.
–Lo dudo.
–¿Cómo que lo duda?
–No dudo que Diógenes tuviera celos de usted, ni que la destrucción de sus diarios lo enfureciera, pero es un hecho demasiado tardío para haber provocado un odio tan profundo, tan obsesivo y patológico. Un odio así tampoco puede generarlo a partir de la nada una simple escarlatina. No, señor Pendergast: el odio de Diógenes tiene otro origen, algo que ocurrió entre ustedes dos a una edad mucho más temprana; esa es la información de la que carecemos, y la única persona en situación de suministrárnosla es usted.
–Cualquier cosa importante que haya ocurrido entre mi hermano y yo figura en la carpeta, incluido nuestro reciente encuentro en Italia. Le aseguro que su odio no se explica por un solo incidente decisivo.
Glinn cogió la carpeta y la hojeó. Pasaron tres minutos, que se convirtieron en cinco.
–Tiene razón –dijo, dejando la carpeta encima de la mesa–. Aquí no hay nada decisivo.
–Es lo que le he dicho.
–Pero existe la posibilidad de que lo haya reprimido.
–Yo no reprimo nada. Tengo una memoria excepcional, que se remonta más allá de mi primer cumpleaños.
–Entonces es que se guarda algo a propósito.
Pendergast se quedó muy callado. D'Agosta observó a los dos hombres con sorpresa. Nunca había visto a nadie que desafiara de ese modo a Pendergast.
Glinn observaba al agente con una inexpresividad aún mayor que antes, si cabía.
–Sin esa información no podemos seguir. La necesito. La necesito ahora mismo. –Echó un vistazo a su reloj–. Voy a llamar a algunos de mis socios. En menos de una hora estarán todos aquí. Al otro lado de la puerta del fondo hay una salita con una cama, señor Pendergast. Le ruego que se ponga cómodo y espere nuevas instrucciones. Teniente, su presencia ya no es necesaria.
D'Agosta miró a Pendergast, y vio algo que no recordaba haber visto jamás: algo parecido a la aprensión en las facciones del agente.
–No pienso irme –dijo enseguida, irritado por la arrogancia de Glinn.
Pendergast sonrió un poco y negó con la cabeza.
–Tranquilo, Vincent. Nada me apetece menos que hurgar en mi pasado en busca de algo que probablemente ni siquiera exista, pero comprendo que sea necesario. Nos reuniremos en el lugar convenido.
–¿Está seguro?
Pendergast asintió.
–Y no olvide ni un momento lo siguiente: que la última persona nombrada por Diogenes es usted. Faltan menos de tres horas para el 28 de enero. Extreme al límite las precauciones, Vincent.