Treinta y seis

Cuando D'Agosta llegó a la vieja puerta de la calle Hudson, la luz acuosa del invierno se apagaba sobre el río. Descansó un momento y respiró profundamente, a ver si se tranquilizaba. Había seguido al pie de la letra las enrevesadas instrucciones de Pendergast. El agente se había vuelto a mudar. (Parecía decidido a ir siempre un paso por delante de Diógenes). D'Agosta se preguntó con una mezcla de curiosidad y fatiga cuál sería su nuevo disfraz.

Ya más sereno, volvió a comprobar que no hubiera nadie cerca, llamó siete veces a la puerta y esperó. Al cabo de un rato le abrió un hombre con toda la pinta de ser un marginado en fase terminal de drogadicción. D'Agosta ya sabía que era Pendergast, pero la eficacia de su camuflaje lo dejó estupefacto. Y no era la primera vez.

Pendergast lo hizo pasar en silencio, cerró la puerta con candado y lo acompañó por una escalera húmeda hasta un sótano ocupado por una gran caldera y varios tubos de calefacción. Completaban la imagen una caja muy grande de cartón llena de mantas sucias, otra caja de plástico de las de leche, con una vela y algunos platos, y varias latas de comida muy bien amontonadas.

Pendergast levantó un trapo del suelo, dejando a la vista un iMac G5 con conexión inalámbrica Bluetooth a Internet. Al lado había un fajo de papeles muy gastados: las fotocopias del expediente policial sustraído por D'Agosta de la jefatura, así como otros informes que debían de proceder del dossier sobre el envenenamiento de Hamilton. Se notaba que lo había estudiado todo muy a fondo.

–Me… –D'Agosta no sabía por dónde empezar. Tuvo otro ataque de rabia–. ¡Qué cabrón! ¡Qué hijo de perra! Mira que asesinar a Margo… Dios…

No dijo nada más. No había palabras capaces de expresar toda la furia que llevaba dentro, toda la conmoción y la incredulidad que lo embargaban. La noticia de que Margo había vuelto a Nueva York, y al museo, era una novedad, pero se conocían de hacía años, y habían trabajado juntos en la matanza del metro y los asesinatos del museo. Era una mujer valiente, llena de recursos y de inteligencia, que no se merecía un final así: ser perseguida y asesinada en la oscuridad de una sala de exposiciones.

Pendergast tecleaba en silencio en el ordenador, pero tenía la cara sudorosa, y D'Agosta se dio cuenta de que no era un ingrediente del disfraz, sino que compartían los mismos sentimientos.

–Diógenes mintió al anunciar que la siguiente víctima sería Smithback –dijo D'Agosta.

Pendergast, sin decir nada, metió una mano en la caja y extrajo una bolsa. Después la abrió, sacó algo (una carta de tarot y una nota) y se lo dio.

D'Agosta miró la carta. Representaba una torre de ladrillo de color naranja sobre la que caían varios relámpagos, y que se estaba quemando. Una serie de minúsculas figuras se desplomaban desde sus almenas y acababan en la hierba tras una larga caída. Miró la nota.

Ave, frater!

¿Desde cuándo te digo la verdad? A estas alturas, después de tantos años, lo mínimo que cabría esperar es que supieras que soy un mentiroso consumado. Mientras tú te desvivías por esconder al fanfarrón de Smithback –a propósito, te felicito por tu habilidad, porque aún no lo he encontrado–, yo tenía las manos libres para tramar la muerte de Margo Green. La cual, dicho sea de paso, me plantó cara con muchos arrestos.

¿A que he sido muy inteligente?

Te voy a contar un secreto, hermano. Tengo ganas de sincerarme, conque nombraré a mi siguiente víctima: el teniente Vincent D'Agosta.

Qué divertido, ¿eh? ¿Será la verdad? ¿U otra mentira? ¡Qué delicioso enigma para ti, querido hermano mío!

No te digo adieu, sino au revoir.

DIÓGENES

D'Agosta devolvió la nota a Pendergast con una sensación extraña, visceral. No era miedo, en absoluto, sino un nuevo arranque de odio que hasta le dio temblores.

–Que venga, que venga, el muy cabrón –dijo.

–Siéntese, Vincent, que tenemos poco tiempo.

Eran las primeras palabras de Pendergast. La profunda seriedad de su voz hizo callar a D'Agosta, que tomó asiento en una caja de embalar.

–¿Qué pinta la carta de tarot? –preguntó.

–Es la Torre, de una variante de la baraja que se llama «El Gran Tarot Esotérico». Dicen que anuncia destrucción. Una época de cambios súbitos.

–No me diga.

–Me he pasado todo el día elaborando una lista de posibles víctimas y haciendo los preparativos para su protección. Para ello he tenido que recurrir prácticamente a todos los favores que se me debían, lo cual, por desgracia, tendrá el efecto colateral de desproveerme de tapadera. Las personas a quienes me he dirigido han prometido no revelar nada, pero tarde o temprano acabará por divulgarse la noticia de que estoy con vida. Fíjese en esto, Vincent.

D'Agosta se inclinó para mirar el documento que estaba en la pantalla. Reconoció muchos nombres, pero también había muchos que no le sonaban de nada.

–¿Echa en falta a alguien?

Miró la lista fijamente.

–A Hayward.

El simple hecho de pensar en ella le dio una punzada en el estómago.

–Hayward es la única persona que puedo descartar rotundamente como víctima de Diógenes. Las razones todavía no se las puedo explicar.

–¿Y…? –D'Agosta titubeó. Pendergast era una persona extremadamente celosa de su intimidad. Se preguntó cómo reaccionaría al oír el nombre–. ¿Y Viola Maskelene?

–He pensado mucho en ella –dijo el agente con voz grave, mirándose las manos–. Sigue en su isla de Capraia, que en muchos sentidos es la fortaleza perfecta: la única forma de acceder a ella es un viaje de varios días. Solo hay un puerto, muy pequeño, y cualquier desconocido llamaría enseguida la atención, fuera cual fuese su disfraz. Diógenes está aquí, en Nueva York. No podría llegar rápidamente a ella. Tampoco lo delegaría en otra persona. Y por último… –Bajó la voz–. Diógenes no puede saber nada de mi… interés por ella. La única persona del mundo que lo sabe es usted. Para Diógenes no es más que alguien a quien entrevisté en relación con un violín. Por otro lado, tomar medidas para protegerla podría ser un modo de poner a mi hermano al corriente de su existencia.

–Sí, ya lo entiendo.

–De ahí que en su caso me haya inclinado por dejar las cosas como están.

Separó las manos.

–En todos los otros he tomado medidas de protección, sean o no del gusto de la posible víctima. Lo cual nos lleva a la pregunta más difícil: ¿qué hay de usted, Vincent?

–Yo no pienso esconderme. Repito lo que he dicho: que venga, que venga. Seré el cebo. Prefiero morirme que huir como un perro del asesino de Margo.

–No discutiré con usted. El riesgo que corre es enorme. Ya lo sabe.

–Sí, de sobra, pero estoy preparado.

–Así lo creo yo también. El ataque contra Margo se inspiró en el asesinato de una pariente mía, una tía solterona a quien un criado apuñaló en la espalda por rencor, con un abridor de cartas con empuñadura de nácar. Sigue existiendo la posibilidad de que en el escenario de la agresión aparezcan pruebas que nos ayuden a encontrar a Diógenes. Sin embargo, necesitaré su ayuda. Cuando la noticia de que todavía existo llegue a oídos de la policía, tendremos un grave problema.

–¿Porqué?

Pendergast sacudió la cabeza.

–Ya lo entenderá en su momento. Naturalmente, el tiempo que desee quedarse conmigo depende estrictamente de usted. Tarde o temprano me tomaré la justicia por mi mano. Tal es mi intención. Jamás entregaría a Diógenes al sistema judicial penitenciario.

D'Agosta asintió enérgicamente.

–Estaré a su lado hasta el final.

–Lo peor está por llegar. Para mí y sobre todo para usted.

–El muy hijo de puta ha asesinado a Margo. No hay nada más que discutir.

Pendergast le puso una mano en el hombro.

–Es usted un buen hombre, Vincent. De los mejores que hay.

D'Agosta no contestó. Estaba dando vueltas a las enigmáticas palabras del agente.

–Ya lo tengo todo organizado para que las posibles víctimas de Diógenes se escondan. Sería la fase número uno. Ello nos lleva a la fase número dos: detener a Diógenes. Mi plan inicial ha fracasado estrepitosamente. Dicen que «si pierdes, no te pierdas la lección»; en este caso, la lección es que a mi hermano no puedo derrotarlo sin ayuda. Creía conocerlo mejor, y ser capaz de predecir sus movimientos; creía poder frenarlo por mis propios medios, pero los hechos han demostrado lo contrario. La demostración ha sido apabullante. Ahora necesito que me ayuden.

–Cuente conmigo.

–Se lo agradezco, pero me refería a otro tipo de ayuda. Una ayuda profesional.

–¿De qué tipo?

–Entre Diógenes y yo no existe bastante distancia. No soy objetivo ni sereno. Ahora menos que nunca. He aprendido a las malas que no entiendo a mi hermano, que nunca lo he entendido, y lo que necesito es un experto en perfiles psicológicos que pueda elaborar un modelo forense de mi hermano. Será una tarea de dificultad extraordinaria, ya que se trata de un individuo psicológicamente único.

–Conozco a varios expertos de primera fila.

–No nos sirve cualquiera. El que necesito debe ser realmente excepcional. –Se giró y empezó a escribir una nota–. Vaya a la casa de Riverside Drive y entregúele esto a Proctor, que se lo transmitirá a Constance. Si la persona a quien me refiero existe, Constance sabrá encontrarla.

D'Agosta cogió el papel y se lo guardó doblado en el bolsillo.

–Casi se nos ha acabado el tiempo. Faltan dos días para el 28 de enero.

–¿Alguna idea de lo que puede significar la fecha?

–No, salvo que será el clímax del crimen de mi hermano.

–¿Cómo sabe que la fecha no es otra mentira?

Pendergast hizo una pausa.

–No lo sé, pero mi intuición me dice que es cierta. Y en este momento es lo único que me queda: la intuición.