Treinta y dos

Smithback se quedó muy quieto, con todos los sentidos en alerta máxima. Miró hacia ambos lados, intentando penetrar la oscuridad verdosa, pero no se oía nada, ni se le estaba echando encima ninguna silueta negra sobre fondo negro.

«Serán imaginaciones mías», pensó. El entorno era bastante siniestro como para ponerle los pelos de punta a cualquiera.

Por más que lamentase abandonar la poca luz de la sala de calderas, era consciente de que tenía que seguir. Debía encontrar la zona de carga y descarga, pero también un escondrijo seguro cerca de ella, y a juzgar por los últimos diez minutos, podía tardar bastante.

Esperó cinco minutos, oído avizor por si había alguien, y al salir de la sala cambió de dirección y fue hacia donde creía que podía estar el fondo del edificio. La luz tenue acabó por diluirse. Volvió a caminar más despacio y con los brazos extendidos, arrastrando los pies con gran cuidado para no volver a darse un golpe en la espinilla.

Dejó de andar. ¿Había oído algo? ¿Había alguien cerca?

Hizo otra pausa. Aún le latía muy deprisa el corazón, pero lo único que oyó fue ruido de ratones. Al cabo de un minuto reanudó su lenta progresión.

De repente sus manos chocaron con otra pared: piedra sin desbastar, húmeda y resbaladiza. Al seguirla a la derecha, encontró otra pared perpendicular, con lo que parecía una puerta de acero empotrada. Sus dedos palparon el borde de la puerta hasta encontrar el pomo. Lo cogió y lo hizo girar.

No se movía.

Respiró hondo y estiró con todas sus fuerzas, pero nada, que no cedía.

Cambió de dirección soltando un taco, sin despegarse de la pared. Tras unos veinte pasos, sus manos volvieron a tantear el vacío. Cuando estuvo al otro lado de la esquina, esperó con el corazón en vilo.

Una luz repentina iluminó otro recodo del pasillo. Acababa de encenderla alguien. A menos que ya lo estuviera…

Se quedó paralizado por la indecisión. Estaba seguro de que era el buen camino, y la luz se agradecía, pero ¿y si había alguien acechando? Avanzó muy despacio, pegado a la pared, y se asomó a la esquina.

El pasillo tenía una hilera de bombillas en el techo. Eran pocas, de escasa potencia y muy separadas, pero bueno, al menos podría ver por dónde iba. Lo mejor era que en el pasillo no había nadie. Llegó a la conclusión de que la luz no la había encendido otra persona, sino que ya lo estaba. Simplemente, no se había fijado. O eso, o bien la distancia le había impedido darse cuenta.

Recorrió despacio el pasillo de piedra. Había puertas abiertas en las dos paredes, puertas antiguas de un negro abisal. Se detuvo a mirar por unas cuantas. Un viejo almacén, con archivadores de madera llenos de papeles amarillentos. Una sala de billar con el fieltro de la mesa levantado y enrollado. Justo lo que se podía esperar de una mansión reconvertida en manicomio para ricos.

Siguió adelante, recuperando la confianza. Su plan era bueno. En algún momento tenía que acabarse el sótano. Se estaba aproximando a la zona de carga y descarga. Seguro. Otra vez la acuciante sensación de que lo estaban siguiendo, de que alguien se esforzaba por acompasar sus pasos a los suyos para que no se oyeran.

Se detuvo bruscamente. Tenía la impresión (que no la certeza) de haber oído pisadas interrumpidas, como si alguien hubiera suspendido el paso a sus espaldas, en la oscuridad. Se giró. Detrás no había nadie, al menos en la parte iluminada del pasillo.

Se humedeció los labios.

–¿Pendergast? –quiso decir, pero tenía la boca seca y pastosa, y no le obedecía la lengua. Mejor, porque tenía la corazonada de que había alguien, y de que ese alguien no era Pendergast, no, no era Pendergast…

Siguió avanzando, con el corazón a punto de salírsele del pecho. De repente los vagos círculos de luz no eran un regalo de los dioses, sino algo traicionero, revelador… De repente tuvo la terrible convicción de que las luces las había encendido alguien para verlo.

«Anda en su busca un asesino, un asesino extraordinariamente peligroso, de una habilidad casi sobrenatural…».

Resistió el impulso de correr. En una situación así, la respuesta adecuada no era el pánico. Lo que tenía que hacer era pensar. Necesitaba un escondrijo donde no pudieran verlo, pero antes tenía que estar seguro. Totalmente seguro.

Pasó deprisa por debajo de otra bombilla, y al cruzar el intervalo de penumbra redujo su velocidad, para elegir bien el momento. Bruscamente, con el cuerpo en tensión, se giró. Detrás, un bulto oscuro –embozado en algo extraño– se apartó de la luz, disolviéndose de nuevo en la lobreguez del sótano.

Ante aquella visión, esperada pero de un horror indescriptible, a Smithback le fallaron los nervios y echó a correr como un conejo asustado, a correr por el pasillo sin tener en cuenta que podía haber obstáculos ocultos que entorpecieran su huida. Y el ruido de unas botas muy pesadas, que le estaban dando alcance, aún le hizo correr más.

A toda carrera, con fuego en los pulmones, dejó atrás la última de las bombillas que colgaban del techo y se internó en la oscuridad, impenetrable, interminable, protectora…

Justo entonces chocó con algo frío y rígido, que interrumpió su huida en seco. Un dolor salvaje rasgó su cabeza y su pecho. Dentro de su cráneo explotó una luz blanca, y mientras perdía la conciencia, mientras se derrumbaba, su última impresión fue la de algo parecido a unas garras que se cerraban en su hombro como un cepo de acero.