Acababan de dar las dos de la madrugada cuando Smithback entreabrió la puerta de su cuarto y, conteniendo la respiración, miró por la rendija. En la oscuridad del pasillo del segundo piso no había nadie. Abrió un poco más la puerta y se atrevió a mirar en la otra dirección.
Tampoco había nadie.
Volvió a cerrar la puerta y se apoyó en ella. Le latía con fuerza el corazón. Se dijo que era por el tiempo que llevaba esperando ese momento. Se había pasado varias horas en la cama, haciéndose el dormido mientras daba los últimos retoques a su plan. Antes, ya de noche, había oído algunas pisadas amortiguadas en el pasillo. Hacia las once se había asomado una enfermera, y al verlo inmóvil en la cama le había dejado dormir. Desde medianoche no se había oído absolutamente nada al otro lado de la puerta.
Volvió a coger el pomo. Era el momento de poner en práctica su plan.
Después de la escenita con el director, lo habían llamado a cenar como un día cualquiera. Le habían indicado un asiento y le habían dado la carta como si no hubiera pasado nada. Se notaba que en River Oaks los arrebatos paranoicos eran moneda corriente. Después de cenar había cumplido con la hora de trabajo de rigor en la cocina, guardando los alimentos perecederos en las cámaras frigoríficas del laberinto de cocinas de la planta baja de la mansión.
Y había aprovechado ese momento, el del trabajo, para sustraer una llave del sótano.
A pesar de que solo llevaba dos días trabajando, ya se había hecho una noción bastante aproximada del funcionamiento de la cocina. El reparto se efectuaba por detrás de la mansión, en una zona de carga y descarga. Acto seguido las provisiones eran trasladadas por el sótano hasta la cocina. La seguridad de River Oaks era de chiste: parecía que la mitad del personal de la cocina dispusiera de las llaves del sótano, desde el primer chef a los que fregaban los platos, y la puerta se abría y se cerraba constantemente durante las horas de trabajo. Aprovechando que el sous chef bajaba, a buscar un accesorio de cocina, Smithback había esperado a que no lo viera nadie para meterse en el bolsillo la llave que se había quedado en la cerradura. Al volver, gruñendo bajo el peso de una parrilla vertical, el chef se acordaba de cualquier cosa menos de ella.
Así de fácil.
Se puso tenso, disponiéndose a abrir nuevamente la puerta. Llevaba tres camisas, un jersey y dos pantalones. Sudaba mucho, pero era una precaución necesaria, ya que si todo salía de acuerdo con su plan lo esperaba un largo y frío viaje.
Durante la hora de trabajo en la cocina se había enterado de que el primer camión de reparto de comida llegaba a la zona de carga y descarga a las cinco y media de la mañana. Si conseguía cruzar el sótano, aguardar la llegada del vehículo y entrar sin ser visto en la parte trasera justo antes de que arrancara para irse, nadie se enteraría de nada. Pasarían como mínimo dos horas antes de que fuera descubierta su ausencia, y para entonces ya estaría de camino a Nueva York, fuera del alcance del doctor Tisander y de su legión de siniestras enfermeras uniformadas de negro.
Volvió a entreabrir la puerta. Silencio sepulcral. La empujó un poco más. Después salió al pasillo sigilosamente y la cerró sin hacer ruido.
Tras mirar por encima del hombro, avanzó con prudencia hacia el rellano, sin separarse de la pared. El riesgo de ser visto era pequeño, ya que los candelabros estaban a media luz, y proyectaban vagos círculos de color ámbar que convertían los paisajes y retratos de las paredes en rectángulos oscuros e irreconocibles. La moqueta era un río mullido de un marrón tan oscuro que parecía negro.
No precisó más de cinco minutos para llegar al rellano, mejor iluminado. Se agazapó un momento (por si oía pasos en la escalera) y, sin bajar la guardia, movió un pie detrás del otro.
Nada.
Bajó lentamente por los escalones, con la mano en la baranda, dispuesto a volver por donde había venido al menor indicio de un encuentro indeseado. Cuando llegó al rellano de la primera planta, se refugió en la oscuridad de un rincón e hizo una pausa de reconocimiento, acuclillado tras un aparador. El rellano daba a cuatro pasillos: uno llevaba al comedor, otro a la biblioteca y el salón del ala oeste, y los otros a zonas de terapia y despachos. La planta parecía igual de silenciosa y desierta que la de arriba. Smithback se animó a salir.
Abajo, en el pasillo de administración, se oyó el ruido de una puerta cerrándose.
Corrió a su escondrijo y esperó en cuclillas.
Oyó girar una llave en una cerradura. A continuación, un minuto de silencio. ¿Era alguien que se había encerrado en un despacho? ¿O alguien que salía?
Esperó otro minuto. Nada.
Justo cuando se aprestaba a levantarse, vio salir a alguien de la oscuridad del pasillo de administración: un auxiliar que caminaba despacio, con las manos en la espalda. Por su forma de mirar hacia ambos lados, parecía estar verificando que todas las puertas estuvieran bien cerradas.
Parapetado en el aparador, dejó de moverse, y hasta de respirar, mientras el auxiliar cruzaba el rellano por el fondo y desaparecía en el pasillo de la biblioteca.
Esperó sin moverse otros cinco minutos. Después se agachó y bajó por la escalera.
La planta baja parecía todavía menos iluminada que las otras. Después de cerciorarse de que no había moros en la costa, cruzó a gran velocidad el ancho pasillo por donde se iba a la cocina.
Llegar a la doble puerta de madera maciza fue cuestión de medio minuto. Tras una última mirada por encima del hombro, empujó una de las hojas para entrar en la cocina.
No cedía.
Se colocó de cara a ella y empujó más fuerte.
Estaba cerrada con llave.
Mierda. No lo había previsto. De día siempre la dejaban abierta.
Buscó la llave del sótano en el bolsillo, esperando contra todo pronóstico que también sirviera para la puerta de la cocina, pero no tuvo suerte.
Decepcionado, volvió a mirar por encima del hombro, sucumbiendo lentamente a una profunda desesperación. Con lo bueno que era el plan… Y con lo cerca que había estado de salir… Todo inútil.
Sin embargo… Sí, quizá le quedara una oportunidad.
Volvió al rellano con muchísima cautela y miró hacia arriba, aguzando el oído, pero la aterciopelada oscuridad seguía muda. Subió al primer piso sin hacer ruido, cruzó el rellano como una flecha y entró en el comedor.
La sala, grande y fantasmal, estaba sumida en el silencio de las tumbas. La luna proyectaba algunas franjas luminosas por las ventanas altas, bañándolo todo en una luz misteriosa y blanquecina, casi fosforescente. Smithback llegó deprisa al fondo, caminando entre las mesas, ya puestas para el desayuno. Había un tabique decorativo paralelo a la pared que escondía los accesos de servicio y las mesitas de los camareros. Detrás, la oscuridad era más densa. Smithback cruzó el tabique y siguió caminando hacia su destino: el montaplatos, oculto tras un panel metálico empotrado en la pared del fondo, de algo más de un metro por algo menos de un metro.
Cogió el panel despacio, procurando no hacer ruido, y lo abrió. Daba a un conducto vacío, con una cuerda muy gruesa que desaparecía en el fondo negro, y que por arriba estaba montada en una polea.
Se le escapó una sonrisa.
Era el mismo conducto por el que, durante su turno en la cocina, había visto bajar del comedor cubas grises llenas de cubiertos y de platos sucios. Con un poco de suerte, ahora serviría para un cargamento muy distinto.
Al lado del panel de acceso había varios botones que servían para hacer subir y bajar el montaplatos. Cuando los hubo observado un momento en la penumbra, levantó una mano para pulsar el de subida. Su intención era llamar al montaplatos y bajar a la cocina.
Dejó la mano en el aire. El ruido del motor destacaría mucho en el silencio. También existía la remota posibilidad de que quedara alguien en la cocina, y lo último que quería era delatar su presencia.
Se asomó al agujero para coger la cuerda. Después de estirarla un par de veces, a guisa de comprobación, empezó a izar el montaplatos con todas sus fuerzas, gruñendo.
Tardó una eternidad en subirlo desde la cocina. Acabó sin aliento, con la triple capa de camisas empapada de sudor. Entró y cerró el panel.
Oscuridad total.
Cuando ya estaba sentado en el montaplatos, con las rodillas a la altura de las orejas, comprendió que no existía ningún modo fácil de bajar. Acto seguido descubrió que si aplicaba las manos a la pared frontal del conducto, y presionaba hacia arriba, podía impulsar el montaplatos hacia abajo centímetro a centímetro. Era un esfuerzo ciego, agotador, que le hacía sudar la gota gorda, pero en cuestión de minutos sintió en las palmas de sus manos el roce del marco de acero de otro panel. Ya estaba en la planta baja, y en la cocina.
Tuvo la precaución de quedarse escuchando unos segundos en el espacio asfixiante y claustrofóbico del montaplatos, pero como no oía nada empujó el panel.
En la cocina no había nadie. La única luz era la de los indicadores de salida de emergencia, cuyo vago y rojizo resplandor se difundía por el vasto espacio de la pieza.
Bajó del montaplatos, se desentumeció los brazos y las piernas y miró a su alrededor. La puerta del sótano estaba en una de las paredes del fondo.
Se irguió de entusiasmo. «Falta poco». Ya no podían detenerlo. Quizá River Oaks pudiera retener a atontados como Roger Throckmorton, pero no a alguien como William Smithback.
La cocina era una extraña mezcolanza de lo antiguo y lo nuevo. Al lado de la vieja chimenea, negra de hollín, donde cabía una persona, había batidoras de acero inoxidable bastante grandes como para albergar a toda una familia. El techo estaba decorado con largas ristras de ajos, pimientos y finas hierbas (el chef era bretón). En las superficies de trabajo de granito brillaban hileras de accesorios de cocina. Detrás de varias puertas de acero y cristal reforzado cerradas con llave, se guardaban decenas de cuchillos alemanes de primerísima calidad.
Pero Smithback solo tenía ojos para una cosa: la puerta de madera maciza de la pared del fondo. Se acercó y abrió la cerradura. Detrás había una escalera de piedra que desaparecía en un pozo de oscuridad.
Emprendió el descenso con cuidado, procurando no resbalar en la piedra húmeda. Cuando estuvo al otro lado de la puerta, la cerró con llave, aislándose del vago resplandor rojizo de las luces de emergencia, y sumiendo la escalera en una negra oscuridad. Bajó con todas las precauciones posibles, contando los escalones.
Llegó al final cuando llevaba veinticuatro.
Se detuvo a mirar a su alrededor, pero no había nada que ver. Las tinieblas que lo rodeaban aún eran más espesas, si cabía. Olía a moho y humedad. Se le ocurrió por vez primera que debería haber birlado una linterna, y haber preguntado discretamente por la planta del sótano y el camino de la zona de carga y descarga. Quizá fuera mejor dejar la tentativa de escapatoria para uno o dos días después. Volver a su cuarto, e intentarlo otra noche.
Lo descartó enseguida. Ya era demasiado tarde para dar media vuelta. No podía subir el montaplatos hasta el comedor, por otro lado, estaba en juego su trabajo. Y quería hablar con Nora. Lo necesitaba. Aún disponía de tres horas hasta el primer reparto de la mañana. Tiempo de sobra para orientarse.
Respiró hondo dos veces, una para serenarse y otra para silenciar un leve pálpito de miedo. Luego empezó a avanzar despacio, con los brazos extendidos, afianzando un pie antes de mover el otro. Al cabo de una docena de pasos, tocó un muro de ladrillo perpendicular a su trayectoria. Giró hacia la derecha y avanzó un poco más deprisa, rozando la pared con una mano.
Se dio cuenta de que aparte del ruido de sus pasos había otro: correteo y chillidos de ratas.
De pronto su pie entró en contacto con algo macizo, pesado, inamovible. Tropezó y se salvó en el último momento de caer de bruces. Después de levantarse, y de soltar un taco mientras se frotaba la barbilla, palpó lo que tenía delante. El obstáculo era una especie de vertedero atornillado a los ladrillos. Lo rodeó con precaución y siguió caminando. Los chillidos de las ratas se apagaron, como si huyeran de su proximidad.
La pared de su izquierda terminó de golpe, dejándolo otra vez perdido en las tinieblas.
Era una locura. Tenía que usar un poco la cabeza.
Revisó lo que sabía sobre la distribución del edificio, y al recapitular sus cambios de dirección a partir del final de la escalera le pareció que la parte trasera tenía que quedar a mano izquierda.
Lo vio al girarse: un punto lejano de luz. Era casi imperceptible, una simple atemperación de lo negro, pero se encaminó hacia él con la avidez de quien se está ahogando y ve tierra firme. Al avanzar, tuvo la impresión de que la luz retrocedía, como si fuera un espejismo. El suelo subió y volvió a bajar. Al final Smithback se acercó y vio que la luz quedaba a la altura de sus ojos, Procedía de una serie de pequeños paneles luminosos verdes fijados a una especie de termostato automático. La habitación que dibujaba el tenue resplandor era muy rara, con una bóveda de arista de piedra caliza, y media docena de calderas de vapor con superficies bruñidas de latón y cobre. Se remontaban como mínimo a mediados del siglo XIX, y estaban conectados con manojos de cables de colores a los controles del termostato. Las calderas gigantes vibraban suavemente y emitían un ligero siseo, como si roncaran al mismo ritmo que la mansión que calentaban.
El correteo y los gritos de las ratas volvieron a sobreponerse al rumor de las calderas.
De repente, el claro impacto de una bota en la piedra.
Smithback giró sobre sí mismo.
–¿Quién es?
Su voz entrecortada resonó en las bóvedas y las calderas.
Silencio.
–¿Quién va? –dijo un poco más fuerte.
Retrocedió despacio. La única respuesta fue el martilleo de su propio corazón.