Veinticinco

Despacio, un poco cohibido, D'Agosta caminó por la sección de Homicidios, un gran espacio sin subdivisiones. Aunque fuera teniente de la policía de Nueva York y pudiera decirse que tenía carta blanca para pasearse a su gusto por la jefatura, no dejaba de sentirse como un espía en territorio enemigo.

«Tengo que saber algo más –había dicho Pendergast–. Cualquier detalle podría ser fundamental, incluso el más pequeño e insignificante». Palabras cuyo significado era palmario: necesitaba el expediente de Charles Duchamp. Tan palmario como que esperaba que se lo consiguiera D'Agosta.

Por desgracia, estaba resultando más difícil de lo previsto. Solo hacía dos días que D'Agosta se había reincorporado a su trabajo, y el caso del Exhibicionista era más absorbente de lo que pensaba. El muy pirado parecía descocarse más con cada delito. En solo dos días –los de la baja de D'Agosta– había encadenado tres saqueos de cajeros automáticos, y ahora, con el asesinato de Duchamp, quedaba menos gente disponible para la vigilancia. Coordinar los equipos de dos agentes y hablar con los directores de las sucursales de los bancos afectados le había consumido muchas horas. De hecho estaba delegando demasiado trabajo, tenía que reconocerlo, e iba muy retrasado en las entrevistas con posibles testigos oculares, pero siempre se acordaba del tono urgente de las palabras de Pendergast.

Una urgencia que contenía un mensaje: «Tenemos que trabajar deprisa, Vincent, antes de que vuelva a matar».

Sin embargo, pese a haber dedicado muchas y valiosas horas de trabajo a consultar los expedientes on-line sobre el asesinato de Duchamp, la base de datos de acceso general contenía poca información novedosa, o que no pudiera consultar el propio Pendergast desde su ordenador portátil. No había vuelta de hoja: tendría que agenciarse el expediente físico del caso.

Llevaba unos papeles en la mano izquierda: las entrevistas del día anterior con alguien que podía haber visto al Exhibicionista. Los traía como simple camuflaje, para tener algo en la mano. Mientras caminaba, miró su reloj: las seis menos diez. La sala, enorme, aún hervía de actividad: policías hablando con otros policías o por teléfono, policías escribiendo en el ordenador (la mayoría)… En las comisarías de distrito siempre había agentes de guardia, y en cualquiera de ellas podía contarse con encontrar a alguien tramitando papeles en su mesa a cualquier hora del día o de la noche. Gran parte de la vida del policía consistía en rellenar documentos, y donde más documentos había era en Homicidios.

De todos modos, a D'Agosta no lo molestaba ver tanta actividad. En el fondo era una ventaja, porque le permitía pasar más inadvertido. Lo esencial era que Laura Hayward no estuviera en su despacho. Era jueves, el día establecido por Rocker para una de sus reuniones de balance. Gracias al caso Duchamp, seguro que Hayward figuraría entre los asistentes.

Miró de reojo al fondo de la sala, con cierto sentimiento de culpa. El despacho de la capitana tenía la puerta abierta, y la mesa cubierta de papeles. Al verla, sintió un hormigueo fugaz en la entrepierna. No hacía muchos meses que la mesa de Laura había servido para menesteres muy distintos al papeleo. Suspiró. Claro que entonces ocupaba la planta de arriba. Y desde entonces habían pasado muchas cosas, casi todas malas.

Apartó la vista y miró a su alrededor. A la derecha había varias mesas vacías, todas con su placa en la parte delantera y su ordenador al lado. Delante, y a lo largo de la pared izquierda, se sucedían no menos de doce archivadores horizontales que llegaban hasta el techo. Era donde estaban los expedientes de todos los casos de homicidio que aún no se habían cerrado.

La buena noticia era que el de Duchamp pertenecía a esa categoría. Todos los casos cerrados se guardaban en el almacén, lo cual significaba tener que firmar a la entrada y la salida, con los problemas de seguridad que comportaba. La mala era que, por ser el de Duchamp un caso abierto, D'Agosta tendría que examinar las pruebas ahí mismo, delante de toda la sección de Homicidios.

Volvió a mirar a su alrededor, sintiéndose expuesto y vulnerable hasta extremos ridículos. «Tío, que si la cagas por algo será por dudar», se dijo, y se acercó a uno de los archivadores con el paso más lento y natural que le salió. A diferencia de otras secciones que clasificaban los casos por números, en Homicidios lo hacían por el apellido de las víctimas. Aminoró aún más el paso, mirando disimuladamente las etiquetas: DA-DE, DE-DO, DO-EB.

«Allá voy». Se paró delante del archivador que tocaba y tiró del cajón, haciendo aparecer varias docenas de carpetas verdes sobre rieles. «¡Madre mía! Pero ¿cuántos homicidios están investigando aquí?».

Era el momento de actuar deprisa. Dio la espalda a la hilera de mesas y empezó a mover carpetas de izquierda a derecha, empujando las etiquetas de los nombres con el dedo índice. Donatelli, Donato, Donazzi… ¿Qué era, la Semana de la Mafia en Homicidios? Dowson… Dubliawitz….

Duggins.

«Mierda».

Dejó el dedo apoyado en la carpeta del expediente de Randall Duggins. No había querido plantearse la posibilidad de que los papeles de Duchamp no estuvieran en el archivador.

¿Era posible que los tuviera Laura? ¿Los habría dejado encima de su mesa al ir a la reunión de Rocker? ¿O los tenía alguno de sus detectives?

En todo caso, la había cagado. Tendría que volver en otro momento, en algún otro turno, para no levantar sospechas entre el mismo grupo. Pero ¿en qué otro momento podía estar seguro de no encontrar a Laura, si era adicta al trabajo y podía estar en la oficina casi a cualquier hora, sobre todo desde que no tenía motivos para volver a casa?

Sintió que se le encorvaban los hombros. Dejó caer la mano del archivador, y se dispuso a cerrarlo suspirando.

Justo en ese momento se fijó en el expediente que había detrás del de Randall Duggins. En la etiqueta ponía «Charles Duchamp».

«¡Hombre, qué suerte! Lo habrán clasificado mal con las prisas».

Lo sacó del archivador y empezó a hojearlo. Era mucho más gordo de lo que esperaba. Laura se había quejado de la escasez de pruebas, pero los documentos eran como mínimo una docena, y todos gruesos: análisis y comparaciones de huellas dactilares, informes de investigación, partes, resúmenes de entrevistas, informes de obtención de pruebas, informes de toxicología y de laboratorio… «No hay nadie como Laura Hayward para documentar bien hasta la última birria de caso».

Su esperanza era leer el expediente por encima, dejarlo en su sitio, buscar a Pendergast e informarle oralmente, pero había demasiado material. No le quedaba más remedio que fotocopiarlo, y darse prisa.

Cerró el archivador con la misma naturalidad de movimientos que antes, mirando hacia ambos lados. En medio de la sala había una fotocopiadora, pero estaba rodeada de mesas. Justo cuando la miraba, se acercó un agente a usarla. La opción de llevarse la carpeta y copiarla en otro piso era demasiado peligrosa para tomarla en cuenta. Por otro lado, las secciones grandes como la de Homicidios solían disponer de varias fotocopiadoras. Tenía que haber alguna otra cerca. Pero ¿dónde?

«Allí». Cerca del despacho de Hayward, en la pared del fondo, entre un tablón de anuncios y un dispensador de agua.

Se acercó con rapidez. Funcionaba, y no hacía falta código de acceso. Seguía de suerte. Pero tendría que darse prisa, porque faltaba poco para las seis y la reunión de Rocker ya no se alargaría mucho.

Dejó la carpeta al borde de la fotocopiadora, con los papeles del Exhibicionista encima. Decidió empezar por lo más importante, por si lo interrumpían: el informe del responsable del caso. Sería su punto de partida. Lo sacó de la carpeta y empezó a fotocopiarlo.

Los minutos transcurrían a paso de tortuga. Bien fuera por la magnitud del fajo de papeles, bien por la distancia entre la máquina y las mesas de la brigada de Homicidios, no vino nadie más a usarla. Procedió lo más deprisa que pudo con los resultados del laboratorio, los informes de toxicología, los análisis de huellas dactilares y las entrevistas. Cada vez que la máquina escupía una nueva fotocopia, la guardaba debajo de la documentación del Exhibicionista.

Volvió a mirar su reloj. Ya eran las seis y cuarto pasadas, casi y veinte. Tenía que irse pitando. Laura podía llegar en cualquier momento.

Justo entonces, un teniente de Homicidios –a quien reconoció como uno de los colaboradores de confianza de Hayward– apareció al fondo de la sección. Era la señal para marcharse. Cuando acabó con el informe de la última entrevista, reordenó el expediente, cuadró las fotocopias y dejó la carpeta en el archivador. No lo había copiado todo, pero ya tenía los documentos más importantes. Sumados a las pruebas obtenidas por Pendergast en Nueva Orleans, deberían ser de enorme utilidad. Después de cerrar el archivador, se fue hacia la salida, siempre con la precaución de que no se le notaran los nervios.

El recorrido se le hizo eterno. Tenía miedo de que apareciera Laura en la siguiente puerta. Sin embargo, acabó por llegar al pasillo central, donde estaba relativamente a salvo. Ahora solo tenía que coger el primer ascensor.

El pasillo estaba casi vacío, sin nadie esperando delante de los ascensores. Se acercó y pulsó el botón de llamada. Poco después se oyó el timbre de una cabina que bajaba. Las puertas se abrieron justo cuando se acercaba.

Dentro solo había una persona: Glen Singleton.

Al principio D'Agosta se quedó paralizado de sorpresa. Tenía que ser una pesadilla. Esas cosas, en la vida real, no pasaban.

Singleton lo miró serenamente, sin alterarse.

–Vincent, que estás reteniendo el ascensor –dijo.

D'Agosta se apresuró a entrar. Singleton pulsó un botón, haciendo que se cerraran las puertas con un suspiro.

El capitán esperó a que hubieran iniciado el descenso para hablar.

–Salgo de la reunión de Rocker –dijo.

D'Agosta se maldijo en silencio. Debería haber previsto que Singleton acudiría a la reunión. No tenía la cabeza clara.

Singleton volvió a mirarlo. No dijo nada. Tampoco hizo falta. Era su mirada la que decía claramente: «¿Y tú? ¿Se puede saber qué haces aquí?».

D'Agosta pensó deprisa. Hacía dos días que evitaba a toda costa a Singleton y la pregunta. Lo que dijera tendría que ser verosímil.

–Me dijeron que un detective de Homicidios podía haber presenciado sin saberlo el último golpe del Exhibicionista, y se me ha ocurrido pasar para verificarlo.

Levantó el fajo de documentos sobre el Exhibicionista, como si quisiera subrayar sus palabras.

Singleton asintió despacio. Sonaba creíble, pero al mismo tiempo era bastante indefinido como para dejarle a D'Agosta cierto margen de maniobra.

–¿Cómo dices que se llamaba el detective? –preguntó Singleton con afabilidad.

D'Agosta hizo el esfuerzo de no cambiar de cara, para que no se le notaran la sorpresa ni las dudas. Pensó en la hilera de mesas vacías junto a la que acababa de pasar, e intentó recordar los nombres de las placas.

–Conté, Michael Conté –dijo.

Singleton volvió a asentir.

–No estaba –dijo D'Agosta–. La próxima vez llamaré por teléfono.

Se quedaron callados, mientras seguía bajando el ascensor.

–¿A ti te suena de algo un agente del FBI que se llamaba Decker? –preguntó Singleton.

D'Agosta tuvo que hacer otro esfuerzo para no traicionar su sorpresa.

–¿Decker? No, creo que no. ¿Por qué?

–Porque el otro día lo mataron en su casa de Washington, y parece que era muy amigo del agente especial Pendergast, con quien sé que colaboraste antes de su desaparición. ¿Pendergast te había hablado de Decker? ¿De si tenía enemigos, por ejemplo?

D'Agosta fingió reflexionar.

–No, creo que no.

Otro breve silencio.

–Me alegro de verte trabajando –dijo Singleton–, porque estos últimos dos días me han llegado voces de que se están descuidando algunos puntos. Cosas a medio hacer, o no hechas. Trabajo delegado sin necesidad.

Era todo cierto, pero D'Agosta trató de introducir algunas gotas de justa indignación en su tono.

–Me estoy poniendo al día lo más deprisa que puedo. Hay mucho trabajo.

–También he oído que en vez de seguir todas las pistas del caso del Exhibicionista has estado preguntando mucho sobre el asesinato de Duchamp.

–¿Duchamp? –repitió D'Agosta–. Es que un caso muy raro, capitán. Supongo que nos ha picado a todos la curiosidad.

Singleton asintió aún más despacio que las otras veces. Tenía la facultad de traducir su pensamiento en expresiones faciales. La de ese momento decía: «Especialmente a ti». Sin embargo, volvió a cambiar de tema.

–¿Te pasa algo con la radio?

Mierda. Esa tarde, D'Agosta la había dejado apagada con la esperanza de eludir preguntas (precisamente las que le estaban haciendo). Debería haber previsto que levantaría aún más sospechas.

–Pues ahora que lo dice, hoy está haciendo cosas raras –dijo, tocándose el bolsillo de la americana.

–Te aconsejo que la revises. O que pidas una nueva.

–Eso está hecho.

–¿Algún problema?

Singleton lo preguntó tan de sopetón que al principio D'Agosta se quedó perplejo.

–¿Cómo?

–Me refiero a tu madre. ¿Va todo bien?

–Ah… Sí, sí; el diagnóstico es mejor de lo que se esperaba. Gracias por preguntar.

–¿Y la vuelta al trabajo? ¿Todo bien?

–Sí, sí, capitán, perfectamente.

El ascensor redujo su velocidad, pero Singleton siguió observando a D'Agosta.

–Muy bien –dijo–. Me alegro de oírlo, Vincent, porque la verdad es que prefiero que alguien no esté a que solo esté a medias. ¿Me explico?

D'Agosta asintió.

–Sí.

Cuando las puertas se abrieron, Singleton sonrió un poco e hizo un gesto con la mano.

–Tú primero.