Veinticuatro

William Smithback daba vueltas por su suntuosa habitación de la segunda planta de River Oaks. Tenía que reconocer que Pendergast había dicho la verdad: era una maravilla. Su habitación estaba amueblada a todo lujo, aunque en un estilo pasado de moda desde la época victoriana: papel aterciopelado oscuro en la pared, una cama enorme con dosel, muebles de caoba exageradamente grandes… En todas las paredes había cuadros con marcos plateados: un bodegón con un frutero, una puesta de sol en el mar, un paisaje pastoril de vacas y pajares… Y no eran reproducciones, sino óleos de verdad. No llegaba a haber nada fijado con tornillos al suelo o la pared, pero Smithback había observado la ausencia de objetos punzantes, y había sufrido también la humillación de tener que dejar el cinturón y la corbata en la entrada. Otra cosa que llamaba la atención era la falta de teléfonos.

Se acercó pensativo al ventanal. Fuera caían gruesos copos de nieve que hacían ruido al chocar con el cristal. Anochecía, pero aún era posible distinguir una gran extensión de césped cubierta por un manto de nieve, rodeada de setos y jardines –ahora todo eran bultos blancos– y sembrada de estatuas con carámbanos. Al otro lado del alto muro de piedra que delimitaba el jardín había un bosque y un camino que serpenteaba diez kilómetros por la ladera hasta el primer pueblo. La ventana no tenía barrotes, pero sus paneles, pequeños y muy emplomados, parecían extremadamente difíciles de romper.

Intentó abrirla, más que nada por probar, pero no se movió, y eso que no se veía ninguna cerradura. Empujó un poco más. Nada. Se giró, encogiéndose de hombros.

El edificio era enorme y laberíntico; ocupaba la cima de uno de los montes más bajos de los Catskills, y había sido el refugio campestre del comodoro Cornelius Vanderbilt antes de Newport. Ahora lo habían reconvertido en un psiquiátrico para la flor y nata de la alta sociedad. Las enfermeras y el personal de servicio llevaban uniformes negros (no blancos, como era lo habitual), y siempre estaban a disposición de las necesidades de los «huéspedes». Aparte del turno de trabajo, y de la hora diaria de terapia, Smithback carecía de horarios fijos. Por otro lado, la comida era fantástica; le había tocado trabajar en la cocina, y se había enterado de que el chef procedía de Le Cordon Bleu.

A pesar de todo, se agobiaba. Durante las pocas horas que llevaba en River Oaks se había aconsejado tomárselo con calma, diciéndose que era por su bien, y que lo lógico era disfrutar del lujo, de un tren de vida del que en otras circunstancias casi se habría alegrado. Convenía tomárselo como una obra de teatro, que incluso podía suministrarle material para un futuro libro. Parecía increíble que quisieran matarlo.

Pero los discursitos empezaban a sonarle huecos. Su ingreso en el centro se había producido cuando aún estaba atontado por la persecución y por el brusco vuelco sufrido por su vida, pero ahora había tenido tiempo de pensar, mucho tiempo, y se le acumulaban las preguntas, así como las peores hipótesis.

Se dijo que al menos no tenía que preocuparse por Nora. La había llamado por teléfono mientras iban por la New York Highway, con el móvil de Pendergast, y se había inventado el cuento de que estaría incomunicado durante unos días porque el Times le había asignado una misión secreta en Atlantic City sobre un escándalo de casinos. Tenía plenas garantías de Pendergast sobre la integridad de Nora, y hasta la fecha nunca había visto equivocarse al agente. Sí que se sentía culpable por haberle dicho una mentira, pero en el fondo era por su bien, y ya tendría tiempo de explicárselo todo.

Lo que más lo obsesionaba era su trabajo. ¿Que aceptarían que estaba enfermo? Sin duda, y seguro que Pendergast haría que sonara convincente, pero entretanto Harriman tendría vía libre, y Smithback sabía que al volver de su «convalecencia» podría darse por afortunado si le asignaban alguna noticia, aunque fuera la del Exhibicionista.

Lo peor de todo era no saber la duración de su estancia.

Se giró para dar otra vuelta por el dormitorio, medio loco de preocupación.

Llamaron bajito a la puerta.

–¿Qué pasa? –dijo irasciblemente.

Una enfermera de cierta edad asomó un rostro enjuto, y un pelo muy negro recogido en un severo moño.

–Ya está servida la cena, señor Jones.

–Gracias, ahora bajo.

«Edward Jones, hijo de un banquero de inversiones de Wall Street, con problemas psicológicos que requieren descanso, relajación y aislarse de las tensiones de este mundo». La sensación de interpretar el papel de Edward Jones, y de vivir en un lugar donde todos lo tomaban por otra persona, era francamente rara, sobre todo porque esa persona no estaba del todo bien de la cabeza. El único que sabía la verdad era el conocido de Pendergast, el director de River Oaks (un tal doctor Tisander), a quien Smithback solo había visto de refilón, mientras Pendergast se ocupaba de los trámites de ingreso. Aún no habían tenido la oportunidad de hablar en privado.

Salió del dormitorio, cerró la puerta (desprovista de cerrojo, como parecían estarlo todas las de los huéspedes) y caminó hasta el fondo del pasillo, hundiendo los pies sin hacer ruido en la moqueta de color rosado. Era un pasillo largo, revestido de caoba pulida y tallada, con molduras, y todo él muy oscuro. En las paredes también había cuadros al óleo. Solo se oía gemir un poco el viento fuera del edificio. El silencio que reinaba en la enorme mansión parecía tener un componente sobrenatural.

El pasillo daba a un rellano muy grande, del que arrancaba una gran escalinata. Oyó voces a la vuelta de la esquina y caminó más despacio por curiosidad instintiva de periodista.

–… no sé si podré seguir trabajando mucho más en este loquero –dijo una voz ronca de hombre.

–¡Vamos, no te quejes tanto! –contestó otra más aguda–. El trabajo está chupado, pagan bien y se come de vicio. Encima los locos son simpáticos y no molestan. ¿Qué le ves de tan malo?

Eran dos auxiliares. Smithback no pudo evitar prestar oídos a la conversación.

–Pues esto de estar en el culo del mundo, sin poderse mover. Aquí, sobre una montaña en pleno invierno, sin nada que no sea bosque en varios kilómetros a la redonda… A la larga te desquicia.

–Igual tendrías que volver como huésped.

El segundo auxiliar soltó una carcajada.

–Lo digo en serio –dijo el otro, ofendido–. ¿Sabes la señorita Havisham?

–¿La loca de Nellie? ¿Qué le pasa?

–¿Sabes que siempre dice que ve gente que no existe?

–Aquí todos ven gente que no existe.

–Pues ha conseguido que yo también la vea. Me ha pasado a media tarde, volviendo de la cuarta planta. He mirado de casualidad por la ventana de la escalera, y te juro que fuera había alguien. Fuera, en medio de la nieve.

–Sí, claro.

–¡Que sí, que lo he visto! Una forma oscura que se movía deprisa entre los árboles, pero la segunda vez que he mirado ya no estaba.

–Ya. Y ¿cuánto Jack Daniels te habías tomado?

–¿Yo? Nada. Te digo yo que este sitio está…

Smithback, que se había acercado muy despacio al borde del pasillo, perdió el equilibrio y se tambaleó por el rellano. Los dos hombres –auxiliares uniformados de negro– se separaron bruscamente, al tiempo que volvían a ponerse la máscara de inexpresividad.

–¿Podemos ayudarlo, señor… Jones? –dijo uno de los dos.

–No, gracias, es que bajaba a cenar.

Smithback bajó por la escalinata con toda la dignidad que logró reunir.

El comedor era un salón muy lujoso de la primera planta, que le recordó un club masculino de Park Avenue. Dentro había como mínimo treinta mesas, pero era tan grande que habrían cabido varías decenas más sin estrecheces. Todas tenían su mantel de hilo bien planchado, y sus cubiertos de plata muy brillantes (pero romos). El techo, con varias arañas de cristal, estaba pintado de azul Wedgwood. A pesar del despliegue de elegancia, parecía de bárbaros cenar a las cinco. En algunas mesas ya había huéspedes que comían metódicamente, conversaban en voz baja o miraban al vacío con cara de mal humor. También había algunos que arrastraban lentamente los pies hacia su mesa.

«Dios mío –pensó Smithback–. La cena de los muertos vivientes». Miró a su alrededor.

–¿Señor Jones? –Llegó un auxiliar, obsequioso como un maître (y con la misma sonrisita de superioridad bajo la máscara de servilismo)–. ¿Dónde le apetece sentarse?

–Pues probaré con esa mesa de allá –dijo Smithback, señalando una donde estaba sentado un chico joven, untando un panecillo de mantequilla.

Iba impecablemente vestido (traje caro, camisa blanca como la nieve y zapatos brillantes), y parecía el más normal del grupo. Cuando vio sentarse a Smithback, lo saludó con la cabeza.

–Roger Throckmorton –dijo, levantándose–. Encantado de conocerlo.

–Edward Jones –contestó Smithback, agradeciendo su cordialidad.

Cogió la carta que le daba el camarero, y al abrirla no pudo evitar quedarse absorto en la larga lista de platos. Al final no se decidió por un segundo, sino por dos: platija à la Mornay y costillas de lechal, más una ensalada de rúcula y una galantina de huevos de chorlito. Tras marcar su elección en la tarjeta puesta al lado de su plato, se la dio al camarero junto con la carta y volvió a mirar a Throckmorton. Tenían aproximadamente la misma edad. Era muy guapo, rubio, con la raya perfecta, y olía un poco a aftershave caro. Por alguna razón, a Smithback le recordó a Bryce Harriman. Daban la misma sensación de tener a sus espaldas una larga historia de dinero y privilegios.

Bryce Harriman…

Consiguió borrar la imagen de su mente con un esfuerzo gigantesco.

–Qué –dijo, captando la atención de su comensal–, ¿usted por qué está aquí?

Solo se dio cuenta de que era una pregunta impertinente después de haberla hecho.

No tuvo la impresión de que Throckmorton se lo tomara mal.

–Supongo que por lo mismo que usted: por estar loco. –El joven se rió entre dientes para que se notara que lo decía en broma–. No, ahora en serio, me metí en un lío y mi padre me envió aquí arriba para… descansar un poco. Nada grave.

–¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

–Un par de meses. ¿Y usted, por qué ha venido?

–Para lo mismo, descansar.

Smithback buscó desesperadamente una manera de reconducir la conversación. «¿De qué hablarán los locos?». Se acordó de que los casos más graves estaban recluidos en un ala especial. Los huéspedes de la parte principal de la mansión tenían simples «problemas».

Throckmorton dejó el panecillo en una bandeja y se limpió la boca con unos toquecitos de su servilleta.

–Acaba de llegar hoy, ¿no?

–Efectivamente.

El camarero les trajo las bebidas: té para Throckmorton y un zumo de tomate para Smithback (disgustado por no poder tomarse su whisky de malta habitual). El periodista volvió a mirar a los demás con disimulo. Se movían todos tan despacio, y hablaban tan bajito… Parecía un banquete a cámara lenta. «Jo, tío, dudo que pueda aguantarlo mucho tiempo». Intentó acordarse de lo que le había dicho Pendergast (que un asesino lo tenía en el punto de mira, y que estar en River Oaks redundaba no solo en su seguridad, sino en la de Nora), pero el primer día ya se le había hecho cuesta arriba. ¿Perseguirlo a él, un asesino peligroso? Pero ¿por qué? Que supiera, podía ser perfectamente a Pendergast a quien buscaban el Mercedes y la bala. Además, sabía cuidarse solo. Ya había vivido situaciones difíciles, trances durísimos, en más de un caso…

Volvió a hacer el esfuerzo de concentrarse en su compañero de mesa.

–¿Y qué, qué le parece el… sitio? –fue lo único que se le ocurrió.

–Ah, pues la verdad es que no está mal, el mazacote este.

El brillo divertido de los ojos de Throckmorton hizo pensar a Smithback que podía haber encontrado un aliado.

–¿Nunca se cansa? Digo de no salir.

–Bueno, en otoño era mucho más bonito, porque el paisaje es espectacular, y reconozco que la nieve te recluye un poco, pero de todos modos ¿«salir» adonde?

Smithback meditó sobre la respuesta.

–¿Y usted, Edward? ¿A qué se dedica? –preguntó Throckmorton–. ¿Cómo se gana la vida?

Smithback repasó mentalmente lo que le había enseñado Pendergast.

–En la empresa de mi padre, que tiene un banco de inversiones en Wall Street.

–Mi familia también trabaja en Wall Street.

A Smithback se le encendió una lucecita en la cabeza.

–¡No será el Throckmorton que pienso!

Al otro lado de la mesa, el joven sonrió.

–Pues me temo que sí; al menos uno de ellos, porque somos una familia bastante grande.

Justo en ese momento volvió el camarero con los entrantes: trucha de río para Throckmorton y la platija y el cordero de Smithback. Throckmorton se quedó mirando las enormes porciones de su compañero de mesa.

–No me gusta nada la gente que no come –dijo.

Smithback se rió. Ese tío de loco no tenía nada.

–Yo nunca me salto una comida gratis.

Levantó el cuchillo y el tenedor y los clavó en la platija. Empezaba a encontrarse mejor. La comida estaba deliciosa, y Throckmorton parecía bastante buen tío. Si podía hablar con alguien, quizá River Oaks se le hiciera soportable un par de días más. Claro que tendría que extremar las precauciones para no meter la pata sobre su falsa identidad…

–¿Y qué hace aquí la gente todo el día? –masculló con la boca llena de pescado.

–¿Cómo?

Se lo tragó.

–Que cómo pasan el rato.

Throckmorton se rió entre dientes.

–Yo tengo un diario y escribo poesía. También intento estar al día de los mercados, aunque no es que me desviva. Si hace buen tiempo, me gusta pasear por el recinto.

Smithback asintió con la cabeza y clavó el tenedor en otro trozo de pescado.

–¿Y de noche?

–Bueno, en el salón de la planta baja hay billares, y en la biblioteca se puede jugar al bridge y al whist; también está la opción del ajedrez, que tiene su gracia, siempre que haya un contrincante disponible, pero yo casi siempre leo. Últimamente, mucha poesía. Anoche, por ejemplo, empecé Los cuentos de Canterbury.

Smithback asintió en señal de aprobación.

–Mi parte favorita es «El cuento del molinero».

–La mía creo que el «Prólogo general». Está lleno de ideas esperanzadoras de renovación y de renacimiento– Throckmorton se apoyó en el respaldo y recitó los versos iniciales: Cuando el abril y su aguacero manso /penetra en la raíz de la sequía de marzo

Smithback hizo un esfuerzo y logró entresacar de su memoria algunos versos del prólogo.

–¿Y esto? Me aconteció que en esos días del año, / en Southwark, alojado en El Tabardo

A pescar, con la árida llanura detrás de mí.

Smithback, que había vuelto a concentrarse en el cordero, tardó un poco en darse cuenta del cambio.

–Un momento. Eso no es de Chaucer, es de Eliot…

–¡Extínguete, fugaz antorcha! [2]

Throckmorton se irguió tanto que fue como si se cuadrara.

El trozo de cordero de Smithback se quedó a medio camino de la boca, en la punta del tenedor. Su sonrisa se había vuelto forzada.

–¿Perdón?

–¿No ha oído algo?

Throckmorton tenía la cabeza ladeada, en un esfuerzo de atención.

–Ah… pues no…

Volvió a ladearla.

–Sí, ahora mismo lo soluciono.

–¿Solucionar el qué?

Miró a Smithback con irritación.

–No se lo decía a usted.

–Ah, perdone.

Se levantó de la mesa, se limpió la boca con afectación y dejó perfectamente doblada la servilleta.

–Espero que me perdone, Edward, pero tengo una cita de trabajo.

–Aja –dijo Smithback, consciente de que la sonrisa, o mejor dicho el rictus, seguía tensando sus labios.

–Sí. –Throckmorton se inclinó para susurrarle en tono confidencial– Y no me duelen prendas en decirle que es una grandísima responsabilidad; claro que cuando nos llama Él, ¿quién puede negarse?

–¿Él?

–Dios nuestro Señor. –Throckmorton se írguió y le dio la mano–. Ha sido un placer. Espero que pronto volvamos a vernos.

Y salió del comedor con mucho garbo.