Veintiuno

Eran las ocho menos cuarto cuando Smithback salió del bloque donde vivía, se asomó a West End Avenue y paró un taxi con un gesto de la mano. Un viejo coche pintado de amarillo que había estado haciendo tiempo al final de la manzana se acercó obedientemente. Smithback subió con un suspiro de contrariedad.

–Cuarenta y cuatro con Siete –dijo.

El taxista –un hombre delgado, de piel aceitunada, pelo negro y mal color– musitó unas palabras en un idioma desconocido y se apartó del bordillo con un chirrido de neumáticos.

Smithback se puso cómodo y vio pasar la ciudad. A esas horas debería haber estado en la cama, disfrutando de un sueño delicioso en brazos de quien era desde hacía poco tiempo su mujer, pero la imagen de Harriman sentado en el despacho del director, con esa expresión de suficiencia tan insoportable, lo había espoleado a levantarse pronto para seguir profundizando en la noticia.

«Compartiréis información y pistas», había dicho Davies. Y un carajo. Smithback tenía claro que Harriman no pensaba compartir nada, ni él tampoco, para ser sincero. Cuando hubiera pasado por la oficina (para asegurarse de que no hubiera ocurrido nada malo durante la noche), se echaría a la calle. Su último artículo, el que había entregado el día antes, era flojo. Tenía que encontrar algo mejor. Aunque hubiera que comprar un piso en el puñetero bloque de Duchamp. ¡Ah, pues no era mala idea! Llamar a una inmobiliaria haciéndose pasar por un cliente…

El taxista se metió por la calle Setenta y dos con un giro muy brusco a la izquierda.

–¡Eh, cuidado –dijo Smithback–, que soy herido de guerra!

Por una vez, la mampara de plexiglás que separaba las dos partes del taxi estaba cerrada. Olía a ajo, cebolla y comino. Smithback abrió la ventanilla. Solo bajaba un tercio, como de costumbre. Su humor empeoró aún más.

En el fondo no se perdía nada saliendo de casa una hora y media antes, porque Nora llevaba varios días de un humor de perros; casi no dormía, y se quedaba trabajando en el museo hasta bastante después de medianoche. Eran dos cosas que a Smithback lo estaban afectando mucho: el mal genio de Nora y el tono gélido de su conversación de la otra noche con Margo Green, en el Huesos. Le daba rabia que se llevaran tan mal, más que nada porque Margo era una vieja amiga. «Se parecen demasiado –pensó–: tozudas y listas».

Ya estaban delante de la West Side Highway y del río Hudson, pero en vez de entrar en el carril que iba al sur, a la zona de Midtown, el taxista se lanzó como un cohete hacia la rampa de acceso a los carriles que llevaban al norte.

–Pero bueno, ¿qué hace? –dijo Smithback–. ¡Que no es por aquí!

La respuesta del taxista fue pisar más a fondo el acelerador y ponerse en el primer carril de la izquierda, entre una sinfonía de bocinas.

«Coño, este tío sabe menos inglés de lo que pensaba». Smithback dio unos porrazos a la mampara de plexiglás, gruesa y llena de arañazos.

–Se ha equivocado de camino. ¿Me entiende? E… qui… vo… ca… do. He dicho la calle Cuarenta y cuatro. ¡Salga por la Noventa y cinco y dé la vuelta!

El taxista se hizo el sordo y siguió acelerando, mientras cambiaba varias veces de carril a fin de adelantar al resto de los coches. La salida de la calle Noventa y cinco pasó en un visto y no visto.

Smithback tenía la boca seca. «A ver si me están secuestrando, o yo qué sé…». Buscó el seguro de la puerta, pero faltaba el botón, como en la mayoría de los taxis, y el cierre estaba hundido bastante por debajo del nivel del marco de la ventanilla.

Volvió a dar golpes como loco en la mampara.

–¡Frene! –berreó, justo cuando el taxi chirriaba en una curva–. ¡Déjeme salir!

Era inútil. Metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono móvil para marcar el 911.

–Suelte el teléfono, señor Smithback –oyó que le decían desde el asiento delantero–. Le aseguro que está en buenas manos.

Smithback dejó el número a medias. Conocía la voz. Le sonaba mucho, pero no precisamente del tío con pinta de mediterráneo que iba al volante.

–¿Pendergast? –dijo con incredulidad.

El taxista asintió con la cabeza, mientras miraba los coches por el retrovisor.

El miedo se convirtió muy lentamente en sorpresa. «Pendergast –pensó Smithback–. Dios mío… ¿Por qué será que cada vez que me lo encuentro se me cae el alma a los pies?».

–Conque no eran verdad los rumores –dijo.

–¿Los de mi muerte? En absoluto.

Smithback calculó que iban a ciento sesenta o ciento setenta por hora. Los coches pasaban como manchas de color.

–¿Le importaría decirme qué pasa? ¿Y por qué va disfrazado? Parece que se haya escapado de una cárcel turca. Sin ánimo de molestar –se apresuró a añadir.

Pendergast miró otra vez por el retrovisor.

–Lo estoy llevando a un lugar seguro.

Smithback tardó un poco en entenderlo.

–¿Que me está llevando adonde?

–Lo están persiguiendo. Anda en su busca un asesino peligroso; el riesgo es de tal magnitud que me ha obligado a tomar medidas excepcionales.

Smithback abrió la boca para protestar, pero no lo hizo. Dentro de su cabeza se mezclaban en dosis iguales la alarma, la incredulidad y la estupefacción. La salida de la calle Ciento veinticinco pasó en un abrir y cerrar de ojos.

Recuperó la voz.

–¿Un asesino? ¿Buscándome a mí? ¿Por qué?

–Cuanto más sepa, más peligro correrá.

–¿Cómo sabe que corro alguno? Yo no he cabreado a nadie, al menos últimamente…

A la izquierda, la planta de control del North River pasó volando. Smithback lanzó una mirada a la derecha y tuvo la incómoda impresión de vislumbrar el número 891 de Riverside Drive –antiguo y lleno de sombras siniestras– sobre la vegetación de Riverside Park.

El coche iba tan deprisa que era como si los neumáticos planearan sobre el asfalto. Smithback miró a su alrededor buscando un cinturón de seguridad, pero no había ninguno en todo el taxi. Parecía que los otros coches estuvieran parados. «¿Qué tipo de motor tiene esta bestia?». Tragó saliva.

–No pienso ir a ninguna parte hasta saber qué pasa. Ahora soy un hombre casado.

–No se preocupe por Nora. Le contarán que está investigando algo para el Times, y que estará unos días incomunicado. Me ocuparé personalmente de ello.

–Ya. ¿Y el Times? Estoy trabajando en un reportaje muy importante.

–Serán informados por un médico de que ha contraído una enfermedad súbita y grave.

–No, ni hablar. El Times es la selva. Les da igual que esté enfermo o que me muera. Me quitarán la noticia.

–Ya habrá otras.

–No, como esta no. Mire, señor Pendergast, la respuesta es que… ¡Coño!

Smithback se encogió, mientras el taxi adelantaba a varios coches a la vez jugando con tres carriles y, tras una maniobra de último segundo para no chocar con un camión enorme, regresaba al carril rápido. Smithback enmudeció de miedo, cogiéndose con todas sus fuerzas a la tapicería.

Pendergast miró otra vez por el retrovisor. Al girarse, Smithback vio un Mercedes negro que los seguía cuatro o cinco coches por detrás, cambiando constantemente de carril.

Aterrado, volvió a mirar hacia delante. Un coche patrulla de la policía de Nueva York había parado a una camioneta. Cuando pasaron, Smithback vio que el policía que estaba multando al conductor se giraba con cara de alucinado y corría hacia su coche.

–Pero ¡frene un poco, por amor de Dios! –logró articular.

Pendergast no dio ninguna señal de haberlo oído.

Smithback volvió a mirar hacia atrás. A pesar de la velocidad endiablada a la que iban, el Mercedes negro seguía igual de cerca, o más. Tenía los cristales demasiado tintados para que se viera al conductor.

Se estaban acercando a las señales de la Interestatal 95 y el puente George Washington.

–Agárrese, señor Smithback –dijo Pendergast en voz muy alta, por encima del estruendo del motor y el viento.

Smithback cogió el asidero de la puerta y afianzó los pies en la esterilla de plástico. Tenía tanto miedo que casi no podía ni pensar.

La proximidad de la doble salida hacía que el tráfico fuera más denso, con una hilera para el puente y Nueva Jersey y otra para el este y el Bronx. Pendergast redujo un poco la velocidad, repartiendo sus miradas entre el tráfico de delante y el Mercedes, al que vigilaba por el retrovisor. De pronto, aprovechando un hueco, cruzó cuatro carriles para situarse en el último de la derecha. Se oyeron frenazos y una avalancha de bocinas airadas que bajaron de tono por el efecto Doppler cuando Pendergast volvió a pisar a fondo el acelerador y salió disparado por el estrecho arcén, sembrando el asfalto de basura y tapacubos.

–¡Me cago en…! –gritó Smithback.

Delante, el arcén aún se estrechaba más, y el bordillo de la mediana se acercaba desde la derecha, pero Pendergast no se arredró ni hizo ademán alguno de frenar. Los neumáticos derechos se subieron un poco al bordillo, con el resultado de que el coche adoptó una inclinación de difícil manejo que lo hizo mecerse con brutalidad entre chirridos de neumáticos, siempre con el muro de piedra de la salida en una proximidad peligrosa.

Detrás, bastante lejos, empezó a oírse el lamento de una sirena.

Pendergast frenó en seco y volvió a la carga sin contemplaciones, metiéndose con gran temeridad en un hueco del tráfico que convergía hacia la autopista Trans Manhattan. Cambió tan deprisa de carril que Smithback se vio arrojado en el asiento. Otro cambio. Otro más (el tercero), y siempre acelerando. El coche pasaba al pie de los bloques de pisos como una bala por el cañón de una pistola.

Medio kilómetro más adelante apareció en la oscuridad un mar de luces rojas que parpadeaban. Era el inevitable atasco de la autopista Cross Bronx, cuyo carril derecho estaba cerrado con conos anaranjados. Los carteles anunciaban un proyecto de reforma en el que no estaba trabajando nadie (típico). Pendergast se metió por el carril, dispersando los conos a izquierda y derecha.

Smithback se giró. El Mercedes negro seguía como máximo a seis coches. No había manera de quitárselo de encima. Bastante más atrás venían dos coches de la policía con luces y sirenas encendidas.

De repente Smithback se cayó de lado. Pendergast se había metido sin avisar por la rampa de salida de Harlem River Drive, pero en vez de frenar mantuvo una velocidad próxima a los ciento setenta kilómetros por hora. El coche derrapó en sentido lateral, quemando los neumáticos hasta chocar con el muro de contención que delimitaba la rampa. Se oyó un ruido de metal y piedra. El coche dejó un reguero de chispas.

–¡Hijo de puta! ¡Que nos vamos a mat…!

El siguiente frenazo fue tan brusco que quitó a Smithback la palabra de la boca. El coche saltó sobre una divisoria y aterrizó en la rampa de entrada de un pequeño puente sobre el río Harlem. Pendergast tardó varios bandazos en recuperar el control. Cuando lo hizo, aceleró de nuevo para cruzar el puente y perderse en una maraña de calles estrechas que iban hacia South Bronx.

Smithback volvió a mirar por encima del hombro, con el corazón en un puño. Aunque pareciera imposible, el Mercedes solo había perdido unos metros, que empezaba ya a recuperar. Justo en el momento en que Smithback miraba, se abrió la ventanilla de la izquierda del Mercedes y apareció una nube de humo seguida por una detonación de arma de fuego.

El retrovisor derecho del taxi hizo «¡pum!» y se desintegró en una nube de plástico y cristal, destrozado por una bala de gran calibre.

–¡Mierda! –chilló Smithback.

–Agáchese –dijo Pendergast.

Inútil: Smithback ya estaba en el suelo con las manos en la cabeza.

Desde esa posición, la pesadilla aún era peor. Como no se veía nada, solo se podía imaginar el caos de la persecución, los cambios bruscos de sentido, el ruido de neumáticos, el rugido del motor, los bocinazos y las palabrotas en inglés y español. Todo ello dominado por el ulular de las sirenas de la policía, cada vez más fuerte. Smithback se vio arrojado varias veces contra la base de los asientos delanteros, tantas como frenazos dio Pendergast, mientras que los acelerones lo lanzaban hacia atrás.

Tras unos minutos interminables, Pendergast volvió a hablar.

–Necesito que se levante, señor Smithback. Hágalo con cuidado.

Smithback se incorporó, aferrándose al asiento. El coche iba en zigzag por una ancha avenida que cruzaba un barrio pobre del Bronx. Obedeció al impulso de mirar por encima del hombro, y vio que el Mercedes los seguía de lejos, esquivando furgonetas de reparto y coches trucados que iban mucho más despacio. Aún más lejos, los coches de policía formaban una hilera de no menos de seis vehículos.

–Dentro de nada pararemos –dijo Pendergast–. Es importantísimo que salga conmigo del coche lo más deprisa que pueda.

–¿Salir?

Smithback estaba tan aterrorizado que ya no le funcionaba la cabeza.

–Hágame caso, por favor. Quédese justo detrás de mí. Justo detrás. ¿Está claro?

–Sí –graznó Smithback.

La calle terminaba en una masa de alambradas y tubos metálicos que solo se interrumpía justo delante de ellos, en una verja maciza. Era un recinto de más de cuatro mil metros cuadrados, repleto de coches, todo terrenos y furgonetas pegados de forma inverosímil los unos a los otros: un mar de vehículos de todas las formas, modelos y épocas imaginables que se extendía de punta a punta de la valla. Estaban tan juntos que no habría cabido ni una moto. Encima de la verja había un cartel abollado donde ponía:

DIVISIÓN DE VEHÍCULOS A MOTOR
DEPÓSITO DE MOTT HAVEN

Pendergast metió la mano en un bolsillo y sacó un dispositivo de control remoto con un teclado en el que introdujo un código. La verja empezó a bascular lentamente. Como Pendergast no reducía la velocidad, Smithback volvió a aferrarse al asidero de la puerta, con los dientes rechinando.

Cruzaron la verja con un margen de uno o dos centímetros, antes de frenar y derrapar de lado con un chirrido de neumáticos. Habían estado a punto de chocar con la pared de vehículos. Pendergast se apeó de un salto, sin molestarse en apagar el motor, e invitó a Smithback a seguirlo con un gesto brusco. El periodista bajó del asiento trasero dando tumbos y corrió tras el agente, que ya se había metido por el laberinto de coches. Corrieron en línea más o menos recta hacia el fondo del recinto, esquivando los vehículos aparcados. El agente iba tan deprisa que Smithback tenía la lengua fuera.

El fondo del depósito, protegido por la misma valla de tubos de acero, casi estaba a un kilómetro. Cuando Pendergast llegó a la última hilera de vehículos –separada del fondo por unos diez metros–, dejó de correr, sacó una llave del bolsillo, abrió una furgoneta de la última fila (una Chevrolet) e hizo señas a Smithback de que subiera a la parte de atrás, mientras él se ponía al volante de un salto y arrancaba un rugido del motor mediante un giro de la llave de contacto.

–Agárrese –dijo.

Metió la marcha y pisó a fondo el acelerador, directo hacia la valla metálica.

–¡Eh, un momento –dijo Smithback–, que esa valla es imposible atravesarla! Nos… ¡Mierda!

Se giró, protegiéndose la cara del inevitable y catastrófico impacto.

Un fuerte ruido, y una breve sacudida, no impidieron que la furgoneta siguiera avanzando. Smithback levantó la cabeza y bajó los brazos con el corazón a punto de explotar. Cuando miró por la ventanilla, vio que una parte de la valla se había convertido en un boquete geométrico.

–Las barras metálicas ya estaban cortadas y soldadas previamente –dijo Pendergast para explicárselo.

Ahora ya no conducía tan deprisa. Mientras maniobraba por el laberinto de callejuelas, se quitó la peluca y se limpió el maquillaje de actor con un pañuelo de seda. Ya no se veían ni el Mercedes negro ni los coches de la policía.

–Ayúdeme.

Smithback pasó al asiento delantero para ayudar a Pendergast a quitarse un jersey sucio y barato de poliéster marrón, bajo el que apareció una camisa de vestir, con corbata y todo.

–Déme la americana que hay detrás, si es tan amable.

Smithback descubrió una americana perfectamente planchada, colgada de una percha en el fondo de la camioneta. Pendergast se la puso con rapidez.

–Lo tenía todo planeado, ¿no? –dijo Smithback.

Pendergast dobló por la calle Ciento treinta y ocho Este.

–En este caso, los preparativos son cuestión de vida o muerte.

De golpe Smithback entendió todo el plan.

–¡El tío que llevábamos detrás! Lo ha atraído al único sitio donde no podía seguirnos. El depósito no se puede rodear.

–Sí, sí que se puede, pero hay que conducir cinco kilómetros por calles estrechas y con mucho tráfico.

Pendergast puso rumbo hacia el norte, a la autopista de Sheridan.

–Bueno, ¿qué, quién era? ¿El que quiere asesinarme, según usted?

–Le repito que cuanto menos sepa, mejor. Ahora bien, debo admitir que la persecución, y el uso de armas de fuego, han sido más toscos de lo habitual en él. Es posible que se hayan debido a la desesperación de ver cómo se le escapaba su oportunidad. –Se giró hacia Smithback con una expresión lacónica–. ¿Qué, señor Smithback? ¿Convencido?

Smithback asintió despacio.

–Pero ¿por qué yo? ¿Qué he hecho?

–Esa, por desgracia, es la respuesta que no puedo darle.

El corazón de Smithback empezaba a calmarse, dejándolo exhausto y derrengado como un trapo. No era la primera vez que se salvaban por los pelos él y Pendergast. En el fondo ya sabía que el agente no habría tomado medidas tan drásticas si no hubieran sido estrictamente necesarias. De pronto su carrera en el Times le pareció bastante menos importante.

–Entregúeme su teléfono móvil y su cartera, por favor.

Smithback obedeció. Pendergast guardó ambas cosas en la guantera y le dio un billetero caro, de piel.

–¿Qué es?

–Su nueva identidad.

Smithback lo abrió. No había dinero. Solo una tarjeta de la seguridad social y un carnet de conducir de Nueva York.

–¿«Edward Murdhouse Jones»? –leyó.

–Correcto.

–Pero ¿Jones? ¡Hombre, qué tópico!

–Precisamente por eso no tendrá dificultad en recordarlo… Edward.

Smithback se guardó el billetero en el bolsillo de atrás.

–¿Cuánto durará todo esto?

–Espero que no mucho.

–¿Qué quiere decir no mucho? ¿Uno o dos días?

No hubo respuesta.

–Oiga, y ¿se puede saber adonde me lleva?

–A River Oaks.

–¿River Oaks? ¿El manicomio para millonetis?

–Ahora es hijo de un banquero de inversiones de Wall Street, y tiene problemas psicológicos que requieren descanso, relajación, un poco de terapia básica y aislarse de las tensiones de este mundo.

–Eh, un momento, que no pienso ingresar en ningún psiquiátrico…

–Comprobará que River Oaks es bastante lujoso. Dispondrá de habitación privada, comida selecta y un entorno elegante. El paraje es bonito. Lástima que ahora mismo esté cubierto por medio metro de nieve. Disponen de spa, biblioteca, sala de juegos y todas las comodidades imaginables. El centro ocupa una antigua mansión de los Vanderbilt, en el condado de Ulster. No se preocupe, que el director es un hombre muy comprensivo y lo tratará con deferencia. Lo principal es que es un sitio totalmente a salvo del asesino que está decidido a terminar con su vida. Siento no poder decirle nada más. De veras que lo siento.

Smithback suspiró.

–Esto… el director sabrá a qué vengo, ¿no?

–Dispone de toda la información necesaria. Será usted bien tratado. Es más: tiene garantizado un trato especial.

–¿Sin medicación forzosa, camisa de fuerza ni terapia de shock?

Pendergast sonrió un poco.

–Nada de eso, créame. Se desvivirán por atenderlo. Reserve tan solo una hora diaria para la orientación psicológica. El director está al corriente de todo, y tiene toda la documentación. He comprado algo de ropa que, si no me equivoco, es de su talla.

Smithback guardó un momento de silencio.

–¿Ha dicho comida selecta?

–Toda la que desee.

Se irguió.

–Pero ¿y Nora? Estará preocupada.

–Como ya le he dicho, se le dará a entender que el Times le ha asignado una misión especial. Por otro lado, teniendo en cuenta lo ocupada que está con la inauguración, no tendrá mucho tiempo de pensar en usted.

–Si van a por mí, estará en peligro. Tengo que estar con ella para protegerla.

–Puedo asegurarle que en este momento su esposa no corre el menor peligro, mientras que si estuvieran juntos lo correría, puesto que el objetivo no es otro que usted. Debe esconderse por el bien de ambos. Cuanta más distancia ponga de por medio, más segura estará ella.

Smithback gruñó.

–Será un desastre para mi carrera.

–Mucho más lo sería una muerte prematura.

Smithback sintió el bulto del billetero en el bolsillo de atrás. Edward Murdhouse Jones…

–Perdone, pero todo esto no me gusta nada.

–Sea o no de su gusto, le estoy salvando la vida.

No contestó.

–¿Queda claro, señor Smithback?

–Sí –dijo Smithback, con una terrible sensación de abatimiento.