Diecinueve

–¿Qué, cómo te ha ido el primer día de trabajo? –preguntó Hayward, cortando con saña una pechuga de pollo.

–Muy bien –contestó D'Agosta.

–¿Singleton no te ha metido caña?

–No.

–Bueno, es que solo has estado dos días sin trabajar. Supongo que eso ayuda. Es un tío muy apasionado, a veces demasiado, pero de los mejores policías que hay. Como tú. Por eso estoy segura de que congeniaréis.

D'Agosta asintió con la cabeza, empujó medio tomate cherry por el plato y se lo acercó a la boca. El pollo a la cazadora era la única receta que sabía cocinar automáticamente, o casi.

–Está muy bueno, Vinnie. En serio. Tendré que dejarte entrar más a menudo en la cocina.

Hayward le sonrió desde el otro lado de la mesa.

D'Agosta también sonrió y, dejando el tenedor, se dedicó un momento a ver cómo comía.

Hayward no solo había hecho un esfuerzo por llegar a tiempo a casa, sino que lo felicitaba por el plato, a pesar de que el pollo estuviera demasiado hecho, y ni siquiera le preguntaba por qué se había ido tan de sopetón en pleno desayuno. Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo especial por darle cierto margen para sus quebraderos de cabeza. En un momento de gran intensidad afectiva, D'Agosta se dio cuenta de que la quería de verdad.

Lo cual dificultaba aún más lo que estaba a punto de hacer.

–Perdona que no pueda hacer justicia a la cena –dijo ella–. Se merecería que la saborease, pero me tengo que ir otra vez pitando.

–¿Alguna novedad?

–No, la verdad es que no; el especialista en nudos, que quiere darnos su informe. Seguro que solo es una manera de poner el culo a salvo, porque de momento no es que nos haya ayudado mucho.

–¿No?

–Cree que los nudos podrían ser asiáticos, concretamente chinos, pero tampoco es mucho concretar.

D'Agosta respiró hondo.

–¿Ya has investigado la posibilidad que te he comentado durante el desayuno? ¿La de que detrás de los asesinatos esté el hermano de Pendergast?

Hayward se quedó con el tenedor a medio camino de la boca.

–Hay tan pocas pruebas que más que una teoría parece una excentricidad. Ya sabes lo profesional que soy. Tendrás que fiarte de que lleve el caso lo mejor posible. Ya lo investigaré cuando tenga un poco de tiempo.

No había réplica posible. Comieron un rato sin decirse nada.

–Vinnie… –El tono hizo levantar la cabeza a D'Agosta–. Perdona. No quería ser tan dura.

–Tranquila.

Hayward volvía a sonreír. La luz artificial hacía brillar sus ojos oscuros.

–La verdad es que estoy muy contenta de que hayas vuelto al trabajo.

D'Agosta tragó saliva.

–Gracias.

–Esa locura del caso póstumo de Pendergast te ha perturbado en el momento más inoportuno. Como agente es posible que fuera productivo, pero lo que no era es… normal, vaya. Ya sé que erais amigos, pero para mí que… –Hayward hizo una pausa–. Para mí que su influencia sobre ti fue malsana. Y luego lo de la petición desde la tumba, y el rollo de su hermano… Para serte sincera, me da rabia.

A pesar de los pesares, D'Agosta sintió una punzada de irritación.

–Ya sé que nunca te cayó bien, pero obtenía resultados.

–Ya, ya lo sé. No está bien criticar a los muertos. Perdóname.

Una oleada de sentimiento de culpa se llevó la irritación.

–Pero bueno, ya es agua pasada. El caso del Exhibicionista es de primera clase. No podrías empezar mejor. Estoy segura de que quedarás como un señor. Volverá a ser todo como en los viejos tiempos, Vinnie.

D'Agosta empezó a cortar una pata de pollo, pero dejó caer el tenedor, que chocó con el plato. Era una tortura. No podía retrasarlo más.

–Laura… –empezó a decir–. Lo que tengo que decirte no es fácil.

–¿Qué pasa?

Respiró hondo.

–Me mudo.

Primero ella se quedó muy quieta, como si no lo hubiera entendido; luego, lentamente, la expresión de su cara cambió, reflejando dolor e incredulidad, como una niña abofeteada por un pariente muy querido. Para D'Agosta, verlo fue uno de los peores tragos de su vida.

–¿Vinnie? –preguntó ella, aturdida.

D'Agosta bajó la mirada. El silencio se hizo largo, insoportable.

–¿Porqué?

No supo qué decir. Solo sabía lo que no podía contarle: la verdad. «Laura, cariño, podría estar en peligro; tú no estás en el punto de mira, pero yo sí, con toda certeza, y si me quedara aquí podría perjudicarte».

–¿Es por algo que haya hecho? ¿O que no haya hecho?

–No –dijo rápidamente.

Algo tenía que inventarse, y con Laura Hayward más valía que fuera convincente.

–No –repitió más despacio–. Lo has hecho todo fabulosamente. No tiene nada que ver contigo. Te quiero, de verdad. Es por mí. Nuestra relación… Puede que hayamos empezado un poco demasiado deprisa.

Ella no contestó.

D'Agosta tenía la sensación de estar arrojándose por un precipicio. En ese momento, su máximo deseo era seguir viviendo con aquella mujer, tan guapa y afectuosa, y que tanto lo apoyaba; habría preferido hacerse daño a sí mismo que hacérselo a ella, y sin embargo se lo estaba haciendo: cada palabra ahondaba la herida. Estaba mal hecho, muy mal hecho, pero no tenía más remedio que seguir adelante. «Vincent, debe tomar todas las precauciones posibles». Era consciente de que la única manera de salvar la relación –por no decir la vida de Laura Hayward– era dejarla en suspenso.

–Mira, es que necesito un poco de espacio –añadió–; me gustaría pensarlo todo a fondo, no sé… Poner mi vida en perspectiva…

Sonaba tan hueco y tan banal que prefirió callarse.

Esperó a que Hayward estallara, a que lo echara con insultos, pero no, solo silencio, un largo y terrible silencio. Se atrevió a levantar la cabeza. Laura se había quedado con las manos en el regazo, muy blanca, mirando la mesa, donde se le enfriaba la cena. Su pelo, tan bonito, casi azul de tan negro, se había caído hacia delante, tapándole un ojo. No era la reacción prevista. La sorpresa y la pena dolían aún más que la rabia.

Al cabo de un rato, Laura aspiró ruidosamente por la nariz, se la secó con un dedo y apartó el plato para levantarse.

–Tengo que volver al trabajo –dijo en voz tan baja que él casi no la oyó.

D'Agosta se quedó muy quieto, mientras Laura se apartaba el pelo de la cara, se giraba y caminaba deprisa hacia la puerta. No se paró hasta que tuvo la mano en el pomo y se dio cuenta de que se iba sin abrigo ni maletín. Entonces se giró despacio hacia el armario, se puso el abrigo de cualquier manera y cogió el maletín. Después salió y cerró la puerta sin ruido.

No miró hacia atrás.

D'Agosta se quedó mucho tiempo en la mesa, oyendo el tictac del reloj y el rumor que subía de la calle. Al final se levantó, llevó los platos a la pequeña cocina, tiró a la basura las dos cenas a medias y fregó los platos.

Por último, sintiéndose muy viejo, fue al dormitorio a recoger sus cosas.