Bill Smithback suspiró de alivio al llegar al otro lado de la esquina. La puerta del despacho de Fenton Davies estaba al fondo del pasillo: abierta, sin la sombra molesta y persistente de Bryce Harriman. Ahora que lo pensaba, no lo había visto en todo el día. Mientras caminaba con paso alegre hacia el despacho de Davies, se frotó las manos y tuvo un delicioso escalofrío al pensar en la mala suerte de Harriman. ¡Qué ganas de quedarse la noticia del Exhibicionista! Pues nada, que le aprovechase. De todos modos, vista en retrospectiva, no era muy digna del Times; demasiado chocarrera, con tendencia a lo burlesco. Claro que Harriman (teniendo en cuenta su reciente paso por el Post) seguro que la encontraba de su gusto.
Se rió entre dientes.
En cambio él se había marcado un tanto de los buenos con la exclusiva del asesinato de Duchamp. Reunía todo lo que se le podía pedir a una noticia: se salía de lo corriente, llamaba la atención, electrizaba… En torno a los dispensadores de agua de todas las oficinas de Nueva York no se hablaba de otra cosa que del artista bonachón a quien alguien, no se sabía por qué, había atado y hecho saltar por la ventana de un piso veintitrés con la soga al cuello, rompiendo el techo de un restaurante francés de los más finos de Manhattan. Y todo en pleno día, ante cientos de testigos.
Al acercarse al despacho de Davies, aflojó un poco el paso. Muchos testigos, sí, pero que estaban resultando esquivos. De momento había tenido que conformarse con la versión oficial de la policía y con las hipótesis que le habían expuesto con circunspección, tras mucho hacerse de rogar, los enterados de siempre. Pero ahora la noticia empezaría a dar de sí. Tenía razón Nora: al final Smithback siempre se salía con la suya. ¡Cómo lo entendía! Era una simple cuestión de no descuidar ni un solo frente, y de no perder agarre.
Seguro que Davies lo había llamado por eso, porque quería más, pero que no cundiera la alarma: Smithback le contaría que estaba siguiendo una serie de pistas procedentes de sus informadores habituales. Pensaba volver al cruce de Broadway con la calle Sesenta y cinco, y esta vez no habría polis que le impidieran hacer las cosas a su modo. Después, una visita a la comisaría, para hablar con un amigo y ver si se podía recoger alguna migajita. Se corrigió. Migaja no era la palabra. Las migajas las recogían los demás reporteros. Smithback encontraba el pastel, y se lo comía enterito.
Riéndose de su ingenio metafórico, llegó a la mesa de la secretaria de Davies. No había nadie. «Se ha ido tarde a comer», pensó, y reanudando el paso (viva imagen del as de periodistas), se acercó a la puerta y levantó la mano para dar un golpe.
Davies estaba sentado como un buda detrás de un escritorio lleno de papeles. Era un hombre bajo y de una calvicie perfecta, con manitas nerviosas que parecían incapaces de no realizar alguna actividad, fuera arreglarse la corbata, fuera jugar con un lápiz, fuera seguirse las líneas de las cejas. Solía llevar camisas azules de cuello blanco, y corbatas muy ceñidas al cuello, con estampados de cachemira. Su voz aguda y suave, y lo amanerado de sus gestos, podían hacerlo parecer inofensivo entre los no iniciados, pero Smithback ya había descubierto que se trataba de una falsa impresión. No se llegaba a director del Times sin tener como mínimo unos litros de sangre de barracuda en las venas. Lo que pasaba era que lo decía todo con tanta suavidad que a veces uno tardaba un poco en darse cuenta de que lo había destripado. No enseñaba sus cartas, escuchaba más que hablaba y casi nunca se sabía qué pensaba de verdad. No confraternizaba con los periodistas, tampoco hacía vida social con los demás directores y daba la impresión de estar muy a gusto en soledad. En su despacho solo había otra silla aparte de la suya y nunca estaba ocupada.
Con excepciones como la de hoy, en que lo estaba por Bryce Harriman.
Smithback se quedó como una estatua, con la mano en alto, a punto de llamar.
–¡Ah, Bill! –Davies lo saludó con la cabeza–. Vienes en buen momento. Pasa, por favor.
Smithback dio un par de pasos, mientras hacía el esfuerzo de no mirar a Harriman.
–¿Tenías pensado entregar otro artículo sobre el asesinato de Duchamp? –preguntó Davies.
Smithback asintió con la cabeza. Estaba atontado, como si acabaran de darle un puñetazo en la barriga. Esperó que no se le notara.
Davies pasó la punta de los dedos por el borde de la mesa.
–¿Cómo piensas enfocarlo?
Smithback tenía la respuesta a punto. Era la pregunta favorita de Davies, una pregunta puramente retórica cuya función real era informar al reportero de que no quería que perdiera el tiempo.
–Yo tenía pensado un enfoque local –dijo–: las repercusiones del crimen en el edificio y el barrio, su efecto en los amigos y parientes de la víctima… Lógicamente, también pensaba escribir algo sobre las novedades de la investigación. El caso lo lleva una tal Hayward, que no solo es mujer, sino la capitana más joven que hay ahora mismo dentro de la policía.
Davies asintió despacio, dejando escapar de sus labios un «mmmm» pensativo. Su reacción decía tan poco como siempre sobre lo que pensaba de verdad.
Smithback, cada vez más nervioso, entró en detalles.
–Bueno, ya se lo puede imaginar: una muerte por causas no naturales en Upper West Side, las señoras maduras que no se atreven a salir de noche para pasear al caniche… Esbozaría un perfil de la víctima, de su trabajo… Cosas así. No sé, hasta podría incluir un aparte sobre la capitana Hayward.
Davies volvió a asentir con la cabeza, cogió una pluma y la hizo rodar lentamente entre sus palmas.
–Vaya, algo que pudiera salir en primera página de la sección metropolitana –dijo Smithback, siguiendo animosamente con su rollo.
Davies dejó la pluma encima de la mesa.
–Esto es más importante, Bill. Se trata del asesinato más grave que ha habido en Manhattan desde el de Cutforth, del que informó Bryce cuando estaba en el Post.
«Bryce». Smithback siguió poniendo cara de simpático.
–Es una noticia que da mucho de sí. Aparte de lo espectacular del crimen, tenemos, como bien has dicho, que haya pasado en un barrio pijo. También tenemos a la víctima: un artista. Y que el caso lo lleva una mujer. –Hizo una pausa–. ¿No estás intentando abarcar demasiado en un solo artículo?
–Bueno, podría hacer dos o tres. Descuida, que por eso…
–Sí, no lo dudo, pero entonces tendríamos un problema de tiempo.
Smithback se humedeció los labios. Era muy consciente de que estaba de pie, y Harriman sentado.
Davies siguió hablando.
–Personalmente, no tenía ni idea de que Duchamp gozara de cierto prestigio como pintor, siempre dentro de su discreción característica; más que de los que triunfan en el Soho, era del tipo Sutton Place, una especie de Fairfield Porter.[1] Esta noche pasada se lo comentaba a Bryce.
–Bryce –repitió Smithback. El nombre le supo a bilis–. ¿Esta noche pasada?
Davies hizo un gesto de estudiado desparpajo con la mano.
–Sí, es que estuvimos tomando algo en el Metropolitan Club.
Smithback sintió que se ponía rígido. ¡Conque lo había conseguido así, el muy cabrón y lameculos! Invitando a Davies a copas en el club de su padre, donde solo iban peces gordos. Algo que a Davies –a la vista estaba– debía de pirrarle, como a tantos directores de los que conocía Smithback. Eran lo más arribista que uno se podía imaginar: siempre merodeando cerca de los ricos y de los famosos, a ver si se caía alguna miga de la mesa. Smithback se imaginó la entrada de Davies en el inexpugnable Metropolitan. Seguro que le habían ofrecido asiento en un sillón lujoso de un salón rococó, y que las copas se las habían servido camareros obsequiosos y uniformados. Todo entre saludos en voz baja a Rockefellers, De Menils y Vanderbilts varios. Justo lo que hacía falta para que Davies, de Maplewood (Nueva Jersey), viera el cielo abierto.
Al cabo de un rato, Smithback volvió a dirigir su mirada hacia Harriman. El muy cerdo estaba sentado con las piernas cruzadas, haciéndose el fino, con su cachaza de siempre. Ni siquiera se molestó en mirar a Smithback. No le hacía falta.
–No hemos perdido a un simple ciudadano –siguió explicando Davies–, sino a un artista, cuya muerte ha empobrecido a Nueva York. Ya ves, Bill: nunca se sabe a quién tienes de vecino de rellano. Puede ser un vendedor ambulante de frankfurts o un basurero, pero también un artista cotizado, con obra en la mitad de los apartamentos de River House.
Smithback volvió a asentir. Se le había petrificado la sonrisa.
Davies se alisó la corbata.
–Es un enfoque excelente, del que se encargará mi amigo Bryce.
Santo Dios… Hubo un momento, siniestro y terrorífico, en que Smithback pensó que volverían a asignarle lo del Exhibicionista.
–Llevará el aspecto social de la noticia. Conoce a varios clientes importantes de Duchamp por parte de familia. Con él querrán hablar, mientras que…
Dejó la frase a medias, pero Smithback lo captó: «mientras que contigo no».
–Resumiendo, que Bryce es idóneo para darnos la visión aristocrática que gusta a los lectores del Times. Me alegra comprobar que tú dominas el punto de vista de la policía y de la calle. Sigue por ese camino.
«El punto de vista de la policía y de la calle». Los músculos de la mandíbula de Smithback sufrieron una contracción involuntaria.
–No hace falta que os diga que compartiréis información y pistas. Mi propuesta es que os reunáis de vez en cuando, y que estéis en contacto. Es evidente que la noticia da para los dos, y que no tiene pinta de ser flor de un día.
Un breve silencio se apoderó del despacho.
–¿Querías algo más, Bill? –preguntó apaciblemente Davies.
–¿Qué? ¡Ah! No, nada.
–Pues no te hago perder más tiempo.
–No, no, claro –dijo Smithback, que casi tartamudeaba de sorpresa, mortificación y rabia–. Gracias.
Justo cuando se giraba para salir del despacho, Harriman se decidió a mirarlo. El muy hijo de puta sonreía a medias, encantado de conocerse. Era una sonrisa como de decir: «Pues nada, socio, ya nos iremos viendo».
«Y no bajes la guardia».