Margo Green fue la primera en llegar a la sala Murchison del museo, siempre tan majestuosa, y al sentarse en una de las viejas sillas de piel que rodeaban la mesa de roble macizo del siglo XIX se fijó en los detalles, espléndidos pero desconcertantes: las paredes adornadas con trofeos de caza de especies que ahora estaban en peligro de extinción, el par de colmillos de elefante que enmarcaba la puerta, las máscaras africanas, las pieles de leopardo, de cebra, de león… Murchison, cuyo trabajo de campo se había desarrollado un siglo atrás en África, había combinado la antropología, que era su profesión «seria», con una carrera de gran cazador blanco. Ni siquiera faltaban un par de papeleras de pata de elefante, una en cada punta. Sin embargo, la sala formaba parte de un museo, y los museos no tenían por qué tirar nada, aunque incurriera en la más flagrante incorrección política.
Margo aprovechó el momento de tranquilidad que le quedaba antes de que llegase el resto del departamento para revisar sus notas y ordenar sus pensamientos. Se estaba poniendo nerviosa, sin poderlo remediar. ¿Había tomado la decisión correcta? Después de seis semanas, se lanzaba de lleno a una polémica justo cuando salía a la luz el primer número de Museology bajo su dirección. ¿Por qué le daba tanta importancia?
En realidad ya sabía la respuesta. Personalmente, tenía que ser firme en sus convicciones; profesionalmente, como directora de Museology, se limitaba a cumplir con su deber. La gente esperaría un comentario sobre el tema. Nadie pasaría por alto el silencio, o un editorial tibio y huero, que dejaría marcada su labor de directora. No, era importante demostrar que Museology mantendría su pertinencia y su actualidad sin miedo a las polémicas. Era su oportunidad de enseñarles a sus colegas que iba en serio.
Siguió repasando los apuntes. Como el objeto de la polémica pertenecía al departamento de antropología, los más preocupados eran los conservadores de este último. Ahora Margo tenía la oportunidad de defenderse en presencia de todo el departamento, y no quería desaprovecharla, porque sería la única.
Empezaron a llegar otros conservadores, que la saludaban con la cabeza y conversaban entre sí. Algunos sacudían la máquina de café, que al haberse quedado casi vacía estaba reduciendo a una melaza hirviente los restos del café de la mañana. Alguien se sirvió una taza, pero la devolvió a su sitio disimulando una mueca de asco. Cuando llegó Nora Kelly, saludó a Margo cordialmente y se sentó al otro lado de la mesa. Margo miró a su alrededor.
Ya estaban los diez conservadores.
El último en llegar fue Hugo Menzies, que llevaba seis años presidiendo el departamento de antropología, desde la muerte prematura del doctor Frock. Tras saludar a Margo con la cabeza, y sonreírle con efusividad, ocupó la presidencia de la mesa. Como el grueso de los artículos de Museology versaba sobre temas antropológicos, lo habían nombrado supervisor, y Margo sospechaba que también había tenido un papel en su nombramiento. A diferencia del resto de la plantilla, que llevaba maletines como los de los abogados, Menzies se paseaba con un bolso de tela muy elegante, marca John Chapman and Company (una casa inglesa de gran prestigio en la fabricación de artículos de caza y pesca). En ese momento estaba sacando unos papeles de la bolsa y los organizaba, poniéndolos bien rectos. A continuación se puso las gafas de lectura, se arregló la corbata y se atusó su pelo blanco y rebelde. Por último, consultó su reloj, miró al grupo con ojos vivarachos y azules y carraspeó.
–Me alegro de verlos a todos –dijo con voz atiplada, y un tono chapado a la antigua–. ¿Empezamos?
El movimiento de papeles fue general.
–Esta vez –dijo Menzies, con una rápida mirada a Margo–, nos saltaremos los trámites habituales y pasaremos directamente a un tema en el que sé que están pensando todos: el problema de las máscaras de la Gran Kiva.
Más movimiento de papeles, entre miradas de soslayo a Margo, que se irguió sin perder la compostura. Tenía la firme convicción de estar actuando de manera justa, lo cual le daba fuerzas y el aplomo necesario.
–Margo Green, la nueva directora de Museology, ha solicitado dirigirse a ustedes. Ya saben que los indios tano requieren que les sean devueltas las máscaras de la Gran Kiva, cuyo papel es esencial en nuestra nueva exposición. Como presidente del departamento, tengo el deber de asesorar al director del centro sobre el tema, y de hacerle una recomendación en uno u otro sentido: ceder las máscaras, quedárnoslas o buscar una solución intermedia. Esto no es una democracia, pero les prometo tener muy en cuenta sus opiniones. Por otro lado, creo conveniente señalar que antes de tomar la decisión final el director solicitará el parecer del consejo y de los abogados del museo, de modo que no soy yo quien tiene la última palabra. –Se giró hacia Margo sonriendo–. ¿Qué, Margo, preparada?
Margo se levantó y miró a sus colegas.
–La mayoría de ustedes ya estará al corriente de mi intención de publicar un editorial en el próximo número de Museology en el que solicito la devolución de las máscaras de la Gran Kiva a los tano. De ese editorial ha circulado un borrador, que ha causado cierto revuelo en la administración.
Tragó saliva, en un esfuerzo por disimular la vibración nerviosa que advertía en su voz.
–Por si alguien no conoce a los indios tano –dijo–, aclararé que viven en la frontera entre Nuevo México y Arizona, en una reserva que queda lejos de todo. Ese aislamiento explica que hayan conservado su idioma, religión y costumbres originarias, pese a tener un pie en el mundo moderno. Menos del veinte por ciento de la tribu se declara cristiana. Según los antropólogos, su asentamiento a orillas del río Tano, donde siguen viviendo, data de casi hace mil años. Un punto destacable es que su idioma no parece emparentado con ningún otro. Si explico todo esto es porque conviene subrayar que no es un caso de indios norteamericanos que lo sean por simple genotipo, y que se hayan embarcado en un esfuerzo tardío por recuperar tradiciones borradas por el tiempo, sino que los tano son una de las pocas tribus que jamás han perdido sus tradiciones.
Hizo una pausa. La estaban escuchando atentamente. Aunque le constara que no todos estaban de acuerdo con ella, al menos la escuchaban con respeto.
–La tribu está dividida en dos grupos religiosos llamados moieties. Las máscaras de la Sociedad de la Gran Kiva solo se usan en las ocasiones en que se juntan los dos grupos para alguna ceremonia religiosa en la Gran Kiva (una kiva es una cámara circular subterránea destinada al culto). Estas grandes ceremonias solo se celebran cada cuatro años; los tano las ven como una forma de garantizar el equilibrio y la armonía en el seno de la tribu, de toda la humanidad y del mundo natural, y puedo afirmar sin exageración alguna que atribuyen las guerras y los cataclismos de los últimos cien años a no haber dispuesto de las máscaras de la Gran Kiva, y no haber podido celebrar debidamente la ceremonia que recompone el equilibrio y la belleza del mundo.
Cinco minutos más de exposición y Margo llegó a las conclusiones, contenta de no haberse extendido demasiado.
Menzies le dio las gracias y miró a su alrededor.
–Bueno, pues que empiece el debate.
Cambio de posturas, de papeles… Alguien tomó la palabra en un tono en que se leía cierto agravio. Era el doctor Prine, un conservador con voz de pito y hombros caídos, que se puso en pie.
–Como especialista en arqueología etrusca, no sé mucho de los indios tano, pero a mí todo esto me huele a chamusquina. ¿A qué viene un interés tan repentino por sus máscaras? ¿Cómo sabemos que no las venderán a la primera de cambio? Deben de valer millones. Tengo serias dudas sobre sus motivos.
Margo se mordió el labio. A Prine lo recordaba de su primera época en el museo y sus luces, que nunca habían sido muchas, se habían ido apagando con el paso del tiempo. Se acordó de que la gran investigación de su vida era un estudio sobre la adivinación etrusca por lectura del hígado.
–Por esas razones, y por muchas más –siguió diciendo Prine–, me inclino firmemente por quedarnos las máscaras. Es más: me parece increíble que nos planteemos seriamente su devolución. Las compramos en su día, son nuestras y deberíamos conservarlas.
Se sentó enfurruñado.
El siguiente en levantarse fue un hombre bajo y rechoncho con una corola pelirroja alrededor de la calva. Margo reconoció a George Ashton, principal comisario de la exposición «Imágenes sagradas». Era un buen antropólogo, pero también una persona irascible, que se encendía a la mínima. Tal como estaba demostrando, a juzgar por su expresión.
–Estoy de acuerdo con el doctor Prine. Me opongo rotundamente al editorial. –Se giró hacia Margo con unos ojos que parecían a punto de salirle de la cara, redonda y roja, y una papada que se doblaba o triplicaba a causa de la agitación–. Me parece fuera de lugar que la doctora Green haya puesto el tema sobre la mesa cuando falta menos de una semana para que se inaugure la mayor exposición que ha organizado en muchos años el museo, con una inversión de cinco millones de dólares. Las máscaras de la Gran Kiva son las estrellas de la exposición. Si las retiráramos, sería imposible inaugurarla a tiempo. Francamente, doctora Green, creo que el momento no podría estar peor elegido. –Calló lo suficiente para mirar a Margo con dureza, y se giró hacia Menzies–. Hugo, propongo postergar el debate para cuando se haya clausurado la exposición. Entonces podremos alargarlo todo lo que queramos. Devolver las máscaras sería una barbaridad, eso está claro, pero seamos sensatos, por amor de Dios, y no lo decidamos hasta la clausura de la exposición.
Margo esperó. Ya contestaría al final, siempre que Menzies se lo permitiera.
Menzies sonrió afablemente al indignado conservador.
–Que conste, George, que la elección del momento no tiene nada que ver con la doctora Green, sino que se ha visto determinada por la recepción de una carta de los indios tano, provocada a su vez por tu campaña de prepublicidad sobre la exposición.
–Ya, pero ¿qué necesidad tiene de publicar el editorial? –Ashton cortó el aire con un papel–. Al menos podría esperar hasta el final de la exposición. ¡Esto, en términos de relaciones públicas, será una pesadilla!
–El museo no se dedica a las relaciones públicas –dijo Menzies sin alterarse.
Margo lo miró agradecida. Ya había previsto que la apoyaría, pero estaba yendo más allá del simple apoyo.
–Pero ¡las relaciones públicas existen! ¿Qué te crees, que podemos soslayar a la opinión pública como si estuviéramos en una torre de marfil? Estoy intentando inaugurar una exposición en condiciones muy duras, y no me gusta que me pongan palos en las ruedas. ¡Ni la doctora Green ni mucho menos tú, Hugo!
Se sentó, respirando agitadamente.
–Gracias por tu opinión, George –dijo Menzies con sosiego.
Ashton hizo un gesto seco con la cabeza.
Patricia Wong, investigadora asociada del departamento textil, se levantó.
–Para mí es evidente. El museo adquirió las máscaras saltándose la ética, y puede que hasta la legalidad. Margo lo deja muy claro en su artículo. Ahora los tano las reclaman, y si nosotros, en tanto que museo, aspiramos a ser mínimamente éticos, deberíamos devolverlas enseguida. Con todo respeto, no estoy de acuerdo con el doctor Ashton. Quedarnos las máscaras para la exposición, exhibirlas públicamente y devolverlas al final, reconociendo que estaba mal tenerlas… Sería hipócrita, o como mínimo oportunista.
–¡Ahí, ahí! –dijo otro conservador.
–Gracias, doctora Wong –dijo Menzies, mientras la investigadora se sentaba.
A continuación se levantó Nora Kelly, alta, esbelta, apartándose el pelo rojizo de la cara, y miró a su alrededor con gran seguridad. Margo empezó a crisparse.
–Aquí se plantean dos cuestiones –empezó a decir con tono razonable, sin levantar la voz–. La primera es si Margo tiene derecho a publicar el editorial. Creo que todos estamos de acuerdo en que hay que proteger la independencia editorial de Museology, aunque no se esté necesariamente de acuerdo con las opiniones expresadas en sus páginas.
Se alzó un murmullo general de aquiescencia, con la excepción de Ashton, que se cruzó de brazos y resopló sin disimular.
–En el caso de este editorial, yo figuro entre quienes no están de acuerdo –dijo Nora.
«Ahora viene lo bueno», pensó Margo.
–No es una simple cuestión de propiedad. A ver: ¿de quién es el David de Miguel Ángel? ¿Sería aceptable que los italianos lo rompieran para hacer baldosas? ¿Y si los egipcios decidieran arrasar la Gran Pirámide para construir un aparcamiento? ¿Es suya? ¿Y si los griegos quisieran venderle el Partenón a un casino de Las Vegas? ¿Estarían en su derecho?
Nora hizo una pausa.
–La respuesta a esas preguntas solo puede ser que no. El dueño de todas esas obras es la humanidad en su conjunto. Son las expresiones más elevadas del espíritu humano, y su valor trasciende cualquier cuestión de propiedad. Lo mismo ocurre con las máscaras de la Gran Kiva. Es cierto que el museo no las compró muy éticamente, pero son tan extraordinarias, tan importantes, de tal magnificencia, que no es posible devolverlas a los tano, dejando que desaparezcan para siempre en la oscuridad de una kiva. Por eso digo: que se publique el editorial, que se debata el tema, pero ¡que no se devuelvan las máscaras, por amor de Dios!
Hizo otra pausa, agradeció la atención y se sentó.
Margo se dio cuenta de que se estaba poniendo roja. Aunque le diera rabia, debía admitir que Nora Kelly era una mujer que impresionaba.
Menzies miró a su alrededor, pero como nadie tenía más comentarios se giró hacia Margo.
–¿Algo más que añadir? Es el momento de hablar.
Margo se levantó como un resorte.
–Sí, me gustaría contestar a la doctora Kelly.
–Adelante.
–La doctora se ha saltado un punto básico por conveniencia: que las máscaras son objetos religiosos, a diferencia del resto de las obras que ha citado.
Nora se levantó enseguida.
–¿El Partenón no es un templo? ¿El David no es un personaje bíblico? ¿La Gran Pirámide no es una tumba sagrada?
–Pero ¡ya no son objetos religiosos! ¡Por favor, que hoy en día no va nadie al Partenón a sacrificar carneros!
–Claro, es lo que digo: han trascendido los límites de su función religiosa original, y ahora nos pertenecen a todos, al margen de la religión. Con las máscaras de la Gran Kiva pasa lo mismo. Una cosa es que los tano las crearan para fines religiosos, y otra que ahora sean patrimonio de la humanidad.
Margo sintió que el sofoco se le extendía por todo el cuerpo.
–Mire, doctora Kelly, me permitirá que le diga que su lógica es más propia de una clase de primero o segundo de filosofía que de una reunión de antropólogos en el mayor museo de ciencias naturales del mundo.
Se quedaron todos mudos. Menzies se giró lentamente hacia Margo y clavó en ella la mirada de sus ojos azules, algo entornados por la contrariedad.
–Doctora Green, la pasión es una gran cualidad en los científicos, pero nunca hay que dejar de lado la buena educación.
Margo tragó saliva.
–Sí, doctor Menzies.
Se le había puesto la cara como un tomate. ¿Cómo había podido perder los estribos de esa manera? No se atrevía ni a mirar de reojo a Nora Kelly. No contenta con crear polémicas, se enemistaba con colegas de departamento.
La reacción general consistió en carraspeos nerviosos y algunos murmullos.
–Bueno –dijo Menzies, recuperando su afabilidad–, pues ya me he formado una idea de la opinión de cada bando. Parece que es una cuestión reñida, al menos entre quienes tienen opinión. Por lo que a mí respecta, mi decisión está tomada.
Hizo una pausa para mirar al grupo.
–Cuando vea al director, le haré dos recomendaciones: la primera, que se publique el editorial. Es de elogiar que Margo haya iniciado el debate con un texto bien argumentado y fiel a la mejor tradición de Museology.
Hizo una pausa para respirar.
–Mi segunda recomendación será que las máscaras sean devueltas a los tano, lo antes posible.
Se produjo un silencio de sorpresa. Margo no se lo acababa de creer. Menzies se había puesto totalmente de su lado. Era la vencedora. Al mirar disimuladamente a Nora, vio que también estaba roja.
–El código ético de nuestra profesión es muy explícito –añadió Menzies–. En él se afirma lo siguiente. Cito: «El antropólogo responderá siempre en primer lugar ante las personas a quienes estudia». No sabría expresar cuánto me duele que el museo pierda las máscaras, pero me veo obligado a darles la razón a las doctoras Green y Wong: la única manera de dar un ejemplo de ética es devolverlas. Es cierto que el momento no es el más oportuno, y será un problema enorme para la exposición; lo siento, George, pero es inevitable.
–Pero ¿y lo que pierde la antropología, el mundo…? –empezó a decir Nora.
–Ya he dicho lo que tenía que decir. –El tono de Menzies se había vuelto ligeramente seco–. Se levanta la sesión.