Dieciséis

El helicóptero aterrizó en un helipuerto empresarial de Chevy Chase, Maryland, donde esperaba un coche sin chófer. A las nueve, Pendergast cruzó la frontera de Washington capital. Era un día despejado de enero, con un sol débil que se filtraba entre las ramas desnudas de los árboles, dejando hielo en las zonas de sombra.

Tardó pocos minutos en circular por la avenida Oregon, con su hilera de mansiones señoriales (era uno de los barrios más exclusivos de la capital). Al pasar junto a la casa de Mike Decker, pisó un poco el freno. La casa, un pulcro edificio georgiano con fachada de ladrillo, parecía igual de somnolienta que el resto del barrio. Delante no había ningún coche aparcado, pero eso de por sí no quería decir nada. Cuando Decker necesitaba un coche, tenía un chófer a su disposición.

Pendergast continuó hasta el final de la manzana, se arrimó al bordillo y sacó el móvil para volver a llamar a los dos teléfonos de Decker, el de su casa y el móvil, pero no se puso nadie.

Al otro lado de la hilera de mansiones se extendía el refugio boscoso de Rock Creek Park. Pendergast bajó del coche con el maletín y entró en el parque, pensativo. Tenía la certeza de que Diógenes lo estaba vigilando, y de que lo reconocería con disfraz y todo; tanta como que él, Aloysius, habría reconocido a su hermano en cualquier circunstancia.

Sin embargo, no se veía a nadie, y solo se oía el vago rumor de las aguas del Rock Creek.

Tras bordear el parque a gran velocidad, se metió como una flecha por el camino de entrada de una casa, cruzó un jardín y accedió a través de un seto al patio trasero de Decker. Era un patio profundo y bien cuidado, que se confundía al fondo con la densa masa forestal del parque. Cuando estuvo protegido por la vegetación, a salvo de las miradas de los vecinos, se fijó en las ventanas. Estaban cerradas, con las cortinas blancas corridas. Tras echar un vistazo a las casas adyacentes, siguió cruzando el patio con una naturalidad muy estudiada, mientras se ponía unos guantes, y al llegar a la puerta trasera dejó el maletín en el suelo.

Hizo otra pausa, en que sus ojos alertas captaron hasta el último detalle. Luego se asomó a la ventanita sin llamar.

La cocina de Decker era moderna, casi espartana en su escasez de accesorios y de mobiliario, como buena cocina de soltero. Sobre el mármol, al lado del teléfono, había un periódico doblado. También había una americana en el respaldo de una silla. Una de las paredes albergaba una puerta cerrada, que debía de dar a la escalera del sótano, mientras que por el otro lado se iba a las habitaciones delanteras de la casa por un pasillo oscuro.

En el suelo del pasillo había un bulto que no se distinguía bien por falta de luz. Se movió débilmente. Primero una vez, y luego otra.

Pendergast procedió de inmediato a forzar la cerradura, pero descubrió que su mano hacía girar el pomo sin ninguna resistencia (estaba roto). Un cable cortado se lo dijo todo: alguien se había saltado el sistema de vigilancia. El cable del teléfono, próximo al primero, también estaba cortado. Entró y corrió hacia el bulto del pasillo. Se arrodilló en el pavimento, de grandes losas.

Era un weimaraner macho de ojos vidriosos, cuyas patas traseras sufrían espasmos cada vez más infrecuentes. Pendergast palpó rápidamente todo el cuerpo del perro con sus guantes. Tenía el cuello roto por dos puntos.

Se levantó y buscó algo en su bolsillo. Cuando su mano reapareció, brillaba en ella una Wilson Combat TSGC 45. Con movimientos tan veloces como sigilosos, registró la planta baja de la casa, pegándose a las esquinas con la pistola en alto y vigilando atentamente cualquier superficie y recoveco. Salón, comedor, vestíbulo, cuarto de baño… Todo vacío y en silencio.

A continuación corrió escaleras arriba y se paró en el descansillo para echar un vistazo. Cuatro habitaciones confluían en un distribuidor central. El sol, que entraba oblicuamente por las ventanas abiertas, iluminaba algunas motas de polvo que flotaban perezosas en el aire lento.

Cruzó la primera puerta con la pistola a punto. Era la de un dormitorio trasero. Las camas de invitados estaban hechas con una perfección casi milimétrica, tensas las colchas sobre los colchones y las almohadas. Por la ventana se veían los árboles descarnados de Rock Creek Park. Todo estaba sumido en un silencio espeso.

Oyó algo cerca, un ruido suave.

Se quedó como una estatua, extremando su capacidad de percepción, de por sí hiperaguda. Había sido un ruido aislado, un lento sonido de aire, como un suspiro lánguido.

Salió del dormitorio, cruzó el distribuidor con dos o tres zancadas y se quedó en el umbral de la habitación de enfrente. Al otro lado de la puerta, vio estanterías altas y el borde de una mesa. Un estudio. Desde ese punto se oía otro ruido casi imperceptible: golpecitos muy seguidos, como de un grifo mal cerrado.

Se puso tenso y pivotó en el marco de la puerta levantando la pistola.

Mike Decker estaba sentado en un sillón de piel, de cara al escritorio. Era un antiguo militar, que siempre se había distinguido por su economía y precisión de movimientos, pero si en ese instante estaba tan erguido en el sillón no era por afán de precisión, sino porque le habían introducido una gruesa bayoneta de acero por la boca y la garganta, hasta clavarlo al respaldo del sillón. La punta del arma sobresalía por detrás, su filo romo cubierto de sangre, que de vez en cuando goteaba sobre la alfombra empapada.

La garganta destrozada de Decker emitió otro suspiro, como un fuelle al cerrarse. El ruido terminó en una suave gárgara de sangre. Decker miraba a Pendergast sin verlo. Su camisa blanca estaba totalmente manchada de rojo. La sangre seguía corriendo por la mesa, en lentos meandros que acababan por verterse gota a gota en el suelo, con un ruido como de llovizna.

Al principio Pendergast se quedó quieto, como si la sorpresa lo hubiera paralizado. Luego se quitó un guante, adelantó el cuerpo con cuidado a fin de no pisar la sangre acumulada debajo del sillón y aplicó el dorso de la mano a la frente de Decker. La piel era elástica y flexible, con una temperatura superficial no inferior a la del propio Pendergast.

Retrocedió de golpe. Aparte del goteo constante, no se oía nada en toda la casa.

Sabía que los suspiros eran post mórtem: aire arrancado a los pulmones a medida que el cuerpo apoyaba su peso en la bayoneta. Lo cierto, sin embargo, era que Mike Decker no llevaba ni cinco minutos muerto. Probablemente menos de tres.

Volvió a titubear. La hora exacta de la muerte no tenía relevancia. Mucho más importante era comprender que Diógenes había esperado a que su hermano entrara en la casa para asesinar a Decker.

Lo cual significaba que aún podía estar dentro de ella.

Un ruido de sirenas de policía se acercó al umbral del oído humano.

Pendergast examinó la habitación con los ojos brillantes, en busca de algún indicio que pudiera guiarlo hasta su hermano. Cuando su mirada se posó en la bayoneta, la reconoció de golpe.

Poco después, lo que miraba eran las manos de Decker. Una estaba flácida; la otra, muy cerrada.

Sin tener en cuenta la proximidad de las sirenas, se sacó una pluma de oro del bolsillo y la usó con gran cuidado para abrir la mano. Dentro había tres cabellos rubios.

Tras sacarse del bolsillo una lupa de joyero, se inclinó y examinó las hebras. Luego volvió a meter la mano en el bolsillo y reemplazó la lupa por unas pinzas, con las que extrajo cuidadosamente cada hebra de la mano inmóvil.

Las sirenas se oían cada vez más fuertes.

Seguro que Diógenes ya se había ido. Había coreografiado la escena con gran maestría, administrando todas sus variables, que eran muchas. Una vez dentro de la casa, debía de haber inmovilizado a Decker con alguna droga, y había esperado a que llegara Pendergast para matarlo. Era muy probable que al salir de la casa hubiera pisado expresamente la alarma antirrobos.

Teniendo en cuenta que el muerto era un agente de alto rango del FBI, buscarían pruebas en todos los rincones. Diógenes no se arriesgaría a quedarse cerca. Tampoco Pendergast podía hacerlo.

Oyó entremezclarse frenazos y sirenas. Faltaban pocos segundos para que llegaran a la casa los coches patrulla que atronaban la avenida Oregon. Tras una última mirada a su amigo, se enjugó un exceso de humedad de un ojo y bajó corriendo por la escalera.

Ahora la puerta principal estaba abierta, y en el panel de seguridad contiguo parpadeaba una luz roja. Pendergast saltó por encima del cuerpo inerte del weimaraner, salió por la puerta trasera, cogió su maletín al vuelo, se lanzó por el patio y –arrojando los cabellos a un montón de hojas secas– desapareció como un fantasma en las profundidades umbrías de Rock Creek Park.