Catorce

Cuando D'Agosta llegó a la Omeleteria, Hayward ya estaba en el reservado de siempre, al lado de la ventana. Hacía veinticuatro horas que no la veía, porque Laura se había pasado toda la noche en la oficina. Se quedó en la puerta del restaurante, mirándola. El sol de la mañana hacía que su pelo, negro y brillante, pareciera casi azul, y aplicaba una pátina marmórea a su piel blanca. Muy ocupada en tomar notas en un Pocket PC, se mordía el labio inferior y fruncía el entrecejo en un gesto de concentración. Solo de verla, D'Agosta tuvo un arrebato de cariño que casi le dolió.

No se veía capaz.

De repente Laura levantó la cabeza como si se hubiera dado cuenta de que la observaban, y en sus hermosas facciones apareció una sonrisa, que borró la mueca de concentración.

–¡Vinnie! –dijo al tenerlo más cerca–. Perdona que me perdiera tu lasaña a la napolitana.

Él le dio un beso y se sentó al otro lado de la mesa.

–No pasa nada. Una lasaña es una lasaña. De lo que tengo miedo es de que trabajes demasiado.

–Gajes del oficio.

En ese momento pasó una camarera flaca que puso una tortilla de claras de huevo delante de Hayward y empezó a rellenarle la taza de café.

–Deja la cafetera, por favor –dijo Hayward.

La camarera hizo un gesto de aquiescencia con la cabeza y se giró hacia D'Agosta.

–¿Te traigo la carta, cariño?

–No, ponme dos huevos fritos bien hechos con tostadas de pan de centeno.

–No te he esperado para pedir –dijo Hayward. Bebió un largo sorbo de café–. Espero que no te moleste. Es que tengo que volver a la oficina, y…

–Ah, pero ¿vuelves?

Hayward frunció el entrecejo y asintió con energía.

–Ya descansaré esta noche.

–¿Presiones de arriba?

–Eso siempre. No, es por el caso, que no acabo de pillarlo.

D'Agosta vio cómo atacaba la tortilla, cada vez más consternado. «Si no le paramos los pies a Diógenes, es posible que mueran todos mis allegados», le había dicho Pendergast en su encuentro de la noche anterior. «Sáquele toda la información que pueda a Laura Hayward». Echó un vistazo al bar, fijándose en las caras por si tenían un ojo de un azul lechoso y el otro marrón claro, pero era evidente que Diógenes llevaría lentillas para disimular el más llamativo de sus rasgos.

–¿Por qué no me hablas un poco del caso? –preguntó con toda la naturalidad que pudo.

Ella se comió otro trozo de tortilla y se limpió un poco los labios.

–Ya he recibido los resultados de la autopsia. Sin sorpresas. La causa de la muerte de Duchamp fue una serie de heridas internas provocadas por la caída. Tenía fracturados varios huesos faríngeos, pero no murió de ahorcamiento, porque no se le partió la columna vertebral y aún no se había asfixiado. Ahora viene la primera cosa rara: la cuerda la habían cortado previamente con una cuchilla muy afilada. Casi del todo. El asesino quería que se partiera durante el ahorcamiento.

D'Agosta se quedó helado. «Así, exactamente, es como murió mi tío bisabuelo Maurice…».

–Primero Duchamp fue reducido en su apartamento. Después lo ataron. Tenía una contusión en la sien izquierda, pero le quedó tan aplastada la cabeza por la caída que no podemos asegurar que sea la causa de que en el piso hubiera tanta sangre. Agárrate, que ahora viene lo bueno: le habían vendado la contusión, y parece que lo hizo el asesino.

–Ya.

D'Agosta sí que lo entendía; demasiado, pero no podía contarle nada.

–Luego el culpable arrimó a la ventana un escritorio largo y convenció a Duchamp de que subiera y se tirara corriendo al vacío.

–¿Él sólito?

Hayward asintió.

–Con las manos atadas en la espalda, y la soga al cuello.

–¿Vio alguien al asesino?

D'Agosta sintió una opresión en el pecho. Sabía quién era el asesino, pero no podía decírselo a la cara. Fue una sensación inesperadamente ardua.

–A nadie del bloque le suena haber visto nada fuera de lo normal. La única posibilidad es una cámara de seguridad del sótano, pero solo es una toma de un hombre con abrigo largo visto de espaldas. Alto, delgado, rubio…. Nos están mejorando digitalmente la imagen, pero los técnicos no tienen muchas esperanzas de que el resultado sirva de algo. El asesino sabía dónde estaba la cámara y tomó precauciones cuando pasó por su radio de filmación.

Hayward se acabó el café y se sirvió otro.

–Ayer lo miramos todo del derecho y del revés buscando algún motivo: los documentos de la víctima, su estudio… Pero nada –siguió explicando–. Luego usamos su agenda Rodolex para llamar a sus amigos y sus conocidos, y se quedaron todos alucinados. El tal Duchamp era la bondad personificada. ¡Ah, sí! Una coincidencia bastante curiosa: conocía al agente Pendergast.

D'Agosta se quedó de piedra, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. Le costaba muchísimo fingir con Laura Hayward. Notó que se le ponía roja la cara.

–Se ve que eran amigos. En el Rodolex salía la dirección de Pendergast en el Dakota. Según la agenda de Duchamp, el año pasado comieron tres veces juntos, siempre en el «21». Lástima que no podamos resucitar a Pendergast y pedir su opinión, porque yo, tal como están las cosas, agradecería cualquier ayuda, hasta la suya.

Calló de repente al ver la expresión de D'Agosta.

–Lo siento mucho, Vinnie –dijo, cogiéndole la mano por encima de la mesa–. Ha sido una falta de consideración.

Sus palabras multiplicaron por diez el malestar del teniente.

–Podría ser el crimen del que me avisaba Pendergast en su mensaje.

Hayward retiró lentamente la mano.

–¿Qué?

–Pues que… –D'Agosta tartamudeó–. Diógenes odiaba a su hermano, y es posible que sus planes de venganza consistan en matar a sus amigos.

La mirada de Hayward se volvió más penetrante.

–Se ve que hace poco mataron a otro amigo de Pendergast, un profesor de Nueva Orleans.

–Pero ¡Vinnie, que Pendergast está muerto! ¿Qué sentido tendría seguir matando a sus amigos?

–Los locos nunca se sabe qué piensan. Yo solo digo que si el caso estuviera en mis manos me parecería una coincidencia sospechosa.

–¿Cómo te has enterado del asesinato de Nueva Orleans?

D'Agosta miró la mesa y se arregló la servilleta en las rodillas.

–No me acuerdo. Debió de comentármelo su… secretaria, Constance.

–Bueno, reconozco que el caso está lleno de cosas raras. –Hayward suspiró–. Es un poco descabellado, pero lo investigaré.

La camarera trajo lo que habían pedido para desayunar.

Como no se atrevía a mirar a Laura a los ojos, D'Agosta levantó el tenedor y el cuchillo e hizo un corte en la superficie brillante del huevo. Un chorro amarillo cruzó de punta a punta el plato.

D'Agosta se echó hacia atrás.

–¡Camarera!

Ya se había alejado media docena de mesas, pero se giró y volvió despacio.

D'Agosta le dio el plato.

–Estos huevos están líquidos. Te los había pedido muy hechos.

–Vale, vale, cariño, no te pongas nervioso.

–¡Uf! –dijo Hayward en voz baja–. ¿Tú no dirías que has estado un poco duro con la pobre?

–Es que me da asco cuando los huevos están líquidos –dijo D'Agosta, con la mirada otra vez en el café–. No los puedo ni ver.

Hubo un momento de silencio.

–¿Qué te pasa, Vinnie?

–No, nada, lo de Diógenes.

–Oye, no te lo tomes mal, pero va siendo hora de que dejes de perder el tiempo y vuelvas al trabajo. Así no resucitarás a Pendergast, y Singleton no dejará que se eternice la situación. Encima no pareces tú. Lo mejor para curarse la tristeza es volver a trabajar.

«Tienes razón», pensó él. No parecía el mismo porque no se sentía el mismo. Ya era grave no poder contarle la verdad a Laura, pero lo peor era tener que sonsacarle información sin revelar que Pendergast estaba vivo.

Compuso con sus labios una sonrisa que pretendía parecer avergonzada.

–Lo siento, Laura. Tienes razón. Ya es hora de que vuelva al trabajo. Tiene delito estar aquí refunfuñando cuando la que no ha dormido en toda la noche eres tú. ¿Qué más te ha retenido toda la noche?

Tras una mirada escrutadora, Hayward comió otro trozo de tortilla y la apartó.

–Nunca había visto un asesinato tan concienzudo. Hay pocas pruebas, y encima las que tenemos no llevan a ninguna parte. La única que dejó el culpable, exceptuando las cuerdas, son unas fibras de tela.

–Bueno, al menos con eso ya son tres los puntos de partida.

–Sí, es verdad: las fibras, la cuerda y la estructura de los nudos, pero de momento no avanzamos en ninguno de los frentes. Es lo que me ha hecho trabajar toda la noche. Bueno, y el típico papeleo. Las fibras son de un algodón exótico, que los forenses nunca habían visto. No figura en ninguna base de datos local o nacional. Las está analizando un experto textil. Las cuerdas, igual: el material no está hecho ni en América, ni en Europa, ni en Australia, ni en Oriente Próximo.

–¿Y los nudos?

–Aún más raros. El especialista (a quien, dicho sea de paso, sacamos de la cama a las tres de la madrugada) estaba fascinado. A simple vista parecen hechos a lo bestia, de cualquier manera, como si fueran obra de un fetichista enloquecido, pero qué va: lo que están es muy pensados. Son complicadísimos. El especialista se quedó de piedra. Dijo que nunca había visto nada igual, y que parece que es un tipo de nudo totalmente nuevo. Nos metió un rollo sobre matemáticas y teoría de nudos que a mí me sonó a chino, la verdad.

–Me encantaría ver fotos de los nudos, si se pudiera.

La mirada de Hayward volvía a ser interrogante.

–¡Bueno, es que he sido boy scout! –dijo él con una ligereza que no sentía.

Ella asintió despacio.

–En la academia tuve un instructor que se llamaba Riderback. ¿Te suena?

–No.

–Pues estaba fascinado por los nudos. Siempre decía que eran una manifestación tridimensional de un problema en cuatro dimensiones, aunque no sé qué quería decir. –Bebió un poco más de café–. Tarde o temprano, los nudos nos darán la clave de este caso.

En ese momento volvió la camarera y le sirvió los huevos a D'Agosta con expresión de triunfo. Estaban encogidos, casi secos, crujientes en los bordes.

Al ver el plato, Hayward recuperó un poco la sonrisa.

–Que los disfrutes –dijo con una risita.

De repente la chaqueta de D'Agosta empezó a vibrar. Al principio se tensó de sorpresa, pero luego se acordó del móvil que le había dado Pendergast y metió la mano en el bolsillo para sacarlo.

–¿Teléfono nuevo? –preguntó ella–. ¿Cuánto hace que lo tienes?

D'Agosta vaciló, hasta tomar la brusca decisión de que ya no podía decirle ni una mentira más.

–Perdona –dijo, levantándose–. Me tengo que ir. Luego te lo explico.

Ella también se levantó a medias con cara de sorpresa.

–Pero Vin…

–Tú tranquila y desayuna –dijo él, poniéndole las manos en los hombros y dándole un beso.

–Pero…

–Nos vemos esta noche, cariño. Mucha suerte con el caso.

Después de sostener un poco más la mirada interrogante de Hayward, D'Agosta le apretó los hombros para despedirse y salió a toda prisa del bar.

Miró otra vez el mensaje que aparecía en la minúscula pantalla del teléfono:

«Esquina sudoeste de 77 y York. AHORA».