El teniente Vincent D'Agosta empujó la puerta de McFeeley's Ale House cansado hasta el alma. En Nueva York quedaban pocos bares irlandeses tan acogedores, y en ese momento lo que necesitaba era estar cómodo. Era un local oscuro, largo, estrecho, con una barra de madera muy barnizada en un lado y reservados en el otro. La decoración de las paredes consistía en viejos carteles de deporte tan polvorientos que casi no se veían. Al otro lado de la barra, delante del espejo del fondo, las botellas formaban seis hileras. Cerca de la puerta había un jukebox de los de antes, los que tenían las canciones irlandesas en letra verde. De barril había Guinness, Harp y Bass. Olía a cocina grasienta y cerveza derramada. De hecho, el único toque nostálgico que faltaba era el humo de tabaco, algo que D'Agosta no echaba de menos para nada, porque ya hacía varios años que no fumaba puros, desde que se había ido de la policía para escribir en Canadá.
McFeeley's estaba como le gustaba, medio vacío. Eligió un taburete y lo arrimó a la barra.
Al verlo, Patrick, el barman, se acercó.
–¿Qué, teniente, cómo va la vida? –dijo, poniéndole delante un posavasos.
–Pse, tirando.
–¿Lo de siempre?
–No, Paddy, ponme una mezcla de negra y ale. Y una hamburguesa con queso poco hecha.
Al poco rato hizo su aparición una pinta. D'Agosta, pensativo, se mojó el labio inferior con la espuma de color café. Últimamente no se lo permitía casi nunca (diez kilos perdidos en cuestión de meses no eran como para recuperarlos), pero hizo una excepción. Laura Hayward volvería tarde a casa. Estaba trabajando en el extraño ahorcamiento que se había producido en Upper West Side a la hora de comer.
A él la mañana se le había consumido en investigaciones infructuosas. En el registro de Ravenscry (la finca de la tía abuela Cornelia en Dutchess County) no había nada. Igual resultado habían arrojado sus consultas a la policía de Nueva Orleans sobre la antigua (y devorada tiempo atrás por las llamas) residencia de los Pendergast: nada. En ambos casos ni siquiera figuraba el nombre de Diógenes Pendergast.
Luego, al salir de la comisaría, había ido a Riverside Drive 891 para volver a examinar el escaso material recopilado por Pendergast. También había llamado al banco de Londres elegido por Diógenes como destinatario de una antigua transferencia, pero la cuenta llevaba veinte años cancelada, y no podían remitirlo a ninguna otra entidad. Las consultas a los bancos de Heidelberg y Zurich habían dado el mismo fruto. En cuanto a la llamada telefónica a la familia inglesa cuyo hijo había compartido habitación con Diógenes en Sandringham durante una breve temporada, solo había servido para enterarse de que el joven se había suicidado un día después de que le quitaran las correas protectoras.
Siguiente paso: una llamada al bufete de abogados que había actuado como intermediario en la correspondencia entre Diógenes y su familia, resuelta en trámites interminables. Cada nuevo secretario al que lo remitían pedía oír de nuevo su solicitud. Al final se había puesto un abogado que no quería decir su nombre, para informarle de que ya no tenían a Diógenes Pendergast entre sus clientes, de que la relación abogado-cliente excluía por definición el suministro de datos a terceros, y de que por lo demás todos los archivos relevantes habían sido destruidos por petición expresa del interesado.
Cinco horas después, y no menos de treinta llamadas telefónicas, D'Agosta seguía sabiendo lo mismo que antes: nada.
Al consultar los recortes de prensa sobre crímenes raros e inconexos recogidos por Pendergast, se le había ocurrido llamar a las personas que se habían ocupado de su investigación, pero al final lo había descartado; seguro que Pendergast ya lo había hecho, y si hubiera alguna información digna de ser recogida en su archivo, ahí estaría. Más aún: D'Agosta seguía sin tener ni idea del motivo por el que Pendergast atribuía algún valor a los recortes, ya que procedían de todo el mundo, y los crímenes de que informaban solo tenían en común su extravagancia.
Para entonces ya eran las dos pasadas, y como D'Agosta sabía que su jefe, el capitán Singleton, ya no estaría en la comisaría –se pasaba las tardes a pie de calle, haciendo un seguimiento personal de los casos importantes–, había vuelto de Riverside Drive a la comisaría. Tras ocupar furtivamente su lugar de trabajo, encender el ordenador e introducir la contraseña, se había pasado el resto de la tarde haciendo correr el ratón por todas las bases de datos policiales y gubernamentales que encontraba: la policía de Nueva York, la policía del estado, la federal, el WICAPS, la Interpol y hasta la administración de la seguridad social. Nada. Pese a la apabullante e infinita documentación que generaba la red burocrática del Gobierno, Diógenes se paseaba por ella como un fantasma, sin dejar huellas. Como si estuviera, a fin de cuentas, muerto.
En ese punto, rendido a la evidencia, D'Agosta se había ido a McFeeley's.
Le trajeron la hamburguesa con queso. Se la empezó a comer sin fijarse en el sabor. Menos de cuarenta y ocho horas investigando y ya se había quedado sin pistas. Contra un espectro poco parecían valer los grandes recursos de Pendergast.
Dio unos mordiscos de compromiso a la hamburguesa, acabó la cerveza, dejó unos billetes en la barra, se despidió de Patrick con la cabeza y salió. «Obtenga toda la información que pueda de la capitana Laura Hayward, pero reduzca al mínimo su intervención. Es por el bien de ella». Lo cierto era que D'Agosta le había contado muy poco sobre sus investigaciones desde la visita a la tía abuela Cornelia. En cierto modo (un modo perverso), parecía lo mejor.
¿Por qué?
Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y se encorvó al recibir el viento gélido de enero. ¿Sería por la sensatez de lo que estaba seguro que diría Laura? «Es una locura, Vinnie. Una carta donde lo único que hay es una fecha. Amenazas de loco formuladas hace treinta años. Me parece mentira que pierdas así el tiempo».
Quizá tuviera miedo de dejarse convencer de que era una locura. ¿O no?
Se acercó tranquilamente al cruce de la calle Setenta y siete con la Primera Avenida. El bloque de ladrillo donde vivía con Laura se erguía blanco y feo en una esquina. Miró su reloj, tiritando: las ocho en punto. Aún no estaría en casa. Pensó en poner la mesa y calentar lo que quedaba de lasaña a la napolitana en el microondas. Tenía ganas de saber algo más sobre el nuevo asesinato en el que estaba trabajando Laura. Cualquier excusa era válida para no seguir dando vueltas a lo mismo.
El portero tuvo el descaro de hacer como si quisiera abrirle la puerta en el último momento. D'Agosta cruzó el espacio estrecho del vestíbulo buscando la llave en el bolsillo. Uno de los ascensores estaba abierto. Se agradecía. Entró y pulsó el botón del piso catorce.
Justo cuando empezaban a cerrarse las puertas, una mano enfundada en un guante se introdujo por ellas para que volvieran a abrirse. Era el repelente del portero. Entró y se giró hacia la puerta con los brazos cruzados, sin hacer caso a D'Agosta. El cubículo empezó a apestar a humanidad.
D'Agosta lo miró de reojo con irritación. Era un hombre moreno y rellenito, de facciones carnosas y ojos castaños. Lo raro era que no hubiera apretado ningún botón. D'Agosta dejó de prestarle atención y se fijó en cómo subían los pisos en el indicador: cinco, seis, siete…
El portero se inclinó para pulsar el botón de parada, provocando una brusca sacudida.
D'Agosta lo miró.
–¿Qué pasa?
No se molestó en girarse. Lo único que hizo fue sacar del bolsillo una llave de emergencia, meterla en el panel de control y retirarla. El ascensor sufrió otra sacudida y empezó a bajar.
«Tiene razón Laura –pensó D'Agosta–. El pavo este tiene un problema grave de actitud».
–Oiga, no sé de qué ni adonde va, pero al menos podría esperar que llegue yo a mi piso.
Volvió a apretar el botón donde ponía «14».
El ascensor no respondió. Seguía bajando. Ya habían dejado atrás la planta baja. Ahora iban hacia el sótano.
La irritación de D'Agosta se convirtió de golpe en inquietud. Su radar de policía había empezado a funcionar a tope. De repente se acordó de las palabras de advertencia de Pendergast: «Diógenes es extremadamente peligroso. No llame su atención antes de lo estrictamente necesario». Con un gesto casi maquinal, metió la mano en el abrigo y sacó su pistola reglamentaria.
En el mismo momento, el portero se giró hacia él y lo pegó a la pared del ascensor, haciéndole una llave con las manos en la espalda y levantándolo del suelo a la velocidad del rayo. Cuando D'Agosta trató de liberarse, descubrió que lo habían inmovilizado con una técnica perfecta. Se llenó de aire los pulmones para pedir auxilio a gritos, pero justo entonces le tapó la boca un guante, como si le hubieran leído el pensamiento.
Forcejeó un poco más, alucinado por la rapidez y la eficacia con que lo habían desarmado e inmovilizado.
Entonces el portero hizo algo raro: se inclinó para acercar los labios a su oreja, y susurró unas palabras casi inaudibles:
–Mis más sinceras disculpas, Vincent.