Nueve

William Smithback salió del taxi, tiró un billete arrugado de veinte por la ventanilla del copiloto, y al mirar en dirección al Lincoln Center vio que en Broadway, algunas manzanas más al norte, había mucha gente, tanta que se derramaba por Columbus y la calle Sesenta y cinco, provocando un atasco colosal. Oyó que varios conductores apretaban a fondo la bocina. También oyó sirenas, y algún que otro bocinazo de camión que hacía temblar el suelo.

Esquivando los coches inmovilizados, llegó a la acera y dobló hacia el norte para correr Broadway arriba, llenando de vaho el aire frío de enero con su aliento. Últimamente corría por cualquier cosa. Adiós al paso digno y mesurado del reportero estrella del New York Times. Ahora corría para entregar el material a tiempo, tenía que hacer esfuerzos para no llegar tarde a cubrir las noticias y había días en que escribía dos artículos. Nora Kelly, con quien llevaba dos meses casado, no estaba muy contenta. Ella había previsto poder cenar sin prisas, comentar el día y recogerse para una noche de largos placeres, pero Smithback no acababa de encontrar tiempo ni para cenar ni para nada largo. Corría, sí, y con razón. También Bryce Harriman corría, pegadito a sus talones.

Pocas sorpresas tan desagradables se había llevado Smithback en su vida como la de volver de su luna de miel y encontrarse a Bryce Harriman en la puerta de su despacho, con una sonrisa de suficiencia y su eterna e insufrible ropa de niño bien, dándole la bienvenida tan pancho a «nuestro periódico».

¡«Nuestro»! ¡Dios santo!

Justo cuando más le sonreía la suerte: en doce meses, otras tantas exclusivas, y la promesa de una carrera magnífica en el Times. El director, Fenton Davies, había empezado a recurrir automáticamente a él cada vez que tenía que encargar algo importante. A su novia, Nora, Smithback la había convencido de que hiciera una pausa en sus prospecciones de huesos y tarros del año de la castaña, una pausa bastante larga como para casarse, y la luna de miel en Angkor Vat había sido de ensueño, sobre todo la semana en el templo perdido de Banteay Chhmar: avanzar a machetazos por la selva y enfrentarse a las serpientes, la malaria y las hormigas picadoras para explorar las ruinas, que eran considerables. Smithback aún se acordaba de que en el vuelo de vuelta había pensado que no se podía tener más suerte.

¡Con qué razón!

A pesar de la melosa máscara de buen colega, a Harriman se le notaba a la legua que iba a por Smithback. No era la primera vez que se veían las caras, pero sí en el mismo periódico. ¿Cómo había conseguido que volvieran a aceptarlo en el Times mientras su rival estaba de viaje en las antípodas? A Smithback, la manera de Harriman de lamerle el culo a Davies (a quien traía el café cada mañana, y de cuya boca bebía como si fuera el oráculo de Delfos) le daba ganas de vomitar, pero debía de ser una buena estrategia, porque no hacía ni una semana que le habían asignado una noticia que por derecho le correspondía a él: la del Exhibicionista.

Aceleró. Casi había llegado al cruce de Broadway con la calle Sesenta y cinco, donde decían que se había caído un tío en medio de una terraza llena de gente comiendo. Vio arracimarse las cámaras de televisión. Los periodistas verificaban el funcionamiento de sus grabadoras, mientras los técnicos de sonido colocaban los micros en su sitio. Era la oportunidad de hacerle sombra a Harriman.

Por suerte aún no había salido nadie a informar.

Sacudió la cabeza y se abrió con los codos un camino, musitando disculpas.

Vio la terraza acristalada de La Vieille Ville. Aún había policías buscando pruebas. De vez en cuando, los flashes del fotógrafo iluminaban por dentro el restaurante. Estaba todo acordonado, con tanta cinta amarilla que parecía una fiesta mayor. Al mirar hacia arriba, Smithback vio el techo de cristal del café y el boquete irregular que había dejado la víctima. Detrás, la amplia fachada de las torres Lincoln. Subió con la mirada hasta encontrar la ventana rota por donde se había precipitado el muerto. Vio que también había polis, y chispazos aislados de flash.

Siguió abriéndose camino, mientras buscaba testigos a su alrededor.

–¡Soy periodista! –dijo–. Bill Smithback, del New York Times. ¿Alguien ha visto qué ha pasado?

Varias caras se giraron a mirarlo en silencio: unas diez, entre las que Smithback vio a una señora muy puesta del West Side con un pomeranio microscópico, a un mensajero con bici y a un tío con un pedazo de caja en el hombro, llena de comida china a domicilio.

–Busco testigos. ¿Alguien ha visto algo?

Silencio. «Seguro que la mayoría ni siquiera habla inglés».

–¿Alguien sabe algo?

Esta vez, un hombre con unas orejeras y un abrigo muy grueso asintió enérgicamente.

–Un hombre –dijo con fuerte acento hindú–. Caído.

Era inútil. Siguió avanzando entre la multitud, hasta que vio a un policía que intentaba empujar a todo el mundo hacia la acera, para que estuviera despejado el cruce.

–¡Oiga! –exclamó, usando los codos para introducirse entre los papamoscas–. Soy del Times. ¿Qué ha pasado?

El policía dejó de desgañitarse el tiempo justo para una mirada fugaz, tras la que reanudó su trabajo.

–¿La víctima llevaba alguna identificación encima?

Nada, ni caso.

Smithback vio que se iba. Típico. La mayoría de sus colegas se habrían conformado con esperar el parte oficial, pero no un reportero de la talla de Smithback; él se metería en las entrañas de la noticia y conseguiría la exclusiva sin despeinarse.

Volvió a mirar a su alrededor. Esta vez se fijó en la entrada principal del bloque de pisos, un edificio colosal que no debía de contener menos de mil apartamentos. Seguro que dentro había alguien que conocía a la víctima, alguien capaz de aportar un poco de color y hasta una hipótesis sobre los hechos. Estiró el cuello para contar los pisos. Al llegar a la ventana abierta, iba por el veintitrés.

Volvió a adentrarse por la multitud hacia la entrada, procurando desviarse lo menos posible y esquivando a los polis con megáfono. La puerta estaba vigilada por tres fornidos agentes con cara de no andarse con bromas. ¡A ver cómo entraba! ¿Haciéndose pasar por un vecino? Dudó que funcionase.

Recuperó la serenidad al observar la cantidad de periodistas que esperaban como ovejas inquietas la aparición de algún mando de la policía que saliera a informar. Miró el hormiguero con conmiseración. El no aspiraba a la misma versión que todos. Él no quería que se la dieran las autoridades con una cucharita, guardándose lo que no les interesara divulgar, y dándole a todo el giro que les conviniera. Lo que quería era la auténtica noticia, la que estaba en el piso veintitrés de las torres Lincoln.

Cambió de dirección y se apartó de la gente. Todos los bloques de pisos de esas características tenían entrada de servicio. Siguió la fachada de Broadway hasta encontrar un callejón que separaba el Lincoln del siguiente bloque. Se metió por él con las manos en los bolsillos, silbando tranquilamente.

Dejó de silbar casi enseguida. Delante había una puerta muy grande de metal donde ponía entrada de servicio-reparto. Al lado había otro poli, que lo miraba fijamente mientras hablaba por una radio prendida al cuello de la camisa.

¡Maldición! Bueno, ya no podía dar media vuelta, porque sospecharían. Decidió pasar de largo como si cortara por el callejón para ir a algún sitio.

–Buenos días –dijo al llegar a la altura del policía.

–Buenas tardes, señor Smithback –contestó el madero.

Smithback sintió que se le ponía rígida la mandíbula.

El que llevaba la investigación del homicidio era un profesional de tomo y lomo, pero Smithback no era ningún periodistilla de tercera. Si había alguna otra manera de entrar, la encontraría. Rodeó el edificio por el callejón, hasta la esquina en ángulo recto con la calle Sesenta y cinco.

¡Aja! Acababa de ver a veinte o veinticinco metros la entrada de servicio de La Vieille Ville, sin polis merodeando por las inmediaciones. Si no podía llegar al piso veintitrés, al menos echaría un vistazo al sitio donde se había caído la víctima.

Caminó más deprisa impelido por el entusiasmo. Hasta era posible que al examinar el restaurante encontrara una manera de acceder al resto del edificio. Tenía que haber algún paso. Por el sótano, tal vez.

Llegó a la puerta metálica, muy abollada, y la entreabrió.

Nada más cruzarla, se quedó de piedra. Al otro lado había varios policías tomando declaración a los cocineros y los camareros, entre dos grandes baterías de fogones.

Todos se giraron lentamente a mirarlo.

Dio un paso como si fuera a alguna parte. Por intentarlo…

–La prensa fuera –le espetó uno de los polis.

–Perdón –dijo, sonriendo (sospechó que penosamente)–. Es que me he equivocado.

Cerró la puerta con gran suavidad y regresó a la fachada del edificio, donde volvió a asquearlo el espectáculo del rebaño de periodistas que esperaban como ovejas en el matadero.

Pues él no. Bill Smithback, del Times, no. Echó un vistazo general, en busca de algún ángulo de ataque o alguna idea que aún no se le hubiera ocurrido a nadie. De repente vio a un pizzero que trataba inútilmente de cruzar la multitud con su moto. Era un tío flaco y sin barbilla, rojo de ira, con una gorra ridicula donde ponía Romeo's Pizzeria.

Smithback se acercó y señaló con la cabeza el bulto de la parte trasera.

–¿Es una pizza?

–Dos –dijo el motorista–. ¡Qué marrón! Llegarán congeladas. Ya me veo sin propina. Y encima si no llego en veinte minutos no tendrán que pagar.

Smithback lo interrumpió.

–Cincuenta billetes por las dos pizzas y la gorra.

El pizzero lo miró con cara de tonto, sin entender nada.

Smithback sacó un billete de cincuenta.

–Toma.

–Pero ¿y…?

–Diles que te han atracado.

El pizzero no se pudo resistir y lo cogió. Smithback le quitó la gorra, se la puso en la cabeza, abrió la bolsa trasera de la moto y sacó las cajas de pizza. Luego se internó entre la gente con las pizzas en una mano, mientras usaba la otra para arrancarse la corbata y guardársela arrugada en un bolsillo.

–¡Paso, que traigo unas pizzas!

A base de codazos, llegó a la barrera azul cubierta de cinta amarilla.

–Traigo pizzas para los del departamento de pruebas, piso veintitrés.

Funcionó como una seda. El poli gordo que vigilaba la barrera la apartó para dejarlo pasar.

«Ahora, a por el triunvirato de la puerta».

Se acercó tan pancho a los tres polis, que se giraron a mirarlo.

–Pizzas para el piso veintitrés.

Le cerraron el paso.

–Ya las subo yo –dijo uno de los tres.

–Lo siento, pero la empresa no me deja. Tengo que entregarlas al cliente.

–Está prohibido entrar.

–Ya, pero es que es para los del departamento de pruebas. Además, ya me dirá cómo las cobro si las sube usted…

Los polis se miraron sin saber qué hacer. Hubo uno que se encogió de hombros. Smithback cantó victoria internamente. Ya se veía dentro.

–Es que se enfriarán… –insistió.

–¿Cuánto es?

–Ya le digo que las tengo que entregar directamente al cliente. ¿Me permiten?

Intentó dar otro paso y estuvo a punto de chocar con el barrigón del poli que mandaba más.

–Está prohibido subir.

–Ya, pero es que solo es…

–Dame las pizzas.

–Le digo que…

El poli tendió la mano.

–Que me des las pizzas, coño.

Dándose cuenta de que no había nada que hacer, Smithback se las entregó mansamente al policía, que al cogerlas preguntó:

–¿Cuánto es?

–Diez.

Le dio diez, sin propina.

–¿Para quién son?

–Para los del departamento de pruebas.

–¿Han dado algún nombre? Porque arriba hay como doce.

–Ah, sí, creo que Miller.

El poli desapareció con un gruñido en la penumbra del vestíbulo, llevándose las pizzas. Los otros dos bloquearon la puerta. El que se había encogido de hombros se giró.

–Oye, perdona, ¿podrías traerme una extragrande de pasta gruesa, con pimientos, ajo, cebolla y doble de queso?

–Anda y que te den –dijo Smithback, girándose para volver a la barrera.

Embutido entre los reporteros, oyó algunas risitas. Alguien exclamó:

–¡Muy buena, Bill!

Una voz afeminada y estridente añadió:

–¡Ay, Billy, esta gorrita te queda divina de la muerte!

Smithback se la quitó con cara de asco y la tiró. Por una vez le había fallado su genio interpretativo. Aquel encargo empezaba a tener mala pinta. Casi no había empezado y ya olía a podrido. A pesar del frío de enero, casi sentía el aliento caliente de Harriman en el cogote.

Se giró y, muy a su pesar, esperó con los demás a que dieran el parte.