Ocho

Horace Sawtelle devolvió con alivio al camarero la carta de vitela, que era enorme. ¡A ver si un día venía algún cliente a visitarlo a él, y no al revés! Odiaba las selvas de cemento interminables donde trabajaban todos: Chicago, Detroit… Y ahora Nueva York. Keokuk, cuando se lo conocía, no estaba tan mal. Sawtelle se movía como pez en el agua por los mejores bares y los mejores topless, y no había que descartar que con el tiempo alguno de sus clientes experimentara una profunda admiración hacia determinados monumentos de Iowa.

Al otro lado de la mesa, el cliente estaba pidiendo algo que sonaba a escupitajo de ternera. Horace Sawtelle se preguntó si sabía lo que pedía. A él, la lectura del menú le había despertado serias dudas, y eso que se lo había mirado del derecho y del revés: todo escrito a mano, y en francés. Impronunciable. Al final se había decidido por algo que se llamaba steak tartare, pensando que no podía ser muy malo. Un bistec no te lo destrozaban ni los franceses. Además, cuando comía palitos de pescado le gustaba ponerles salsa tártara.

–¿Le importa si me los vuelvo a leer antes de firmar? –preguntó el cliente, enseñando los contratos.

Sawtelle asintió con la cabeza.

–Lea, lea.

Como si no se hubieran pasado las últimas dos horas mirándolos con lupa… ¡Qué tío! ¡Ni que fuera a comprarse una finca en Palm Beach por un millón, en vez de cincuenta mil dólares en maquinaria!

El cliente pegó las narices al papel, mientras Sawtelle se comía tranquilamente un palito de pan y miraba las mesas. El sitio donde estaban parecía una terraza de bar acristalada que invadía la acera como una prolongación del restaurante. No quedaba ninguna mesa libre. Los blancuchos neoyorquinos tenían que aprovechar el sol al máximo. En la mesa de al lado había tres mujeres muy delgadas con el pelo negro, picando unas macedonias enormes. Al fondo, un hombre de negocios gordinflón hurgaba en algo amarillo y pegajoso.

De repente se oyó el frenazo de un camión, como si no hubiera pasado ni a diez centímetros del cristal, y la mano de Sawtelle se cerró de manera refleja, partiendo el palito. Se la limpió en el mantel, indignado. ¿Se podía saber por qué el cliente había insistido tanto en que comieran justo ahí, al aire libre, con el frío que hacía en enero? Miró el cristal del techo, y el toldo rosa de encima, con el nombre bordado en blanco: La Vieille Ville. El edificio era uno de esos armatostes para alpinistas que era lo que en Nueva York se entendía por bloque de pisos. Sawtelle miró las hileras de ventanas idénticas que se elevaban hacia el cielo sucio. Parecía una cárcel construida hacia lo alto. Seguro que cabían como mil personas. ¿Cómo podían soportarlo?

Cerca de la entrada había mucho movimiento. Sawtelle se giró sin interés. Quizá fuera su comida. En el menú ponía que lo preparaban al lado de la mesa. ¡Pues a ver cómo se lo montaban! Como no trajeran una parrilla con ruedas y pusieran el carbón a quemar… Pues sí, sí que venían: toda una procesión de tíos con delantal blanco, empujando algo con pinta de minicamilla.

El chef aparcó la mesita rodante al lado de Sawtelle, con una orgullosa reverencia, y emitió una retahila de órdenes en francés que hicieron ponerse en movimiento a varios subordinados: uno picaba cebolla, otro batía un huevo como un poseso…

Sawtelle echó un vistazo a la mesa con ruedas y vio triangulitos de pan de molde tostado, un montón de bolitas verdes que se imaginó que serían alcaparras, especias y platos de contenido inidentificable, así como ajo picado como para llenar una tacita. En medio, un trozo de carne picada del tamaño de un puño. De bistec, o salsa tártara, ni el menor indicio.

Ceremoniosamente, el chef puso la carne picada en un cuenco de acero inoxidable, añadió el huevo crudo, el ajo y la cebolla y empezó a mezclarlo todo. Al cabo de un momento sacó la masa pegajosa y la volvió a dejar sobre la mesa para amasarla lentamente con los dedos. Sawtelle apartó la vista, diciéndose que tendría que pedir la hamburguesa más hecha de lo normal. «Estos neoyorquinos nunca se sabe qué te pueden contagiar». Por otro lado, ¿dónde estaba la parrilla?

En ese momento apareció un camarero al lado del cliente y le sirvió un plato. Para sorpresa de Sawtelle, al mismo tiempo llegó raudo uno de sus colegas para ponerle algo a él entre el tenedor y el cuchillo. Al bajar la vista, descubrió con incredulidad que la pasta brillante de ternera cruda –que había adquirido la forma de una montañita simétrica– estaba delante de él, rodeada de trozos de pan tostado, huevo rallado y alcaparras.

Volvió a levantar la cabeza con cara de perplejidad. Al otro lado de la mesa, el cliente asentía complacido.

El chef les sonrió efusivamente desde el fondo de la mesa y se apartó para dejar pasar a sus lacayos, que se llevaron el carrito.

–Perdone –dijo Sawtelle en voz baja–, pero no está hecho.

El chef se detuvo.

–Pourquoi?

Sawtelle señaló su plato.

–Digo que no está hecho. Calor, ¿sabe? Fuego. Flambé.

El chef sacudió enérgicamente la cabeza.

–No, monsieur. No cocinado.

–El steak tartare no se cuece –dijo el cliente, que estaba a punto de firmar los contratos–. Se sirve crudo. ¿No lo sabía?

Una sonrisa de superioridad apareció y desapareció rápidamente de sus labios.

Sawtelle se apoyó en el respaldo con los ojos en blanco, intentando no enfadarse. «Esto solo pasa en Nueva York. Veinticinco dólares por un montón de carne picada cruda».

De repente su cuerpo se tensó.

–¡Virgen santa! ¿Qué coño es eso?

Arriba, muy por encima de su cabeza, se balanceaba silenciosamente en el aire frío un hombre con los brazos y las piernas muy abiertos. Al principio Sawtelle pensó que flotaba, como por arte de magia, pero luego distinguió una fina cuerda que arrancaba del cuello y desaparecía por arriba en una ventana negra con el cristal roto. Se quedó boquiabierto, hipnotizado por el espectáculo.

No era el único del restaurante que miraba hacia arriba. Otros habían seguido su ejemplo. Empezaron a oírse exclamaciones de sorpresa.

Convulsa, arqueando la espalda de dolor, la figura colgada de la cuerda se retorció tanto que pareció a punto de tocarse los pies con la cabeza. La mirada horrorizada de Sawtelle no podía despegarse de lo que veía.

De repente la cuerda se partió, y el hombre empezó a caer hacia Sawtelle, moviendo los brazos y las piernas como un pelele.

En el mismo segundo, Sawtelle descubrió que podía moverse y se echó bruscamente hacia atrás, mientras salía de su boca un grito inarticulado. Casi a la vez, se oyó un ruido de cristales rotos y algo cayó a gran velocidad entre una lluvia de vidrio, algo que se estrelló con un impacto ensordecedor contra las macedonias, y las mujeres que se las comían, provocando la desintegración de las primeras en una extraña erupción de colores pastel: rojos, amarillos y verdes. Sawtelle, con la espalda en el suelo, sintió algo caliente y húmedo en un lado de la cara, justo antes de recibir toda una ducha de cristales, platos, copas, tenedores, cucharas y flores, provocada por el choque.

Un extraño silencio, seguido nuevamente por gritos de dolor y miedo, que extrañamente parecían llegar desde muy lejos, sin herir el oído. De repente Sawtelle se dio cuenta de que se le había llenado la oreja derecha de una sustancia desconocida.

Fue en ese momento, tumbado boca arriba, cuando asimiló lo que acababa de ocurrir. Tras uno o dos minutos de horror y de incredulidad, se percató de que no podía moverse. Los gritos, mientras tanto, se volvían cada vez más fuertes.

Con un esfuerzo heroico, obligó a sus extremidades a reaccionar. Primero se puso de rodillas, y luego, vacilantemente, en pie. No era el único en levantarse. Una algarabía de gritos y gemidos hacía reverberar la terraza cubierta. Todo estaba lleno de cristales. La mesa que estaba a la derecha de Sawtelle se había convertido en una masa amorfa de comida, sangre, flores, manteles, servilletas y astillas de madera. La suya estaba cubierta de cristales. Lo único que se había salvado era el montón de carne cruda a veinticinco dólares, que seguía en su sitio, en solitario esplendor, fresco y brillante.

Su mirada se posó en el cliente, que seguía sentado y sin moverse, con el traje salpicado por algo indescriptible.

De forma repentina e involuntaria, las extremidades de Sawtelle entraron en acción. Giró sobre sí mismo, buscó la puerta, dio un paso, perdió el equilibrio, lo recuperó, dio otro paso… La voz del cliente lo siguió.

–¿Se… se va?

Era una pregunta tan estúpida, tan fuera de contexto, que a Sawtelle se le escapó una risa rota, ronca.

–¿Que si me voy? –repitió, estirándose la oreja para despejarla–. Pues sí, me voy.

Se tambaleó hacia la puerta, tosiendo de risa y pisando cristales y destrozos varios. Estaba dispuesto a todo con tal de salir de aquel asco de sitio. Al llegar a la acera, puso rumbo al sur. Al principio caminaba, pero al cabo de un rato echó a correr, obligando a apartarse al resto de los transeúntes. En adelante, que vinieran ellos a Keokuk.