Seis

Las marismas estancadas de Little Governors Island estaban cubiertas por una espesa capa de niebla, en la que solo se filtraba, procedente del East River, la triste sirena de un remolcador. Manhattan quedaba al otro lado del agua negra y gélida, a poco más de un kilómetro, pero el manto de niebla era demasiado opaco para que se vieran las luces de la ciudad.

D'Agosta iba muy serio en el asiento de la derecha, cogiéndose al asidero de la puerta mientras el coche de Laura Hayward derrapaba y daba brincos por una carretera de un solo carril llena de baches. Clavados en la oscuridad, los faros –dos haces iguales y amarillos que no paraban de moverse ni un segundo– iluminaron fugazmente una calzada casi impracticable, y una hilera de castaños esqueléticos que la delimitaba.

–Creo que te has saltado un bache –dijo D'Agosta.

–Bueno, da igual. A ver si lo entiendo: ¿a Singleton le has dicho que tu madre tiene cáncer?

D'Agosta suspiró.

–Ha sido lo primero que se me ha ocurrido.

–¡Jo, Vinnie, que la suya se murió justo de eso! Y por si no lo sabes, el capitán no faltó ni un día al trabajo. Organizó el funeral un domingo. Lo sabe todo el mundo.

–Pues yo no lo sabía.

D'Agosta hizo una mueca al acordarse de lo que le había dicho al capitán por la mañana: «Con estas cosas ya se sabe. Yo no es que haya sido un hijo modélico, y ahora siento la necesidad de estar con ella el tiempo que le queda». ¡Muy bueno, Vinnie! ¡Tú sí que sabes!

–Aún alucino de que estés de permiso para buscar al hermano de Pendergast, basándote en una carta y una corazonada. No es que no respete a Pendergast, ¿eh? Al contrario. Nunca he conocido a nadie tan inteligente dentro de las fuerzas de seguridad, pero tenía un punto débil gravísimo. Ya sabes a qué me refiero, Vinnie: a que se saltaba las normas. Se creía que estaba por encima de los burros que nos sometemos a las reglas, y ahora me da rabia verte adoptar la misma actitud.

–Mentira, no la adopto.

–Esto de buscar al hermano de Pendergast se salta tanto el manual que no tiene ni gracia. Porque a ver, ¿qué harás cuando encuentres al tío ese, Diógenes?

D'Agosta no contestó. Aún no había llegado a ese punto.

La rueda izquierda delantera se metió en un bache, haciendo que temblara todo el coche.

–¿Seguro que vamos bien? –preguntó ella–. No veo muy claro que por aquí haya un hospital.

–Sí, sí que vamos bien.

Empezaron a formarse vagas siluetas a través de la niebla. Cuando el coche se acercó, pudo verse que eran las barras puntiagudas de una reja de hierro forjado, sobre un muro de ladrillos mohosos cuya altura era de tres metros. El coche frenó delante de la verja cerrada. Al lado había una garita antigua, y en la verja una placa:

HOSPITAL MOUNT MERCY
PARA DELINCUENTES PSICÓTICOS

Apareció un vigilante con una linterna en la mano. D'Agosta se inclinó por encima de Laura para enseñarle su identificación.

–Teniente D'Agosta. Tengo una cita con el doctor Ostrom.

El vigilante entró en la garita y consultó una lista. Poco después, la verja rechinó y se abrió despacio. Laura la cruzó y se internó por un camino de adoquines que llevaba a una especie de castillo erizado de torres, frente al que pasaban jirones de niebla. D'Agosta vio varias hileras de almenas recortadas en la parte superior, como dientes rotos sobre un fondo negro.

–Dios mío –dijo Hayward, mirando por el parabrisas–. ¿La tía abuela de Pendergast está aquí dentro?

D'Agosta asintió con la cabeza.

–Se ve que había sido un sanatorio muy caro para millonarios tuberculosos, pero que ahora es una loquería para asesinos que se han librado de la cárcel por enfermedad mental.

–¿Ella qué hizo, exactamente?

–Según Constance, envenenó a toda su familia.

Hayward lo miró.

–¿A toda?

–Su madre, su padre, su marido, su hermano y dos hijos. Creía que estaban poseídos por demonios, o por las almas de los soldados norteños que había matado su padre. Parece que no está muy claro. En todo caso no te acerques mucho, que parece que tiene una habilidad especial para robar cuchillas de afeitar y escondérselas entre la ropa. En los últimos doce meses ha mandado a urgencias a dos enfermeros.

–¡Qué dices!

Dentro del hospital Mount Mercy olía a alcohol y piedra húmeda. Bajo la triste capa de pintura institucional, D'Agosta reconoció los restos de un edificio elegante de techos artesonados y paredes revestidas de madera. Los pasillos tenían el suelo de mármol, muy gastado.

El doctor Ostrom los esperaba en una sala de seguridad del primer piso. Era un hombre alto, de bata inmaculada, que conseguía no tener que decir nada para dar la impresión de que tenía varias cosas más importantes entre manos. Al fijarse en la sala, de escaso mobiliario, D'Agosta observó que todo estaba atornillado al suelo o cubierto por tela metálica: la mesa, las sillas de plástico y el aplique de la luz.

Le explicó al doctor quiénes eran. Ostrom asintió educadamente, pero no hizo ni el gesto de tender la mano.

–Vienen a ver a Cornelia Pendergast –dijo.

–Sí, a petición de su sobrino nieto.

–Y ¿están al corriente de los… mmm… requisitos especiales para la visita?

–Sí.

–No se acerquen en ningún momento. No hagan movimientos bruscos. No se les ocurra tocarla o dejarse tocar. Solo podrán estar con ella unos minutos. Si no, podría ponerse muy nerviosa, y es de importancia capital evitarlo. Me veré obligado a dar por concluida la visita en cuanto observe el menor indicio en ese sentido.

–Lo entiendo.

–No le gustan las visitas de desconocidos. Es posible que se niegue a recibirlos. En ese caso, no la podré obligar. Aunque trajeran una orden judicial…

–Dígale que soy Ambergris Pendergast, su hermano.

Era el nombre propuesto por Constance.

El doctor Ostrom frunció el entrecejo.

–No me gustan los engaños, teniente.

–Pues no lo llame engaño, sino mentira piadosa. Es importante, doctor. Podría haber vidas en juego.

El doctor Ostrom puso cara de pensárselo. Luego asintió bruscamente, se giró y salió de la sala por la puerta blindada de la pared del fondo.

Tras unos minutos de silencio, se oyó la queja de una voz de anciana, que parecía llegar desde muy lejos. D'Agosta y Hayward se miraron.

Las protestas aumentaron de volumen. La puerta de acero volvió a abrirse, y apareció Cornelia Pendergast en silla de ruedas.

Toda la superficie de la silla estaba revestida de una gruesa capa de goma negra. Cornelia tenía sobre las rodillas un cojincito de bordar en el que se apoyaban sus manos arrugadas. La silla la empujaba personalmente Ostrom, seguido por dos auxiliares con ropa acolchada de protección. Ella llevaba un vestido largo de tafetán negro a la antigua. Se la veía diminuta, con los brazos como palos, el cuerpo muy estrecho y la cara cubierta por un velo de luto. A D'Agosta le pareció imposible que un ser tan frágil pudiera haber herido recientemente a dos enfermeros. Las invectivas cesaron con su aparición, momento en que la silla dejó de rodar.

–Levantadme el velo –ordenó.

Su acento del sur era de persona culta, con modulaciones casi británicas.

Uno de los enfermeros se acercó lo menos posible y extendió el brazo hasta que su mano, protegida por un guante, estuvo en situación de levantar el velo. D'Agosta se inclinó sin darse cuenta, con una mirada llena de curiosidad.

Cornelia Pendergast lo miró a los ojos. Tenía rasgos afilados de gata y los ojos azules. A pesar de su avanzada edad, su piel, con manchas de vejez, poseía un brillo extrañamente juvenil. Al verla, el corazón de D'Agosta latió más deprisa. La mirada penetrante de Cornelia, el perfil de sus pómulos y su mandíbula, le recordaban vagamente a su amigo desaparecido. Solo el brillo de locura de los ojos impedía que el parecido fuera mayor.

Al principio, el silencio fue total. La mirada fija de la tía abuela Cornelia hizo que D'Agosta temiera una explosión de furia, provocada por la mentira.

Pero no, sonrió.

–¡Mi querido hermano! ¡Qué detalle haber hecho un viaje tan largo para visitarme! Hacía tanto tiempo que no venías… ¡Malo, más que malo! Aunque no te lo reprocho, que esto de vivir en el norte, con estos bárbaros yanquis, casi es más fuerte que yo.

Soltó una risita.

«Perfecto», pensó D'Agosta. Constance le había dicho que la tía abuela Cornelia vivía en un mundo imaginario, y que siempre creía estar en alguno de los dos siguientes sitios: Ravenscry, la finca de su marido, al norte de Nueva York, o la antigua mansión solariega de los Pendergast, en Nueva Orleans. Evidentemente, tocaba lo primero.

–Me alegro de verte, Cornelia –respondió con prudencia.

–¿Y esta señorita tan guapa que tienes a tu lado? ¿Quién es?

–Laura, mi… mujer.

Hayward lo miró de reojo.

–¡Qué alegría! Siempre me preguntaba cuándo te casarías. Ya era hora de que el linaje de los Pendergast recibiera sangre nueva para revigorizarlo. ¿Te sirvo algo de beber? ¿Un té? ¿O quieres tu bebida favorita, un julepe de menta?

Miró a los auxiliares, que se habían quedado lo más lejos posible, y que no se movieron.

–No, gracias –dijo D'Agosta.

–Bueno, quizá sea mejor. Con lo mal que está el servicio últimamente… –Hizo un gesto con la mano en referencia a los dos auxiliares que tenía detrás, y casi los hizo saltar. Después se inclinó con actitud confidencial–. Te envidio. En el sur se vive mucho más agradablemente. Aquí arriba, la gente no se enorgullece de formar parte de la clase servil.

Mientras D'Agosta asentía comprensivamente, empezó a tener una extraña sensación de irrealidad, como si todo fuera un sueño. ¡Qué escena! Cornelia, tan puesta y elegante, en afable conversación con un hermano a quien había envenenado casi cuarenta años antes… Se preguntó cuál era la mejor estrategia. Ostrom les había puesto como condición que la entrevista fuera corta. Más valía ir al grano.

–¿Cómo… cómo está la familia? –preguntó.

–A mi marido nunca le perdonaré que nos trajera a esta casa tan fría. Encima de que el clima es una atrocidad, te quedas escandalizada por la falta de cultura. Menos mal que me consuelo con mis hijos.

La sonrisa cariñosa que acompañó a la observación dio escalofríos a D'Agosta, que se preguntó si Cornelia había asistido a la muerte de los niños.

–Y claro, ni un solo vecino digno de relacionarnos con él. El resultado es que tengo todo el día para mí sola. Procuro caminar, en bien de mi salud, pero aquí hay tan malos aires que muchas veces no tengo más remedio que volver a entrar en casa. Me he quedado más blanca que un fantasma. ¡Fíjate, fíjate!

Levantó una mano escuálida y paralizada del cojín, para enseñársela a su hermano.

D'Agosta se acercó automáticamente. Ostrom, ceñudo, le indicó con la cabeza que permaneciera a distancia prudencial.

–¿Y el resto de la familia? Hace mucho tiempo que no sé nada de nuestros… sobrinos.

–A veces Aloysius viene a verme, cuando necesita un consejo. –Cornelia volvió a sonreír, y le brillaron los ojos–. ¡Es un niño tan bueno! Escucha a los mayores, no como el otro.

–Diógenes –dijo D'Agosta.

La tía abuela Cornelia asintió con la cabeza.

–Diógenes. –Se estremeció–. Siempre ha sido diferente, desde que nació. Y luego lo de su enfermedad… Y esos ojos tan raros que tiene… –Se quedó callada–. Sabes lo que dijeron de él, ¿no?

–Cuéntamelo.

–Pero Ambergris, ¿cómo es posible que se te haya olvidado?

D'Agosta tuvo la impresión de que la anciana adoptaba una expresión escéptica, y se puso nervioso, pero Cornelia volvió a quedarse ensimismada en cuestión de segundos.

–Hace siglos que el linaje de los Pendergast está manchado. Demos gracias a Dios de que tú y yo hemos salido indemnes, Ambergris.

Se produjo un silencio de una beatería acorde con el comentario.

–Al pequeño Diógenes lo afectó desde el principio. Siempre fue mala hierba; y, desde su repentina enfermedad, el lado más oscuro de nuestra progenie llegó a su plenitud en él.

D'Agosta se quedó callado. No se atrevía a decir nada más. La tía abuela Cornelia tardó un poco en salir de su silencio.

–Siempre ha sido un misántropo. Solitarios, lo que se dice solitarios, lo eran los dos, como buenos Pendergast, pero en el caso de Diógenes era distinto. Recuerdo que Aloysius, de pequeño, tuvo un amigo íntimo de su edad, que luego se hizo famoso como pintor. Y no hablemos del tiempo que pasaba en los pantanos, entre cajunes y gente de la misma ralea, algo que a mí, como comprenderás, no me gustaba… En cambio Diógenes no tenía amigos. Ni uno. Recordarás que los otros niños no querían acercarse a él. Les daba un miedo de muerte, que empeoró muchísimo desde la enfermedad.

–¿La enfermedad?

–Sí, se puso enfermo de la noche a la mañana. Dijeron que era escarlatina. Fue cuando le cambió el color del ojo y se le quedó como blanco. ¿Sabes que solo ve por el otro?

Cornelia tuvo un estremecimiento.

–En cambio Aloysius era todo lo contrario. ¡Pobre, cómo abusaban de él! Ya sabes que los Pendergast solemos ser objeto de mofa entre el vulgo. Creo que tenía diez años cuando empezó a visitar a ese tibetano tan raro de la calle Bourbon. Siempre ha tenido el don de relacionarse con la gente más estrambótica. Fue el que le enseñó todas esas tonterías tibetanas que no se pueden ni pronunciar: chang, o chung, o algo por el estilo. También le enseñó un tipo de lucha muy curioso, que hizo que ya no volvieran a molestarlo los abusones.

–En cambio con Diógenes no se metían.

–En esas cosas, los niños tienen un sexto sentido. Y eso que Diógenes era más pequeño que Aloysius, tanto de edad como de constitución…

–¿Y entre los hermanos? ¿Cómo se llevaban?

–Pero ¡Ambergris, querido, no me digas que pierdes memoria con la edad! Sabes perfectamente que Diógenes odiaba a su hermano mayor. A la única que ha querido es a su madre. Lógico. En cambio a Aloysius lo tenía en una categoría especial, sobre todo desde la enfermedad.

Cornelia hizo una pausa, en la que hubo un momento en que sus ojos de loca parecieron apagarse, como si vieran un pasado muy remoto.

–Supongo que te acuerdas del ratón de Aloysius…

–Sí, sí, claro que me acuerdo…

–Le puso el nombre de Incitato, como el caballo preferido del emperador Calígula. Era la época en que leía a Suetonio. Se paseaba con el animalito en el hombro, recitando: «¡Saludad al sin par ratón de César, Incitato!». Ya sabes que a mí los ratones me dan un miedo que es que no puedo, pero aquel era tan blanco, tan tranquilito y cariñoso, que llegué a tolerarlo. Y Aloysius tenía una paciencia… Lo quería tanto… ¡Qué trucos le enseñaba! Incitato aprendió a caminar con las patas traseras, y calculo que reconocía una docena de órdenes. Te iba a buscar una pelota de ping-pong y se la ponía en equilibrio sobre el morro, como las focas. Me acuerdo de que tú te reías tanto que parecía que se te fueran a romper las costillas.

–Sí, yo también me acuerdo.

La tía abuela Cornelia hizo una pausa. Todo el mundo parecía atento a sus palabras, hasta los impasibles enfermeros.

–Una mañana, al despertarse, Aloysius encontró una cruz de madera al pie de la cama. Era pequeña, de unos quince centímetros, y estaba muy bien hecha. Incitato estaba crucificado en ella.

D'Agosta oyó que Laura Hayward contenía un grito.

–No hizo falta ni preguntar. Ya sabíamos todos quién lo había hecho. Desde entonces, Aloysius ya no fue el mismo. Después de Incitato no tuvo ninguna otra mascota. En cuanto a Diógenes, solo fue el principio de sus… ¿cómo decirlo?… experimentos con animales. Empezaron a desaparecer gatos, perros… Hasta gallinas y ganado. Recuerdo un incidente especialmente desagradable con la cabra de un vecino…

La tía abuela Cornelia se echó a reír a media frase, con una risa suave y contenida que duró bastante tiempo. El doctor Ostrom miró a D'Agosta con mala cara y señaló su reloj, preocupado.

–¿Cuándo fue la última vez que viste a Diógenes? –se apresuró a preguntar D'Agosta.

–A los dos días del incendio –repuso la anciana.

–El incendio –repitió D'Agosta, intentando que no sonara como una pregunta.

–¡Pues claro, el incendio! –La voz de Cornelia se había alterado de repente–. ¿Cuándo quieres que lo viera? Ese incendio tan horrendo que destruyó a la familia, y que convenció a mi marido de venir a esta mansión tan fría conmigo y con los niños, lejos de Nueva Orleans… y de todo…

–Creo que hemos terminado –dijo el doctor Ostrom, haciendo una indicación con la cabeza a los auxiliares.

–Háblame del incendio –insistió D'Agosta.

El rostro de la anciana pasó de un principio de enfado a la pena más profunda. Su labio inferior temblaba, y se le movían las manos. D'Agosta no tuvo más remedio que maravillarse de lo bruscos que habían sido los cambios.

–Oiga… –empezó a decir el doctor Ostrom.

D'Agosta levantó la mano.

–Solo un minuto. Por favor.

Cuando volvió a mirar a la tía abuela Cornelia, descubrió que lo observaba fijamente.

–Esa turba supersticiosa, malévola e ignorante… Incendiaron la casa de nuestros ancestros. ¡Que los maldiga eternamente Lucifer, a ellos y a sus hijos! Entonces Aloysius tenía veinte años, y estaba en Oxford, pero esa noche Diógenes estaba en casa, y vio quemarse vivos a su madre y su padre. Si lo hubieras visto cuando las autoridades lo sacaron del sótano donde se había escondido… –Cornelia se estremeció–. Aloysius volvió dos días después, cuando ya estábamos en Baton Rouge, en casa de unos parientes. Me acuerdo de que Diógenes se llevó a su hermano mayor a una habitación, y que cerró la puerta. Solo estuvieron cinco minutos. Al salir, Aloysius estaba lívido. Justo después, Diógenes cruzó la puerta de la casa y desapareció. No se llevó nada, ni siquiera una muda. Fue la última vez que lo vi. Las pocas noticias que recibíamos eran por carta, o a través de los banqueros y los abogados de la familia. Llegó un momento en que ya no recibimos ninguna. Hasta la de su muerte, claro.

El silencio que cayó era tenso. La cara de la anciana ya no reflejaba dolor, sino serenidad y compostura.

–Ambergris, creo que es el momento del julepe de menta. –Se giró imperiosamente–. ¡John! Tres julepes de menta bien fríos, si eres tan amable. Usa el hielo del pozo de nieve, que es mucho más dulce.

El tono de Ostrom se volvió brusco.

–Lo siento, pero sus invitados tienen que irse.

–Lástima.

Llegó un enfermero con un vaso de plástico con agua y se lo entregó cautamente a la anciana, que lo cogió con una de sus manos arrugadas.

–Nada más, John. Puedes retirarte.

Se giró hacia D'Agosta.

–Ambergris, querido, debería darte vergüenza dejar beber sola a una vieja.

–Me he alegrado de verte –dijo D'Agosta.

–Eso espero. También espero que vuelva tu mujer, que es muy guapa. Verte siempre es un placer… hermano.

De pronto enseñó los dientes, con algo a medias entre la sonrisa y la ferocidad, y, levantando una mano manchada, volvió a cubrirse el rostro con el velo negro.