A la entrada del despacho de Glen Singleton no había secretarías, recepcionistas ni currantes de a pie. De hecho, ni siquiera era más grande que el resto de los despachos –veinte o treinta– que ocupaban hasta el último resquicio polvoriento de la comisaría. En la puerta no había ningún letrero que anunciase el alto estatus de su ocupante. La única manera de saber que era el despacho del gran jefe era ser policía.
Todo muy en el estilo del capitán, pensó D'Agosta al acercarse. Dentro del cuerpo, Singleton era una rara avis, en el sentido de que había ascendido sin ninguna zancadilla y de que se había forjado su reputación a base de trabajo y de solucionar casos difíciles, no yendo de lameculos. Vivía y respiraba para una sola cosa: limpiar las calles de delincuentes. A excepción de Laura Hayward, quizá fuera el poli más trabajador que conocía D'Agosta, cuya larga trayectoria al servicio de burócratas incompetentes le hacía respetar aún más el profesionalismo de Singleton. Por eso valoraba tanto la impresión de que el respeto era mutuo.
Y por eso se le hacía tan cuesta arriba lo que venía a hacer. Singleton tenía la puerta abierta, como siempre. No habría sido su estilo limitar el acceso. Cualquier poli que quisiera hablar con él era libre de hacerlo a cualquier hora. D'Agosta asomó la cabeza y dio unos golpes en la puerta. Singleton estaba detrás del escritorio, hablando por teléfono. Parecía que nunca se sentara, ni siquiera a la mesa. Frisaba los cincuenta años, y era alto y delgado, con cuerpo de nadador. (Cada día a las seis de la mañana iba sin falta a la piscina). Su cara era larga; su perfil, aguileño. El pelo, salpicado de canas, se lo cortaba cada dos semanas un barbero del sótano del Carlyle que cobraba cuatro chavos. Aun así, su aspecto no tenía nada que envidiar al de un candidato a presidente del país.
Sonrió y le hizo señas de que entrara.
D'Agosta pasó al despacho. Singleton señaló una silla, pero D'Agosta rechazó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza. Por alguna razón, la energía inquieta del capitán le hacía sentirse más cómodo de pie.
Se notaba que Singleton estaba hablando con alguien de relaciones públicas. Lo hacía con educación, pero D'Agosta sabía que por dentro ya estaría echando chispas. Lo que le interesaba era hacer de policía, no de relaciones públicas, concepto al que ya era hostil de por sí. Como le había dicho a D'Agosta, «o pillas al culpable o no lo pillas, o sea, que ¿a qué viene tanto rollo?».
D'Agosta miró a su alrededor. La decoración del despacho era tan ínfima que rozaba el anonimato. Se echaban en falta las típicas fotos de familia, y el obligatorio retrato del capitán dando la mano al alcalde o al jefe de policía. Singleton era uno de los polis en activo con más medallas, pero no había condecoraciones al valor, placas o citaciones enmarcadas en las paredes. Lo único que había era un fajo de papeles en una esquina de la mesa, y quince o veinte carpetas en una estantería. D'Agosta vio otro estante con manuales de técnica forense y de reconocimiento del lugar del crimen, junto a una docena de libros de derecho muy usados.
Singleton colgó con un suspiro de alivio.
–¡No, si parece que me pase más tiempo hablando con asociaciones de vecinos que pillando criminales! Solo con esto ya me dan ganas de volver a patrullar. –Se giró hacia D'Agosta con otra sonrisa fugaz–. ¿Qué, Vinnie, cómo vamos?
–Bien –dijo D'Agosta, que no lo estaba para nada. La actitud amistosa y accesible de Singleton le ponía la visita aún más difícil.
En cualquier otro caso, el hecho de que D'Agosta hubiera sido asignado a la división por la propia oficina del jefe de policía, sin petición expresa del capitán, le habría asegurado una acogida recelosa y hostil. Un simple ejemplo: Jack Waxie. Sintiéndose amenazado, Waxie habría reducido al mínimo su contacto con D'Agosta y le habría asignado los casos más insignificantes, mientras que Singleton, que en eso era todo lo contrario, le había dado la bienvenida, lo había puesto personalmente al día sobre los procedimientos exclusivos de su división y hasta le había asignado el caso del Exhibicionista, lo más importante del momento.
El Exhibicionista no había matado a nadie; ni siquiera iba armado, pero su delito casi era igual de grave: poner públicamente en ridículo a la policía de Nueva York. Un ladrón que limpiaba cajeros y se sacaba la minga para que se la grabaran las cámaras de seguridad era un manjar para la prensa sensacionalista. De momento sus visitas a cajeros se elevaban a once, y cada nuevo robo se había traducido en titulares llenos de socarronería y de indirectas. Y mientras tanto, la policía de Nueva York iba tragando. «Al Exhibicionista se le alarga la lista», había proclamado el Post tres días antes, tras el último robo. «La policía tiene indicios muy pequeños».
–¿Qué, qué tal la testigo? –preguntó Singleton–. ¿Da de sí o no da de sí?
Miró a D'Agosta desde el otro lado de la mesa. Tenía unos ojos azules, de mirada penetrante, que te hacían sentir el centro del universo: gozabas de toda su atención, al menos durante ese rato. Ponía un poco nervioso, la verdad.
–Su versión concuerda con la cámara de seguridad.
–Me alegro. ¡Si es que…! ¡En plena era digital, parecería lógico que los bancos pudieran grabar más cosas con las cámaras! Es como si el Exhibicionista supiera exactamente qué alcance tienen. ¿Tú crees que habrá trabajado en algo de seguridad?
–Lo estamos investigando.
–Once golpes y seguimos sin tener nada claro, aparte de que es caucásico.
«Y de que está circuncidado», pensó D'Agosta, pero no le hizo gracia.
–He hecho que llamen a todos los directores de agencias de la zona afectada, y están instalando más cámaras donde no se vean.
–El culpable podría trabajar para la empresa de seguridad que las vende.
–Sí, también lo investigamos.
–Así me gusta, que te me adelantes. –Singleton se acercó al montón de papeles y lo hojeó–. Siempre se mueve por el mismo sector. Todos los robos se han concentrado en una zona de veinte manzanas por veinte, o sea, que el próximo paso sería vigilar los cajeros más suculentos donde aún no haya robado. Si no reducimos un poco nuestro campo, seguiremos abarcando demasiado y apretando demasiado poco. ¡Menos mal que justo ahora no anda suelto ningún asesino en activo! Te dejo de enlace con el operativo, Vinnie. Haz una lista de los cajeros más vulnerables, basándote en los que ya haya vaciado, y asigna personal de vigilancia. A ver si tenemos suerte.
«Bueno, allá voy», pensó D'Agosta. Se humedeció los labios.
–De hecho no venía por eso.
Singleton frunció el entrecejo, y su intensa mirada volvió a clavarse en el teniente. Con lo ocupado que estaba, no se le había ocurrido la posibilidad de que D'Agosta viniera a verlo por algún otro asunto.
–¿Qué pasa?
–No sé muy bien cómo decirlo. Es que… quería pedir un permiso.
Las cejas de Singleton se arquearon de sorpresa.
–¿Un permiso?
–Sí.
D'Agosta se dio cuenta de lo mal que sonaba, pero se lo había repetido cien veces a sí mismo sin encontrar ninguna alternativa.
Singleton siguió mirándolo a los ojos sin decir nada. Sobraban las palabras. «Un permiso. ¿Llevas seis semanas en la división y ya quieres un permiso?».
–¿Hay algo que tengas que explicarme, Vinnie? –preguntó en voz baja.
–Es por un tema familiar –contestó D'Agosta tras una breve pausa.
Le daba aún más rabia mentir que balbucear al sentirse observado por el capitán, pero ¿qué podía decir? ¿«Lo siento, capi, pero me tomo un permiso indefinido para buscar a un hombre oficialmente muerto y en paradero desconocido por un crimen que aún no ha sido cometido»? Lo que tenía claro era que debía ocuparse de la misión. Pendergast la consideraba tan importante que había dejado instrucciones por si se moría. Con eso bastaba y sobraba, pero el trago, por desgracia, seguía siendo igual de amargo.
La mirada de Singleton reflejó una mezcla de preocupación y reflexión.
–Ya sabes que no puedo, Vinnie.
Al darse cuenta de que sería aún más difícil de lo previsto, D'Agosta sintió que se le caía el alma a los pies. Si tenía que dimitir lo haría, aunque fuera el final de su carrera (que lo sería, porque en la policía dimitir una vez tenía un pase, pero dos…).
–Es por mi madre –dijo–. Tiene cáncer, y dicen los médicos que es incurable.
Primero Singleton se quedó quieto, digiriendo la noticia. Luego se balanceó un poco en los talones.
–Lo siento muchísimo.
Otro silencio. D'Agosta tuvo ganas de que llamara alguien a la puerta, o de que sonara el teléfono, o de que cayera un meteorito en la comisaría. Cualquier cosa con tal de desviar la atención de Singleton.
–Acabamos de enterarnos –dijo–. Ha sido de golpe.
Hizo una pausa, sintiéndose fatal. Había soltado la primera excusa que se le había ocurrido, y ahora ya se arrepentía de haber tenido una idea tan horrible. Su madre cáncer… ¡Joder! Directo a la iglesia, a confesarse. Y a llamar a su madre a Vero Beach. Y a mandarle dos docenas de rosas.
Singleton movió lentamente la cabeza.
–¿Cuánto tiempo necesitas?
–Los médicos no lo saben. Una o dos semanas.
Singleton volvió a asentir aún más despacio. D'Agosta, rojo de los pies a la cabeza, se preguntó qué debía de pensar.
–No le queda mucho tiempo –dijo–. Con estas cosas ya se sabe. Yo no es que haya sido un hijo modélico, y ahora siento la necesidad de estar con ella el tiempo que le queda. Como cualquier hijo, vaya –concluyó mediocremente–. Se podría descontar de las vacaciones y de las bajas por enfermedad.
Singleton lo había escuchado atentamente, pero esta vez no asintió.
–Sí, claro.
Miró a D'Agosta durante mucho tiempo, con una mirada que parecía decir: «Hay mucha gente con los padres enfermos, y con tragedias personales, pero son profesionales. ¿Tú en qué te diferencias?». Al final desvió la vista y se giró para levantar los papeles de la mesa.
–Les diré a Mercer y Sabriskie que coordinen la vigilancia –dijo secamente por encima del hombro–. Tú tómate el tiempo que necesites.