Tres

En el asiento trasero del Rolls Royce de época (un Silver Wraith grande, modelo del 59), D'Agosta miraba por la ventanilla sin ver nada. Proctor había cruzado el parque hacia el oeste. Ahora subían por Broadway a toda velocidad.

D'Agosta cambió de postura sobre el tapizado de cuero blanco, con una curiosidad y una impaciencia desbordantes. Tenía ganas de hacerle preguntas a Proctor, pero estaba seguro de que no contestaría.

Riverside Drive, 891. El domicilio (o uno de los domicilios) del agente especial Aloysius Pendergast, su amigo y colaborador en varios casos muy particulares. Pendergast, el misterioso agente del FBI a quien D'Agosta conocía sin conocer, y que había demostrado tener tantas vidas como un gato…

Hasta hacía dos meses, cuando D'Agosta lo había visto por última vez.

El escenario, una empinada ladera al sur de Florencia. El agente especial estaba al pie de ella, rodeado por una jauría de perros jabalineros voraces, y por una docena de hombres armados. Pendergast se había sacrificado para que D'Agosta pudiera huir.

Y él se había prestado al sacrificio.

Incómodo por el recuerdo, pensó en las palabras de Proctor: «Una persona que ha solicitado su presencia». ¿Y si Pendergast, contra todo pronóstico, hubiera logrado escapar? No sería la primera vez… Luchó contra un resquicio de esperanza.

No, imposible. En su fuero interno, estaba seguro de que Pendergast estaba muerto.

El Rolls Royce ya iba por Riverside Drive. D'Agosta volvió a cambiar de postura, mientras veía pasar las placas de las calles: Ciento veinticinco, Ciento treinta… El barrio bien cuidado que rodeaba la Universidad de Columbia dejó paso con gran rapidez a casas antiguas en pésimo estado, y a bloques que se caían a trozos. Con el frío de enero no había tanta gente sospechosa en las puertas. El crepúsculo iluminaba una calle desierta.

Miró al otro lado de la calle Ciento treinta y siete y reconoció la fachada cubierta de tablones y el mirador de la mansión de Pendergast. La oscura silueta de la casa le produjo escalofríos.

El Rolls cruzó la verja de hierro con púas y frenó bajo la puerta cochera. D'Agosta bajó sin esperar a Proctor y contempló por enésima vez la mansión, con sus ventanas tapadas con chapa, y su aspecto idéntico al de cualquier otro caserón abandonado de la misma calle. Pocos, muy pocos, estaban al corriente de las maravillas y secretos que encerraba. Sintió que se le aceleraba el pulso. Dentro, al fin y al cabo, podía estar Pendergast, con uno de sus sempiternos trajes negros, sentado ante la chimenea de la biblioteca, cuyas llamas proyectarían sombras extrañas en su pálido rostro… «¡Querido Vincent! –diría–. Gracias por venir. ¿Le tienta una copa de armañac?».

Esperó a que Proctor sacara las llaves y abriera la puerta blindada. Una luz amarilla se derramó por los ladrillos gastados. Cuando estuvieron los dos dentro, Proctor volvió a echar escrupulosamente todos los cerrojos. El corazón de D'Agosta latía cada vez más deprisa. El mero hecho de volver a penetrar en la mansión le estaba despertando una mezcla muy extraña de emociones: entusiasmo, angustia, pena…

Proctor se giró para decirle:

–Por aquí, si es tan amable.

Condujo a D'Agosta por la galería, hasta el vestíbulo, con su bóveda azul. Varías decenas de vitrinas de cristal ondulado exhibían una amplia gama de especímenes que competían en valor: meteoritos, piedras preciosas, fósiles, mariposas… La mirada de D'Agosta cruzó el suelo de parquet hasta posarse al otro lado de la sala, donde estaban abiertas las dos hojas de la puerta de la biblioteca. Si era Pendergast quien lo esperaba, estaría dentro, en un sillón de orejas, con una media sonrisa en los labios, disfrutando del efecto provocado en su amigo por la pequeña escenificación…

Proctor lo invitó a pasar a la sala, digna de un palacio. D'Agosta cruzó la puerta con el corazón desbocado.

Reconoció el olor de siempre: cuero y bocací, con un matiz casi imperceptible de humo de leña. A diferencia de otras veces, la chimenea no estaba encendida y hacía frío. Los estantes de marquetería, llenos de libros con encuademación de piel y letras de oro, formaban manchas borrosas. La única luz (un simple redondel empequeñecido por un mar de oscuridad) procedía de la lámpara Tiffany de una mesita.

Tras unos segundos, advirtió que al lado de la mesa, justo al borde del círculo de luz, había una forma humana. En cuanto la vio acercarse por la moqueta, reconoció a Constance Greene, la pupila y ayudante de Pendergast, una joven de unos veinte años con un vestido de terciopelo largo y anticuado cuyos pliegues, tras ceñir su talle esbelto, caían a pocos centímetros del suelo. Curiosamente, a pesar de su evidente juventud, sus movimientos eran propios de alguien mucho mayor. También su mirada. D'Agosta aún recordaba sus extraños ojos, llenos de experiencia y de conocimientos, así como su forma de hablar, que rozaba lo arcaico; por no mencionar ese algo anómalo, indescriptible, misterioso, pero tan adherido a su persona como la antigüedad que rezumaban sus vestidos…

La mirada de Constance, sin embargo, no era la de siempre. Oscura y preocupada, denotaba el peso de un profundo dolor, así como… ¿de miedo? Tendió su mano derecha.

–Teniente D'Agosta…–dijo, comedida.

Como siempre, D'Agosta no supo si estrechársela o besársela. Al final optó por lo más fácil: cogerla. La mano tardó poco en retirarse.

Constance solía ser un dechado de urbanidad, pero esta vez se limitó a quedarse donde estaba sin ofrecerle asiento, ni preguntar por su salud. D'Agosta se explicó perfectamente su vacilación, y sintió desvanecerse la esperanza que había empezado a nacer en su interior.

–¿Tiene alguna noticia? –preguntó Constance en voz baja, casi inaudible–. ¿Alguna novedad?

Consumida ya del todo la llama de esperanza, D'Agosta negó con la cabeza.

Constance lo miró un poco más a los ojos y, tras un gesto de comprensión, bajó la vista al suelo y dejó caer las manos como dos blancas mariposas nocturnas que no supieran adonde volar.

Durante uno o dos minutos, ninguno de los dos habló ni se movió.

Constance volvió a alzar la vista.

–Sería tonto seguir haciéndome ilusiones. Ya han pasado más de seis semanas sin noticias.

–Sí, ya lo sé.

–Está muerto –susurró.

D'Agosta prefirió no responder.

Constance salió de su ensimismamiento.

–Lo cual significa que ha llegado el momento de entregarle esto.

Fue a la chimenea y cogió de la repisa una cajita de sándalo con incrustaciones de nácar. Ya tenía en la otra mano una llave minúscula. Abrió la cerradura y ofreció la caja a D'Agosta sin abrirla.

–Reconozco que he retrasado demasiado este momento, pero tenía la vaga sensación de que aún podía aparecer, y…

D'Agosta contempló la caja. Le sonaba de algo, pero no sabía muy bien dónde la había visto. Se acordó de golpe: ahí, en la misma casa, en la misma habitación, un día de octubre en que había sorprendido a Pendergast escribiendo una nota en la biblioteca. Una nota que el agente había guardado justamente en esa caja, la noche previa a su infausto viaje a Italia. La noche en que le había hablado de su hermano Diógenes.

–Cójala, teniente –dijo Constance con voz entrecortada–. No lo alarguemos, por favor.

–Lo siento.

D'Agosta cogió con suavidad la caja, y al abrirla encontró una hoja de papel de alto gramaje y color crema, doblada por el medio. De repente habría preferido cualquier cosa a coger el mensaje. Con profundo recelo, acabó por desdoblarlo y emprender su lectura.

Querido Vincent:

Si lee esta carta, significa que he muerto. También significa que no he tenido tiempo de dar cumplido fin a una tarea que en justicia no debería recaer en nadie más que en mí: la de impedir que mi hermano Diógenes cometa lo que, en su jactancia, describió un día como el crimen «perfecto».

Lamento no poder explayarme sobre el crimen en cuestión. Por desgracia, lo único que sé es que Diógenes lleva muchos años planificándolo, y que lo concibe como su apoteosis personal. Sea cual sea la naturaleza de este crimen «perfecto», será una infamia que empeorará este mundo. Diógenes, hombre de altísima exigencia personal, no se conformaría con menos.

Ahora el testigo está en sus manos, Vincent. No sabe cuánto lo siento. No se lo desearía ni a mi peor enemigo. ¡Cuánto menos a alguien a quien he venido a considerar como un amigo de confianza! Sin embargo, lo considero la persona más capacitada para detener a mi hermano. La amenaza es demasiado informe para permitirme recurrir al FBI u otro cuerpo de seguridad, ya que Diógenes fingió años atrás su propia muerte. Si hay alguna forma de evitar el crimen, es que una sola persona se emplee en ello a fondo. Esa persona no es otra que usted.

Diógenes me ha enviado una carta cuyo contenido se reduce a una fecha: el 28 de enero. Cabe interpretarla como la de la comisión del delito, aunque yo le aconsejo no dar nada por sentado. Es perfectamente posible que la fecha carezca de sentido. Si algo caracteriza a Diógenes es su naturaleza imprevisible.

Deberá solicitar un permiso a la policía de Southampton, o al departamento donde esté trabajando. Se trata de un paso inevitable. Obtenga toda la información que pueda de la capitana Laura Hayward, pero reduzca al mínimo su intervención. Es por el bien de ella. Diógenes es un experto en ciencias forenses y procedimientos policiales. Puedo asegurarle que cualquier información que aparezca en el lugar del crimen –suponiendo que usted, Dios no lo quiera, se haya visto incapaz de evitarlo– habrá sido manipulada con ingenio para desorientar a la policía, y por buena que sea en su trabajo la capitana Hayward, no es rival para mi hermano.

He dejado otra nota a la atención de Constance, que a estas alturas ya estará al corriente de todos los detalles, y que pondrá a su servicio mi casa y todos mis recursos, económicos y de cualquier otra índole. Lo primero que hará Constance será poner inmediatamente a su disposición una cuenta bancaria personalizada cuyo saldo asciende a medio millón de dólares. Úsela según crea oportuno. Por otro lado, le recomiendo que no desaproveche la inestimable habilidad de Constance para la investigación, aunque también debo pedirle, por razones obvias, que no la implique de modo directo en la misión. No debe salir bajo ningún pretexto de esta casa. Digo bien, ninguno. Usted, por su parte, debe vigilarla con la máxima atención, puesto que sigue siendo una persona frágil, tanto mental como físicamente.

Como primer paso, le aconsejo una visita a mi tía abuela Cornelia, internada en un hospital de Little Governors Island. Cornelia, que conoció a Diógenes de niño, le facilitará la información personal y familiar necesaria para la misión. Trátelos con sumo cuidado, tanto a ella como a la información.

Una sola cosa más: Diógenes es extremadamente peligroso. Su intelecto no tiene nada que envidiar al mío, pero por alguna razón no adquirió el menor asomo de conciencia moral a lo largo de su crecimiento. Es más, arrastra las secuelas de una grave enfermedad infantil que lo dejó impedido, y lo mueve un odio insaciable hacia mi persona, así como el máximo desprecio hacia la humanidad. No llame su atención antes de que sea estrictamente necesario. Manténgase constantemente en guardia. Adiós, amigo mío, y buena suerte.

Aloysius Pendergast

D'Agosta levantó la vista.

–¿El 28 de enero? Pero ¡si solo falta una semana!

Constance se limitó a inclinar la cabeza.