Dewayne Michael estaba sentado en la segunda fila del aula, mirando al profesor con lo que pretendía hacer pasar por interés. Le pesaban los párpados como si le hubieran cosido en ellos pesas de plomo de las de pescar. Le palpitaba la cabeza al ritmo de su corazón, y tenía un regusto como si se le hubiera muerto algo en la lengua. Al llegar tarde, se había encontrado el aula llena, con un solo asiento libre: segunda fila centro, justo delante del atril.
Genial.
Dewayne se estaba especializando en ingeniería eléctrica, y había elegido la optativa por lo mismo que tres décadas de futuros ingenieros: porque era una maría. «Literatura inglesa. Una perspectiva humanista» siempre había sido una asignatura de las que se aprobaban casi sin tocar ni un libro. El profesor de toda la vida, un carcamal muerto de asco que se llamaba Mayhew, hablaba como si quisiera hipnotizarte, con la vista pegada a unos apuntes que tenían cuarenta años y una entonación ideal para dormir. El muy memo no se molestaba ni en cambiar de exámenes. Los de los años anteriores corrían como el agua por la residencia de Dewayne. Vaya, que ya era mala pata que justo ese semestre se hubiera encargado de la asignatura una eminencia como el doctor Torrance Hamilton. A juzgar por la actitud de servilismo generalizado, era como si Eric Clapton hubiera aceptado un bolo en una facultad.
Dewayne cambió desconsoladamente de postura en el asiento de plástico frío. Ya se le había dormido el culo. Miró de reojo a ambos lados. Estaba rodeado de alumnos (casi todos de segundo ciclo) que tomaban apuntes o grababan la clase con microcasetes para no perderse nada de lo que saliera de la boca del profe. Era la primera vez que estaba el aula llena con esa asignatura. Y ni un estudiante de ingeniería a la vista.
¡Qué marrón!
Recordó que aún le quedaba una semana para borrarse de la asignatura. Por otro lado, necesitaba los créditos, y aún existía la posibilidad de que el profesor Hamilton fuera de los que aprobaban. Si no, ¿qué sentido tenía tanta gente un sábado por la mañana? ¿A qué venían? ¿A que los cateasen?
De momento, ya que estaba delante y en el centro, más valía poner cara de despierto.
Hamilton se paseaba por el estrado declamando con una voz profunda. Parecía un león gris: pelo largo peinado hacia atrás y un elegante traje gris marengo, no el típico terno gastado de tweed. Una de las cosas que llamaban la atención era su acento, que no era de Nueva Orleans. Por no ser, no era ni americano, aunque tampoco acababa de sonar a inglés. Detrás, en una silla, un ayudante tomaba notas como un poseso.
–Bueno –dijo el doctor Hamilton–, pues el texto que analizaremos hoy es La tierra baldía de Eliot, el poema que resumió el siglo veinte en toda su alienación y su vacío. Uno de los mejores poemas de la historia.
La tierra baldía. ¡Ah, sí, ya se acordaba! Anda, que vaya título… Leerlo, lógicamente, no lo había leído. ¿Para qué, si era un poema, no un tostonazo de novela? Se lo podía leer directamente en clase.
Cogió el libro de poesías de T. S. Eliot (prestado de un amigo, para evitarse la chorrada de gastar dinero en algo que no volvería a mirar en su vida) y lo abrió. La foto del autor estaba al lado de la primera página: un moñas de cuidado, con gafitas de abuela y los labios apretados como si le hubieran metido por el culo medio metro de escoba. Dewayne empezó a pasar las páginas con un bufido. Tierra baldía, tierra baldía… Ahí.
¡Mierda! No era precisamente una cuarteta. Se pasaba varias páginas dando la vara, el muy hijo de puta.
–Los primeros versos se han hecho tan famosos que hoy en día nos cuesta imaginar la impresión, la conmoción, que sintió el público al leerlos por primera vez, en 1922, en The Dial. Por poesía, entonces, se entendía otra cosa. En el fondo, más que un poema era una especie de antipoema. El yo del poeta había desaparecido. ¿A quién corresponden estos pensamientos tan angustiosos y perturbadores? El primer verso, como muy bien saben, contiene una alusión a Chaucer que se ha hecho famosa por su tono amargo, pero sería una equivocación quedarnos únicamente con eso. Reflexionen sobre las primeras imágenes: «lilas de la tierra muerta», «turbias raíces», «nieve olvidadiza». Nunca en la historia del mundo, señores, se había hablado de la primavera en esos términos.
Dewayne buscó la última página del poema, y descubrió que tenía más de cuatrocientos versos. Oh, no…
–Es intrigante que para el segundo verso Eliot eligiera las lilas en vez de las amapolas, que en esa época habrían sido más tradicionales. Hacía siglos que Europa no veía tantas amapolas en sus prados, a causa de la infinidad de cadáveres en putrefacción de la Gran Guerra, pero lo más importante es que la amapola, con sus connotaciones de sueño narcótico, se nos antojaría más en consonancia con las imágenes de Eliot. Entonces ¿por qué eligió las lilas? La solución podría ser el uso que hace Eliot de las alusiones; en este caso, concretamente, lo más probable es que se refiera a un verso de Walt Whitman, «La última vez que florecieron las lilas en el jardín».
¡Por Dios, qué pesadilla! Dewayne no entendía ni papa de lo que decía el profesor, y estaba casi en primera fila. Parecía mentira que pudieran escribirse cuatrocientos versos del copón sobre una tierra baldía. Hablando de desolación, la cabeza de Dewayne parecía llena de cojinetes. Se lo tenía merecido, por quedarse hasta las cuatro dándole a la botella de vodka Grey Goose con limón.
Se dio cuenta de que de repente nadie decía nada, ni siquiera la voz de detrás del atril. Al mirar al doctor Hamilton, vio que se había quedado quieto, con una cara un poco rara. Ya podía ser elegante, ya, que tenía toda la pinta de haberse cagado en los pantalones. Encima tenía las facciones como flácidas. Dewayne le vio sacarse muy despacio un pañuelo del bolsillo, secarse la frente con cuidado, doblar escrupulosamente el pañuelo y guardárselo. Hamilton carraspeó.
–Disculpen –dijo, mientras cogía el vaso de agua del atril para beber un poco–. Como decía, fijémonos en el metro elegido por Eliot en la primera parte del poema. Los encabalgamientos del verso libre son muy agresivos. Los únicos versos con puntuación final son los que terminan las frases. Observen también el énfasis en los verbos: «criando», «mezclando», «removiendo». Son como golpes de tambor, golpes aislados y de mal presagio. El efecto es muy desagradable; quiebra el sentido de la frase y genera un clima de desasosiego. Es una manera de anunciarnos que se avecina algo en el poema, y que ese algo no será bonito.
A Dewayne se le pasó el momento de curiosidad provocado por la pausa inesperada. La cara de susto, o lo que fuera, que había puesto el profesor se había borrado de golpe. Seguía pálido, pero sin la lividez de antes.
Dewayne volvió a mirar el libro. Sería cuestión de leerse por encima el bodrio y ver un poco de qué iba. Tras un vistazo al título, su mirada se movió hacia el epigrama, o epígrafe, o como se llamara.
Se quedó de piedra. Pero ¡bueno! ¿Qué era eso? «Nam Sibyllam quidem…». Inglés seguro que no. Encima el texto tenía incrustados unos garabatos la hostia de raros que no formaban parte del alfabeto normal. Al consultar las notas aclaratorias a pie de página, se enteró de que el primer trozo estaba en latín, y el segundo, en griego. Luego había una dedicatoria: «Para Ezra Pound, il miglior fabbro». Según las notas, el final estaba en italiano.
Latín, griego e italiano. Y eso sin que hubiera ni empezado el poema de las narices. ¿Qué vendría después? ¿Jeroglíficos?
Era una pesadilla.
Leyó por encima las dos primeras páginas. Un galimatías. Así de claro. «Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo». ¿Qué se suponía que quería decir? Su mirada recayó en el siguiente verso. «Frisch weht der Wind…».
Cerró el libro, exasperado. Ya estaba bien. Se estaba mareando. Treinta versitos de nada y ya llevaban cinco idiomas. ¡Joder! Lo primero que haría a la mañana siguiente sería ir a la secretaría para quitarse el muerto de encima.
Se apoyó en el respaldo con la cabeza como un bombo. La decisión estaba tomada, pero faltaba aguantar cuarenta minutos sin subirse por las paredes. A ver cómo se lo montaba. Si hubiera un sitio al fondo, para poder salir sin que lo vieran…
El profesor seguía dando la tabarra en el estrado.
–Dicho todo esto, pasemos a examinar…
De repente se volvió a callar.
–Disculpen.
Se le habían vuelto a desencajar las facciones. Parecía… ¿Qué? ¿Desorientado? ¿Nervioso? No, asustado.
El incidente despertó el interés de Dewayne, que se irguió en la silla.
El profesor levantó la mano hacia el pañuelo y lo sacó temblando, pero se le cayó cuando intentaba ponérselo en la frente. Paseó a su alrededor una mirada vaga, mientras seguía agitando la mano como si espantara una mosca. La mano buscó su cara y empezó a tantearla suavemente con movimientos de ciego. Los dedos temblorosos palparon los labios, los ojos, la nariz y el pelo. Luego volvieron a agitarse por el aire.
Nadie decía nada. El ayudante sentado detrás del profesor dejó el bolígrafo con cara de preocupación. «¿Qué pasa? –se preguntó Dewayne–. ¿Un infarto?».
Hamilton dio un paso y chocó torpemente con el atril, mientras su otra mano subía hasta la cara y la palpaba, pero sin la suavidad de la primera vez, sino apretando y tensando la piel, estirando el labio inferior y propinándose pequeñas bofetadas.
Se quedó quieto y miró a los alumnos.
–¿Me pasa algo en la cara?
Un silencio sepulcral.
Lenta, muy lentamente, el doctor Hamilton se tranquilizó. Después de respirar entrecortadamente un par de veces, se le relajaron las facciones. Carraspeó.
–Como iba diciendo…
Dewayne vio que los dedos de una de sus manos volvían a moverse con un temblor nervioso. La mano subió de nuevo hacia la cara para estirar la piel.
La cosa se estaba poniendo francamente rara.
–Me… –empezó a decir el profesor, pero la mano obstaculizó su voz. Su boca se abrió y volvió a cerrarse, sin emitir nada más que un simple resuello. Otro paso torpe, como de robot, y otro tropiezo con el atril.
–¿Qué son estas cosas? –preguntó con voz rota.
¡Caray! ¡Parecía que quisiera arrancarse la piel con las dos manos! Sus párpados se estiraron de manera grotesca, hasta que el largo rasguño en zigzag de una uña hizo aparecer una línea de sangre en la mejilla.
Algo se agitó entre los alumnos, una especie de suspiro incómodo.
–¿Le pasa algo, profesor? –preguntó el ayudante.
–He… hecho… una pregunta…
Las palabras del profesor eran como un gruñido ahogado por las manos que le tapaban la boca e intentaban desgarrarle la cara.
Dio otro paso vacilante, y de repente gritó:
–¡Mi cara! ¿Por qué no me dice nadie qué me pasa en la cara?
El silencio seguía siendo sepulcral.
Los dedos habían empezado a clavarse en la carne. Formaron un puño y golpearon la nariz, que crujió un poco.
–¡Que me los quite alguien de encima! ¡Se me están comiendo la cara!
¡Mierda! Le estaba sangrando la nariz, manchándole de sangre la camisa blanca y el traje gris marengo. Sus dedos se hundían en la cara como garras. Uno de ellos formó un gancho y, para indescriptible horror de Dewayne, se introdujo en una de las órbitas.
–¡Fuera! ¡Que me los quiten!
De repente, con un brusco movimiento rotatorio que a Dewayne le recordó el típico gesto de hacer una bola de helado, el globo ocular sobresalió de su órbita y, grotescamente grande y tembloroso, clavó su mirada en Dewayne desde un ángulo imposible.
El aula se llenó de gritos. Los alumnos de la fila de delante se encogieron. El ayudante saltó de la silla y corrió hacia Hamilton, que se lo quitó bruscamente de encima.
Dewayne se había quedado clavado a la butaca, con la mente en blanco y los brazos y las piernas paralizados.
El profesor Hamilton dio dos pasos mecánicos, sin dejar de desgarrarse el rostro, ni de arrancarse mechones de pelo. Sus movimientos espasmódicos amenazaban con hacerlo caer sobre Dewayne.
–¡Un médico! –exclamó el ayudante–. ¡Que alguien avise a un médico!
Su voz deshizo el sortilegio. De pronto, con un movimiento generalizado, todos los alumnos se levantaron de las sillas, provocando una lluvia de libros en el suelo, y un coro inarmónico en que la nota dominante era el pánico.
–¡Mi cara! –chilló el profesor, dominando el alboroto con su voz–. ¿Dónde está?
A partir de ese momento, el caos no tuvo límites. Mientras unos alumnos corrían gritando hacia la puerta, otros se lanzaron hacia el profesor y saltaron al estrado para impedirle que siguiera destrozándose. Por su parte, Hamilton arreaba mamporros a ciegas, con la cara completamente roja, mientras su boca emitía un agudo lamento. Alguien que se abría camino entre la muchedumbre dio un pisotón a Dewayne, que ya sentía en su cara el calor de algunas gotas de sangre, pero que ni por esas se movió. Hipnotizado por el espectáculo de Hamilton, era incapaz de arrancarse a sí mismo de aquella pesadilla.
Los estudiantes habían logrado tumbar al doctor Hamilton en el estrado, donde intentaban sujetar sus brazos y su cuerpo enfebrecido, aunque la sangre los hiciera resbalar. Dewayne vio que el profesor se deshacía de ellos con una fuerza demoníaca, y que cogía el vaso de agua para romperlo de un golpe en el estrado. Se lo puso en el cuello, gritando, y empezó a retorcerlo como si quisiera sacarse algo de la carne.
De repente Dewayne sintió que había recuperado la facultad de moverse, y no tardó ni un segundo en levantarse. Corrió al pasillo por la fila de butacas, patinando un poco, y empezó a subir hacia la salida trasera del aula. Solo tenía una idea en la cabeza: alejarse del horror inexplicable que acababa de presenciar. Mientras salía como una flecha por la puerta, y corría ciegamente por el pasillo, su cerebro repetía constantemente la misma frase:
Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo.