Me parecía que el tren no avanzaba.
Llegué a Bougival a las once.
No había iluminada ni una ventana de la casa, y llamé sin que nadie me respondiera.
Era la primera vez que me sucedía una cosa parecida. Al fin se presentó el jardinero. Entré.
Apareció Nanine con una luz. Llegué a la habitación de Marguerite.
—¿Dónde está la señora?
—La señora se ha ido a París —me respondió Nanine.
—¡A París!
—Sí, señor.
—¿Cuándo?
—Una hora después que usted.
—¿Y no le ha dejado nada para mí?
—Nada.
Nanine se retiró.
«Es capaz de haberse asustado —pensé— y haberse ido a París para cerciorarse de que la visita que le dije que iba a hacer a mi padre no era un pretexto para tener un día de libertad».
«Quizá Prudence le haya escrito por algún asunto importante», me dije cuando estuve solo; pero yo había visto a Prudence a mi llegada y no me había dicho nada que pudiera hacerme suponer que había escrito a Marguerite.
De pronto me acordé de la pregunta que me había hecho la señora Duvernoy cuando le dije que Marguerite estaba enferma: «¿Entonces no vendrá hoy?». Al mismo tiempo recordé la turbación de Prudence cuando la miré después de aquella frase que parecía delatar una cita. A ese recuerdo se unía el de las lágrimas de Marguerite durante todo el día, lágrimas que el buen recibimiento de mi padre me había hecho olvidar un poco.
Desde aquel momento todos los incidentes de la jornada fueron a congregarse en torno a mi primera sospecha y la fijaron tan sólidamente en mi espíritu, que todo la confirmó, hasta la clemencia paterna.
Marguerite casi me había exigido que yo fuera a París; afectó tranquilidad cuando le propuse quedarme con ella. ¿Había caído en una trampa? ¿Me estaba engañando Marguerite? ¿Había contado con estar de vuelta con tiempo suficiente para que yo no me diera cuenta de su ausencia, y la había retenido un imprevisto? ¿Por qué no había dicho nada a Nanine o por qué no me había escrito? ¿Qué querían decir aquellas lágrimas, aquella ausencia, aquel misterio?
Eso era lo que me preguntaba con espanto, en medio de la habitación vacía, con los ojos fijos en el reloj de pared, que al marcar las doce de la noche parecía decirme que era demasiado tarde para que siguiera esperando ver aparecer a mi amante.
Sin embargo, después de las medidas que acabábamos de tomar, con el sacrificio ofrecido y aceptado, ¿era verosímil que me engañara? No. Intenté rechazar mis primeras suposiciones.
La pobre chica habrá encontrado un comprador para su mobiliario y se habrá ido a París para cerrar el trato. No habrá querido avisarme; pues sabe que, aunque la acepto, esa venta, necesaria para nuestra felicidad futura, me resulta penosa, y habrá tenido miedo de herir mi amor propio y mi delicadeza hablándome de ella. Prefiere no volver a aparecer hasta que todo haya terminado. Prudence la aguardaba evidentemente para eso y se ha delatado ante mí; Marguerite no habrá podido terminar hoy la venta y dormirá en su casa, o incluso puede que llegue de un momento a otro, pues debe de sospechar mi inquietud y ciertamente no querrá dejarme aquí.
Pero entonces, ¿a qué vienen esas lágrimas? Sin duda, pese a su amor por mí, la pobre chica no habrá podido decidirse sin llorar a abandonar el lujo en medio del que ha vivido hasta el presente y que la hacía dichosa y envidiada.
Yo perdonaba de buena gana tales sentimientos a Marguerite. La esperaba con impaciencia para decirle, cubriéndola de besos, que había adivinado la causa de su misteriosa ausencia.
Sin embargo, la noche avanzaba y Marguerite no llegaba.
La inquietud fue estrechando poco a poco su círculo y me oprimía el corazón y la cabeza. ¡Quizá le había ocurrido algo! ¡Quizá estaba herida, enferma, muerta! ¡Quizá vería llegar un mensajero anunciándome algún doloroso accidente! ¡Quizá la aurora me sorprendiera en medio de las mismas incertidumbres y temores!
La idea de que Marguerite me estuviera engañando en el mismo momento en que yo la esperaba entre los terrores que su ausencia me causaba no volvió a ocurrírseme. Hacía falta una causa independiente de su voluntad para retenerla lejos de mí, y cuanto más pensaba en ello más convencido estaba de que esa causa no podía ser más que alguna desgracia. ¡Oh, vanidad del hombre, y cómo sabes mostrarte bajo cualquier forma!
Acababa de dar la una. Me dije que iba a esperar una hora todavía, y que, si a las dos no había venido Marguerite, iría a París.
Mientras esperaba, busqué un libro, pues no me atrevía a pensar.
Manon Lescaut estaba abierto sobre la mesa. Me pareció que en ciertos lugares las páginas estaban mojadas como por lágrimas. Después de haberlo hojeado, volví a cerrar el libro, pues, a través del velo de mis dudas, sus caracteres me parecían vacíos de sentido.
La hora pasaba lentamente. El cielo estaba cubierto. Una lluvia de otoño azotaba los cristales. El lecho vacío me parecía adquirir por momentos el aspecto de una tumba. Tenía miedo.
Abrí la puerta. Escuché y no oí más que el ruido del viento entre los árboles. Por la carretera no pasaba ni un coche. La media sonó tristemente en el campanario de la iglesia.
Llegué a temer que alguien entrara. Me parecía que sólo a aquella hora y con aquel tiempo sombrío podía llegarme una desgracia.
Dieron las dos. Esperé un poco aún. Sólo el reloj de pared turbaba el silencio con su ruido monótono y cadencioso.
Al fin dejé aquella habitación, cuyos menores objetos se habían revestido de ese aspecto triste que da a cuanto lo rodea la inquieta soledad del corazón.
En la habitación contigua encontré a Nanine dormida sobre su labor. Al ruido de la puerta se despertó y me preguntó si había vuelto su señora.
—No, pero, si vuelve, dígale que no he podido soportar mi inquietud y que me he ido a París.
—¿A estas horas?
—Sí.
—Pero ¿cómo? No va a encontrar coche.
—Iré a pie.
—Pero si está lloviendo…
—¡Qué importa!
—La señora volverá, o, si no vuelve, siempre habrá tiempo de día de ir a ver lo que la ha entretenido. Le van a asesinar por la carretera.
—No hay peligro, mi querida Nanine; hasta mañana.
La buena muchacha fue a buscarme el abrigo, me lo echó por los hombros, y se ofreció para ir a despertar a la tía Arnould y preguntarle si era posible encontrar un coche; pero yo me opuse, convencido de que en esa tentativa, quizá infructuosa, perdería más tiempo de lo que me llevaría hacer la mitad del camino.
Además necesitaba aire y un cansancio físico que agotase la sobreexcitación de que era presa.
Cogí la llave del piso de la calle de Antin y, después de haber dicho adiós a Nanine, que me había acompañado hasta la verja, me marché.
Al principio eché a correr, pero la tierra estaba recién mojada, y me fatigaba doblemente. Al cabo de media hora de correr así me vi obligado a detenerme: sudaba a chorros. Tomé aliento y continué mi camino. La noche era tan densa, que a cada instante temía chocar contra los árboles de la carretera, que, al presentarse bruscamente ante mis ojos, tenían el aspecto de grandes fantasmas que corrían hacia mí.
Encontré uno o dos carros que pronto dejé atrás.
Una calesa se dirigía a trote largo hacia Bougival. En el momento en que pasaba ante mí me asaltó la esperanza de que Marguerite iba en ella.
Me detuve gritando:
—¡Marguerite! ¡Marguerite!
Pero nadie me respondió y la calesa continuó su camino. La miré alejarse y eché a andar otra vez.
Tardé dos horas en llegar a la puerta de l’Etoile.
La vista de París me dio fuerzas, y bajé corriendo la larga avenida que tantas veces había recorrido.
Aquella noche no pasaba nadie por allí.
Diríase que paseaba por una ciudad muerta.
Empezaba a romper el día.
Cuando llegué a la calle de Antin, la gran ciudad empezaba ya a removerse un poco antes de despertarse del todo. En el momento en que yo entraba en casa de Marguerite daban las cinco en la iglesia de Saint Roch.
Di mi nombre al portero, el cual había recibido ya no pocas monedas mías de veinte francos para saber que podía ir a casa de la señorita Gautier a las cinco de la mañana.
Pasé, pues, sin obstáculo.
Hubiera podido preguntarle si Marguerite estaba en casa, pero habría podido responderme que no, y prefería dudar dos minutos más, pues dudando esperaba todavía.
Presté oídos a la puerta, intentando sorprender un ruido, un movimiento.
Nada. El silencio del campo parecía haber llegado hasta allí.
Abrí la puerta y entré.
Todas las cortinas estaban herméticamente cerradas.
Corrí las del comedor, me dirigí hacia el dormitorio y empujé la puerta.
Salté sobre el cordón de las cortinas y tiré violentamente de él.
Se abrieron las cortinas; entró un tenue rayo de luz y corrí hacia la cama.
¡Estaba vacía!
Abrí las puertas una tras otra, entré en todas las habitaciones.
Nadie.
Era para volverse loco.
Pasé al cuarto de aseo, abrí la ventana y llamé repetidas veces a Prudence.
La ventana de la señora Duvernoy siguió cerrada.
Entonces bajé a ver al portero y le pregunté si la señora Gautier había venido a su casa durante el día.
—Sí —me respondió aquel hombre—, con la señora Duvernoy.
—¿No ha dejado ningún recado para mí?
—Nada.
—¿Sabe lo que han hecho después?
—Han subido en un coche.
—¿Qué clase de coche?
—Un cupé particular.
¿Qué significaba todo aquello?
Llamé a la puerta vecina.
—¿Dónde va usted? —me preguntó el portero después de abrirme.
—A casa de la señora Duvernoy.
—No ha vuelto.
—¿Está seguro?
—Sí, señor; incluso tengo aquí una carta que trajeron para ella ayer por la noche y que aún no he podido entregarle.
Y el portero me enseñó una carta a la que eché maquinalmente una mirada.
Reconocí la letra de Marguerite.
Tomé la carta.
En las señas decía lo siguiente:
«Señora Duvernoy, para entregar al señor Duval».
—Esta carta es para mí —le dije al portero, mostrándole las señas.
—¿Es usted el señor Duval? —me respondió aquel hombre.
—Sí.
—¡Ah!, ya lo conozco. Usted solía venir a menudo a casa de la señora Duvernoy.
Una vez en la calle rompí el sello de la carta.
Un rayo que hubiera caído a mis pies no me hubiera causado más espanto que aquella lectura.
Armand, cuando lea esta carta, ya seré la amante de otro hombre. Así que todo ha terminado entre nosotros.
Vuelva con su padre, amigo mío, vaya a ver a su hermana, joven casta, ignorante de todas nuestras miserias, y a su lado olvidará muy pronto todo lo que le haya hecho sufrir esa perdida que llaman Marguerite Gautier, a quien quiso usted amar por un instante y que le debe a usted los únicos momentos felices de una vida que ella espera que ya no será larga.
Cuando hube leído la última palabra, creí que iba a volverme loco.
Por un momento tuve realmente miedo de caer sobre el pavimento de la calle. Una nube me pasó por los ojos y la sangre me golpeaba en las sienes.
Al fin me repuse un poco, miré a mi alrededor, totalmente asombrado de ver que la vida de los demás continuaba sin detenerse ante mi desgracia.
No era lo suficientemente fuerte para soportar yo solo el golpe que me daba Marguerite.
Entonces me acordé de que mi padre estaba en la misma ciudad que yo, que en diez minutos podía estar a su lado, y que, cualquiera que fuese la causa de mi dolor, él la compartiría.
Corrí como un loco, como un ladrón, hasta el hotel de París. Encontré la llave puesta en la puerta de la habitación de mi padre. Entré.
Estaba leyendo.
A juzgar por el poco asombro que mostró al verme aparecer, hubiérase dicho que me esperaba.
Me precipité en sus brazos sin decirle una palabra, le di la carta de Marguerite y, dejándome caer delante de su cama, lloré a lágrima viva.