Capítulo XXI

—¡Por fin! —gritó, echándome los brazos al cuello—. ¡Ya estás aquí! ¡Qué pálido estás!

Entonces le conté la escena con mi padre.

—¡Oh, Dios mío! Lo sospechaba —dijo—. Cuando Joseph vino a anunciarnos la llegada de tu padre, me sobresalté como ante la noticia de una desgracia. ¡Pobre amigo mío! Y soy yo la causante de todas estas penas. Quizá sería mejor que me dejaras y que no te enemistaras con tu padre. Sin embargo, yo no he hecho nada. Vivimos muy tranquilos y vamos a vivir más tranquilos aún. Él sabe de sobra que necesitas tener una amante, y debería estar contento de que sea yo, puesto que te amo y no ambiciono nada que tu posición no te permita. ¿Le has dicho los planes que hemos hecho para el futuro?

—Sí, y eso es lo que más le ha irritado, pues ha visto en esa determinación la prueba de nuestro amor mutuo.

—¿Entonces qué vamos a hacer?

—Seguir juntos, mi buena Marguerite, y dejar pasar esta tormenta.

—¿Pasará?

—Tendrá que pasar.

—¿Y si tu padre no se conforma con eso?

—¿Qué quieres que haga?

—¿Y qué sé yo? Todo lo que un padre es capaz de hacer para que su hijo lo obedezca. Te recordará mi vida pasada y quizá me haga el honor de inventar alguna nueva historia para que me abandones.

—Bien sabes que te quiero.

—Sí, pero también sé que antes o después uno tiene que obedecer a su padre, y quizá acabarás por dejarte convencer.

—No, Marguerite, soy yo quien va a convencerlo a él. Han sido los chismorreos de algún amigo suyo los que lo han hecho enfadarse de ese modo; pero él es bueno, es justo, y se volverá atrás de su primera impresión. Además, al fin y al cabo, ¡qué me importa!

—No digas eso, Armand; preferiría cualquier cosa antes de permitir que crean que yo te indispongo con tu familia; deja pasar este día y mañana vuelve a París. Tu padre habrá reflexionado por su lado como tú por el tuyo, y quizá os entendáis mejor. No vayas en contra de sus principios, simula hacer algunas concesiones a sus deseos; aparenta que no tienes tanto interés por mí, y dejará las cosas como están. Ten esperanza, amigo mío, y estate seguro de una cosa, y es que, suceda lo que suceda, tu Marguerite será siempre tuya.

—¿Me lo juras?

—¿Necesito jurártelo?

¡Qué dulce es dejarse persuadir por la voz que amamos! Marguerite y yo pasamos todo el día repitiéndonos nuestros proyectos, como si hubiéramos comprendido la necesidad de realizarlos más deprisa. A cada minuto esperábamos algún acontecimiento, pero por suerte el día pasó sin traernos nada nuevo.

Al día siguiente, a las diez, me marché y llegué al hotel a mediodía.

Mi padre había salido ya.

Volví a mi casa, esperando que quizá hubiera ido allí. No había ido nadie. Fui a casa de mi notario. ¡Nadie!

Volví al hotel y esperé hasta las seis. El señor Duval no volvió.

Tomé otra vez el camino de Bougival.

Encontré a Marguerite, no aguardándome como el día anterior, sino sentada al lado del fuego que ya estaba pidiendo la estación.

Estaba lo suficientemente sumida en sus reflexiones para dejarme acercar a su sillón sin oírme y sin volverse. Cuando posé mis labios en su frente, se estremeció como si aquel beso la hubiera despertado sobresaltada.

—Me has dado un susto —dijo—. ¿Y tu padre?

—No lo he visto. No sé qué quiere decir esto. No lo he encontrado ni en su hotel ni en ninguno de los lugares donde había posibilidad de que estuviera.

—Vamos, será cosa de empezar mañana otra vez.

—Me están dando ganas de esperar a que me llame. Creo que ya he hecho todo lo que tenía que hacer.

—No, amigo mío, no es bastante; tienes que volver a ver a tu padre, sobre todo mañana.

—¿Por qué mejor mañana que otro día?

—Porque —dijo Marguerite, que pareció enrojecer un poco ante aquella pregunta—, porque la insistencia por tu parte le parecerá más viva, y con ello obtendremos antes el perdón.

Todo el resto del día Marguerite estuvo preocupada, distraída, triste. Me veía obligado a repetirle dos veces lo que le decía para obtener una respuesta. Achacó aquella preocupación a los temores que le inspiraban para el futuro los acontecimientos acaecidos en los dos últimos días.

Pasé la noche tranquilizándola, y al día siguiente me hizo marchar con una insistente inquietud que yo no lograba explicarme.

Como el día anterior, mi padre estaba ausente; pero, al salir, me había dejado esta carta:

Si vuelve a verme hoy, espéreme hasta las cuatro; si a las cuatro no he regresado, vuelva mañana para cenar conmigo: tengo que hablar con usted.

Esperé hasta la hora indicada. Mi padre no apareció. Me marché.

Si el día anterior encontré a Marguerite triste, aquel día la encontré febril y agitada. Al verme entrar me echó los brazos al cuello, pero estuvo llorando mucho tiempo entre mis brazos.

Le pregunté por aquel dolor súbito cuya progresión me alarmaba. No me dio ninguna razón positiva, alegando todo lo que puede alegar una mujer cuando no quiere decir la verdad.

Cuando estuvo un poco más calmada, le conté los resultados de mi viaje; le enseñé la carta de mi padre, haciéndole observar que eso podía ser un buen presagio.

A la vista de aquella carta y del comentario que hice redoblaron las lágrimas hasta tal punto, que llamé a Nanine y, temiendo un ataque de nervios, acostamos a la pobre chica, que seguía llorando sin decir una palabra, aunque me cogía las manos y las besaba a cada instante.

Pregunté a Nanine si, durante mi ausencia, su ama había recibido alguna carta o alguna visita que hubiera podido motivar el estado en que la hallé, pero Nanine me respondió que no había venido nadie ni le habían traído nada.

Sin embargo, algo había pasado desde el día anterior, tanto más inquietante cuanto que Marguerite me lo ocultaba.

Por la noche parecía un poco más calmada; y, haciéndome sentar al pie de su cama, me reiteró largamente la certeza de su amor. Luego me sonrió, pero haciendo un esfuerzo, pues a pesar suyo las lágrimas velaban sus ojos.

Empleé todos los medios a mi alcance para hacerle confesar la verdadera causa de aquella pesadumbre, pero se obstinó en seguir dándome las vagas razones que ya le he dicho.

Acabó por dormirse entre mis brazos, pero con ese sueño que destroza el cuerpo en lugar de hacerlo descansar; de cuando en cuando lanzaba un grito, se despertaba sobresaltada y, tras cerciorarse de que seguía a su lado, me hacía jurarle que la querría siempre.

Yo no lograba entender esas intermitencias de dolor, que se prolongaron hasta la mañana. Entonces Marguerite cayó en una especie de sopor. Llevaba dos noches sin dormir.

Aquel descanso no duró mucho.

Hacia las once Marguerite se despertó y, al verme levantado, miró a su alrededor gritando:

—¿Ya te vas?

—No —dije, cogiéndole las manos—, pero he querido dejarte dormir. Todavía es temprano.

—¿A qué hora te vas a París?

—A las cuatro.

—¿Tan pronto? Hasta entonces te quedarás conmigo, ¿verdad?

—Pues, claro, ¿no lo hago siempre así?

—¡Qué felicidad! ¿Desayunamos? —prosiguió con aire distraído.

—Como quieras.

—¿Y luego me abrazarás bien fuerte hasta la hora de irte?

—Sí, y volveré lo antes posible.

—¿Volverás? —dijo, mirándome con ojos extraviados.

—Naturalmente.

—Claro, volverás esta noche, y yo te esperaré como de costumbre, y me amarás, y seremos tan felices como lo somos desde que nos conocemos.

Decía todas estas palabras en un tono tan entrecortado, y parecían ocultar un pensamiento doloroso tan continuo, que temí a cada instante ver caer a Marguerite en el delirio.

—Escucha —le dije—, tú estás enferma, no puedo dejarte así. Voy a escribir a mi padre que no me espere.

—¡No! ¡No! —gritó bruscamente—. No hagas eso. Tu padre volvería a acusarme de que te impido ir con él cuando quiere verte. No, no, ¡tienes que ir, tienes que ir! Además no estoy enferma, me siento de maravilla. Es que he tenido un mal sueño y no estaba bien despierta.

Desde aquel momento, Marguerite intentó mostrarse más alegre. Dejó de llorar.

Cuando llegó la hora de marcharme, la besé, y le pregunté si quería acompañarme a la estación de ferrocarril: esperaba que el paseo la distraería y que el aire la sentaría bien.

Quería sobre todo estar con ella el mayor tiempo posible.

Aceptó, cogió un abrigo y me acompañó con Nanine para no volver sola.

Veinte veces estuve a punto de no marcharme. Pero la esperanza de volver pronto y el terror de indisponerme de nuevo con mi padre me contuvieron, y el tren me llevó.

—Hasta la noche —dije a Marguerite al dejarla.

No me respondió.

Ya otra vez no me respondió a esa misma frase, y el conde de G…, como recordará usted, pasó la noche en su casa; pero aquellos tiempos estaban tan lejos, que parecían borrados de mi memoria y, si algo temía, no era desde luego que Marguerite me engañase.

Nada más llegar a París corrí a casa de Prudence a rogarle que fuera a ver a Marguerite, con la esperanza de que su verborrea y su alegría la distrajeran.

Entré sin anunciarme, y encontré a Prudence en el tocador.

—¡Ah! —me dijo con aire inquieto—. ¿Ha venido Marguerite con usted?

—No.

—¿Qué tal está?

—No está bien del todo.

—¿No vendrá entonces?

—¿Es que tenía que venir?

La señora Duvernoy enrojeció y me respondió con cierto embarazo:

—Quería decir que, como ha venido usted a París, si no va a venir ella a reunirse con usted.

—No.

Miré a Prudence; bajó los ojos, y en su fisonomía creí leer el terror de ver prolongarse mi visita.

—También venía a rogarle, querida Prudence, que, si no tiene nada que hacer, vaya a ver a Marguerite esta tarde; le haría usted compañía y podría dormir allí. Hoy estaba como nunca la había visto, y temo que caiga enferma.

—Voy a cenar en la ciudad —me respondió Prudence— y no podré ver a Marguerite esta tarde; pero la veré mañana.

Me despedí de la señora Duvernoy, que parecía estar casi tan preocupada como Marguerite, y fui a ver a mi padre, cuya primera mirada me estudió con atención.

Me tendió la mano.

—Sus dos visitas me han complacido mucho, Armand —me dijo—. Ellas me han hecho esperar que haya usted reflexionado por su parte, como yo he reflexionado por la mía.

—Padre, ¿puedo permitirme preguntarle cuál ha sido el resultado de sus reflexiones?

—Pues ha sido, amigo mío, que he exagerado la importancia de los informes que me dieron, y que me he prometido ser menos severo contigo.

—¡Qué me dice, padre! —grité con alegría.

—Digo, querido hijo, que es conveniente que todo joven tenga una amante y que, después de haberme informado mejor, prefiero saberte amante de la señorita Gautier antes que de otra.

—¡Padre admirable! ¡Qué feliz me hace usted!

Charlamos así unos instantes y luego nos pusimos a la mesa. Mi padre estuvo encantador todo el tiempo que duró la cena.

Yo tenía prisa por regresar a Bougival para contar a Marguerite aquel dichoso cambio. A cada instante miraba el reloj de pared.

—Miras la hora —me dijo mi padre—, estás impaciente por dejarme. ¡Oh, los jóvenes! ¿Siempre sacrificaréis los afectos sinceros a los dudosos?

—¡No diga eso, padre! Marguerite me quiere, estoy seguro.

Mi padre no respondió; no tenía aspecto de dudar ni de creer.

Insistió mucho para que me quedara a pasar toda la noche con él y para que no me fuera hasta el día siguiente; pero le dije que había dejado a Marguerite enferma y le pedí permiso para volver con ella pronto, prometiéndole que regresaría al día siguiente.

Hacía bueno; quiso acompañarme hasta el muelle. Nunca me había sentido tan feliz. El futuro se me aparecía tal como deseaba verlo desde hacía mucho tiempo.

Quería a mi padre como no lo había querido nunca.

En el momento en que iba a partir insistió por última vez para que me quedase; me negué.

—Así que la quieres, ¿eh? —me preguntó.

—Como un loco.

—¡Bueno, pues vete! —y se pasó la mano por la frente como si quisiera ahuyentar un pensamiento; luego abrió la boca como para decirme algo, pero se contentó con estrecharme la mano y me dejó bruscamente gritando:

—¡Hasta mañana, pues!