Al día siguiente Marguerite me despidió temprano, diciéndome que el duque iba a venir a primera hora y prometiéndome escribirme en cuanto se fuera para darme la cita de cada noche. En efecto, durante el día recibí estas cuatro letras:
Me voy a Bougival con el duque; vaya a casa de Prudence esta noche a las ocho.
A la hora indicada Marguerite estaba de vuelta y venía a reunirse conmigo en casa de la señora Duvernoy.
—Bueno, pues ya está todo arreglado —dijo al entrar.
—¿Ha alquilado la casa? —preguntó Prudence.
—Sí; ha accedido enseguida.
No conocía al duque, pero me daba vergüenza engañarlo de aquella manera.
—¡Y eso no es todo! —prosiguió Marguerite.
—¿Qué más hay?
—Me he preocupado del alojamiento de Armand.
—¿En la misma casa? —preguntó Prudence riendo.
No, sino en Point-du-Jour, donde hemos comido el duque y yo. Mientras él contemplaba el panorama, he preguntado a la señora Arnould, pues se llama señora Arnould, ¿no?, le he preguntado si tenía un apartamento adecuado. Precisamente tenía uno, con salón, antesala y dormitorio. Creo que es todo lo que hace falta. Sesenta francos al mes. Todo amueblado de tal manera que podría distraer a un hipocondríaco. Lo he reservado. ¿He hecho bien?
Salté al cuello de Marguerite.
—Será encantador —continuó—; usted tendrá una llave de la puerta pequeña, y he prometido al duque una llave de la verja, que no cogerá, porque no irá más que de día, cuando vaya. Entre nosotros, creo que está encantado de este capricho que me aleja de París durante cierto tiempo y hará callar un poco a su familia. Sin embargo, me ha preguntado cómo, gustándome tanto París, había podido decidirme a enterrarme en el campo; le he respondido que no me encontraba bien y que era para descansar. No ha parecido creerme del todo. Ese pobre viejo está siempre acorralado. Así que mi querido Armand, tomaremos muchas precauciones, pues harto es que me vigilen allá, y no es lo principal que me alquile una casa; aún tiene que pagar mis deudas, y desgraciadamente tengo unas cuantas. ¿Le agrada todo esto?
—Sí —respondí, intentando acallar todos los escrúpulos que aquella forma de vivir despertaba de cuando en cuando en mí.
—Hemos estado viendo la casa con todo detalle, y estaremos allí de maravilla. El duque se preocupaba por todo. ¡Ah, querido mío! —añadió aquella loca abrazándome—, no estará usted de queja: todo un millonario le hace la cama.
—¿Y cuándo se mudan? —preguntó Prudence.
—Lo antes posible.
—¿Se lleva el coche y los caballos?
—Me llevaré toda la casa. Usted se encargará del piso durante mi ausencia.
Ocho días después Marguerite había tomado posesión de la casa de campo, y yo me hallaba instalado en Point-du-Jour.
Entonces empezó una existencia que me costaría mucho trabajo describírsela.
Al principio de su estancia en Bougival, Marguerite no pudo romper de golpe con sus costumbres y, como la casa siempre estaba de fiesta, todas sus amigas venían a verla; durante un mes no pasó día sin que Marguerite tuviera ocho o diez personas a la mesa. Por su parte, Prudence se traía a toda la gente que conocía y les hacía todos los honores de la casa como si aquella casa fuera suya.
Como usted puede imaginar, todo aquello lo pagaba el dinero del duque, y aun así de cuando en cuando Prudence me pedía un billete de mil francos, de parte de Marguerite según decía. Ya sabe usted que yo había ganado algo en el juego; así que me apresuré a entregar a Prudence lo que Marguerite me pedía a través de ella. Por temor a que necesitara más de lo que yo tenía, me vine a París a pedir prestada una cantidad igual a la que ya me habían prestado antaño y que había devuelto puntualmente.
Así pues, otra vez me encontré en posesión de unos diez mil francos, sin contar mi pensión.
Sin embargo, el placer que experimentaba Marguerite recibiendo a sus amigas se apaciguó un poco ante los gastos a los que aquel placer la arrastraba, y sobre todo ante la necesidad en que a veces se veía de pedirme dinero. El duque, que había alquilado aquella casa para que Marguerite descansara, no aparecía por allí, temiendo siempre encontrarse con una alegre y numerosa compañía de la que no quería dejarse ver. Ello se debía sobre todo a que, habiendo ido un día para cenar a solas con Marguerite, cayó en medio de una comida de quince personas, que aún no habían terminado a la hora en que él esperaba sentarse a la mesa para cenar. Cuando, sin sospechar nada, abrió la puerta de la sala del comedor, una carcajada general acogió su entrada, y se vio obligado a retirarse bruscamente ante la impertinente alegría de las chicas que se encontraban allí.
Marguerite se levantó de la mesa, fue a buscar al duque a la habitación contigua e intentó, dentro de lo posible, hacerle olvidar aquella aventura; pero el anciano, herido en su amor propio, le guardó rencor: le dijo con bastante crueldad a la pobre chica que estaba harto de pagar las locuras de una mujer que ni siquiera era capaz de hacer que lo respetasen en su casa, y se marchó muy encolerizado.
Desde aquel día no volvimos a oír hablar de él. Aunque Marguerite despidió a sus invitados y cambió de costumbres, el duque no volvió a dar señales de vida. Con ello yo había salido ganando que mi amante me perteneciera más completamente y que mi sueño se realizara al fin. Marguerite no podía pasarse sin mí. Sin preocuparse de las consecuencias, proclamaba públicamente nuestras relaciones, y yo llegué a no salir ya de su casa. Los criados me llamaban el señor, y me miraban oficialmente como a su amo.
Prudence le echó buenos sermones a Marguerite a propósito de aquella nueva vida; pero ella le había respondido que me quería, que no podía vivir sin mí y que, pasara lo que pasase, no renunciaría a la felicidad de tenerme a su lado sin cesar, añadiendo que todos aquellos a los que no les gustara eran muy libres de no volver.
Eso fue lo que oí un día en que Prudence dijo a Marguerite que tenía algo muy importante que decirle, mientras yo escuchaba a la puerta de la habitación donde se habían encerrado.
Poco tiempo después Prudence volvió.
Yo estaba al fondo del jardín cuando ella entró; no me vio. Por la forma de salir Marguerite a su encuentro, sospeché que iba a tener lugar una conversación parecida a la que ya había sorprendido, y quise oírla como la otra.
Las dos mujeres se encerraron en un gabinete y yo me puse a escuchar.
—¿Qué pasa? —preguntó Marguerite.
—¡Qué va a pasar! Que he visto al duque.
—¿Qué le ha dicho?
—Que le perdona de buen grado la primera escena, pero que se ha enterado de que vive usted públicamente con el señor Armand Duval y que eso no se lo perdona. «Que Marguerite deje a ese hombre —me ha dicho—, y le daré todo lo que quiera como antes, si no, tendrá que renunciar a pedirme ni una cosa más».
—¿Qué ha respondido usted?
—Que le comunicaría su decisión, y le he prometido hacerla entrar en razón. Piense, hija mía, en la posición que pierde y que nunca podrá darle Armand. Él la quiere con toda el alma, pero no tiene bastante fortuna para hacer frente a todas las necesidades de usted, y un día no le quedará más remedio que abandonarlo cuando ya sea demasiado tarde y el duque no quiera hacer nada por usted. ¿Quiere que hable con Armand?
Marguerite parecía reflexionar, pues no respondía. El corazón me latía violentamente mientras esperaba su respuesta.
—No —repuso—, no dejaré a Armand, y no me ocultaré para vivir con él. Quizá sea una locura, ¡pero lo amo!, ¿qué quiere usted? Y además, ahora que se ha acostumbrado a amarme sin obstáculos, sufriría demasiado si se viera obligado a abandonarme aunque no fuera más que una hora al día. Por otra parte, no me queda tanto tiempo que vivir como para convertirme en una desgraciada y hacer la voluntad de un viejo cuya sola vista me hace envejecer. Que se guarde su dinero; me pasaré sin él.
—Pero ¿cómo va a arreglárselas?
—No lo sé.
Prudence iba sin duda a responder algo, pero entré bruscamente y corrí a arrojarme a los pies de Marguerite, bañando sus manos en las lágrimas que me hacía derramar la alegría de verme amado.
—Mi vida es tuya, Marguerite, no necesitas a ese hombre. ¿No estoy yo aquí? ¿Cómo podré abandonarte nunca ni pagarte suficientemente la felicidad que me proporcionas? Nada de coacciones, Marguerite mía. ¡Nos queremos! ¿Qué nos importa lo demás?
—¡Sí, sí, lo quiero, Armand mío! —murmuró enlazando sus brazos en torno a mi cuello—. Te quiero como nunca creí que pudiera querer. Seremos felices, viviremos tranquilos y daré un adiós eterno a esa vida de que ahora me avergüenzo. Nunca me reprocharás el pasado, ¿verdad?
Las lágrimas velaban mi voz. Sólo pude responder estrechando a Marguerite contra mi corazón.
—Vamos —dijo con voz conmovida, volviéndose hacia Prudence—, cuéntele esta escena al duque y añada que no lo necesitamos.
Desde aquel día ya no se habló más del duque. Tampoco Marguerite era la chica que yo había conocido. Evitaba todo lo que pudiera recordarme la vida en medio de la cual la había encontrado. Nunca mujer, nunca hermana tuvo con su esposo o con su hermano el amor y los cuidados que ella tenía conmigo. Aquella naturaleza enfermiza estaba abierta a todas las impresiones, era accesible a todos los sentimientos. Había roto con sus amigas como con sus costumbres, con su lenguaje como con los gastos de otro tiempo. Cuando nos veían salir de la casa para ir a darnos un paseo en una encantadora barquilla que yo había comprado, nadie hubiera creído que aquella mujer vestida de blanco, cubierta con un gran sombrero de paja y con un sencillo ropón de seda al brazo para protegerse del frescor del agua era Marguerite Gautier, la misma que cuatro meses antes armaba tanto jaleo con su lujo y sus escándalos.
¡Ay! Nos dábamos prisa a ser felices, como si hubiéramos adivinado que no podíamos serlo mucho tiempo.
Hacía dos meses que ni siquiera íbamos a París. Nadie había ido a vernos, excepto Prudence y esa Julie Duprat de que le he hablado y a quien Marguerite entregaría más tarde el conmovedor relato que tengo aquí.
Me pasaba días enteros a los pies de mi amante. Abríamos las ventanas que daban al jardín y, mirando cómo el verano se dejaba caer gozosamente en las flores que había hecho brotar y bajo la sombra de los árboles, respirábamos uno al lado del otro aquella vida auténtica que ni Marguerite ni yo habíamos comprendido hasta entonces.
Aquella mujer se asombraba como una niña por las más pequeñas cosas. Había días en que corría por el jardín, como una cría de diez años, detrás de una mariposa o de un caballito del diablo. Aquella cortesana, que había hecho gastar en ramos de flores más dinero del que necesitaría toda una familia para vivir en la alegría, a veces se sentaba sobre el césped, durante una hora, para examinar la sencilla flor cuyo nombre llevaba.
Fue por entonces cuando leyó con tanta frecuencia Manon Lescaut. Muchas veces la sorprendí escribiendo notas en el libro: no dejaba de decirme que, cuando una mujer ama, no puede hacer lo que Manon hacía.
El duque le escribió dos o tres veces. Conoció la letra y me dio las cartas sin leerlas.
A veces los términos de aquellas cartas hacían que los ojos se me llenasen de lágrimas.
Había creído que, cerrándole la bolsa, volvería a recobrar a Marguerite; pero cuando vio la inutilidad de aquel medio, no pudo aguantar más; escribió, pidiendo como otras veces permiso para volver, cualesquiera que fuesen las condiciones que pusiera para ese regreso.
Leí, pues, aquellas cartas apremiantes y reiterativas, y las rompí sin decir a Marguerite su contenido y sin aconsejarle que volviera a ver al anciano, aunque un sentimiento de piedad por el dolor de aquel pobre hombre me impulsara a ello: pero temía que, al hacer reemprender al duque sus antiguas visitas, viera ella en aquel consejo el deseo de hacerle reemprender también el pago de los gastos de la casa; y por encima de todo me asustaba que me creyera capaz de negarme a cargar con la responsabilidad de su vida en cualquier circunstancia a que su amor por mí pudiera arrastrarla.
De ello resultó que el duque, al no recibir respuesta, dejó de escribir, y Marguerite y yo continuamos viviendo juntos sin preocuparnos del futuro.