Seguid —les indicaba el aletiómetro—. Seguid subiendo.
Por tanto, ellos continuaban subiendo. Las brujas sobrevolaban el terreno para descubrir las mejores rutas, porque pronto las laderas se tornaron abruptas y pedregosas. Cuando el sol ascendía hacia su cenit, los viajeros se hallaron en un irregular paraje, con resecos barrancos, despeñaderos y valles atestados de cantos rodados donde no crecía ni una sola hoja verde ni se oían más sonidos que los chirridos de los insectos.
Continuaron caminando, deteniéndose sólo para beber agua de los pellejos que habían comprado, sin apenas hablar. Pantalaimon voló encima de Lyra un rato y, cuando se cansó, se convirtió en un carnero de montaña que, ensoberbecido por su cornamenta, saltaba con agilidad entre las rocas mientras la niña avanzaba trabajosamente a su lado. Will andaba con humor sombrío, los ojos entornados frente al ardiente sol, insensible al dolor que arreciaba en su mano, hasta que por fin alcanzó un estado en que sólo le sentaba bien el movimiento, de tal modo que le producía mayor sufrimiento el reposo que aquella dura marcha. Desde que había fracasado el conjuro para contener la hemorragia, tenía la impresión de que las brujas lo miraban con temor, como si estuviera marcado por una maldición que desafiaba sus poderes.
Al llegar a un pequeño lago —un círculo de un intenso azul de apenas treinta metros de anchura entre las rojizas rocas—, hicieron un alto para beber, llenar los pellejos y remojarse los doloridos pies en las heladas aguas. Al cabo de unos minutos reanudaron camino y poco después, cuando el sol había alcanzado su punto culminante en altura y ardor, Serafina Pekkala bajó en picado para hablar con ellos.
—Debo dejaros un rato —les informó con agitación—. Lee Scoresby me necesita. No sé por qué, pero no me llamaría si no se encontrara en un apuro. Seguid adelante, ya os localizaré.
—¿El señor Scoresby? —se interesó Lyra, entre alegre y preocupada—. Pero ¿dónde…?
Sin embargo, Serafina ya había alzado el vuelo y enseguida se perdió en la distancia. De manera instintiva Lyra tendió la mano hacia el aletiómetro para preguntarle qué le ocurría a Lee Scoresby, pero se reprimió, porque había prometido que se limitaría a guiar a Will.
Entonces lo miró. Estaba sentado cerca, con la mano, que no dejaba de sangrar, sobre la rodilla y el rostro demudado.
—Will, ¿sabes por qué tienes que encontrar a tu padre?
—Siempre he sabido que tenía que encontrarlo. Mi madre decía que yo tomaría su manto. Es lo único que sé.
—¿Qué significa eso de «tomar su manto»? ¿Qué es un manto?
—Una tarea, supongo. Sospecho que se refería a que debía continuar su labor. Tiene sentido, digo yo.
Se enjugó el sudor de los ojos con la mano derecha. Lo que no acertaba a explicar era que añoraba a su padre como extraña su hogar un niño perdido. A él no se le habría ocurrido aquella comparación, puesto que su casa era el sitio donde mantenía protegida a su madre, no el lugar donde otros lo salvaguardaban a él. El caso era que habían transcurrido cinco años desde aquella mañana de sábado en que el supuesto juego de esconderse de los enemigos tomó un cariz desesperadamente real en el supermercado, un período de tiempo muy largo en su vida, y su corazón ansiaba oír: «Muy bien, muy bien, hijo. Nadie podía haberlo hecho mejor. Me enorgullezco de ti. Ven a descansar ahora».
Apenas si era consciente de cuánto anhelaba oír esas palabras. Se trataba de algo incrustado en su manera de sentir. No pudo pues expresarlo a Lyra entonces, aunque ella lo advirtió en sus ojos. La niña vivía como una auténtica novedad aquella capacidad perceptiva. Constataba con sorpresa que, en lo que a Will se refería, estaba adquiriendo una especie de sexto sentido. Todo cuanto guardaba relación con él lo captaba con claridad e inmediatez.
Se lo habría comentado de no haberse posado entonces junto a ellos una bruja.
—He visto que nos siguen —anunció—. Aún están lejos, pero avanzan deprisa. ¿Queréis que me acerque para investigar?
—Sí —respondió Lyra—, pero vuela bajo y con prudencia para que no te vean.
Will y Lyra se pusieron de nuevo en pie para reemprender la fatigosa subida.
—He pasado frío muchas veces —explicó Lyra—, pero nunca tanto calor. ¿Hace este mismo calor en tu mundo?
—Donde yo vivía, no. Bueno, normalmente no. De todos modos el clima está cambiando. Ahora los veranos son más calurosos que antes. Dicen que las personas están alterando la atmósfera con productos químicos y que el tiempo se está trastocando.
—Sí, a veces pasa —acordó Lyra—. Y nosotros estamos en medio de la alteración.
Agobiado a su vez por el calor y la sed, Will optó por guardar silencio, y así continuaron sin resuello el ascenso. Pantalaimon, con la forma de un grillo, permanecía posado en el hombro de Lyra, demasiado cansado para saltar o volar. De vez en cuando las brujas avistaban un manantial cerca de las cumbres y bajaban para llenar los odres de los niños. Pronto habrían muerto sin agua y por donde transitaban resultaba imposible hallarla, porque todas las fuentes que afloraban no tardaban en quedar engullidas de nuevo entre las rocas.
De este modo seguían avanzando mientras se consumía la tarde.
La bruja que había retrocedido para averiguar quiénes los seguían se llamaba Lena Feldt. Voló bajo, de risco en risco, y cuando el sol al ponerse arrancó violentos tonos rojizos de las rocas, llegó al pequeño lago azul y encontró una tropa de soldados que instalaban un campamento.
Le bastó una simple ojeada para percatarse de algo que hubiera preferido no saber: aquellos soldados no tenían daimonions. Y no pertenecían al mundo de Will, ni al de Cittàgazze, donde la gente tenía los daimonions en su interior y conservaba una apariencia normal de vida. Esos hombres eran de su mundo, y verlos sin daimonion producía una indecible repugnancia y horror.
De una tienda situada junto al lago surgió la explicación. Lena Feldt vio a una atractiva mujer, una humana de corta vida, vestida con un traje caqui de caza, tan rebosante de vida como el mono dorado que empezó a trotar a su lado por la orilla del agua.
La bruja se escondió entre las rocas y observó cómo la señora Coulter hablaba con el oficial mientras los subordinados de éste montaban tiendas, encendían hogueras y ponían agua a hervir.
Lena Feldt, que había participado con Serafina Pekkala en el rescate de los niños de Bolvangar, sintió un deseo irrefrenable de matar a la señora Coulter en el acto, pero la fortuna debía de proteger a ésta, pues se hallaba demasiado lejos para que lograra hacer blanco en ella con un arco, y si se acercaba más la descubrirían. Por eso inició el encantamiento. Le costó diez minutos de honda concentración terminarlo.
Satisfecha por fin, Lena Feldt bajó por la rocosa pendiente hasta el lago, y mientras atravesaba el campamento un par de soldados que semejaban autómatas la observaron un instante, pero como les costaba demasiado retener lo que veían, desviaron la vista. La bruja se detuvo ante la tienda donde había entrado la señora Coulter y dispuso una flecha en el arco.
Prestó atención al murmullo de voces que se filtraba por la lona y luego se desplazó con cuidado hasta la entrada de la tienda, que permanecía abierta.
En su interior, la señora Coulter conversaba con un hombre a quien Lena Feldt nunca había visto; un individuo entrado en años, de cabello gris y aspecto de persona vigorosa, con un daimonion serpiente enroscado en la muñeca. Estaba sentado en una silla de lona junto a la mujer, que hablaba en voz baja, inclinada hacia él.
—Desde luego, Carlo. Te diré lo que quieras. ¿Qué te interesa saber?
—¿Cómo controlas a los espantos? —inquirió el hombre—. Yo no lo creía posible, pero lo cierto es que te siguen como perrillos… ¿Acaso les asusta tu guardia?
—Es muy sencillo. Saben que les proporcionaré más alimento si me dejan vivir que si me consumen. Puedo conducirlos a tantas víctimas como alcanzan a desear sus corazones de fantasmas. En cuanto me los describiste tuve la certeza de que podría dominarlos, y no me equivocaba. ¡Pensar que todo un mundo tiembla ante el poder de esos pálidos seres! Pero Carlo —susurró—, también puedo complacerte a ti, ya lo sabes. ¿No te gustaría que te complaciera aún más?
—Marisa —murmuró él—, ya me reporta placer suficiente tenerte cerca de mí…
—No; no es cierto, y tú lo sabes. Sabes que puedo brindarte un placer mayor.
Su daimonion acariciaba con sus negras manos callosas al daimonion serpiente. Poco a poco ésta se relajó y comenzó a reptar por el brazo del hombre en dirección al mono. La mujer tomó un sorbo de vino de la copa y se inclinó aún más hacia su acompañante.
—Ah —exclamó éste, al tiempo que el reptil resbalaba de su brazo y se dejaba caer en las manos del mono dorado.
El mono atrajo lentamente el reptil a su cara y le rozó con la mejilla la piel esmeralda. La serpiente sacó la negra lengua varias veces, ora a un lado ora al otro, y el hombre suspiró.
—Carlo, cuéntame por qué persigues al niño —susurró la señora Coulter, con voz tan dulce como la caricia del mono—. ¿Por qué deseas encontrarlo?
—Tiene algo que yo quiero. Ay, Marisa…
—¿De qué se trata, Carlo?
El hombre negó con la cabeza. Sin embargo, le costaba resistirse; su daimonion estaba amorosamente prendido al pecho del mono y se frotaba la cabeza contra su larga y lustrosa pelambre mientras el otro recorría con las manos su lisa piel.
Lena Feldt los observaba desde su invisibilidad, a sólo dos pasos de distancia, con el arco tenso y la flecha a punto. Podría haber disparado en menos de un segundo, y la señora Coulter habría muerto al instante, pero la bruja era curiosa, y por eso permaneció quieta, espiando en silencio.
Estaba tan absorta que se olvidó de mirar a su espalda. Al otro lado del pequeño lago azul parecía haber crecido un bosquecillo de fantasmagóricos árboles, un bosquecillo que de vez en cuando se agitaba con un temblor semejante a una intención consciente. No se componía de árboles, desde luego, y mientras Lena Feldt y su daimonion dedicaban toda su atención a la señora Coulter, una de las pálidas formas se desgajó de sus compañeras y se desplazó ingrávida sobre la gélida superficie del agua, sin provocar ni una sola ondulación, para detenerse a escasos centímetros de la roca sobre la que se hallaba el daimonion de Lena Feldt.
—Dímelo, Carlo —murmuraba la señora Coulter—. Podrías susurrarlo. Podrías hacer como si hablaras en sueños, ¿y quién te lo reprocharía? Dímelo, dime qué tiene el niño y por qué lo quieres. Yo podría conseguirlo y dártelo. ¿No te gustaría? Dímelo, Carlo. Yo no lo quiero. A mí me interesa la niña. ¿De qué se trata? Dímelo y será tuyo.
El hombre experimentó un leve estremecimiento y, con los ojos cerrados, se decidió a revelar su secreto.
—Es una daga. La daga sutil de Cittàgazze. ¿No has oído hablar de ella, Marisa? Algunos la llaman teleutaia makhaira, la última daga. Otros la llaman Æsahættr…
—¿Para qué sirve, Carlo? ¿Qué tiene de especial?
—Ah… Su filo todo lo corta… Ni siquiera quienes la forjaron sabían de qué era capaz. Nada ni nadie, ninguna materia, espíritu, ángel o aire, es invulnerable a ella. Es mía, Marisa, ¿lo entiendes?
—Por supuesto, Carlo. Te lo prometo. Acerca la copa; te serviré más vino.
Mientras el mono dorado prodigaba amorosas caricias a la serpiente esmeralda y sir Charles suspiraba de placer con los ojos cerrados, Lena Feldt observó que la señora Coulter vertía unas gotas de un pequeño frasco en la copa antes de llenarla de vino.
—Toma, querido —musitó—. Bebamos a nuestra salud.
Algo achispado ya, el hombre cogió la copa y tomó varios sorbos con avidez.
Después, sin previo aviso, la señora Coulter se levantó y, volviéndose, miró a Lena Feldt a la cara.
—¿Qué, bruja? ¿Cree que no sé cómo os hacéis invisibles?
Lena Feldt la observaba con estupefacción, incapaz de reaccionar.
Entretanto, con el pecho agitado y el rostro enrojecido, el hombre se esforzaba por respirar. Su daimonion reposaba desmayado en las manos del mono, que lo arrojó a un lado con un desdeñoso gesto.
Lena Feldt intentó elevar el arco, pero una fatal parálisis en el hombro se lo impidió. No le respondían los músculos. Era la primera vez que le ocurría algo semejante. Emitió una exclamación de alarma.
—Oh, es demasiado tarde para eso —señaló la señora Coulter—. Mire hacia el lago, bruja.
Lena Feldt se volvió y vio cómo su daimonion, un escribano nival, agitaba frenéticamente las alas entre agudos chillidos, como si estuviera encerrado en una urna vacía de aire; luego se desplomó y abrió el pico tratando de respirar, presa de pánico. El espanto lo había envuelto.
—¡No! —exclamó Lena Feldt.
Intentó caminar hacia él, pero un espasmo en el estómago la obligó a detenerse. A pesar de las náuseas que la asaltaban y la congoja, la bruja percibió que la señora Coulter poseía una fuerza en su alma como no había visto otra igual. No le sorprendió descubrir que el espanto obedecía sus órdenes: nadie se resistía a su autoridad.
—¡Suéltelo! ¡Déjelo, por favor! —le rogó Lena Feldt con angustia.
—Ya veremos. ¿Está la niña con ustedes? ¿La niña Lyra?
—¡Sí!
—¿Y también un niño? ¿Un niño con una daga?
—Sí… le suplico…
—¿Y cuántas brujas van?
—¡Veinte! ¡Suéltelo, suéltelo!
—¿Todas volando? ¿O van algunas a pie con los niños?
—Casi todas volando, aunque siempre hay tres o cuatro en el suelo… ¡Qué angustia, suéltelo o máteme ya!
—¿A qué distancia se encuentran? ¿Siguen avanzando o se han parado a descansar?
Lena Feldt respondió a su interrogatorio. Habría resistido cualquier tortura salvo la que padecía entonces su daimonion. Una vez que hubo averiguado cuanto le interesaba saber acerca de la situación de las brujas y la protección que dispensaban a Lyra y a Will, la señora Coulter le formuló otra pregunta:
—Y ahora contésteme a esto. Las brujas sabéis algo sobre Lyra. Me faltó poco para sonsacárselo a una de sus hermanas, pero murió mientras la torturábamos. Aquí no hay nadie que pueda salvarla a usted. Dígame la verdad sobre mi hija.
—Ella será la madre… —respondió sin aliento Lena Feldt—. Será la vida… madre… ella desobedecerá… ella…
—¡Diga su nombre! ¡Está omitiendo lo más importante! ¡Nómbrela! —exigió a gritos la señora Coulter.
—¡Eva! ¡La madre de todos! ¡Una nueva Eva! ¡La madre Eva! —explicó Lena Feldt entre sollozos.
—Ah. —La señora Coulter exhaló un profundo suspiro, como si por fin entendiera cuál era el propósito de su vida.
Aun acosada por el dolor, la bruja tomó conciencia de lo que acababa de hacer y quedó horrorizada.
—¿Qué va a hacerle? ¿Qué va a hacer?
—Tendré que destruirla, claro —afirmó—, para impedir otra Caída… ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Era demasiado formidable para concebirlo siquiera, por supuesto…
Juntó las manos con un arrobo casi infantil, con los ojos muy abiertos. Entre sollozos, Lena Feldt escuchó su monólogo.
—Claro. Asriel declarará la guerra a la Autoridad, y luego… Claro, claro… Lo mismo que ocurrió antes… se repetirá. Y Lyra es Eva. Y esta vez no sucumbirá a la tentación. Yo me encargaré de ello. No habrá Caída…
La señora Coulter se irguió y chasqueó los dedos. El espanto que se nutría del pequeño escribano nival se apartó, y éste quedó tendido en la roca, temblando. La pálida forma se desplazó hacia la bruja, cuyo padecimiento anterior se dobló, se triplicó y aún aumentó más, hasta quedar multiplicado por mil. Sintió una náusea del alma, una horrible y repulsiva desesperación y una melancólica fatiga tan profundas que la llevarían a la muerte. Su último pensamiento consciente fue de desprecio hacia la vida: sus sentidos la habían engañado; el mundo no se componía de energía y goce, sino de vileza, traición y lasitud. La existencia era odiosa y la muerte no era mejor: de un confín al otro del universo, aquélla era la primera, última y única verdad.
Lena Feldt quedó inmóvil, con el arco en la mano, indiferente, muerta en vida, y en consecuencia no se interesó por lo que hizo a continuación la señora Coulter. Sin mirar siquiera al hombre de cabello cano que permanecía sin conocimiento en la silla de lona ni a su daimonion, enroscado sin color en la tierra, llamó al capitán de los soldados y les ordenó que se prepararan para efectuar una marcha nocturna montaña arriba.
Después se acercó a la orilla del lago y llamó a los espantos, que acudieron con prontitud, deslizándose cual pilares de niebla sobre el agua. Entonces la mujer levantó los brazos y les hizo olvidar que estaban atados a la tierra, de forma que uno tras otro se elevaron y, suspendidos en el aire cual dañinos vilanos de cardo, se perdieron en la noche transportados por las corrientes de aire hacia Will, Lyra y las otras brujas.
Lena Feldt no se percató de nada.
La temperatura descendió bruscamente al caer la noche, y después de comer sus últimas provisiones de pan seco, Will y Lyra se tendieron bajo un saliente rocoso, donde trataron de entrar en calor y conciliar el sueño. Lyra no tuvo que esforzarse, ya que enseguida se durmió, acurrucada en torno a Pantalaimon. Will en cambio permanecía en vela, debido, por una parte, a su mano, que no le permitía descansar a causa de la hinchazón y el violento palpitar que se propagaba ya hasta el codo, y por otra a la dureza del suelo y al frío, además de su tremendo agotamiento y la añoranza que sentía por su madre.
Temía por ella, por supuesto, y sabía que estaría más segura si él se hallara a su lado para cuidarla; pero deseaba que ella cuidara también de él, como cuando era muy niño. Le habría gustado que le pusiera la venda, lo arropara en la cama, le cantara una nana, disipara todas sus preocupaciones y lo envolviera con toda la calidez y ternura maternales que tanto necesitaba. Por desgracia Will nunca vería cumplido su deseo. Como en el fondo aún conservaba el desamparo de la primera infancia, rompió a llorar, procurando, eso sí, no moverse para no despertar a Lyra.
No había forma de dormir. Estaba más despejado que nunca. Finalmente estiró las entumecidas piernas, se levantó con sigilo, temblando, y con la daga en la cintura echó a andar montaña arriba para apaciguar su inquietud.
A su espalda el daimonion petirrojo de la bruja centinela ladeó la cabeza y ella se volvió y, al verlo trepar por las rocas, tomó su rama de pino y en silencio echó a volar, no con la intención de detenerlo, sino de vigilar que no le ocurriera nada.
Él no se percató siquiera. Le apremiaba una necesidad tal de moverse que apenas si conservaba conciencia del dolor de la mano. Tenía la impresión de que debía caminar toda la noche y todo el día, indefinidamente, porque sólo así lograría calmar aquella fiebre instalada en su pecho. Como si quisiera solidarizarse con él, se levantó un furioso viento que le azotó el cuerpo y le alborotó el cabello. Todo estaba desapacible dentro y fuera de sí.
Siguió subiendo y subiendo, sin plantearse que tendría que volver sobre sus pasos para reunirse con Lyra, hasta llegar a una pequeña meseta que parecía situada en la cima del mundo; ninguna montaña de los alrededores la superaba en altura. Bajo el brillante resplandor de la luna los únicos colores perceptibles eran un negro intenso y un blanco mortecino, todos los contornos eran puntiagudos y todas las superficies aparecían peladas.
El viento debía de haber desplazado las nubes, porque de repente la luna quedó tapada y la oscuridad se extendió sobre el paisaje. Debía de tratarse de densos nubarrones, pues no dejaban atravesar ni un asomo de luz. En menos de un minuto Will se halló rodeado de impenetrables tinieblas.
De pronto notó que alguien lo agarraba del brazo. Con una exclamación de asombro, trató de zafarse al instante, pero la mano que lo sujetaba parecía una tenaza. Aquello acabó de exasperarlo. Con el sentimiento de haber llegado al final de todo, pensó que si allí había de terminar su vida, pelearía hasta su último aliento.
Por más que se retorció, pateó y forcejeó, aquella mano no lo soltaba, y puesto que era el brazo derecho el que le retenía, no podía desenfundar la daga. Lo intentó con la izquierda, pero entre las sacudidas, el dolor y la hinchazón le resultó imposible. Tenía que luchar, pues, con una sola mano, herida y desarmada, contra un hombre adulto.
Hincó los dientes en la mano que lo tenía cogido por el antebrazo, y la única reacción que obtuvo de su adversario fue un fuerte golpe en la nuca. Entonces empezó a dar patadas, algunas certeras, sin dejar de tirar, revolverse, debatirse y empujar, pero el individuo lo mantenía aferrado con firmeza.
Mientras oía sus propios jadeos y los gruñidos y la respiración afanosa de su oponente, notó que tenía la pierna izquierda detrás de la de éste; entonces se inclinó con fuerza hacia atrás, y los dos cayeron pesadamente al suelo. El hombre no aflojó ni por un instante la presión, de forma que mientras rodaba con él sobre el pedregoso terreno, Will se vio invadido por un opresivo temor: aquel individuo no lo soltaría jamás, y aunque lo matara su cadáver continuaría atenazándole el brazo.
Dominado ahora por una creciente debilidad, Will lloraba y sollozaba al tiempo que asestaba patadas, tirones y golpes con la cabeza, consciente de que pronto dejarían de responderle los músculos. De repente notó que el hombre se había quedado quieto, aunque continuaba agarrándolo con la misma firmeza. Estaba tumbado, sin defenderse del ataque de Will, que al darse cuenta de ello se dejó caer, ya sin fuerzas, a su lado, tenso y aturdido.
Después se incorporó trabajosamente y escudriñando la oscuridad distinguió una mancha blanca en el suelo, junto al hombre; correspondía al pecho y la cabeza de una gran ave, un pigargo, un daimonion, que permanecía inmóvil. Will trató de liberar el brazo con un débil tirón, pero el hombre se lo impidió. Entonces comenzó a moverse, a palparle con tiento la mano derecha, y Will se estremeció.
—Dame la otra mano —indicó el desconocido.
—Con cuidado —le pidió Will.
La mano libre del hombre se desplazó al brazo izquierdo de Will, luego bajó hasta la muñeca. Con la punta de los dedos recorrió la palma hinchada y tentó con suma delicadeza los muñones.
Entonces aflojó al instante la presión de la otra mano y se incorporó.
—Tienes la daga. Tú eres su portador.
La voz era profunda y áspera, pero apagada. Will intuyó que estaba grave. ¿Acaso lo había herido sin advertirlo?
El muchacho seguía tumbado sobre las piedras, exhausto. Tan sólo percibía el contorno del hombre, agachado ante él, pero no le veía la cara. Rebuscaba algo a su lado, y al cabo de un momento Will sintió un maravilloso y reconfortante frescor que desde los muñones se extendía por toda su mano, gracias a la pomada que el individuo le aplicaba por medio de un masaje.
—¿Qué hace? —preguntó Will.
—Curarte la herida. No te muevas.
—¿Quién es?
—El único hombre que conoce la utilidad de la daga. Mantén la mano en alto, quieta.
El viento soplaba con renovada furia y Will notó en la cara un par de gotas de lluvia. A pesar de sus violentos temblores, sujetó la mano izquierda con la derecha mientras el hombre le extendía más ungüento sobre los muñones y le envolvía la herida con un vendaje de lino.
Cuando hubo terminado, el desconocido se dejó caer pesadamente a su lado. Will, todavía perplejo por la bendita insensibilidad y el frescor que le había aportado a la mano, intentó incorporarse para observarlo. La oscuridad se lo impidió no obstante, de modo que de forma inconsciente adelantó la mano derecha y le tocó el pecho, donde el corazón latía como un pajarillo pegado a los barrotes de una jaula.
—Sí —dijo con voz ronca el hombre—. Prueba a curar eso, vamos.
—¿Está enfermo?
—Pronto me encontraré mejor. Tienes la daga, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y sabes cómo utilizarla?
—Sí, sí. Pero ¿usted es de este mundo? ¿Cómo sabe lo de la daga?
—Escucha —pidió el hombre, sentándose con esfuerzo—, no me interrumpas. Tú eres el portador de la daga y tienes que cumplir una misión más trascendente de lo que puedas imaginar. Un niño… ¿Cómo lo han permitido? Bien, nada se puede hacer… Se avecina una guerra, chico, la mayor que ha habido jamás. Anteriormente se libró una contienda parecida, y esta vez debe lograr la victoria el bando adecuado. No hemos tenido más que mentiras, propaganda, crueldad y fraude a lo largo de los milenios de la historia de la humanidad. Es hora de que comencemos desde cero, por el buen camino esta vez… —Hizo una pausa para tomar aire con varias ruidosas inspiraciones—. La daga… —prosiguió al cabo de un minuto—. Aquellos viejos filósofos nunca tuvieron conciencia de lo que creaban. Inventaron un instrumento capaz de dividir la más ínfima de las partículas de materia y lo usaron para robar caramelos. Ignoraban que habían forjado la única arma existente en cualquiera de los universos capaz de derrotar al tirano, a la Autoridad, a Dios. Los ángeles rebeldes sucumbieron porque no disponían de nada semejante, pero ahora…
—¡Yo no la quería! ¡No la quiero! —protestó Will—. ¡Quédesela si la desea! Yo la detesto y detesto lo que hace…
—Demasiado tarde. No tienes alternativa. Eres el portador. Ella te ha elegido. Además, ellos saben que la tienes, y si no la utilizas en su contra, te la arrebatarán y la usarán para sojuzgarnos a los demás hasta el fin de los tiempos.
—Pero ¿por qué debería luchar contra ellos? He peleado demasiado, no puedo seguir haciéndolo. Lo que quiero…
—¿Has ganado las peleas?
—Sí; me parece que sí —reconoció tras un breve silencio.
—¿Luchaste para conseguir la daga?
—Sí, pero…
—Entonces eres un guerrero, no cabe duda. Puedes poner en entredicho lo que quieras, pero te resultará imposible negar tu propia naturaleza.
Will sabía que tenía razón. Sin embargo aquélla era una verdad dolorosa, que le costaba digerir. El hombre pareció intuirlo.
—Existen dos grandes poderes —declaró— que se enfrentan desde el comienzo de los tiempos. Todo avance en la vida del hombre, todo jirón de conocimiento, sabiduría y decencia que poseemos se lo ha arrancado de los dientes un bando al otro. Cada pequeño incremento en la libertad humana se ha conseguido a costa de una lucha feroz entre quienes desean que sepamos más y seamos más sabios y fuertes y quienes pretenden que obedezcamos y seamos humildes y sumisos.
»Ahora esos dos poderes se preparan para la batalla. Ambos codician tu daga más que ninguna otra cosa. Tienes que elegir, chico. Tú y yo hemos sido conducidos hasta aquí, tú con la daga y yo para hablarte de ella.
—¡No! ¡Se equivoca! —exclamó Will—. ¡Yo no buscaba nada por el estilo! ¡No buscaba esto!
—Creas lo que creas, lo has encontrado —replicó el hombre en las tinieblas.
—¿Qué debo hacer?
Y entonces Stanislaus Grumman, Jopari, John Parry vaciló.
Recordaba con dolor el juramento que había prestado a Lee Scoresby y titubeó antes de quebrantarlo; pero lo quebrantó.
—Debes ir a donde está lord Asriel —contestó— y decirle que te envía Stanislaus Grumman, que tienes el arma que necesita más que ninguna otra. Te guste o no, chico, tienes una tarea que cumplir. Olvídate de todo lo demás, por muy importante que lo consideres, y obedéceme. Aparecerá alguien para guiarte: la noche está llena de ángeles. La herida se te curará enseguida. Espera, antes de que te marches quiero verte bien.
Buscó a tientas su mochila y sacó algo. Después de retirar varias capas de hule, acercó una cerilla encendida a una pequeña linterna. A su luz, a través del viento salpicado de lluvia, el hombre y el niño se miraron.
Will vio unos ardientes ojos azules destacados en una cara demacrada, marcada por la fatiga y el dolor, con barba cana de varios días sobre un mentón prominente, y un cuerpo delgado encorvado bajo una pesada capa orlada de plumas.
El chamán vio a un chiquillo aún más joven de lo que pensaba, que se estremecía vestido sólo con una camisa hecha jirones; su rostro reflejaba agotamiento, fiereza y recelo, además de una tremenda curiosidad que añadía brillo a aquellos ojos tan grandes, presididos por unas cejas morenas y rectas, tan parecidos a los de su madre…
En ese instante ambos tuvieron el primer atisbo de algo imprevisto.
En ese preciso instante, cuando la linterna alumbraba la cara de John Parry, algo cayó del tenebroso cielo, y se desplomó muerto sin poder pronunciar palabra alguna, con una flecha clavada en su delicado corazón. El daimonion pigargo desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Will quedó paralizado, estupefacto.
Con el rabillo del ojo vio algo que se movía y tendió con presteza la mano. Descubrió que había agarrado un petirrojo, un daimonion que se debatía presa de pánico.
—¡No! ¡No! —exclamó la bruja Juta Kamainen antes de abatirse hacia él, apretándose el pecho, para caer a trompicones en el rocoso suelo.
Aún no había recobrado el equilibrio cuando Will le colocó la hoja de la daga sutil en la garganta.
—¿Por qué ha hecho eso? —vociferó—. ¿Por qué lo ha matado?
—¡Porque lo amaba y me desdeñó! ¡Yo soy una bruja y no perdono!
Y puesto que era una bruja, en condiciones normales no se habría asustado de un niño. No obstante Will sí le inspiró miedo. En aquel muchacho herido captó más fuerza y peligro de los que había percibido antes en un humano. Retrocedió y él la siguió y la agarró por el pelo con la mano izquierda. No acusó dolor alguno; sentía sólo una inmensa y desgarradora desesperación.
—No sabe quién era —exclamó el chico—. ¡Era mi padre!
—No —musitó la bruja con incredulidad—. ¡No! No puede ser cierto. ¡Es imposible!
—¿Cree que las cosas tienen que ser posibles? ¡Sólo tienen que ser verdad! ¡Era mi padre, y ni él ni yo lo sabíamos hasta el segundo en que usted lo mató! Bruja, he esperado toda mi vida, he recorrido todo este camino y cuando por fin lo encuentro, viene usted y lo mata…
La sacudió por la cabeza como a un guiñapo y la arrojó con violencia al suelo. Aun siendo grande el miedo que sentía Juta Kamainen, mayor era su perplejidad. Se levantó aturdida y le asió por la camisa con gesto suplicante. Will la apartó de sí con un golpe.
—¿Qué hizo él para que sintiera deseos de matarlo? ¡Dígamelo si puede!
La bruja posó la mirada en el muerto, luego en Will y meneó la cabeza con tristeza.
—No; no puedo explicarlo. Eres demasiado joven para entenderlo. Yo lo amaba. Ése era el motivo, el único motivo.
Cayó mansamente de costado, empuñando el cuchillo que acababa de desprender de su cinto y, antes de que Will pudiera detenerla, se lo clavó entre las costillas.
Will no sintió horror, sólo desolación y desconcierto.
Se puso en pie despacio y observó a la bruja muerta: su lustroso pelo negro, sus mejillas arreboladas, su lisos y pálidos brazos mojados por la lluvia, sus labios entreabiertos como los de una amante.
—No lo entiendo —confirmó en voz alta—. Es demasiado extraño.
Después se volvió hacia el hombre muerto, su padre.
Un millar de palabras se agolparon en su garganta, y sólo la lluvia mitigaba el ardor de sus ojos. En la pequeña linterna, la llama todavía vacilaba y se avivaba al capricho del aire que penetraba por la ranura de su ventana mal ajustada, y a su luz Will se arrodilló y posó la mano en el cuerpo del cadáver. Le tocó la cara, los hombros, el pecho; le cerró los ojos, le apartó el mojado cabello gris de la cara, le apretó las ásperas mejillas, le cerró la boca, le estrechó las manos.
—Padre. Papá, papá… Padre… No comprendo por qué ha hecho eso. Es demasiado extraño para mí. Sin embargo, haré lo que me pediste, te lo prometo, te lo juro. Lucharé, seré un guerrero. Entregaré esta daga a lord Asriel, esté donde esté, y le ayudaré a luchar contra ese enemigo. Lo haré. Ahora ya puedes descansar. Duerme.
Junto al cadáver se encontraba la mochila de piel con el hule, la linterna y la cajita de cuerno con el ungüento de musgo de la sangre. Tras recogerlos, Will reparó en la capa orlada de plumas de su padre, que se extendía tras él, pesada y empapada, pero caliente. Su padre ya no la necesitaba y él temblaba de frío, de modo que desabrochó la hebilla de bronce que la mantenía sujeta a su cuello, se colgó la mochila al hombro y se envolvió con ella.
A continuación apagó la linterna, observó las borrosas siluetas de su padre y de la bruja y miró una vez más a aquél antes de dar media vuelta e iniciar el descenso.
En medio de la tormenta, el aire estaba cargado de electricidad y susurros. Entre el ulular del viento Will percibía otros sonidos: confusos ecos de gritos y cánticos, el entrechocar del metal, un enérgico aleteo que ora se oía muy próximo, como si sonara dentro de su propia cabeza, ora desde una lejanía tal que podría haberse concretado en otro planeta. Las piedras que encontraba a su paso estaban sueltas y resbaladizas, y aunque el descenso resultaba mucho más duro que la subida, él avanzaba con paso seguro.
Cuando se disponía a enfilar el último pequeño barranco que lo conduciría al sitio donde dormía Lyra, se detuvo en seco. En la oscuridad distinguió dos hombres, inmóviles, como si lo esperaran. Will posó la mano en la daga.
—¿Eres el niño de la daga? —inquirió uno. Su voz guardaba una extraña semejanza con aquellos aleteos que había oído, y Will dedujo que no se trataba de un ser humano.
—¿Quiénes son? —preguntó—. ¿Son hombres o…?
—No, hombres no. Somos Vigilantes. Bene elim. En tu lengua, ángeles. Otros ángeles tienen otras funciones y otros poderes. Nuestro cometido es simple: te necesitamos a ti. Hemos seguido al chamán durante todo su viaje, confiando en que nos conduciría hasta ti, y así ha sido. Y ahora hemos acudido para guiarte hasta lord Asriel.
—¿Estuvieron con mi padre todo el tiempo?
—En todo momento.
—¿Lo sabía él?
—En absoluto.
—¿Por qué no intervinieron cuando la bruja lo atacó? ¿Por qué dejaron que lo matara?
—Lo habríamos hecho, si hubiera ocurrido antes, pero su misión había concluido al habernos llevado hasta ti.
Will se abstuvo de hacer ningún comentario. Tenía un torbellino en la cabeza; aquello no era más difícil de comprender que el resto.
—De acuerdo —aceptó por fin—, les acompañaré, pero primero debo despertar a Lyra.
Se apartaron hacia un lado para franquearle el paso y Will notó un hormigueo en el aire al caminar junto a ellos, pero no le concedió mayor importancia, concentrado en descender por la ladera y llegar a donde dormía Lyra.
Sin embargo, algo lo hizo detenerse.
En la penumbra, advirtió que las brujas que montaban vigilancia en torno a Lyra, sentadas o de pie, parecían estatuas, con la salvedad de que respiraban, el único signo de vida que manifestaban. En el suelo yacían también varios cuerpos vestidos con seda negra que le dieron la clave de lo que debía de haber sucedido. Sin duda habían sido atacadas en pleno vuelo por los espantos y habían hallado la muerte al caer, víctimas de la indiferencia.
Pero…
—¿Dónde está Lyra? —preguntó.
No había nadie bajo el saliente de la roca. Lyra había desaparecido. Observó que donde antes dormía la niña yacía ahora su pequeña mochila de lona; sólo por el peso Will concluyó que el aletiómetro seguía dentro.
Meneó la cabeza sin dar crédito a lo sucedido. Lyra había desaparecido, la habían capturado. Había perdido a Lyra.
Los dos bene elim, que no se habían movido, le hablaron de nuevo:
—Debes venir con nosotros sin demora. Lord Asriel te necesita ahora mismo. El poder del enemigo crece en cuestión de minutos. El chamán te ha explicado tu misión; debes seguirnos y ayudarnos a ganar. Acompáñanos. Ven por aquí. Vamos.
Will miró a los ángeles, luego la mochila de Lyra, y una vez más a aquellas criaturas, cuyas palabras no acertaba a comprender.