Lee Scoresby contempló el plácido océano que se extendía a su izquierda y se protegió los ojos para escrutar la verde orilla, intentando percibir alguna señal de presencia humana. Habían transcurrido un día y una noche desde que dejaron atrás el Yeniséi.
—¿Y esto es un nuevo mundo? —inquirió.
—Nuevo para quienes no han nacido en él —precisó Stanislaus Grumman—. Por lo demás, es tan antiguo como el mío o el suyo. La acción de Asriel ha trastocado todas las cosas, señor Scoresby, de una forma tan profunda que no tiene precedentes. Esas puertas y ventanas de las que le hablé se abren ahora en sitios imprevistos.
—Sea nuevo o viejo, este mundo es muy extraño —señaló Lee.
—Sí —admitió Stanislaus Grumman—. Es un mundo extraño, aunque sin duda hay quien se siente en casa aquí.
—Parece deshabitado —observó Lee.
—No lo está del todo. Más allá de ese promontorio encontrará una ciudad que antaño fue rica y poderosa. En ella viven aún los descendientes de los mercaderes y nobles que la construyeron, aunque en los últimos tres siglos ha sufrido una acusada decadencia.
Unos minutos más tarde, Lee divisó primero un faro, luego la curva de un rompeolas y después las torres, cúpulas y tejados rojizos de una bella ciudad dispuesta en torno a un puerto; en ella se alzaba un suntuoso edificio semejante a un palacio de ópera rodeado de espléndidos jardines, amplias avenidas con elegantes hoteles y estrechas calles donde los árboles en flor sombreaban con su ramaje los balcones.
Grumman estaba en lo cierto: vivía gente allí. Al aproximarse, Lee advirtió con asombro que eran niños. No se veía ni una sola persona adulta. Los chicos jugaban en la playa, entraban y salían correteando de los cafés, comían y bebían, llenaban sus cestos en el interior de las casas y las tiendas. Había un grupo de chiquillos enzarzados en una pelea, azuzados por una niña pelirroja, y mientras un pequeño se dedicaba a romper a pedradas todos los cristales de un edificio próximo. Aquello semejaba un patio de juegos de las dimensiones de una ciudad, sin la vigilancia de un profesor visible; era un mundo de niños.
Con todo éstos no eran los únicos seres presentes allí. Lee se frotó los ojos al principio con incredulidad, pero no cabía duda de lo que veía: unas columnas de niebla, o algo más tenue que la niebla, un espesamiento de aire… El lugar estaba repleto de aquellos entes indefinidos, que vagaban por las avenidas, penetraban en las casas y se apelotonaban en las plazas y patios. Los niños se movían entre ellos sin prestarles atención.
El desinterés no era empero recíproco. A medida que recorría la ciudad, Lee acumulaba más detalles sobre el comportamiento de esas formas. Observó que algunos muchachos atraían su atención y que incluso los seguían: se trataba de los mayores, los que, por lo que Lee advertía a través de su telescopio, estaban a punto de entrar en la adolescencia. Había uno, un chaval espigado de pelo negro, en torno al cual se arracimaban de tal forma aquellos transparentes seres que sus contornos parecían vibrar en el aire. Eran como moscas alrededor de la carne. El chico ignoraba que lo rodeaban, aunque de vez en cuando se frotaba los ojos o sacudía la cabeza como si quisiera clarificar su visión.
—¿Qué diablos son esas cosas? —preguntó Lee.
—La gente los llama espantos.
—¿Qué hacen exactamente?
—¿Ha oído hablar de los vampiros?
—Ah, sí, en los cuentos.
—Los espantos se alimentan de las personas al igual que los vampiros, pero mientras éstos succionan su sangre, aquéllos se nutren de su atención. Les atrae un interés por el mundo consciente e informado, opuesto a la inmadurez de los niños.
—Entonces son muy distintos de los demonios de Bolvangar.
—En absoluto. Tanto a la Junta de Oblación como a los espantos de la indiferencia les fascina esta verdad sobre los seres humanos: que la inocencia difiere de la experiencia. La Junta de Oblación siente miedo y odio por el Polvo y los espantos se alimentan de él; no obstante, ambos están obsesionados por él.
—Están apiñados alrededor de ese niño de allá abajo…
—Se está haciendo mayor. Pronto lo atacarán y luego su vida se convertirá en una miserable existencia vacía, poseída por la indiferencia. Está condenado.
—¡Por todos los santos del purgatorio! ¿No podemos rescatarlo?
—No, porque los espantos se apoderarían de nosotros de inmediato. Aquí arriba nunca nos tocarán; no tenemos más remedio que mirar y seguir volando, sin intervenir.
—¿Dónde están los adultos? No me dirá que en este mundo viven sólo niños.
—Esos niños son huérfanos de padres atacados por los espantos. En este mundo proliferan las bandas de chicos que vagan de un lado a otro, viviendo de lo que dejan los adultos al huir. Encuentran víveres en abundancia, como habrá observado. No pasan hambre. Por lo que se ve, esta ciudad ha sido invadida por una multitud de espantos, y los mayores se han refugiado en otros lugares. ¿Se ha fijado en que apenas hay embarcaciones en el puerto? Ningún peligro amenaza a los niños.
—Excepto a los mayores. Como ese pobre chico de allí…
—Señor Scoresby, así son las cosas en este mundo. Si quiere poner fin a la crueldad y a la injusticia debe proseguir el viaje conmigo. He de cumplir una misión.
—A mí me parece… —Lee se interrumpió, tratando de hallar las palabras adecuadas—. Me parece que el sitio adecuado para plantar cara a la crueldad es aquel donde uno la encuentra, del mismo modo que es buen sitio para prestar ayuda aquél donde uno se topa con alguien necesitado. ¿O acaso me equivoco, doctor Grumman? No soy más que un aeronauta ignorante; soy tan ignorante que cuando me dijeron que los chamanes tenían capacidad para volar, me lo creí. Y sin embargo me acompaña un chamán incapaz de volar.
—Hombre, sí puedo volar.
—¿Cómo?
El globo perdía altura y el terreno se elevaba. En su trayectoria se erguía una torre cuadrada de piedra, en la que Lee no pareció reparar.
—Como necesitaba volar —señaló Grumman—, lo hice venir a usted, y aquí me tiene, volando.
Aunque era consciente del peligro que corrían, se guardó de dar a entender que el aeronauta parecía no haberse percatado de él. Y justo a tiempo Lee Scoresby se inclinó sobre el lado de la barquilla y tiró de la cuerda de un saco de lastre, que cayó fuera, y el globo subió mansamente, esquivando la torre con un margen de unos dos metros. Una docena de cuervos echó a volar, lanzando graznidos alrededor de los dos hombres.
—Tiene razón, supongo —concedió Lee—. Es usted un tipo extraño, doctor Grumman. ¿Ha pasado alguna temporada con las brujas?
—Sí, y también con académicos, y con espíritus. En todas partes he encontrado necedad, pero entreveradas con ella había siempre vetas de sabiduría, muchas más, seguro, de las que yo alcancé a discernir. La vida es dura, señor Scoresby, pero aun así no dejamos de aferrarnos a ella.
—Y este viaje en el que estamos embarcados, ¿es necedad o sabiduría?
—La más pura sabiduría que yo conozco.
—Explíqueme otra vez qué se propone. Pretende localizar al portador de esa daga sutil, bueno, y luego ¿qué?
—Le revelaré cuál es su cometido.
—Que incluye proteger a Lyra —le recordó el aeronauta.
—Nos protegerá a todos.
Pronto dejaron atrás la ciudad. Lee consultó sus instrumentos. La brújula continuaba girando sin tino, pero el altímetro, que según sus cálculos funcionaba a la perfección, indicó que volaban a unos tres mil metros sobre la orilla del mar, en paralelo a la costa. Al atisbar que más adelante, entre la bruma, se alzaba una cadena de verdes colinas, Lee se felicitó por haber cargado suficientes sacos de lastre.
Cuando efectuaba su periódica observación del horizonte, se sobresaltó, al igual que Hester, que con las orejas erguidas volvió la cabeza hasta apoyarla en la cara del tejano. Éste la cogió y se la introdujo bajo la chaqueta antes de mirar de nuevo por el telescopio.
No; no se había equivocado. A lo lejos, por el sur (si correspondía al sur la dirección de la que ellos provenían), en la bruma flotaba otro globo. Si bien con la calima y la distancia resultaba imposible distinguir más detalles, estaba claro que era mayor y volaba más alto que el suyo.
Grumman también lo había vislumbrado.
—¿Enemigos, señor Scoresby? —inquirió, haciendo visera con la mano para observar en medio de aquella nacarada luz.
—Sin duda. No sé si perder lastre y elevarnos, para aprovechar el viento más rápido, o quedarnos abajo para pasar inadvertidos. Menos mal que ese aparato no es un zepelín, porque nos alcanzaría en pocas horas. ¡Qué burro soy! Cobraremos altura, porque si yo viajara en ese globo ya habría divisado éste, y apuesto a que tienen buena vista.
Depositó en el suelo a Hester antes de inclinarse para soltar tres sacos de lastre. El globo se elevó al instante, y Lee miró una vez más por el telescopio.
Enseguida tuvo la certeza de que los habían visto, pues entre la neblina advirtió un movimiento confuso que se concretó en una columna de humo que ascendió en diagonal desde el otro globo y a cierta altura produjo un rutilante estallido. El rojo resplandor duró un momento para quedar reducido a un jirón de humo gris, pero la señal fue tan clara como una almenara en plena noche.
—¿Podría invocar una brisa más viva, doctor Grumman? —preguntó Lee—. Me gustaría sobrevolar esas colinas al anochecer.
Se alejaban de la costa para adentrarse en una ancha bahía de cincuenta o sesenta kilómetros de largo, al fondo de la cual se extendían aquellas colinas que, al ganar altura, Lee identificó más bien como una auténtica cordillera de montañas.
Se volvió hacia Grumman, y lo encontró sumido en un trance. Con los ojos cerrados y la frente perlada de sudor, el chamán balanceaba el torso mientras de su garganta brotaba un rítmico gemido. Su daimonion, agarrado al borde de la barquilla, se hallaba en el mismo estado.
Tal vez se debiera al incremento de altura o al conjuro del chamán, pero lo cierto fue que Lee notó el azote de la brisa en su rostro. Al mirar la bolsa de gas, observó que había oscilado un par de grados en dirección a las montañas.
No obstante, la brisa que los hacía avanzar con mayor rapidez favorecía de igual modo al otro globo. No estaba más cerca, pero tampoco había aumentado la distancia que los separaba. Cuando Lee encaró hacia él el telescopio, divisó unas formas más pequeñas detrás, agrupadas; con cada minuto que pasaba se perfilaba mejor su imagen.
—Zepelines —anunció—. Bueno, no hay forma de esconderse por aquí.
Intentó calcular la distancia que existía entre ellos y los artefactos y cuánto faltaba para llegar a las montañas. Ahora se desplazaban a mayor velocidad, gracias a la brisa, que añadía remates de espuma a las crestas de las olas.
Grumman descansaba sentado en un rincón de la barquilla mientras su daimonion se acicalaba las plumas. Aunque tenía los ojos cerrados, Lee se percató de que estaba despierto.
—Le informaré de la situación, doctor Grumman. No quiero que me pillen en el aire esos zepelines. No cabe plantarles cara porque nos abatirían en un minuto. Tampoco quiero caer al agua, ni por propia voluntad ni por la fuerza. Podríamos mantenernos a flote un rato, pero nos atacarían con granadas.
»Por eso me propongo llegar a esas montañas y aterrizar allí. He visto un bosque donde podríamos ocultarnos un rato, o más tiempo si es preciso.
»Como habrá advertido, el sol va bajando. Quedan unas tres horas para la puesta, si no me equivoco. Es difícil precisarlo, pero calculo que para entonces esos zepelines habrán recorrido la mitad de la distancia que nos separa y nosotros habremos llegado al otro extremo de esa bahía.
»Deseo que le quede clara mi intención. Me dirigiré a esas montañas y luego tomaré tierra, porque la otra opción nos llevaría a la muerte. Seguro que ya han relacionado ese anillo que les enseñé con el skraeling que maté en Nova Zembla, y no nos persiguen con tanta insistencia para avisarnos que nos hemos dejado la cartera en el mostrador. Así pues, doctor Grumman, este vuelo terminará esta misma noche. ¿Ha aterrizado alguna vez en un globo?
—No —respondió el chamán—. Pero me fío de su pericia.
—Trataré de elevarme lo máximo posible sobre esa cadena. Se trata de encontrar el punto justo, porque cuanto más avancemos, más cerca nos seguirán. Si aterrizamos cuando se hallen demasiado próximos, verán adónde vamos, pero si descendemos demasiado pronto no tendremos el refugio de esos árboles. Sea como sea, no tardarán mucho en comenzar los disparos.
Grumman se pasaba impasible de una mano a otra un objeto mágico confeccionado con plumas y cuentas siguiendo una pauta repetitiva que, según interpretó Lee, debía de obedecer a algún propósito. El daimonion no apartaba la vista de los zepelines.
Transcurrieron dos horas. Lee masticó un puro sin encender y bebió café frío de un termo de hojalata. El sol descendió hasta situarse debajo de ellos, y Lee contempló cómo se asentaba la larga sombra del crepúsculo sobre la orilla de la bahía y la falda de las montañas en tanto que el globo y las cumbres seguían bañados de una dorada luz.
A sus espaldas, casi imperceptibles en el fulgor del ocaso, los diminutos puntos que formaban los zepelines aumentaban de tamaño. Ya habían adelantado al otro globo y se les distinguía a simple vista: eran cuatro y avanzaban de frente. En medio del inmenso silencio de la bahía se hizo audible el ruido de sus motores, leve pero claro, como el insistente zumbido de un mosquito.
Cuando aún les faltaban unos minutos para alcanzar la orilla que se extendía al pie de las montañas, Lee advirtió algo nuevo en el cielo detrás de los zepelines. Se había formado una imponente masa de nubarrones que se elevaban miles de metros sobre el resplandor que aún persistía allá arriba. ¿Cómo no había reparado antes en ella? Si se avecinaba una tormenta, debían tomar tierra cuanto antes.
De pronto apareció una oscura cortina de lluvia. Daba la impresión de que la tempestad perseguía a los zepelines como éstos perseguían el globo de Lee, pues se desplazaba hacia ellos desde el mar.
Cuando el sol acabó por desaparecer, de las nubes brotó un tremendo relámpago, seguido de un trueno tan violento que hizo temblar hasta la tela del globo de Lee y produjo un prolongado eco en las montañas.
Después otro rayo cayó sobre un zepelín. El gas ardió en un instante, y sobre las nubes purpúreas florecieron como pétalos las lenguas de fuego mientras el aparato perdía poco a poco altura hasta quedar flotando, envuelto en llamas, sobre el agua.
Lee dejó escapar el aliento que había estado conteniendo. Grumman se hallaba a su lado, aferrado con una mano al anillo de suspensión, mientras en su rostro se reflejaba un profundo agotamiento.
—¿Ha provocado usted esta tormenta? —preguntó Lee.
Grumman asintió en silencio.
El cielo había adquirido un colorido similar al de un tigre: unas franjas doradas se alternaban con otras de un negro amarronado, cuya disposición cambiaba a cada minuto, pues las primeras cedían rápidamente terreno a las segundas. Atrás, en el mar, el tono oscuro del agua se combinaba con la fosforescente espuma, mientras las últimas llamas del zepelín desaparecían cuando el aparato se hundió por fin.
Los tres artefactos restantes continuaban avanzando, manteniendo el rumbo aun zarandeados por el temporal. Alrededor se sucedían los relámpagos, y al observar que la tormenta se acercaba Lee comenzó a temer por el gas de su globo. Bastaría un solo rayo para incendiarlo, y dudaba que el chamán tuviera la capacidad de controlar con tanta precisión la tormenta como para evitar ese riesgo.
—Escuche, doctor Grumman. Actuaré como si no existieran esos zepelines por el momento para concentrarme en llegar sin percance a las montañas y tomar tierra. Quiero que se quede sentado, bien sujeto, y esté preparado para saltar cuando yo se lo indique. Le avisaré antes e intentaré que el aterrizaje sea lo más suave posible, pero en estas condiciones no cuenta tanto la pericia como la suerte.
—Confío en usted, señor Scoresby —afirmó el chamán.
Volvió a sentarse en un rincón de la barquilla mientras su daimonion se encaramaba al anillo de suspensión, clavando las garras en su recubrimiento de cuero.
El viento los zarandeaba con fuerza ahora y la gran bolsa de gas se hinchaba y agitaba a causa de las ráfagas. Las cuerdas crujían por la tensión, pero Lee, que no abrigaba ningún temor a que cedieran, a soltó más lastre y observó el altímetro con suma atención. En las tormentas, cuando bajaba con brusquedad la presión del aire, había que tener en cuenta ese descenso a la hora de efectuar una lectura altimétrica y contentarse a menudo con un precipitado cálculo. Lee así lo hizo antes de tirar el último saco de lastre. A partir de entonces contaría sólo con la válvula de gas para controlar el globo. No podía subir más; únicamente tenía la opción de descender.
Miró con los ojos entrecerrados el tempestuoso entorno y logró atisbar las oscuras siluetas de las montañas recortadas contra el tenebroso cielo. Desde abajo llegaba un rítmico estrépito, como el del choque del oleaje contra una rocosa playa, pero él supo que lo producían las rachas de viento al penetrar entre el follaje de los árboles, ¡tan lejos ya! Avanzaban más deprisa de lo que había pensado.
Así pues, no podía demorar por mucho tiempo el descenso. Lee era demasiado flemático para enfurecerse con el destino; su tendencia natural era enarcar una ceja y darle lacónicamente la bienvenida. Aun así no pudo evitar un amago de desesperación al comprender que lo único que convenía hacer —o sea, seguir volando delante de la tormenta y esperar a que ésta perdiera fuerza— le estaba vetado porque era una forma segura de que su acompañante y él acabaran abatidos a tiros.
Recogió a Hester y, tras introducírsela debajo de la chaqueta, subió la cremallera para mantenerla segura. Grumman seguía sentado, tranquilo, mientras su daimonion, aferrado con las garras al borde de la barquilla, soportaba con el plumaje enhiesto los embates del viento.
—Voy a comenzar a bajar, doctor Grumman —anunció Lee a gritos para hacerse oír por encima del viento—. Tendrá que ponerse en pie y estar preparado para saltar al instante. Agárrese al anillo y levántese cuando le avise.
Grumman obedeció. Lee miró hacia abajo y luego al frente, varias veces, contrastando las sucesivas imágenes que le llegaban enturbiadas por la lluvia. Una súbita turbonada les había arrojado unos goterones, contundentes como un puñado de grava. Fue tan estruendoso su repiqueteo sobre la bolsa de gas que, sumado al aullido del viento y al ruido de la maleza que se combaba cerca del suelo, casi apagó el estrépito de los truenos.
—Allá vamos —exclamó Lee—. Buena tormenta ha formado, chamán.
Tiró de la cuerda de la válvula de gas y la sujetó a una abrazadera para mantenerla abierta. A medida que se vaciaba de gas la curva inferior de la bolsa menguó hasta quedar reducida a un pliegue, al cual siguió otro en la zona que componía una rotunda esfera hacía tan sólo un instante.
La barquilla sufría tan violentas sacudidas que costaba determinar si realmente estaban descendiendo, y las ráfagas eran tan repentinas y tenaces que habrían podido verse impulsados un buen trecho en sentido lateral sin advertirlo. Al cabo de un minuto Lee notó un súbito obstáculo y dedujo que el ancla se había enganchado en una rama. Si bien fue algo breve, pues la rama debía de haber cedido, aquello le sirvió de indicio para calcular la altura a que se encontraban.
—Estamos a unos quince metros de los árboles… —exclamó.
El chamán asintió con la cabeza.
Después se produjo otro zarandeo, más violento, que arrojó a los dos contra el borde de la barquilla. Lee, acostumbrado a aquello, recuperó el equilibrio al instante, pero la fuerza del embate pilló por sorpresa a Grumman, que sin embargo no dejó de sujetarse al anillo de suspensión, y el aeronauta vio que recomponía la postura, preparado para saltar cuando fuera preciso.
Un momento después sufrieron la peor sacudida de todas, cuando el ancla se enganchó a una rama que soportó el tirón. La barquilla se ladeó en el acto para precipitarse al cabo de un segundo hacia las copas de los árboles, donde entre los trallazos de las empapadas hojas y los crujidos de las ramas partidas se posó en precaria inmovilidad.
—¿Sigue ahí, doctor Grumman? —preguntó Lee, pues resultaba imposible ver algo.
—Aquí sigo, señor Scoresby.
—Será mejor que no nos movamos hasta ver cuál es nuestra situación —aconsejó Lee.
El viento los zarandeaba con furia mientras la barquilla se aposentaba entre suaves bandazos sobre lo que la sostenía y empujaba hacia un lado la bolsa de gas, que hallándose ya casi vacía se hinchaba con las ráfagas como una vela. Lee consideró la posibilidad de soltarla, pero la desechó porque corría el riesgo de que, en lugar de alejarse volando, quedara prendida en las copas de los árboles, con lo que delataría su posición; más valía recogerla, si podían.
Cayó otro relámpago y al cabo de un segundo retumbó un trueno. Tenían la tormenta casi encima. El fogonazo permitió ver a Lee el tronco de un roble y la gran cicatriz blanca que había dejado en él la rama medio desgajada sobre la que reposaba la barquilla, cerca del punto por donde seguía unida al árbol.
—Arrojaré una cuerda y bajaré al suelo —anunció a voz en grito—. En cuanto nos encontremos en tierra, tomaremos la siguiente decisión.
—Yo descenderé después de usted, señor Scoresby —convino Grumman—. Mi daimonion asegura que estamos a doce metros del suelo.
Lee reparó entonces en el poderoso aleteo del águila daimonion, que acudió a posarse de nuevo en el borde de la cesta.
—¿Puede alejarse tanto de usted? —preguntó con extrañeza.
Enseguida se concentró en asegurar la cuerda, primero al anillo de suspensión, después a la rama, de tal modo que si se desprendía la barquilla la caída fuera corta.
Después, con Hester acurrucada en su pecho, arrojó el resto de la soga y bajó por ella hasta notar la solidez del suelo bajo los pies. Del tronco partían numerosas ramas; era un árbol imponente, un gigantesco roble al que Lee dio las gracias en voz baja mientras tiraba de la cuerda para avisar a Grumman que podía descender.
¿Se había sumado un nuevo ruido al estruendo? Sí, concluyó tras aguzar el oído, el motor de un zepelín, o tal vez varios. Era imposible precisar a qué altura o en qué dirección volaba, pero el sonido persistió durante cerca de un minuto antes de extinguirse.
—¿Lo ha oído? —preguntó Lee al chamán cuando éste se reunió con él.
—Sí. Ha ganado altura para adentrarse en las montañas, creo. Felicidades por el aterrizaje, señor Scoresby.
—Todavía no hemos acabado. Esa bolsa de gas debe estar debajo de las copas de los árboles antes del amanecer, porque de lo contrario cualquiera podría descubrir nuestra posición a kilómetros de distancia. ¿Está dispuesto a colaborar realizando una tarea manual, doctor Grumman?
—Sólo tiene que decirme de qué se trata.
—De acuerdo. Yo volveré a subir por la cuerda y le arrojaré algunas cosas, entre ellas, una tienda. Móntela mientras yo intento esconder el globo.
Trabajaron largo rato, y con algún peligro, cuando la rama sobre la que se apoyaba la barquilla cedió finalmente y Lee se precipitó con ella. Por fortuna no cayó al suelo, ya que la bolsa de gas se enganchó en el ramaje, donde quedó suspendida la cesta.
De hecho aquel descenso facilitó la maniobra, pues la parte inferior de la bolsa se deslizó hasta situarse debajo de las copas, y así, ayudado por los periódicos relámpagos, a base de tirones, hachazos y forcejeos, Lee consiguió arrastrar la totalidad del globo hasta el nivel de las ramas más bajas, donde nadie lo vería desde arriba.
El viento seguía azotando los árboles, pero la lluvia había perdido intensidad cuando el aeronauta decidió que no podía hacer nada más. Al bajar se encontró con que, además de levantar la tienda, el chamán había encendido un fuego en el que preparaba café.
—¿Lo ha hecho con magia? —preguntó Lee mientras entraba, entumecido y empapado, en la tienda, sosteniendo en la mano la taza que Grumman le había ofrecido.
—No, esto debe agradecérselo a los Boy Scouts —respondió Grumman—. ¿Hay Boy Scouts en su mundo? Estar preparado es la clave. De todas las maneras posibles de encender un fuego, la mejor consiste en utilizar cerillas secas. Nunca viajo sin ellas. Está muy bien nuestro campamento, ¿verdad, señor Scoresby?
—¿No ha vuelto a oír esos zepelines?
Grumman alzó una mano para pedirle silencio. Lee aguzó el oído y percibió el ruido de un motor, más audible ahora que la tormenta había amainando un poco.
—Han pasado dos veces —explicó Grumman—. No saben exactamente dónde estamos, pero sí que estamos por aquí.
Al cabo de un minuto, de la dirección hacia la que volaba el zepelín surgió un vacilante resplandor. Su potencia, menor que la luz de un relámpago, y su persistencia indicaron a Lee que procedía de un foco.
—Será mejor que apaguemos la hoguera, doctor Grumman —indicó—, por más que me pese. Creo que el ramaje es bastante espeso, pero nunca se sabe. Ahora, mojado o no, pienso dormir.
—Por la mañana ya se habrá secado —dictaminó el chamán.
Tomó un puñado de tierra mojada para extinguir el fuego, y Lee se tumbó en la estrecha tienda y cerró los ojos.
Tuvo extraños e intensos sueños. En cierto momento despertó y creyó ver al chamán cruzado de piernas, envuelto en llamas, que rápidamente consumieron su carne hasta dejar tan sólo un esqueleto blanco, todavía sentado sobre un montón de relucientes brasas. Lee buscó a Hester con inquietud y la encontró dormida, lo que le sorprendió sobremanera, pues cuando él estaba despierto, también lo estaba ella. Por ello se conmovió al ver la tierna imagen de su lacónico daimonion, tan aficionado a los trallazos verbales, dormido e indefenso, y se acostó con desasosiego a su lado, despierto en su sueño, aunque en realidad dormido, para soñar que permanecía en vela largo rato.
Otro de sus sueños tuvo también por protagonista a Grumman. Lee creyó verlo agitando una especie de maraca con plumas mientras ordenaba a algo que lo obedeciera; ese algo resultó ser, tal como observó Lee con repugnancia, un espanto idéntico a los que habían divisado desde el globo. Era alto y casi invisible, y le inspiraba una repulsión tan visceral que estuvo a punto de despertarse presa de terror. Sin embargo Grumman lo dominaba sin arredrarse; tras escucharlo con atención, la criatura se elevó en el aire como una pompa de jabón hasta perderse más allá de los árboles.
Entonces sus sueños tomaron un nuevo derrotero, pues se encontró en la cabina de un zepelín, observando al piloto. De hecho estaba sentado en el asiento del copiloto. Mientras sobrevolaban el bosque, contemplaba el embravecido mar de hojas y ramas que el viento agitaba sin piedad. De pronto en la cabina apareció el espanto de antes.
Paralizado en su pesadilla, Lee presenció inmóvil y en silencio cómo el terror se apoderó del piloto al percatarse de lo que le sucedía. El espanto se había inclinado sobre él y presionaba lo que sería su cara contra la del hombre. Su daimonion, un pinzón, comenzó a revolotear con desesperación, tratando de alejarse, pero cayó medio desfallecido sobre el panel de mandos. El piloto se volvió para tender una mano hacia Lee, quien, incapaz de reaccionar, advirtió que la angustia que transmitían sus ojos era desgarradora; le estaban desposeyendo de algo real y vivo. Su daimonion agitó las alas débilmente y profirió un agudo grito de agonía.
Después se esfumó. El piloto, en cambio, seguía vivo. Tenía la mirada velada y fija, y la mano que había tendido cayó con pesadez a un costado. Estaba vivo y a la vez no lo estaba: existía con una indiferencia absoluta hacia todo.
A su lado, Lee observó con impotencia cómo el zepelín continuaba volando hacia unas escarpadas montañas. El piloto vio la mole en la ventanilla, pero nada suscitaba su interés. Presa del pánico, Lee pegó la espalda al asiento mientras el aparato seguía avanzando, y en el momento del choque exclamó:
—¡Hester!
Despertó empapado en sudor.
Se encontraba en la tienda, a salvo, y Hester le mordisqueaba la barbilla. El chamán estaba sentado con las piernas cruzadas, y Lee sintió un escalofrío al no ver a su daimonion águila junto a él. Aquel bosque era un mal sitio y sin duda estaba plagado de fantasmas.
Entonces reparó en la luz gracias a la cual veía al chamán, ya que el fuego se había apagado hacía mucho y en el bosque reinaba una intensa oscuridad. Al observar el distante fulgor que iluminaba los troncos de los árboles y el envés de las chorreantes hojas, adivinó su origen. Su sueño había sido real: el zepelín se había estrellado contra el flanco de la montaña.
—Jolines, Lee, tiemblas como una hoja de chopo. ¿Qué te pasa? —refunfuñó Hester, irguiendo sus largas orejas.
—¿No estás soñando tú también, Hester? —murmuró.
—Tú no estás soñando todo esto, Lee. De haber sabido que eras un vidente te habría curado de tales poderes hace rato. Y deja de temblar, ¿de acuerdo?
Lee se rascó la cabeza mientras la liebre agitaba las orejas.
Y sin transición alguna se halló flotando en el aire al lado del daimonion del chamán, Sayan Kötör, el pigargo. Estar junto al daimonion de otra persona y lejos del suyo propio le produjo un marcado sentimiento de culpa y un extraño placer. Los dos avanzaban, como si también él fuera un ave, a lomos de las turbulentas corrientes que ascendían por encima del bosque, y Lee escrutaba la oscuridad que lo rodeaba, bañada entonces por los pálidos destellos que enviaba la luna llena a través de los breves desgarrones que de vez en cuando aparecían en las nubes y que cubrían la espesura de un manto de plata.
El daimonion águila profirió un áspero grito al que respondieron desde abajo un millar de voces diferentes salidas de las gargantas de un millar de aves: el ulular de las lechuzas, el chillido de alarma de los pequeños gorriones, el gorjeo musical del ruiseñor. Al oír la llamada de Sayan Kötör, todos los pájaros del bosque, tanto los que estaban ocupados cazando al amparo de la noche como los que se habían retirado a dormir, acudieron volando por el tempestuoso aire.
Entonces Lee sintió que aquella parte de su naturaleza que compartía con las aves reaccionaba con gozo al mandato del águila reina y con la parte humana que aún conservaba experimentó un extrañísimo placer: el de rendir obediencia gustosa a un poder superior comprometido en una causa absolutamente justa. Mientras viraba y daba vueltas integrado en aquella imponente bandada, compuesta de cien especies distintas que giraban como un solo individuo sometidas a la magnética voluntad del águila, vislumbró recortada en la plateada masa de nubes la odiosa silueta de un zepelín.
Todos sabían qué debían hacer, de modo que se dirigieron en procesión hacia la nave. Ni los más rápidos consiguieron ganar a Sayan Kötör. En cuestión de un minuto el aparato quedó rodeado de toda suerte de pájaros, de pequeños reyezuelos y pinzones, de veloces vencejos, de silenciosos búhos… Todos buscaban un asidero en la seda impermeabilizada, que generalmente acababan agujereando para no resbalar.
Si bien evitaban el motor, algunos se vieron arrastrados hacia él y fueron despedazados por las hélices. La mayoría se limitó a posarse en el zepelín y los que llegaron después se agarraron a ellos, hasta cubrir no sólo la totalidad de la armazón cargada de hidrógeno, que ya se perdía por el sinfín de minúsculos orificios ocasionados por las garras de las aves, sino también las ventanas de la cabina, los montantes y cables, sin dejar ni un solo centímetro despejado.
El piloto nada pudo hacer. Bajo el peso de las aves el aparato comenzó a perder inexorablemente altura, hasta que apareció otra de aquellas peligrosas escarpaduras, oscura en medio de la noche y por supuesto imperceptible para los ocupantes del zepelín, que disparaban con furia sin apuntar a ninguna parte.
En el último momento Sayan Kötör emitió un chillido, y el estruendo del batir de las alas ahogó incluso el ruido del motor cuando todos los pájaros alzaron el vuelo. Así los hombres de la cabina dispusieron de cuatro o cinco segundos de horripilante lucidez antes de que el aparato se estrellara y estallara en llamas.
Fuego, calor, llamaradas… Lee volvió a despertar, acalorado como si hubiera permanecido tumbado bajo el sol del desierto.
Aún se oía el incesante goteo de las rezumantes hojas sobre la lona de la tienda, pero la tormenta había cesado. Por la tela se filtraba una pálida luz gris, y al incorporarse Lee observó a Hester, que pestañeaba a su lado, y al chamán envuelto en una manta, sumido en un sueño tan profundo que podría haberlo dado por muerto de no haber estado Sayan Kötör encaramado en una rama, a la intemperie.
Aparte del repiqueteo de las gotas se oían sólo los trinos de los pájaros del bosque. Como no identificó ruido de motores ni voces de enemigos, Lee consideró que no había peligro en encender un fuego y, cuando lo consiguió, no sin esfuerzo, preparó café.
—¿Y ahora qué, Hester? —preguntó.
—Depende. Había cuatro zepelines, y sólo ha destruido tres.
—¿Crees que hemos cumplido ya con nuestra obligación?
—No recuerdo que hubiera contrato alguno —contestó el daimonion agitando las orejas.
—No se trata de algo sujeto a contrato, sino de un deber moral.
—En lugar de divagar sobre cuestiones morales, Lee, deberíamos pensar en el zepelín que queda. Además, treinta o cuarenta hombres armados nos persiguen, y son soldados imperiales, nada menos. Primero ocúpate de la supervivencia y luego de la moral.
Tenía razón, por supuesto, de manera que mientras tomaba sorbos del hirviente café y fumaba un puro envuelto en la luz cada vez más potente del amanecer, se planteó qué haría él si estuviera al mando del zepelín que aún quedaba; retirarse y esperar a que se levantara el día, sin duda, y entonces elevarse a una altura desde la que se dominara el linde del bosque para descubrir a su presa cuando abandonara su cobijo.
El daimonion pigargo Sayan Kötör despertó y extendió sus grandes alas justo encima de donde se encontraba Lee. Hester alzó la vista y volvió la cabeza a ambos lados para mirar al impresionante daimonion con cada uno de sus ojos dorados. Unos minutos después el chamán salió de la tienda.
—Una noche movida —comentó Lee.
—Y movido será el día. Debemos abandonar el bosque de inmediato, señor Scoresby. Se proponen incendiarlo.
—¿Cómo? —preguntó Lee con incredulidad, señalando la empapada vegetación.
—Poseen un aparato que arroja una especie de nafta mezclada con potasa, que se incendia en contacto con el agua. El Ejército Imperial inventó esa sustancia para usarla en la guerra que mantuvieron contra los nipones. Si el bosque está mojado, prenderá aún con mayor rapidez.
—Lo ha visto, ¿verdad?
—Con la misma claridad con que usted vio lo que les ocurrió a los zepelines durante la noche. Coja lo que pueda llevar consigo y vayámonos ahora mismo.
Lee se frotó la barbilla. Los objetos más valiosos que poseía, es decir, los instrumentos del globo, eran también los más fáciles de transportar, de modo que fue a recogerlos de la barquilla y, tras introducirlos con cuidado en una mochila, se cercioró de que el fusil estaba cargado y seco. La barquilla, el aparejo y la bolsa de gas se quedaron donde estaban, enganchados y enmarañados entre el ramaje. A partir de ese momento ya no era un aeronauta, a menos que por algún azaroso milagro escapara con vida de aquella aventura y reuniera el dinero suficiente para comprar otro globo. En adelante tendría que desplazarse como un gusano, sobre la superficie de la tierra.
Notaron el olor del humo antes de percibir el ruido de las llamas, pues la brisa marina lo transportaba hacia tierra. Con todo, no tardó en oírse el ávido y crepitante rugir del fuego.
—¿Por qué no lo hicieron anoche? —preguntó Lee—. Podrían habernos achicharrado mientras dormíamos.
—Querrán atraparnos vivos, supongo —apuntó Grumman al tiempo que arrancaba las hojas de una rama para utilizarla como bastón—. Están esperando para ver por dónde salimos del bosque.
Como para confirmar sus palabras, el ronroneo del zepelín se hizo audible aun por encima del ruido de las llamas y de la respiración fatigosa de los hombres, que jadeaban durante el penoso y precipitado ascenso entre las raíces, rocas y troncos caídos. Se detenían de vez en cuando para recuperar el aliento, y Sayan Kötör, que los seguía volando, bajaba regularmente para informarles de la distancia que los separaba del fuego. De todas formas no transcurrió mucho rato antes de que vieran el humo que surgía a sus espaldas y, más tarde, un deshilachado frente de llamas.
Los animales del bosque, ardillas, pájaros y jabalíes, los acompañaban en su huida, rodeándolos de un coro de chirridos y chillidos de toda clase. Los dos viajeros continuaban su esforzado avance hacia el ya cercano linde del bosque. Por fin lo alcanzaron acosados por las oleadas de calor que despedían las crepitantes cortinas de llamas que ya se encrespaban a casi veinte metros de altura. Los árboles ardían cual antorchas; la sabia de sus venas, al arder, los partía en pedazos; la resina de las coníferas prendía como la nafta, y las ramitas parecían cuajarse de repente de feroces flores anaranjadas.
Lee y Grumman ascendieron entre resuellos por la abrupta y pedregosa pendiente. La mitad del cielo estaba enturbiada por el humo y la calima del fuego, pero más arriba flotaba la achaparrada forma del único zepelín que quedaba… demasiado lejos, pensó esperanzado Lee, para que los vieran aun con prismáticos.
La ladera de la montaña se transformó en una infranqueable pared vertical. Sólo existía una forma de salir de la trampa en que se habían metido, y consistía en recorrer el estrecho desfiladero excavado por un río, ahora seco, en un pliegue de la roca.
Lee lo señaló, y Grumman asintió.
—Los dos hemos tenido la misma idea, señor Scoresby.
Su daimonion, que planeaba en círculo, plegó las alas y se precipitó describiendo espirales hacia la torrentera aprovechando una corriente. Los dos hombres prosiguieron el ascenso.
—Perdone si le parece una indiscreción la pregunta, pero nunca he conocido a nadie cuyo daimonion pudiera alejarse de ese modo excepto a las brujas, y usted no lo es. ¿Es algo que aprendió a hacer, o le vino dado de forma natural?
—A los seres humanos nada nos viene dado de forma natural —contestó Grumman—. Todo debemos aprenderlo. Sayan Kötör me comunica que el cañón conduce a un paso. Si llegamos antes de que nos descubran, lograremos escapar.
El águila volvió a descender en picado mientras los hombres continuaban subiendo. Como Hester prefería abrirse camino sola entre las rocas, Lee la seguía, sorteando las piedras sueltas y avanzando lo más deprisa posible sobre las grandes, acortando la distancia que los separaba de aquella grieta en el terreno.
Lee se sentía preocupado por Grumman, que estaba pálido y demacrado y respiraba con dificultad. Las actividades de la noche le habían mermado las energías. Lee prefería no plantearse cuánto podría resistir.
Cuando se hallaban casi en la entrada del barranco, en el extremo del cauce seco, el aeronauta percibió un cambio en el ruido que producía el zepelín.
—Nos han visto.
Aquello fue como recibir una sentencia de muerte. Hester, que nunca se desalentaba ni perdía pie, tropezó y se tambaleó. Apoyado en el palo que llevaba, Grumman se escudó los ojos para mirar hacia atrás y Lee lo imitó.
El zepelín descendía a gran velocidad en dirección a la pendiente que ellos acababan de dejar atrás. Estaba claro que sus perseguidores los querían vivos, pues habrían bastado unas ráfagas de metralla para liquidarlos en un segundo. El piloto situó con pericia la nave a escasa distancia del suelo, en el punto más alto de la pendiente al que podía acercarse sin riesgo, y de la puerta de la cabina comenzó a saltar un torrente de hombres vestidos con uniforme azul que, acompañados de sus daimonions lobo, acometieron sin dilación la subida.
Lee y Grumman se encontraban unos seiscientos metros más arriba, no lejos de la boca del barranco. Una vez que entraran en él, podrían mantener a raya a los soldados mientras les durara la munición. Por desgracia sólo disponían de un fusil.
—Es a mí a quien persiguen, señor Scoresby —señaló Grumman—, no a usted. Si me da el arma y se entrega, saldrá con vida de ésta. Estas tropas son disciplinadas y lo tratarán como a un prisionero de guerra.
—Sigamos —propuso Lee, desestimando el ofrecimiento—. Hay que llegar a la torrentera. Una vez allí, yo los contendré en la entrada mientras usted encuentra la forma de alcanzar la otra punta. No lo he traído hasta aquí para observar de brazos cruzados cómo lo capturan.
Los soldados ascendían a toda prisa, gracias al fresco impulso de quien está descansado y su buena forma física. El chamán asintió con la cabeza.
—No he tenido fuerza suficiente para abatir a los cuatro —se limitó a comentar, mientras corrían a refugiarse en la torrentera.
—Antes de irse dígame sólo una cosa —pidió Lee—, porque si no, no me quedaré tranquilo. No sé de qué lado estoy luchando ni me importa. Tan sólo me interesa saber si lo que voy a hacer ahora ayudará o perjudicará a la pequeña Lyra.
—La ayudará —aseguró Grumman.
—Recuerde su juramento.
—No lo olvidaré.
—Eso espero, porque, doctor Grumman, o John Parry, o como prefiera llamarse en el mundo en el que acabe instalándose, conviene que tenga presente que quiero a esa niña como si fuera hija mía. Si tuviera una hija de mi sangre, dudo de que la quisiera más que a ella. Y si incumple el juramento, lo que quiera que quede de mí perseguirá a lo que quede de usted, y se pasará el resto de la eternidad lamentando haber existido. Esto es para que se haga una idea de la importancia de esa promesa.
—Comprendo, y le doy mi palabra.
—Entonces no necesito saber más. Que le vaya bien.
El chamán le tendió la mano, que Lee estrechó, y dio media vuelta para iniciar el ascenso del barranco mientras el aeronauta miraba en derredor, tratando de decidir cuál sería el mejor lugar para repeler el ataque.
—Ese canto rodado grande no es adecuado, Lee —aconsejó Hester—. Desde allí no verías bien por el lado derecho y podrían embestirnos. Es mejor el pequeño.
En los oídos de Lee sonaba un estrépito que nada tenía que ver con el incendio del bosque ni con el laborioso ronroneo del zepelín, que entonces trataba de cobrar altura. Ese ruido guardaba relación con su infancia y con el Álamo. ¡Cuántas veces había escenificado con sus compañeros de juegos aquella heroica batalla, desempeñando por turnos los papeles de los daneses y los franceses! Su niñez regresaba a él, vengativa. Se quitó el anillo navajo de su madre y lo depositó sobre la roca, a su lado. En aquellas representaciones de la batalla del Álamo, Hester había sido a menudo un puma o un lobo, y una serpiente de cascabel en alguna ocasión, pero generalmente adoptaba la forma de un cenzontle. Ahora…
—Deja de soñar despierto y apunta bien —lo apremió el daimonion—. Esto no es un juego, Lee.
Sus perseguidores, que se habían desplegado en abanico, avanzaban más despacio, porque al igual que él preveían cuál sería el problema: tendrían que tomar el barranco, y un solo hombre armado con un fusil era capaz de contenerlos durante largo rato. Tras ellos, tal como advirtió Lee con sorpresa, el zepelín no acababa de cobrar altura. Quizás estuviera perdiendo fuerza de sustentación o tal vez anduviera escaso de combustible; o en cualquier caso, lo cierto fue que a Lee se le ocurrió una idea.
Corrigió su posición y la de su viejo Winchester y, cuando tuvo en el punto de mira la base del motor de babor, disparó. Sin detenerse, los soldados alzaron las cabezas al oír la detonación. Un segundo después el motor comenzó a rugir de repente y luego, de forma igualmente súbita, se interrumpió y enmudeció. El zepelín dio un bandazo hacia un lado. Aunque el otro motor todavía funcionaba, el aparato no podía despegar.
Los soldados se pararon y se pusieron a cubierto. Lee aprovechó la ocasión para contarlos: veinticinco. Él disponía de treinta balas.
Hester trepó hasta situarse junto a su hombro izquierdo.
—Yo vigilaré este lado —anunció.
Agazapada sobre el canto rodado, con las orejas aplastadas sobre el lomo, gracias a su color pardo grisáceo se confundía con la roca, y sólo resaltaban sus ojos. Hester no era precisamente una belleza; como liebre era flaca y feúcha, pero sus ojos poseían una maravillosa tonalidad avellana dorada, en la que se alternaban irisaciones de marrón oscuro y verde. Aquellos ojos contemplaban el último paisaje que verían: una cuesta yerma y pedregosa, y más allá un bosque incendiado; ni una brizna de hierba, ni una mota de verde donde posar la mirada.
—Están hablando —comentó con una leve agitación de las orejas—. Los oigo, pero no los entiendo.
—Ruso —dedujo Lee—. Apuesto a que deciden subir todos juntos a la carrera. De ese modo nos resultará difícil contenerlos.
—Apunta bien —recomendó el daimonion.
—Descuida. De todos modos no me gusta quitarle la vida a nadie, joder.
—Es la nuestra o la suya.
—No, es más que eso —afirmó—. Es la suya o la de Lyra. No entiendo cómo, pero nosotros estamos unidos a esa niña, y me alegro de que así sea.
—Hay un hombre a la izquierda a punto de disparar —avisó Hester.
Aún no había acabado la frase cuando sonó la detonación. La bala arrancó añicos de la roca a unos centímetros del daimonion antes de perderse silbando por el desfiladero. Aun así Hester permaneció inmóvil.
—Mejor, así se me quitan los remordimientos —declaró Lee, apuntando con el fusil.
Disparó contra el único trozo de tela azul que distinguía y acertó. Con un grito de sorpresa el soldado cayó de espaldas, muerto.
Ese tiro dio inicio a la refriega. En cuestión de un minuto los estallidos de los disparos, el gemido de las balas rebotadas resonaron por la ladera de la montaña y el alargado barranco. El olor a pólvora y a quemado que desprendían las rocas pulverizadas por las balas, simples variaciones del olor a madera carbonizada que provenía del bosque, acabaron por crear la impresión de que el mundo entero se había incendiado.
El canto rodado tras el cual se refugiaba Lee pronto estuvo lleno de arañazos y agujeros, y él acusaba el impacto de los proyectiles contra la piedra. En cierto momento vio que el pelo del lomo de Hester se ondulaba bajo una bala que pasó veloz; sin embargo el daimonion no se movió, y él tampoco dejó de disparar.
Durante aquel primer minuto la lucha fue encarnizada. Luego, en la pausa que siguió, Lee descubrió que estaba herido: en la roca, bajo su mejilla, había sangre y también estaban manchados de rojo su mano derecha y el cerrojo del fusil.
Hester se acercó para examinarlo.
—Nada grave —dictaminó—. Una bala te ha rozado la cabeza.
—¿Has contado cuántos han caído, Hester?
—No. Bastante ocupada estaba esquivando los tiros. Aprovecha la pausa para cargar el fusil, colega.
Se agachó tras la roca y tiró del cerrojo. Estaba caliente y no se accionaba a causa de la sangre medio seca que lo impregnaba. Lee lo lubricó escupiendo encima.
Después volvió a colocarse en su posición y aún no había aplicado el ojo a la mira cuando notó el disparo.
Sintió una especie de explosión en el hombro izquierdo. Permaneció aturdido unos segundos y cuando recobró la plenitud de percepción tenía el brazo izquierdo entumecido. Una gran reserva de dolor aguardaba para abalanzarse sobre él, pero aún no había reunido el valor para hacerlo. Con tales pensamientos Lee hizo acopio de fuerzas para apuntar el arma y volver a disparar.
Tras apoyar el fusil en el brazo muerto e inútil que un minuto antes estaba pletórico de vida, apuntó con imperturbable concentración: un tiro, dos, tres, todos certeros.
—¿Cómo vamos? —preguntó en un susurro.
—Buenos disparos —alabó Hester, muy cerca de su mejilla—. No pares. Allí, al lado de la roca negra…
Miró, apuntó y disparó. El individuo cayó al suelo.
—Maldita sea, son seres humanos igual que yo —se lamentó.
—¿Y qué? —replicó el daimonion—. De todas formas debes continuar.
—¿Tú crees que Grumman era sincero?
—Sí, claro. Allí hace falta otra bala, Lee.
Sonó un nuevo chasquido. Otro hombre se desplomó, y su daimonion se extinguió como la llama de una vela.
A continuación se produjo un prolongado silencio. Lee hurgó en el bolsillo y extrajo más munición. Mientras cargaba el arma sintió algo tan raro que casi se le paró el corazón: sintió la cara de Hester pegada a la suya, mojada de lágrimas.
—Lee, esto ha ocurrido por mi culpa —sollozó.
—¿Por qué?
—El skraeling. Yo te dije que le quitaras el anillo. Si no te lo hubieras llevado no nos encontraríamos en esta situación.
—¿Crees que se lo quité porque lo dijiste tú? Lo hice porque la bruja…
Se interrumpió porque lo sorprendió un proyectil, que le penetró en la pierna izquierda. Casi de inmediato otra bala volvió a arañarle la cabeza, donde le dejó un rojísimo surco de sangre.
—Se acerca el final, Hester —murmuró, procurando mantenerse erguido.
—¡La bruja, Lee! ¡Has mencionado a la bruja! ¿Te acuerdas?
Para entonces la pobre Hester estaba tendida, no agazapada en actitud tensa y vigilante como solía desde que era adulta, y sus hermosos ojos dorados perdían brillo.
—Siguen igual de hermosos —dijo Lee—. Oh, Hester, sí, la bruja. Me dio…
—Sí, la flor…
—Está en el bolsillo de la pechera. Cógela tú, Hester; yo no puedo moverme.
Tras un duro forcejeo, consiguió sacar la florecilla escarlata con sus fuertes dientes y la posó en la mano derecha de Lee, que con un gran esfuerzo la cerró y murmuró:
—¡Serafina Pekkala! Ayúdeme, se lo ruego…
Hester agonizaba.
—Hester, no te vayas antes que yo —susurró Lee.
—No soportaría estar lejos de ti ni un solo segundo —musitó el daimonion.
—¿Crees que vendrá la bruja?
—Seguro. Debimos llamarla antes.
—Hay un montón de cosas que debimos hacer.
—Tal vez…
Sonó otra detonación, y esa vez la bala se hundió en el torso de Lee, buscando el centro de su vida. No lo encontrará aquí, pensó; Hester es mi centro. Entonces atisbó una mancha azul y apuntó el fusil hacia ella.
—Ahí lo tienes —musitó Hester.
Le costó apretar el gatillo. A esas alturas todo le suponía un gran esfuerzo. Lo intentó tres veces hasta conseguirlo. El uniforme azul rodó por la pendiente.
Siguió otro prolongado silencio. El dolor estaba perdiéndole el respeto. Era como una manada de chacales que lo rodeaban, husmeando, estrechando cada vez más el cerco, y sabía que no lo dejarían hasta devorarlo por completo.
—Queda un hombre —musitó Hester—. Se dirige al zepelín.
Lee divisó la borrosa figura de un soldado de la Guardia Imperial que huía del escenario de la derrota de su compañía.
—No puedo dispararle por la espalda —arguyó Lee.
—Pero es una lástima morir sin disparar la última bala.
Lee apuntó al zepelín, que todavía rugía tratando de elevarse con un solo motor. El proyectil debía de estar al rojo vivo, o tal vez alguna corriente hubiera transportado desde el bosque un tizón candente, pues de pronto el gas estalló formando una bola de fuego, y la envoltura y la armazón de metal ascendieron un instante antes de iniciar una lenta y suave caída preñada de muerte.
De este modo el soldado que se daba a la fuga y los otros seis o siete que aún quedaban y no se habían atrevido a acercarse más al hombre que oponía resistencia en el barranco fueron engullidos por el fuego.
Mientras Lee miraba la bola de llamas y oía su crepitar, Hester comentó:
—Ya no queda ninguno, Lee.
—Esos pobres hombres no tenían por qué acabar así, y tampoco nosotros.
—Los hemos contenido. Hemos resistido. Estamos ayudando a Lyra.
A continuación pegó su menudo y orgulloso ser a la cara de Lee, y murieron los dos.