12. EL LENGUAJE EN PANTALLA

Explícamelo otra vez —pidió el doctor Oliver Payne, en el pequeño laboratorio con vistas al parque—, porque o no te he entendido o lo que dices es un puro disparate. ¿Una niña de otro mundo?

—Eso afirmó ella. Sí, sé que parece absurdo, pero escúchame, Oliver, por favor —rogó la doctora Mary Malone—. Sabía qué son las Sombras; ella las llama Polvo, pero es lo mismo. Son nuestras partículas de Sombra. Y te repito que cuando se conectó con los electrodos a la Cueva, vi el espectáculo más magnífico que he contemplado jamás en la pantalla: dibujos, símbolos… Traía un instrumento, una especie de brújula de oro, con diversos símbolos en el borde, y aseguró que podía leerlo de la misma manera. Y conocía el estado mental necesario, de una manera íntima, experimentada.

Era media mañana. La doctora Malone, la licenciada de Lyra, tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño, y su colega, que acababa de regresar de Génova, estaba impaciente por escuchar más cosas, a pesar del escepticismo y la preocupación que suscitaban en él tales explicaciones.

—El caso es que estableció comunicación con ellas, Oliver. Son conscientes y tienen capacidad para reaccionar ante los estímulos. ¿Te acuerdas de esos cráneos? Pues la niña me contó que algunos cráneos del museo Pitt-Rivers…, que con esa especie de brújula suya había averiguado que son mucho más antiguos de lo que se informa en el museo y que había Sombras…

—Un momento, vayamos por partes. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué ha confirmado lo que sospechábamos o que ha aportado algo nuevo?

—Ambas cosas… no lo sé. Supón que algo ocurrió hace treinta o cuarenta mil años. Anteriormente ya había partículas de Sombra en el mundo, pues su presencia se remonta al Big Bang, pero no había forma física de amplificar sus efectos en nuestro nivel, el nivel antrópico, el nivel del hombre. Y luego sucedió algo, no me figuro qué, algo que en todo caso implicó una evolución. Y a cuento de eso viene lo de los cráneos, ¿recuerdas? ¿Nada de Sombras antes de esas fechas, y en abundancia después? Y sobre los cráneos que cotejó en el museo con esa brújula o lo que sea, la niña dijo lo mismo. Mi hipótesis es que en ese período el cerebro humano se convirtió en el vehículo ideal de ese proceso de amplificación. De repente nos transformamos en seres dotados de conciencia.

El doctor Payne decantó su taza de plástico para apurar el café que quedaba en ella.

—¿Y por qué tuvo que ocurrir precisamente en ese período? —inquirió—. ¿Por qué de manera repentina hace treinta y cinco mil años?

—Oh, ¿quién lo sabe? Nosotros no somos paleontólogos. Lo ignoro, Oliver, me limito a hacer conjeturas. ¿No crees que al menos es posible?

—¿Y ese policía? Háblame de él.

—Se llamaba Walters —contestó la doctora Malone después de restregarse los ojos—. Dijo que era de la Sección Especial. Creía que ese departamento se dedicaba a las cuestiones políticas.

—Terrorismo, subversión, espionaje… todo eso. Continúa. ¿Qué quería? ¿Por qué vino aquí?

—Por la niña. Dijo que buscaba a un chico de aproximadamente su edad, no me explicó por qué, y que lo habían visto en compañía de la niña que estuvo aquí. Sin embargo, sospecho que había algo más, Oliver. El agente estaba al corriente de la investigación, incluso preguntó…

La doctora se interrumpió al sonar el teléfono y se encogió de hombros mientras su compañero atendía la llamada. Después de hablar un momento, Oliver colgó el auricular.

—Tenemos una visita —anunció.

—¿Quién?

—No me suena de nada el nombre… sir no sé qué. Escucha, Mary, yo quedo fuera del proyecto.

—Conque te ofrecieron el trabajo.

—Sí. Tengo que aceptarlo. Debes comprenderlo.

—Bien, entonces es el final.

El doctor Payne abrió los brazos en un gesto de impotencia.

—Si he de serte sincero… No encuentro ningún sentido a todo eso que acabas de contarme. Niños venidos de otro mundo, Sombras fósiles… Es demasiado disparatado. Me niego a involucrarme en eso. Debo proteger mi carrera, Mary.

—¿Y los cráneos cuya antigüedad comprobaste? ¿Y las Sombras que rodeaban esa estatuilla de marfil?

El doctor meneó la cabeza al tiempo que se volvía de espaldas, y antes de que tuviera tiempo de responder sonó un golpe en la puerta. Se dirigió a abrirla casi con alivio.

—Buenos días —saludó sir Charles—. ¿Doctor Payne? ¿Doctora Malone? Me llamo Charles Latrom. Han sido muy amables al recibirme sin haber concertado una cita previa.

—Pase —lo invitó la doctora Malone con un punto de desconcierto—. Sir Charles, creo que ha dicho Oliver. ¿En qué podemos servirle?

—Tal vez sea yo quien pueda serles de utilidad —matizó—. Tengo entendido que están esperando los resultados de su solicitud de financiación.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió el doctor Payne.

—Yo trabajaba para la administración, concretamente como asesor en materia científica. Todavía mantengo contactos con ese mundo, y me enteré… ¿Puedo sentarme?

—Oh, sí, haga el favor —lo animó la doctora Malone ofreciéndole una silla, en la que el hombre se acomodó como si se dispusiera a presidir una reunión.

—Gracias. Me enteré por un amigo… cuyo nombre prefiero no mencionar porque el Acta de Secretos Oficiales prevé toda clase de pequeñeces e indiscreciones… El caso es que me enteré de que estaban examinando su solicitud, y lo que me comentó me intrigó tanto que debo confesar que le pedí que me dejara ver su trabajo. Sé que no me correspondía a mí hacerlo, aunque dado que aún actúo como una especie de asesor oficioso, me valí de eso como excusa. Y encontré fascinante lo que leí.

—¿Quiere decir que piensa que nos renovarán la asignación? —preguntó la doctora Malone, inclinándose en actitud anhelante.

—Por desgracia, no. Debo serles franco. No parece que vayan a concedérsela.

La doctora Malone dejó caer los hombros con abatimiento.

—¿Para qué ha venido aquí entonces? —preguntó el doctor Payne, que observaba al anciano con prudente curiosidad.

—Pues, verán, todavía no han tomado una decisión definitiva. Las perspectivas no son buenas, sinceramente, porque no se muestran favorables a seguir financiando esta clase de investigaciones. De todas formas, tal vez si tuvieran a alguien que intercediera por ustedes, cambiarían de opinión.

—¿Un abogado? ¿Se refiere a usted? No creía que funcionara así —declaró la doctora Malone, levantándose de su asiento—. Pensaba que sometían las solicitudes a varias rondas de meticuloso examen y…

—Así es en teoría, desde luego —corroboró sir Charles—, pero también sirve de ayuda saber cómo funcionan en la práctica estas comisiones, y conocer a sus miembros. Bien, me tienen a su disposición. Siento un vivo interés por su trabajo, que considero podría ser de gran valor y no debería interrumpirse. ¿Me aceptarían como representante oficioso de su causa?

—Hombre… ¡Oh, sí! —contestó la doctora Malone, con el alivio del náufrago al que acaban de arrojar un salvavidas—. ¡Por supuesto que sí! Gracias… pero ¿de veras cree que su intervención será decisiva? No pretendo dar a entender que… No sé qué digo. ¡Sí, sí nos interesa!

—¿Y qué tendríamos que hacer nosotros a cambio? —preguntó el doctor Payne.

La doctora Malone lo miró con sorpresa. ¿No acababa de anunciar que había aceptado el empleo en Ginebra? Parecía, con todo, que comprendía mejor a sir Charles que ella, pues entre ambos se había establecido un nexo de complicidad.

—Me alegra comprobar que me ha entendido —declaró el anciano—. No anda desencaminado. Me resultaría especialmente grato que imprimieran una dirección concreta a su investigación. Si llegáramos a un acuerdo, quizá podría incluso conseguir una financiación complementaria de algún otro organismo.

—Un momento, un momento —intervino la doctora Malone—. El carácter de esta investigación nos corresponde decidirlo a nosotros. Estoy dispuesta a aceptar que se cuestionen los resultados, pero no que se imponga la dirección que debemos seguir. Como usted comprenderá…

Sir Charles alzó las manos en un gesto de pesar y se puso en pie. Oliver Payne se levantó también con cierto nerviosismo.

—No, por favor, sir Charles —le pidió—. Estoy seguro de que la doctora Malone escuchará su propuesta. Mary, no hay nada malo en escuchar, por el amor de Dios. Además, podría tener una repercusión trascendental.

—Pensaba que te marchabas a Ginebra —replicó ella.

—¿Ginebra? —preguntó sir Charles—. Un sitio excelente. Hay muchas salidas allí, y mucho dinero también. No quisiera que por mí renunciara a una buena oportunidad.

—No, no; aún no está decidido —se apresuró a aclarar el doctor Payne—. Aún quedan muchos puntos por concretar… todo está bastante en el aire. Sir Charles, tome asiento, por favor. ¿Quiere que le traiga un café?

—Sería muy amable de su parte —agradeció sir Charles antes de volver a instalarse en su silla, con el aire de un gato satisfecho.

La doctora Malone lo observó con atención por primera vez y vio un hombre que frisaba en los setenta años, próspero, lleno de confianza, bien vestido, acostumbrado a la mejor calidad en todo, habituado a moverse en círculos de gente influyente y susurrar confidencias a los oídos de personas importantes. Oliver estaba en lo cierto: quería algo. Y no obtendrían su apoyo si no se lo concedían.

La doctora Malone cruzó los brazos mientras el doctor Payne le ofrecía una taza.

—Disculpe que sea un tanto primitivo…

—Oh, no, en absoluto. ¿Continúo pues con lo que les decía?

—Sí, tenga la bondad —contestó el doctor Payne.

—Bien, si no me equivoco ustedes han realizado algunos fascinantes descubrimientos en el campo de la conciencia. Sí, ya sé que todavía no han publicado nada al respecto y que en apariencia queda muy alejado del tema inicial de su investigación. De todas formas las noticias vuelan, y yo estoy especialmente interesado en eso. Me complacería mucho que, por ejemplo, concentraran sus pesquisas en la manipulación de la conciencia. Un segundo punto de estudio sería la hipótesis de la existencia de múltiples mundos… Everett, ¿recuerdan?, 1957 más o menos. Creo que están sobre la pista de algo que podría suponer un avance considerable de esa teoría. Además esa área de investigación podría atraer incluso financiación del departamento de defensa, que como tal vez sepan cuenta con abundantes recursos aun hoy en día y, por otra parte, no está sujeto a esos fatigosos procesos de solicitudes.

»No esperen que revele cómo ha llegado esto a mi conocimiento —prosiguió, conteniendo a la vez con un gesto la inminente pregunta que se adivinaba en labios de la doctora Malone—. Ya he mencionado antes el Acta de Secretos Oficiales, que, aun siendo un tedioso texto legislativo, no conviene tomar a broma. El caso es que confío en que se produzcan ciertos avances en el tema de los mundos múltiples. Creo que ustedes son las personas indicadas para hacerlo. El tercer punto guarda relación con cierto individuo, una niña.

Hizo una pausa para tomar un sorbo de café. La doctora Malone había quedado sin habla, estaba pálida y se sentía un tanto aturdida.

—Por diversos motivos —continuó sir Charles—, mantengo contacto con los servicios de espionaje. Están interesados en una niña que tiene en su poder un raro aparato, un instrumento científico antiguo, sin duda robado, que debería encontrarse en manos más seguras que las suyas. La acompaña un chaval de aproximadamente su misma edad, unos doce años, al que busca la policía en relación con un asesinato. Cabe discutir, desde luego, si un niño de esa edad es capaz de asesinar a alguien, pero es seguro que mató a alguien.

»Es posible que usted, doctora Malone, haya tenido contacto con uno de estos dos niños. Asimismo es posible que esté dispuesta a explicar a la policía lo que sabe, pero haría un servicio muy superior contándomelo a mí en privado. Yo puedo conseguir que las autoridades más adecuadas se ocupen de ello con eficiencia y rapidez, sin intromisiones de los medios de comunicación sensacionalistas. Sé que el inspector Walters se entrevistó con usted ayer, y que acudió la niña… Sé de qué hablo, como habrá advertido. Si, por ejemplo, volviera a verla y no me lo dijera, también me enteraría. Haría bien en reflexionar sobre eso y poner en orden los recuerdos de lo que le explicó e hizo cuando estuvo aquí. Se trata de un asunto que concierne a la seguridad nacional, compréndalo.

»Bien, esto es todo. Aquí tienen mi tarjeta por si desean ponerse en contacto conmigo. Yo en su lugar no me demoraría demasiado, porque, como ya saben, la comisión de recursos se reúne mañana. Pueden localizarme en este número a cualquier hora.

Entregó una tarjeta a Oliver Payne y, al ver que la doctora Malone seguía de brazos cruzados, dejó otra encima del banco. El doctor Payne fue a abrirle la puerta. Sir Charles se colocó su sombrero de panamá, le dio un ligero golpecito y, tras dispensar una radiante sonrisa a los profesores, salió de la habitación.

—¿Estás loca, Mary? —exclamó el doctor Payne en cuanto el anciano se hubo marchado—. ¿A qué ha venido ese comportamiento?

—¿Y aún lo preguntas? ¿No te habrás dejado engatusar por ese viejo?

—¡No se pueden rechazar ofertas como ésta! ¿Quieres que este proyecto siga adelante o no?

—No ha sido una oferta —replicó con vehemencia—, sino un ultimátum; haced lo que yo os digo, u os quedaréis sin nada. Además, Oliver, ¿es que no ves adónde quería ir a parar con todas esas amenazas e insinuaciones, pretendidamente veladas, acerca de la seguridad nacional?

—Lo que ocurre es que veo la situación con más claridad que tú. Si tú declinas, no cerrarán este departamento y se acabó. Lo trasladarán a otro lugar. Si están tan interesados como asegura, querrán que las investigaciones prosigan, pero con las condiciones que ellos dicten.

—Pero sus condiciones serían… ¿Qué quieres, que busquemos financiación en el departamento de defensa? Seguro que querrían descubrir nuevas formas de matar a la gente. Y ya has oído lo que ha dicho sobre la conciencia, que quiere manipularla, ni más ni menos. Me niego a participar en este plan, Oliver.

—De todas formas lo llevarán a cabo y tú perderás tu trabajo. Si te quedas, podrías influir para que la investigación tome un rumbo más positivo. ¡Continuarías interviniendo en ella!

—¿Y a ti por qué te interesa tanto, eh? ¿No estaba decidido lo de Ginebra?

—No del todo —reconoció el doctor Payne—. Aún no hay nada firmado. Esto representaría un cambio radical, y no me gustaría dejarlo ahora que parece que estamos por el buen camino…

—¿Qué quieres decir?

—No quiero decir…

—Estás insinuando algo. ¿Qué?

—Pues… —Empezó a pasearse por el laboratorio meneando la cabeza—. Pues que si tú no te pones en contacto con él, lo haré yo —confesó finalmente.

—Ah, comprendo —dijo la doctora tras un breve silencio.

—Mary, yo tengo que pensar en…

—Sí, claro.

—No es eso…

—No, no.

—No lo entiendes…

—Sí lo entiendo. Es muy simple. Si prometes cumplir sus instrucciones, te concederán la beca, yo me marcharé y tú me relevarás como director. No es difícil de entender. Dispondrías de un presupuesto más cuantioso, de un montón de máquinas nuevas, de media docena de licenciados a tus órdenes. No es mala idea. Adelante, Oliver, hazlo, yo me retiro. Esto apesta.

—Tú no has…

Se interrumpió al ver la expresión del rostro de la doctora Malone, quien se quitó la bata blanca, la colgó detrás de la puerta y, tras guardar unos pocos papeles en el bolso, salió sin decir palabra. En cuanto se hubo marchado, Oliver cogió la tarjeta de sir Charles y descolgó el auricular del teléfono.

Unas horas más tarde, poco antes de la medianoche, la doctora Malone aparcó el coche ante el edificio de ciencias y entró en él por una puerta lateral. Cuando doblaba una esquina para subir por las escaleras, apareció por otro pasillo un hombre que le produjo tal sobresalto que a punto estuvo de dejar caer el maletín al suelo. El individuo vestía de uniforme.

—¿Adónde va? —le preguntó.

Le interceptaba el paso con su recio cuerpo, y ella apenas le distinguía los ojos bajo la visera de la gorra.

—A mi laboratorio. Trabajo aquí. ¿Quién es usted? —preguntó entre temerosa y enojada.

—De seguridad. ¿Tiene algún documento de identidad?

—¿De seguridad? Salí del edificio a las tres de la tarde y sólo había un bedel, como de costumbre. Me corresponde a mí pedir que se identifique. ¿Quién lo ha puesto aquí? ¿Y por qué?

—Aquí tiene mi carné —repuso el hombre, mostrándole una tarjeta con tal rapidez que le resultó imposible leer los datos—. ¿Me enseña el suyo?

La doctora advirtió que llevaba un teléfono móvil colgado de la cintura. ¿O era una pistola? No, aquello era producto de su paranoia. Por otra parte, no había contestado a sus preguntas, pero si insistía, suscitaría sospechas en aquel tipo, y lo importante era llegar al laboratorio. Cálmalo como si se tratara de un perro, pensó mientras revolvía en el bolso hasta encontrar la cartera.

—¿Le sirve esto? —preguntó tendiéndole la tarjeta que utilizaba para accionar la barrera del aparcamiento.

El hombre le echó una ojeada.

—¿Qué hace aquí a estas horas de la noche? —preguntó a continuación.

—Estoy realizando un experimento y debo revisar los ordenadores cada ciertas horas.

Parecía que el tipo intentaba encontrar un motivo para prohibirle el paso, o quizá simplemente se regodeaba ejerciendo su poder. Por fin asintió con la cabeza y se hizo a un lado. La doctora le sonrió al pasar, pero él mantuvo impasible la expresión.

Cuando llegó al laboratorio todavía temblaba. La única «seguridad» de que había gozado hasta entonces aquel edificio consistía en la que brindaban una cerradura en la puerta y un anciano bedel, y no se le escapaba a qué se debía aquella novedad. De aquello se deducía que disponía de poco tiempo: tendría que cumplir su propósito sin demora, porque una vez que se enteraran de lo que se proponía, no tendría oportunidad de volver a entrar.

Cerró la puerta con llave y bajó las persianas. Accionó el detector, sacó un disquete del bolsillo y lo introdujo en el ordenador que controlaba la Cueva. Al cabo de un minuto comenzaba a manipular los números aparecidos en la pantalla, valiéndose a partes iguales de la lógica, de la intuición y del programa en cuya elaboración había invertido toda la tarde en su casa; la complejidad de la tarea que tenía entre manos exigía toda su concentración.

Finalmente se apartó el cabello de la frente, se aplicó los electrodos a la cabeza y flexionó los dedos antes de comenzar a teclear con una curiosa sensación de inseguridad.

Hola. No sé bien qué estoy

haciendo. Quizás esto sea

un disparate.

Las palabras se colocaron por sí solas a la izquierda de la pantalla, lo que le deparó la primera sorpresa. No utilizaba ningún procesador de textos —de hecho estaba prescindiendo de buena parte del sistema operativo—, y la configuración que había adquirido aquella sucesión de palabras no se debía a su intervención. Notó que se le erizaba el vello y tomó conciencia de la totalidad del edificio en que se encontraba, de los pasillos oscuros, de las máquinas en reposo, de los diversos experimentos que seguían automáticamente su curso, mediante ordenadores que analizaban pruebas y anotaban resultados, del aire acondicionado que controlaba y ajustaba la temperatura y la humedad, de todos los conductos, tuberías y cables que constituían las arterias y los nervios del inmueble y que estaban despiertos, alerta… casi conscientes, de hecho.

Volvió a probar.

Intento hacer con palabras

lo que ya he hecho antes

con un estado mental

determinado, pero…

Antes de que terminara la frase el cursor comenzó a desplazarse a toda velocidad en el lado derecho de la pantalla y escribió:

Formule una pregunta.

Casi al instante experimentó la sensación de que se adentraba en un espacio inexistente. Todo su ser sufrió una sacudida. Tardó un momento en recobrar la calma suficiente para volver a probar. Cuando lo hizo, las respuestas aparecieron a la derecha de la pantalla antes incluso de que ella acabara las preguntas.

¿Sois sombras?

Sí.

¿Sois lo mismo que el polvo de Lyra?

SÍ.

¿Es esto materia oscura?

Sí.

¿Es consciente la materia oscura?

Desde luego.

Lo que le he dicho a Oliver esta mañana, mi hipótesis sobre la evolución humana, ¿es…

Correcta. Pero tiene que hacer más preguntas.

Se detuvo, respiró hondo, apartó la silla y flexionó los dedos. El corazón le latía deprisa. Todo cuanto estaba sucediendo era imposible: la educación recibida, su inteligencia, su conciencia de sí misma en tanto que profesional de la ciencia le gritaban al cerebro: ¡esto es falso! ¡No es real! ¡Estás soñando! Sin embargo allí estaban, plasmadas en la pantalla, sus preguntas y las respuestas proporcionadas por otra conciencia.

Hizo acopio de fuerzas y volvió teclear. Una vez más las respuestas se materializaron al instante.

La conciencia que responde a estas preguntas no es humana, ¿verdad?

No. Pero los humanos nos conocen desde siempre.

¿Nos conocen? ¿Sois más de uno?

Somos incontables billones.

Pero ¿qué sois?

Ángeles.

Mary Malone quedó anonadada. Había recibido una educación católica y, tal como había descubierto Lyra, había sido monja.

Si bien ya había perdido la fe, sabía bastantes cosas sobre los ángeles. San Agustín había dicho: «Ángel es el nombre de su ministerio, no de su naturaleza. Si se busca el nombre de su naturaleza, éste es espíritu; si se busca el nombre de su ministerio, éste es ángel; por lo que son, espíritu, por lo que hacen, ángel».

Temblorosa, presa de vértigo, volvió a pulsar las teclas:

¿Los ángeles son criaturas de materia oscura? ¿De polvo?

Estructuras. Complejificaciones. Sí.

¿Y la materia oscura es lo que se ha venido llamando espíritu?

Por lo que somos, espíritu; por lo que hacemos, materia. Materia y espíritu son una misma cosa.

Se estremeció al caer en la cuenta de que le habían leído el pensamiento.

¿Habéis intervenido en la evolución humana?

Sí.

¿Por qué?

Venganza.

Venganza… ¡Ah! ¡Los ángeles rebeldes! Después de la guerra en el cielo… Satán y el jardín del Edén… pero no es cierto cierto, ¿no? ¿Es eso lo que…? Pero ¿por qué?

Busque a la niña y al niño no pierda más tiempo. Debe interpretar el papel de la serpiente.

Retiró las manos del teclado y se frotó los ojos. Las palabras seguían en la pantalla cuando volvió a mirarla.

¿Dónde?

Vaya a una calle llamada Sunderland Avenue y busque una tienda de campaña. Engañe al guardia y pase. Lleve provisiones para un largo viaje. Estará protegida. Los espantos no la tocarán.

Pero si…

Antes de irse, destruya estos datos.

No comprendo…

Se ha estado preparando para esto toda su vida. Su trabajo aquí ha terminado. Lo último que debe hacer en este mundo es impedir que los enemigos asuman su control. Destruya los datos. Hágalo ahora mismo y váyase de inmediato.

Mary Malone retrocedió con la silla y se puso en pie temblando. Se apretó las sienes y, al advertir que todavía llevaba los electrodos prendidos a la piel, se los quitó distraídamente. Podría haber puesto en tela de juicio lo que había hecho y lo que aún veía en la pantalla, pero desde hacía media hora se hallaba en un estado en el que habían quedado atrás toda duda y certeza a la vez. Había ocurrido algo que la había dejado galvanizada.

Desconectó el detector y el amplificador. Después de eludir todos los códigos de seguridad, formateó el disco duro del ordenador para borrar así toda la información y eliminó el interfaz de conexión entre el detector y el amplificador, contenido en una tarjeta especialmente adaptada, que colocó en el banco y aplastó con el tacón del zapato, a falta de otro objeto más contundente. A continuación desenchufó los cables que conectaban el campo electromagnético con el detector, localizó su esquema del circuito y le prendió fuego. ¿Podía hacer algo más? Aunque no podía remediar que Oliver Payne conociera el programa, el hardware especial con el que éste funcionaba había quedado fuera de juego.

Tras embutir unos pocos papeles en el ya abarrotado maletín, cogió el póster con los hexagramas del I Ching y lo guardó en el bolsillo. Después apagó la luz y salió.

El guardia de seguridad se encontraba al pie de las escaleras, hablando por teléfono. Al verla bajar, interrumpió la conversación y la acompañó en silencio hasta la puerta lateral. Luego se quedó mirando por el cristal mientras se alejaba con el coche.

Una hora y media después detuvo el vehículo en una calle próxima a Sunderland Avenue. Había tenido que consultar un plano de Oxford, porque no conocía aquella parte de la ciudad. Hasta ese momento había actuado con una excitación contenida, pero al salir del coche a aquellas horas de la noche y verse rodeada de oscuridad, frío y silencio, sintió que la asaltaba la aprensión. ¿Y si estaba soñando? ¿Y si todo aquello era una especie de broma pesada?

Bueno, era demasiado tarde para preocuparse por eso. Ya se había metido de lleno en aquella aventura. Levantó la mochila que tantas veces había utilizado en sus acampadas en Escocia y los Alpes, pensando que al menos sabía cómo sobrevivir en plena naturaleza; si las cosas se torcían hasta extremos indecibles, siempre podía huir, echarse al monte…

Ridículo.

De todas formas se cargó la mochila a la espalda y enfiló Banbury Road para recorrer a pie los escasos metros que la separaban de Sunderland Avenue, con la sensación de que estaba cometiendo la mayor tontería de su vida. Sin embargo, cuando al doblar la esquina vio aquellos peculiares olmos tan redondos que Will había descubierto, comprendió que al menos había algo de cierto en todo aquello. Al otro lado de la calle, debajo de los árboles, había una pequeña tienda cuadrada de nailon rojo y blanco, como las que montan los electricistas para protegerse de la lluvia mientras trabajan, y a escasa distancia, una furgoneta aparcada con cristales oscuros en las ventanillas.

Convenía obrar sin vacilación. Cruzó la calzada hacia la tienda. Cuando ya casi había llegado, se abrió la puerta trasera de la furgoneta y salió un policía. Se veía muy joven sin el casco puesto, y la farola situada bajo el denso follaje le iluminaba de pleno la cara.

—¿Puede decirme adónde va, señora? —preguntó.

—A la tienda.

—Me temo que no es posible, señora. Tengo órdenes de no dejar acercarse a nadie a ella.

—Perfecto —le felicitó la doctora—. Me alegra que hayan protegido el lugar. Pertenezco al Departamento de Ciencias Físicas… Sir Charles Latrom nos pidió que realizásemos una inspección preliminar de la que deberíamos informar antes de que lo examinen con más detalle. Es importante que se lleve a cabo ahora, aprovechando que hay poca gente en los alrededores… Seguro que usted comprende los motivos.

—Sí, claro —concedió el policía—. Pero ¿tiene algún documento que acredite su identidad?

—Oh, sí —contestó ella.

A continuación se descolgó la mochila para buscar la cartera. Entre los objetos que se había llevado del cajón del laboratorio se encontraba un carné de biblioteca caducado de Oliver Payne. Tras quince minutos de manipulación en la mesa de su cocina, y utilizando la fotografía de su pasaporte, había obtenido algo que consideró podía pasar por auténtico. El policía tomó el carné plastificado y lo observó con atención.

—Doctora Olive Payne —leyó—. ¿No conocerá por casualidad a una tal doctora Mary Malone?

—Oh, sí. Es colega mía.

—¿Sabe dónde está ahora?

—En su casa, durmiendo, si está en su sano juicio. ¿Por qué?

—Porque la han destituido de su cargo y no le está permitido el acceso aquí. De hecho tenemos órdenes de detenerla si lo intenta. Y al ver a una mujer, lógicamente he pensado que podría ser ella, ¿me entiende? Perdóneme, doctora Payne.

—Ah, comprendo —dijo Mary Malone.

El policía echó una nueva ojeada al carné.

—Bien, esto parece en orden —afirmó, devolviéndoselo. Luego añadió, nervioso, con ganas de hablar—: ¿Sabe qué hay debajo de esa tienda?

—Aún no he tenido ocasión de verlo —respondió ella—. Por eso estoy aquí.

—Sí, claro. Adelante pues, doctora Payne.

Se apartó hacia un lado para dejar que desatara los cordones de la entrada de la tienda, lo que ella hizo temiendo que reparara en el temblor de sus manos. Luego, con la mochila apretada contra el pecho, avanzó. «Engañe al guardia». Bien, ya lo había hecho, pero no tenía ni idea de qué encontraría dentro de la tienda. Estaba preparada para toparse con alguna excavación arqueológica, un cadáver, un meteorito, pero jamás habría imaginado que hallaría un metro cuadrado destacado en medio del aire, ni la ciudad silenciosa y dormida a orillas del mar en la que se encontró al atravesarlo.