En la gran villa blanca del parque Will se entregó a un sueño agitado, impregnado de ansiedad y ternura en igual medida, de tal modo que si por una parte pugnaba por despertarse, por la otra ansiaba seguir dormido. Cuando abrió los ojos estaba tan soñoliento que apenas si podía moverse. Cuando por fin logró incorporarse descubrió que se le había soltado la venda y que su cama estaba teñida de rojo.
Se levantó con esfuerzo del lecho y se encaminó hacia la cocina en medio del silencio de la gran casona, entre la brillante luz que enturbiaba el sol al hacer visibles las motas de polvo del aire. Con paso vacilante, tuvo que recorrer un buen trecho, dado que, al igual que Lyra, había dormido en las habitaciones situadas debajo del desván, destinadas a la servidumbre, pues a ninguno de los dos le habían gustado aquellas majestuosas camas con dosel.
—Will… —dijo al verlo la niña, con voz de preocupación, mientras acudía para ayudarlo a sentarse.
Se sentía mareado. Probablemente había perdido mucha sangre; bueno, no probablemente, seguro, pues así lo demostraba su ropa. Y las heridas continuaban sangrando.
—Estaba preparando café —informó Lyra—. ¿Quieres una taza o prefieres que antes te ponga otra venda? Como tú prefieras. En el armario frío hay huevos, pero no he encontrado judías cocidas.
—Ésta no es la clase de casa donde se comen judías en lata. Ponme primero la venda. ¿Sale agua caliente del grifo? Quiero lavarme. No soporto estar cubierto con esta…
Mientras ella abría el grifo del agua caliente, Will se desnudó hasta quedar en calzoncillos. Estaba demasiado débil y embotado para experimentar vergüenza, pero Lyra sí sintió turbación, por lo que decidió salir de la cocina. El muchacho se lavó lo mejor que pudo y luego se secó con unos paños limpios que había colgados junto a la estufa.
Lyra regresó con ropa que había encontrado: una camisa, unos pantalones de lona y un cinturón. Después de que se hubiera vestido, la niña rasgó a tiras un trapo y le cubrió las heridas. Le preocupaba sobremanera que la sangre no dejara de manar; además, el resto de la mano aparecía hinchado y enrojecido. No obstante, como él no decía nada, se guardó de hacer ningún comentario.
Luego sirvió el café y tostó unas pocas rebanadas de pan reseco que se llevaron a la espléndida sala principal, desde la cual se divisaba toda la ciudad. Después de desayunar, Will se sintió un poco mejor.
—Más vale que consultes al aletiómetro qué debemos hacer a continuación —propuso—. ¿Le has preguntado ya algo?
—No —contestó ella—. A partir de ahora me limitaré a cumplir tus órdenes. Pensé en preguntarle anoche, pero al final no lo hice. Y no lo haré si no me lo pides tú.
—Pues entonces consúltale ahora mismo —la animó—. Nos acechan tantos peligros aquí como en mi mundo. En primer lugar está el hermano de Angélica, y si…
Dejó la frase sin concluir porque Lyra había empezado a hablar, aunque enseguida se interrumpió. Después recuperó el dominio de sí y declaró:
—Will, ayer ocurrió algo que no te conté. Debí hacerlo, pero sucedieron tantas cosas… Perdona…
A continuación le refirió cuanto había visto desde la ventana de la torre mientras Giacomo Paradisi le curaba la herida: el acoso que había sufrido Tullio, la mirada de odio que le había lanzado Angélica y la amenaza de Paolo.
—¿Te acuerdas —prosiguió— de la primera vez que hablamos con ella? Su hermanito comentó algo que tenía que ver con lo que hacían todos. Dijo: «Va a…», y ella le interrumpió. Le dio una bofetada, ¿lo recuerdas? Seguro que quería explicar que Tullio intentaría apoderarse de la daga y que por eso habían venido todos los niños, porque si se apoderaban de ella, podrían hacer cualquier cosa, incluso crecer sin tener miedo por los espantos.
—¿Cómo reaccionó él cuando lo atacaban? —preguntó Will.
Lyra advirtió con sorpresa que se había inclinado hacia ella y la miraba con intensidad, urgiéndola a responder.
—Pues… —Hizo una pausa para tratar de recordar—. Empezó a contar las piedras de la pared. Las tocaba…, pero no pudo continuar. Daba la impresión de que había perdido el interés y se detuvo. Luego quedó completamente inmóvil. ¿Por qué lo preguntas? —añadió.
—Porque… Creo que es posible que esos espantos provengan de mi mundo. Si provocan esa clase de comportamiento en la gente, no me extrañaría que así fuera. Si la primera ventana que abrieron los de la Corporación comunicaba con mi mundo, tal vez los espantos entraran por ella.
—¡Pero si no hay espantos en tu mundo! Tú no conocías su existencia, ¿verdad?
—Quizá no los llamen espantos. Quizás allí los llamemos de otra manera.
Aunque no acababa de entenderlo, Lyra optó por dejar aquella cuestión al observar que Will tenía las mejillas encendidas y la mirada destellante.
—Sea como sea —continuó, dándole la espalda—, el caso es que Angélica me vio en la ventana, y ahora que sabe que tenemos la daga, se lo contará a los demás. Nos echará la culpa de que los espantos atacaran a su hermano. Lo siento, Will, tenía que habértelo explicado antes, pero había tantas cosas…
—Bueno —replicó Will—, no creo que eso hubiera cambiado nada. Tullio estaba torturando a ese viejo, y en cuanto hubiera aprendido a usar la daga nos habría matado a los dos si nos hubiéramos dejado. Teníamos que defendernos.
—De todas formas, me siento mal, Will. Al fin y al cabo, era su hermano, y apuesto a que nosotros en su lugar también habríamos querido apoderarnos del arma.
—Sí —reconoció él—, pero no podemos volver atrás y alterar lo que pasó. Teníamos que conseguir la daga para recuperar el aletiómetro, y si hubiéramos podido obtenerla sin luchar, no habríamos peleado.
—Sí, es cierto —admitió Lyra.
Como en Iorek Byrnison, Lyra reconocía en Will a un luchador nato y por ello estaba dispuesta a darle la razón cuando afirmaba que resultaba más conveniente no presentar batalla, porque sabía que no era una cuestión de cobardía, sino de estrategia. En ese momento, más sosegado ya, el muchacho tenía la vista perdida en actitud reflexiva.
—Probablemente es más importante pensar ahora en sir Charles y en lo que harán él o la señora Coulter —señaló—. Quizá si ella tiene ese cuerpo de guardia especial del que hablaban, esos soldados a los que les han amputado los daimonions, entonces tal vez sir Charles dé en el clavo y los espantos no les ataquen. ¿Sabes lo que opino yo? Que los espantos devoran a los daimonions de las personas.
—Pero los niños también tienen daimonions, y no los atacan. No puede ser eso.
—Entonces debe de ser la diferencia que existe entre los daimonions de los niños y los de los mayores —apuntó Will—. Hay una diferencia, ¿no? Me comentaste que los daimonions de los mayores no cambian de forma. Tiene que ser algo relacionado con eso. Si esos soldados carecen de daimonions, quizá sea lo mismo que…
—¡Sí! —exclamó Lyra—. Podría ser. De todas formas, a ella no le darían miedo los espantos. No la asusta nada. Y es tan lista, Will, y tan despiadada y cruel que apostaría cualquier cosa a que lograría dominarlos. Les daría órdenes, como hace con las personas, y los espantos no tendrían más remedio que obedecerla, seguro. Lord Boreal es fuerte y astuto, pero acabará cediendo ante ella. Oh, Will, me está entrando miedo otra vez sólo de pensar en lo que ella es capaz de hacer… Voy a consultar al aletiómetro. Menos mal que lo hemos recuperado. —Retiró el terciopelo y acarició con cariño el macizo oro—. Le preguntaré por tu padre —anunció— y cómo podemos encontrarlo. Mira, coloco las manecillas encaradas a…
—No. Pregunta primero por mi madre. Quiero saber si está bien.
Lyra asintió e hizo girar las manecillas antes de situar el aletiómetro en su regazo. A continuación se colocó unos mechones de cabello detrás de las orejas y se concentró ante el aparato. Will observó la fina aguja, que se movía por la esfera, oscilaba aceleradamente y se detenía de pronto para volver a ponerse en marcha de inmediato a toda velocidad, como una golondrina que caza insectos. Contempló los ojos de Lyra, tan azules, intensos y llenos de comprensión.
Al cabo de unos minutos ella parpadeó y alzó la vista.
—Tu madre no corre peligro —dictaminó—. Esa amiga que la cuida se porta muy bien con ella. Nadie conoce su paradero, y la amiga no la delatará.
Will, que no tenía conciencia de hasta dónde alcanzaba su preocupación, se relajó al oír aquella noticia, y con el alivio de la tensión sintió con mayor agudeza el dolor de la herida.
—Gracias. Bueno, ahora pregunta por mi padre…
De repente sonó un grito fuera.
Miraron hacia la ventana y en la franja de árboles de la zona baja del parque, delante de las primeras casas de la ciudad, repararon en algo que se movía. Pantalaimon, transformado en lince, se asomó por la puerta.
—Son los niños —informó.
Will y Lyra se pusieron en pie. Los chiquillos salían de entre los árboles, de uno en uno. Debían de ser unos cuarenta o cincuenta y muchos blandían palos. Los capitaneaba el chico de la camiseta de rayas, que no llevaba precisamente un palo, sino una pistola.
—Ahí está Angélica —susurró Lyra, señalándola.
La muchacha caminaba junto al cabecilla y lo apremiaba tirándole de la manga. Detrás de ellos el pequeño Paolo chillaba de excitación, como los demás niños, que además agitaban los puños. Dos de ellos cargaban pesados fusiles. Will había visto en su mundo a otros niños poseídos por esa ansia de violencia, pero nunca formando un grupo tan numeroso ni pertrechados con armas de fuego.
—¡Vosotros matasteis a mi hermano y robasteis la daga! —oyó que decía Angélica en medio el griterío general—. ¡Asesinos! ¡Por vuestra culpa lo atacaron los espantos! ¡Vosotros lo matasteis y nosotros os mataremos a vosotros! ¡No escaparéis! ¡Os mataremos como vosotros lo matasteis a él!
—¡Will, podrías abrir una ventana con la daga! —propuso con inquietud Lyra al tiempo que le hundía los dedos en el brazo ileso—. Podríamos desaparecer fácilmente…
—Sí, ¿y adónde saldríamos? A Oxford, a pocos metros de la casa de sir Charles, en plena luz del día, seguramente en una calle ancha delante de un autobús. No puedo practicar un corte en cualquier parte sin cerciorarme antes de que no existe peligro… Primero he de comprobar dónde estamos, y me llevaría demasiado tiempo. Hay un bosque detrás de esta casa. Si conseguimos escabullirnos entre los árboles, los despistaríamos.
—¡Debí matarla ayer! —exclamó furiosa Lyra, mirando por la ventana—. Es tan mala como su hermano. Quisiera…
—Cállate ya y vámonos —la interrumpió Will.
Comprobó que llevaba la daga prendida en el cinturón mientras Lyra se cargaba al hombro la pequeña mochila con el aletiómetro y las cartas del padre de Will. Atravesaron a todo correr la inmensa sala, el pasillo, la cocina y la trascocina, hasta salir a un patio adoquinado. Una verja daba acceso a un huerto, donde crecían verduras y hierbas aromáticas dispuestas en bancales.
El linde del bosque quedaba a unos cien metros y para llegar a él había que subir por una pendiente rala, donde no había ni arbustos para cobijarse. A la izquierda, más próximo que los árboles, se erguía en un montículo un pequeño edificio circular semejante a un templo, coronado por una galería abierta desde la que se dominaba una panorámica de toda la ciudad.
—Corramos —apremió Will, aunque habría preferido acostarse y cerrar los ojos.
Con Pantalaimon volando delante para vigilar, avanzaron a toda prisa por la hierba, alta y seca. Enseguida Will se vio obligado a aminorar la marcha al sentirse mareado.
Lyra se volvió para mirar a los niños, que no los habían visto aún; seguían en la parte delantera de la casa. Tardarían un rato en registrar todas las habitaciones…
De pronto Pantalaimon emitió un gorjeo de alarma al observar que en una ventana del segundo piso de la villa había un chiquillo que señalaba hacia ellos. Entonces oyeron un grito.
—Vamos, Will, vamos —lo animó Lyra.
Le tiró del brazo derecho para ayudarlo, y Will intentó acelerar el paso, pero las fuerzas no le respondían. Sólo podía caminar.
—No conseguiremos llegar a los árboles —concluyó—. Están demasiado lejos. Tendremos que ir a esa especie de templo. Si cerramos la puerta quizá los mantendremos a raya el tiempo suficiente para abrir una ventana…
Pantalaimon se adelantó como una bala y Lyra lo llamó entre jadeos para exigirle que se detuviese. Entonces Will casi advirtió el lazo que unía a ambos, que hacía reaccionar a la niña a la menor tensión que le infligía el daimonion. Avanzaba a trompicones sobre la espesa hierba mientras Lyra se alejaba corriendo para inspeccionar, regresaba luego para ayudarlo y de nuevo se iba, hasta que por fin llegaron a la franja empedrada que rodeaba el templo.
La puerta del pequeño pórtico no estaba cerrada con llave, de modo que sin más preámbulo entraron en una peculiar estancia circular cuyas paredes estaban adornadas con varias estatuas de diosas dispuestas en hornacinas. Del centro exacto de la sala partía una escalera metálica de caracol que se prolongaba a través de una abertura practicada en el techo. Como no había llave con que asegurar la puerta, subieron precipitadamente por los peldaños y salieron al piso superior, de suelo de madera, que albergaba un mirador, un sitio idóneo para salir a tomar el aire y contemplar la ciudad, pues carecía de ventanas y paredes, y sólo sostenía el techo una serie de arcos, en cuya parte inferior había antepechos para apoyarse y, bajo éstos, un tejadillo que descendía con una suave inclinación hasta el canalón.
Observaron que tras ellos se extendía el bosque, cercano y tentador; a sus pies, se hallaba la villa, y más allá, el parque, que precedía a los tejados de tonos pardos rojizos de la ciudad, entre los que destacaba, a la izquierda, la torre de los Ángeles. Sobre sus almenas grises planeaban unos cuervos carroñeros, y Will sintió náuseas al comprender el motivo de su presencia.
Sin embargo, no había tiempo que perder en panorámicas; primero debían habérselas con los niños, que subían a la carrera hacia el templo, profiriendo gritos de rabia y excitación. El cabecilla aflojó el paso y, tras levantar la pistola, disparó dos o tres tiros en dirección al templo. Sus compañeros seguían avanzando mientras vociferaban:
—¡Ladrones!
—¡Asesinos!
—¡Os mataremos!
—¡Tenéis nuestra daga!
—¡Vosotros no sois de aquí!
—¡Vais a morir!
Will no les prestó atención. Había desenfundado ya la daga, con la que se apresuró a crear una pequeña ventana para ver dónde estaban… Retrocedió en el acto al observarlo. Lyra se asomó también y, como él, se apartó decepcionada. Se encontraban a unos quince metros del suelo, sobre una calle atestada de circulación.
—Claro —dedujo con amargura Will—, hemos subido una pendiente… No hay forma de salir. Tendremos que contenerlos como sea.
Al cabo de unos segundos los primeros niños entraban en tropel. Sus gritos, al resonar entre las paredes del edificio, cobraron mayor ferocidad. De pronto se oyó una detonación, y luego otra más; los chillidos adquirieron un matiz distinto y enseguida las escaleras comenzaron a temblar, lo que indicaba que ya habían iniciado el ascenso.
Mientras Lyra se acurrucaba, paralizada, junto a la pared, Will, que aún empuñaba la daga, llegó con dificultad hasta la abertura del suelo y, boca abajo, rebanó con ella el primer peldaño como si fuera papel. Privada de sostén, la escalera comenzó a doblarse bajo el peso de los niños apelotonados encima, hasta que se desplomó con estrépito. Siguieron más alaridos y muestras de confusión, y de nuevo la pistola vomitó una bala. Esta vez, sin embargo, el disparo fue accidental, al parecer, ya que alguien había resultado herido, pues el grito que sonó fue de dolor.
Will miró abajo y vio un amasijo de cuerpos que se retorcían, cubiertos de yeso, polvo y sangre. No se percibían como individuos diferenciados, sino que conformaban una masa, como la marea, e igual que ésta se elevaron enfurecidos a sus pies, dando saltos, tendiendo la mano, amenazando y escupiendo, incapaces de alcanzarlo.
Entonces alguien los llamó desde la puerta. Los que se hallaban en condiciones de moverse se dirigieron en manada hacia ella, mientras sus compañeros quedaban atrapados bajo las escaleras de hierro o se esforzaban aturdidos por levantarse del suelo sembrado de escombros.
Will no tardó en averiguar por qué habían salido corriendo. Oyó un ruido procedente del tejadillo que circundaba las arcadas y, al asomarse por la barandilla, vio el primer par de manos aferradas a la primera línea de tejas para auparse; alguien empujaba desde abajo. Después surgieron una cabeza y otro par de manos, y apoyados sobre las espaldas y hombros de sus compañeros, los niños fueron trepando hasta el tejado. Las ondulaciones de éste les dificultaban, no obstante, el avance, y por eso los primeros se desplazaban a gatas, sin desviar ni un segundo su ardiente mirada del rostro de Will. Lyra había acudido a su lado, y Pantalaimon, convertido en leopardo, apoyaba las patas sobre el antepecho con el fin de intimidar a la avanzadilla.
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —exclamó alguien y después los demás lo corearon, elevando cada vez más la voz, marcando el ritmo con taconazos y golpes en las tejas.
No se atrevían a acercarse más, amedrentados por el daimonion. De pronto se partió una teja y el chiquillo que estaba encima resbaló y cayó. Otro muchacho cogió la pieza desprendida y la arrojó a Lyra.
La niña se apartó hacia un lado y el proyectil de barro se estrelló contra la columna, a su lado; una lluvia de añicos cayó sobre Lyra. Will, que ya se había fijado en la barandilla de metal que rodeaba la abertura central del suelo, procedió a cortar dos piezas de una longitud similar a una espada y entregó una a Lyra. Luego echó hacia atrás la suya para tomar impulso y la descargó de costado sobre la primera cabeza que apareció ante él. El niño se desplomó en el acto, y enseguida lo relevó otro asaltante. Era Angélica, que, con el semblante pálido y la mirada enfebrecida enmarcada por su cabello pelirrojo, se encaramó al antepecho. Lyra la empujó con violencia con el tubo de hierro y la obligó a retroceder.
Will también se afanaba por contener el asalto. Con la daga enfundada, utilizaba el trozo de barandilla para golpear a sus enemigos, y si bien varios niños retrocedieron, otros ocuparon de inmediato su lugar, impulsados por una incesante marea que ascendía desde el suelo.
Entonces apareció el niño de la camiseta de rayas, aunque sin la pistola; tal vez la había perdido o se habían quedado sin balas. Clavó en Will una mirada de inquina que éste le devolvió. Ambos tuvieron la certeza de lo inevitable: iban a enzarzarse en una pelea a muerte.
—Acércate —lo invitó Will, ansioso por trabar combate—, ven de una vez…
Un segundo más y se iniciaría el duelo.
Pero de pronto ocurrió algo extrañísimo: un gran ganso gris descendió en picado con las alas desplegadas, emitiendo tan estruendosos graznidos que hasta los niños del tejado abandonaron un momento su frenesí para volverse a mirar.
—¡Kaisa! —exclamó con regocijo Lyra. Era, en efecto, el daimonion de Serafina Pekkala.
El ganso gris lanzó un penetrante graznido que se expandió en el aire, y pasó volando en círculo a tan sólo un centímetro del chico de la camiseta de rayas. Éste retrocedió espantado y bajó rápidamente del tejadillo. Los demás comenzaron a chillar alarmados al ver que en el cielo había algo más: diminutas formas negras que surcaban el espacio azul; al reparar en ellas Lyra comenzó a gritar llena de alborozo.
—¡Serafina Pekkala! ¡Aquí! ¡Socorro! ¡Estamos aquí! En el templo…
Con un ruidoso silbido una docena de flechas atravesó el aire, seguida de otra y luego otra más, en tan cortos intervalos de tiempo que casi cayeron a la vez en el tejado de la galería, provocando un contundente estrépito, como si fueran martillazos. Los niños notaron con estupefacción que la agresividad se disipaba al momento, sustituida por un horrible miedo ¿qué eran esas mujeres vestidas de negro que se precipitaban volando hacia ellos? ¿Cómo era posible tal prodigio? ¿Serían fantasmas? ¿Eran acaso una nueva clase de espantos?
Entre gimoteos y lloros saltaron del tejado. Algunos cayeron mal y se alejaron cojeando, otros rodaron por la pendiente en su afán por huir; ya no eran una turba, sino un montón de chiquillos temerosos y avergonzados. Un minuto después de la aparición del ganso gris, el último niño se marchó del templo y a partir de entonces sólo se oyó el paso del aire entre las ramas de las brujas que descendían en círculo.
Will las miraba maravillado, mudo de perplejidad, en tanto que Lyra no cesaba de brincar.
—¡Serafina Pekkala! ¿Cómo nos habéis encontrado? ¡Gracias, gracias! ¡Iban a matarnos! Bajad…
Serafina y sus acompañantes negaron con la cabeza y cobraron de nuevo altura antes de volver a planear en círculo. El daimonion ganso trazó un arco y, encarado hacia el tejado, abatió sus grandes alas para reducir velocidad y posarse en las tejas, bajo el antepecho.
—Saludos, Lyra —dijo—. Serafina Pekkala no puede tomar tierra, y tampoco las demás. Este sitio está lleno de espantos. Hay como mínimo un centenar alrededor del edificio y más flotando sobre la hierba. ¿Es que no los veis?
—¡No! ¡Nosotros no los vemos!
—Ya hemos perdido una bruja por su causa, y no debemos arriesgarnos más. ¿Podéis bajar de este edificio?
—Si saltamos del tejado como han hecho los otros. Pero ¿cómo nos habéis encontrado? ¿Y dónde…?
—Basta de preguntas. Todavía quedan problemas por resolver, y de gran magnitud. Bajad como podáis y dirigíos a los árboles.
Sortearon el antepecho y descendieron de costado entre las tejas rotas hasta el canalón. No era excesiva la altura y abajo había una suave pendiente con mullida hierba. Primero saltó Lyra y luego Will, que procuró protegerse la mano, pues volvía a sangrarle y dolerle con renovada furia. La venda, que se le había desenroscado, colgaba suelta tras él, y cuando se sentó para intentar recomponerla el ganso gris se posó a su lado.
—Lyra, ¿quién es éste? —preguntó Kaisa.
—Es Will. Vendrá con nosotros…
—¿Por qué os evitan los espantos? —preguntó el ganso gris, dirigiéndose directamente a Will.
—No lo sé —contestó éste, que a aquellas alturas apenas se sorprendía por nada—. Nosotros no los vemos. ¡Un momento! —Se puso en pie, impulsado por una idea—. ¿Dónde están ahora? —inquirió—. ¿Dónde está el más cercano?
—A diez pasos, un poco más abajo —le informó el daimonion—. Es evidente que no quieren aproximarse más.
Will desenfundó la daga, mirando en la dirección que le habían indicado, y oyó que el daimonion emitía una exclamación de asombro. Sin embargo, no pudo llevar a cabo lo que se proponía, porque en ese momento aterrizó una bruja a su lado. No le asombró tanto el hecho de que volase como su pasmoso donaire, la fría y hechizadora intensidad de su mirada y sus pálidos brazos y piernas, tan lozanos y a un tiempo tan distantes de una auténtica juventud.
—¿Te llamas Will? —preguntó.
—Sí, pero…
—¿Por qué te temen los espantos?
—Por la daga. ¿Dónde está el más cercano? ¡Dígamelo! ¡Quiero matarlo!
Lyra acudió corriendo, sin dar tiempo a responder a la bruja.
—¡Serafina Pekkala! —exclamó al tiempo que se arrojaba a sus brazos con tal vehemencia que la bruja soltó una ruidosa carcajada antes de darle un beso en la frente—. Oh, Serafina, ¿de dónde habéis salido de esa forma? Estábamos… esos niños… eran niños, ¿eh?, y nos iban a matar… ¿Los has visto? Creíamos que íbamos a morir, y… ¡Ay, qué contenta estoy de que hayas venido! ¡Pensé que no volvería a verte más!
Serafina Pekkala miró por encima de la cabeza el sitio donde se apelotonaban los espantos a una prudente distancia y luego desvió la vista hacia Will.
—Ahora escuchad —dijo—, hay una cueva en estos bosques, no lejos de aquí. Subid por la ladera y, al llegar a lo alto de la loma, continuad a la izquierda. Podríamos transportar a Lyra un rato, pero tú eres demasiado grande, de modo que tendréis que ir a pie. Los espantos no nos seguirán, porque a nosotras no nos ven cuando volamos y a vosotros os temen. Nos reuniremos allí. Queda a media hora de camino.
Tras estas recomendaciones volvió a elevarse. Will se protegió los ojos con la mano para observar cómo ella y las demás andrajosas y a un tiempo elegantes figuras trazaban una curva en el aire y se alejaban como flechas sobre los árboles.
—¡Oh, Will, ahora estaremos a salvo! ¡Todo se resolverá ahora que Serafina Pekkala está aquí! —exclamó Lyra—. Nunca pensé que volvería a verla… Ha llegado en el momento justo, ¿eh? Como la otra vez, en Bolvangar…
Parloteando alegremente, como si hubiera olvidado por completo el combate, comenzó a subir por la pendiente en dirección al bosque. Will la siguió en silencio, con la mano apoyada en el pecho, tratando de no pensar en el doloroso martilleo de la herida, por la que perdía un poco más de sangre con cada palpitación.
No tardaron media hora, sino tres cuartos, porque Will tuvo que pararse varias veces para descansar. Cuando llegaron a la cueva encontraron un fuego, un conejo ensartado encima y un pequeño puchero de hierro cuyo contenido removía Serafina Pekkala.
—Deja que te vea la herida —indicó sin más preámbulo a Will, que le tendió la mano con cierta turbación.
Pantalaimon, entonces un gato, observó con curiosidad. Will en cambio desvió la mirada, pues no le gustaba ver su mano mutilada, la ausencia de los dedos.
Las brujas hablaron con voz queda entre sí y luego Serafina Pekkala preguntó:
—¿Qué arma causó esta herida?
Will tomó la daga y se la ofreció en silencio. Las compañeras de la bruja la miraron con asombro y recelo, pues nunca habían visto una hoja como aquélla, con un filo tan extraordinario.
—Entonces necesitará algo más que hierbas para sanar. Será preciso un conjuro —declaró Serafina Pekkala—. Vamos a preparar uno. Estará listo cuando salga la luna. Mientras tanto, duerme un rato.
Le tendió una pequeña taza de cuerno que contenía una pócima caliente de sabor amargo suavizado con miel. Después de beberla Will se tendió y quedó sumido en un profundo sueño. La bruja lo cubrió con hojas antes de volverse hacia Lyra, que todavía roía el conejo.
—Y ahora, Lyra, explícame quién es este chico, qué sabes de este mundo y sobre esa daga que lleva.
Lyra respiró hondo y procedió a contárselo.