08. LA TORRE DE LOS ÁNGELES

¿Quién es ese hombre que tiene la daga? —inquirió Will poco después, cuando se dirigían a Oxford en el Rolls Royce.

Sir Charles estaba sentado en el asiento delantero, medio vuelto, y Will y Lyra viajaban detrás con Pantalaimon, que, convertido en ratón y más calmado ya, permanecía entre las manos de la niña.

—Alguien que no tiene más derecho sobre ella que yo sobre el aletiómetro —contestó sir Charles—. Por desgracia para todos, el aletiómetro se encuentra en mi poder, y la daga en el suyo.

—¿Cómo sabe usted que existe otro mundo?

—Yo sé muchas cosas que vosotros ignoráis. ¿Qué os creíais? Soy mucho más viejo y estoy considerablemente mejor informado. Existen varias puertas de comunicación entre ese mundo y éste; quienes conocen su paradero se trasladan sin dificultad de uno a otro. En Cittàgazze hay una corporación de eruditos, por así decirlo, que se desplazaban a voluntad.

—¡Usted no es de este mundo! —exclamó Lyra de repente—. Es del otro, ¿verdad?

Una vez más sintió aquel peculiar hormigueo en la memoria. Estaba casi segura de haber visto antes a aquel hombre.

—No, no —negó el viejo.

—Si hemos de quitar la daga a ese hombre, necesitamos más información sobre él. No nos la dará así como así, supongo.

—Desde luego que no. Es lo único que mantiene a raya a los espantos. No será tarea fácil, por supuesto.

—¿Los espantos tienen miedo de la daga?

—Un miedo extremo.

—¿Por qué atacan sólo a los mayores?

—No necesitáis saber eso ahora. Carece de relevancia. Lyra —añadió sir Charles, volviéndose hacia ella—, háblame de tu extraordinario amigo.

Se refería a Pantalaimon. Al oír la petición, Will cayó en la cuenta de que la serpiente que había visto salir de la manga del anciano también era un daimonion, y que sir Charles debía provenir del mundo de Lyra. Preguntaba por Pantalaimon con el fin de despistarlos, lo que significaba que no se había percatado de que Will había visto su propio daimonion.

Lyra estrechó a Pantalaimon contra su pecho, y éste se transformó en una negra rata, que enroscó la cola en torno a la muñeca de la niña mientras dirigía una furibunda mirada a sir Charles con los ojos inyectados en sangre.

—En principio no tendría por qué verlo —afirmó Lyra—. Es mi daimonion. La gente de este mundo ignora que tiene daimonions. El suyo es uno de esos escarabajos que se alimentan de estiércol.

—Si los faraones de Egipto se sentían complacidos de que se les representara con un escarabajo, yo también lo considero un honor —replicó—. Vaya, tú eres de un tercer mundo. Qué interesante. ¿De allí procede también el aletiómetro, o acaso lo robaste en el curso de tus viajes?

—Me lo regalaron —respondió Lyra con ira—. Me lo dio el rector del Jordan College de mi Oxford. Me pertenece, y usted ni siquiera sabría qué hacer con él, viejo estúpido y apestoso. No lograría leerlo ni aunque pasaran cien años. Para usted no es más que un juguete. En cambio Will y yo lo necesitamos. Lo recuperaremos, se lo seguro.

—Ya lo veremos —puntualizó sir Charles—. Aquí es donde te bajaste antes. ¿Os queréis apear?

—No —contestó Will, que había visto un coche de policía en esa calle—. Usted no puede ir a Ci’gazze a causa de los espantos, de manera que no importa que se entere de dónde está la ventana. Llévenos más al norte, hacia Ring Road.

—Como gustéis —repuso sir Charles. El automóvil siguió avanzando—. Cuando consigáis la daga, si es que la conseguís, marcad mi número y Allan vendrá a recogeros.

Permanecieron en silencio hasta que el coche se detuvo. Mientras salían del vehículo, sir Charles bajó la ventanilla y comentó a Will:

—Por cierto, si no lográis apoderaros de la daga, no vale la pena que volváis. Si os presentáis en mi casa sin ella, llamaré a la policía. Sospecho que acudirá de inmediato cuando les diga tu verdadero nombre. Es William Parry, ¿verdad? Sí, lo suponía. El periódico de hoy publicaba una foto tuya.

A continuación el coche se alejó. Will había quedado sin habla.

—No te preocupes —trató de tranquilizarlo Lyra—, no se lo dirá a nadie. Ya lo habría hecho si tuviera intención. Anda, vamos.

Diez minutos más tarde se encontraban en la plazuela de la Torre de los Ángeles. Will había explicado a Lyra lo del daimonion serpiente, y ella se había detenido en medio de la calle, atormentada por el atisbo de un recuerdo. ¿Quién era ese viejo? ¿Dónde lo había visto? No había forma; por más que lo intentaba, no lograba recordar.

—No he querido comentar a sir Charles que anoche vi un hombre allá arriba —confesó Lyra—. Se asomó mientras los niños armaban alboroto…

—¿Qué aspecto tenía?

—Tenía el pelo rizado y era joven, muy joven. Sólo lo vi un momento allí, en las almenas. Pensé que tal vez era… ¿Te acuerdas de Angélica y Paolo? A él se le escapó que tenían un hermano mayor, que también había venido a la ciudad, y Angélica lo obligó a callar, como si fuera un secreto. Pues bien, pensé que quizás era él. Tal vez él también busca la daga. Y apuesto a que todos los niños lo saben. Yo creo que por eso han vuelto aquí.

—Mmm —murmuró Will, alzando la vista—. Quizá.

Lyra rememoró lo que habían explicado los niños aquella mañana: que ningún chiquillo entraría a la torre porque les daba miedo. Evocó asimismo la sensación de inquietud que se había adueñado de ella al asomarse con Pantalaimon por el resquicio de la puerta antes de abandonar la ciudad. Tal vez por esa razón necesitaban un adulto para entrar allí. Su daimonion revoloteaba en torno a su cabeza, con las alas de polilla iluminadas por el intenso brillo del sol, murmurando con ansiedad.

—Chist —le mandó callar ella. En un susurro añadió—: No tenemos alternativa, Pan. Ha sido por nuestra culpa. Ésta es la única manera de recuperarlo.

Will se desplazó a la derecha, bordeando la pared de la torre. De la esquina partía un estrecho callejón adoquinado que Will enfiló, mirando hacia arriba para formarse una idea de las dimensiones del edificio. Lyra, que lo seguía, se detuvo bajo una ventana del segundo piso.

—¿Puedes subir allí para mirar? —preguntó a Pantalaimon.

El daimonion se transformó de inmediato en un gorrión que alzó el vuelo. A duras penas consiguió alcanzar la ventana; Lyra sofocó un grito al verlo posarse y respiró con dificultad mientras Pantalaimon permanecía en el alféizar. Cuando descendió dejó escapar un suspiro y aspiró profundas bocanadas de aire, como quien ha estado a punto de ahogarse. Will la observaba con perplejidad.

—Es muy duro cuando tu daimonion se aleja —le explicó la niña—. Duele.

—Lo siento. ¿Has visto algo? —preguntó.

—Escaleras —informó Pantalaimon— y habitaciones oscuras. De la pared colgaban lanzas y escudos, como en los museos. Y he visto al hombre. Estaba… bailando.

—¿Bailando?

—Se desplazaba de un lado a otro moviendo la mano. O quizás estuviera peleando con alguien. No lo he visto bien porque se encontraba al otro lado de una puerta.

—¿Peleando contra un espanto? —apuntó Lyra.

Como resultaba imposible despejar aquel interrogante, siguieron avanzando. Detrás de la torre un alto muro de piedra erizado de cristales rotos cercaba un pequeño jardín con una fuente rodeada de arriates. Pantalaimon alzó el vuelo para inspeccionar. Después recorrieron otro callejón que desembocaba en la plaza. Las ventanas de la torre eran estrechas y hondas, como ojos entornados.

—Tendremos que entrar por la puerta —concluyó Will.

Subió por los escalones y empujó la puerta, cuyos goznes chirriaron al tiempo que la luz del sol penetraba en el interior del edificio. Avanzó un par de pasos y, al no ver a nadie, siguió adelante. Lyra lo seguía, casi pegada a él. El suelo era de losas desgastadas por siglos de roce, y el aire, frío.

Will se fijó en unas escaleras que descendían y bajando unos peldaños descubrió que daban a una amplia sala de techo bajo donde había un gran horno apagado, con las paredes ennegrecidas por el humo. Como no había nadie allí, regresó al vestíbulo, donde Lyra le reclamó silencio cruzándose los labios con un dedo.

—Lo oigo —susurró mirando hacia arriba—. Habla solo, me parece.

Will aguzó el oído y percibió un quedo murmullo, casi un canturreo, interrumpido de vez en cuando por una áspera risotada o un breve grito de rabia. Parecía la voz de un loco.

Will tensó las mandíbulas y se encaminó hacia la escalera. Era muy ancha, con los peldaños tan gastados como las losas del suelo, de madera de roble ennegrecida, demasiado recia para producir algún crujido. A medida que ascendían aumentaba la penumbra, pues la única luz provenía de la angosta ventana que había en cada rellano. Subieron un piso y, tras detenerse para escuchar, continuaron hasta el siguiente, donde además de la voz del hombre oyeron unos rítmicos pasos. El ruido procedía de la habitación situada al otro lado del descansillo, que tenía la puerta entornada.

Will se acercó de puntillas y la abrió unos centímetros más para mirar.

Era una vasta estancia en cuyo techo se acumulaban las telarañas. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros con las cubiertas resquebrajadas y medio desprendidas, o bien deformadas por la humedad. Algunos volúmenes se hallaban fuera de los estantes, abiertos en el suelo o sobre las amplias y polvorientas mesas, y otros yacían sobre el piso de cualquier manera.

En el centro de la habitación había un joven, que, en efecto, como había explicado Pantalaimon, bailaba, o al menos esa impresión daba. De espaldas a la pared, deslizaba los pies hacia un lado y luego hacia el otro, mientras movía la mano derecha ante sí como si apartara un obstáculo invisible. En ella sostenía un cuchillo de aspecto normal, con una hoja de unos veinte centímetros de longitud, que desplazaba hacia delante, después hacia un lado y por último de arriba abajo, como si tantease en el aire.

Hizo ademán de volverse y Will retrocedió. Tras indicar a Lyra con una seña que lo siguiera, reanudó el ascenso hasta la otra planta.

—¿Qué hace? —preguntó ella en un susurro.

Will describió lo que había visto.

—Debe de estar loco —dedujo Lyra—. ¿Es delgado, con el pelo rizado?

—Sí. Es pelirrojo, como Angélica. Desde luego, tiene toda la pinta de un loco. Creo que esto es más extraño de lo que sir Charles dijo. Investigaremos arriba antes de hablar con ese chico.

Lyra dejó que Will la precediera. Enseguida llegaron al piso superior, mucho más luminoso, porque sólo una serie de escalones pintados de blanco lo separaba del techo, o mejor dicho, de la estructura de madera y vidrio semejante a un pequeño invernadero que coronaba el edificio. Aun desde el pie de las escaleras notaban el calor que absorbía.

De pronto oyeron un gemido proveniente de arriba.

Se sobresaltaron, pues estaban convencidos de que sólo había una persona en la torre. Pantalaimon se asustó tanto que se transformó en el acto de gato en pájaro y se refugió volando en el pecho de Lyra. En ese instante Will y su amiga se percataron de que se habían cogido de la mano y se soltaron.

—Será mejor que averigüemos de qué se trata —les susurró Will—. Yo iré primero.

—Tendría que ir yo delante —observó ella—, puesto que ha sido por mi culpa.

—Precisamente por eso debes obedecerme.

Lyra se mordió el labio con resignación.

Will ascendió por los peldaños, adentrándose en la cegadora luz del sol que se derramaba a través del cristal. Hacía tanto calor como en un invernadero, y le costaba respirar. Localizó una manija y, tras accionarla, se apresuró a salir, levantando la mano para protegerse los ojos del sol.

Se encontró en una cubierta de plomo, rodeada por el parapeto almenado. La superficie acristalada se hallaba en el centro y alrededor de ella las planchas metálicas descendían en suave pendiente hacia un canalón, con agujeros cuadrados que traspasaban la piedra para eliminar el agua de la lluvia.

Sobre el tejado yacía un anciano de pelo blanco, que presentaba contusiones y morados en la cara y tenía un ojo cerrado. Al acercarse más advirtieron que tenía las manos atadas a la espalda.

Al oírlos, el hombre volvió a gemir e intentó girarse para protegerse el rostro.

—No tema —murmuró Will—, no vamos a hacerle daño. ¿Le ha hecho esto el individuo del cuchillo?

El anciano lanzó un gruñido.

—Le quitaremos la cuerda. No la ha apretado mucho…

El nudo, realizado de forma inexperta y precipitada, cedió fácilmente. Ayudaron al viejo a levantarse y lo condujeron hacia la sombra del parapeto.

—¿Quién es? —le preguntó Will—. Pensábamos que sólo había una persona aquí.

—Giacomo Paradisi —murmuró el anciano entre su dentadura mellada—. Yo soy el portador, el único que existe. Ese joven me la robó. Siempre hay insensatos que se arriesgan de ese modo para apoderarse de la daga, pero éste está desesperado. Va a matarme…

—No lo hará —le aseguró Lyra—. ¿Qué es eso del portador? ¿Qué significa?

—Yo guardo la daga sutil en nombre de la Corporación. ¿Dónde se ha metido?

—Está abajo —respondió Will—. Hemos subido sin que se diera cuenta. Estaba moviendo la daga en el aire…

—Intentando abrir una brecha. No lo conseguirá. Cuando…

—Cuidado —avisó Lyra.

Will se volvió y observó que el joven ascendía hacia la cubierta de cristal. No los había visto aún, pero no había ningún lugar donde esconderse. Cuando se irguieron, advirtió el movimiento y se volvió hacia ellos al instante.

Pantalaimon se transformó en un oso, que adoptó una amenazadora actitud plantado sobre sus patas traseras. Lyra era la única que sabía que no conseguiría amedrentar a ese individuo. Éste lo miró con asombro un segundo, y Will percibió que no le producía impresión alguna. Estaba loco, no cabía duda. Tenía la pelirroja cabellera enmarañada, la barbilla surcada por un reguero de saliva y los ojos desorbitados.

Para colmo empuñaba la daga, y ellos no disponían de ningún arma.

Will se alejó del anciano y avanzó agachado por el tejado de plomo, listo para arremeter o esquivar.

El joven se encaminó hacia él, blandiendo la daga a diestro y siniestro. Siguió acercándose, implacable, obligándolo a retroceder hasta que lo acorraló en una esquina.

Lyra se aproximó al hombre por la espalda, avanzando a gatas con la cuerda en una mano. De pronto Will se precipitó hacia delante, como había hecho para defenderse del individuo que había irrumpido en su casa, y con igual resultado: su contrincante se echó hacia atrás y, tambaleándose, tropezó con Lyra para caer estrepitosamente al suelo. Todo ocurrió demasiado deprisa para que Will pudiera sentir miedo. Sí tuvo tiempo, en cambio, de advertir que la daga saltaba de la mano del demente y su punta se hundía en el plomo como si éste fuera mantequilla. Quedó clavada hasta la empuñadura.

El joven se revolvió y tendió la mano para cogerla, pero Will se abalanzó sobre su espalda y lo agarró por el pelo. Había aprendido a luchar en el colegio; se le habían presentado numerosas ocasiones de practicar desde que los otros niños intuyeron que algo raro le ocurría a su madre. A raíz de ello había descubierto que el objetivo de una pelea no consistía en demostrar un buen estilo, sino en obligar a rendirse al enemigo, para lo cual había que infligirle más daño del que éste causaba. Había comprendido, asimismo, que era preciso tener la voluntad de ocasionar mal y constatado que, a la hora de la verdad, pocas personas la mantenían; pero él sí la poseía.

Así pues, no se trataba de una experiencia novedosa, aunque nunca había luchado contra un hombre casi adulto armado con un cuchillo. Por tanto, debía impedir que lo recuperara. Hundió los dedos en la espesa y húmeda mata de pelo y tiró con todas sus fuerzas. El joven profirió un gruñido y se colocó de lado, mientras Will seguía atormentándolo, arrancándole un alarido de dolor y rabia. De pronto se incorporó y, al echarse con brusquedad hacia atrás, aplastó a su agresor contra el parapeto. Will quedó sin aliento y por el efecto del golpe disminuyó la presión de sus dedos, de tal modo que su adversario logró liberarse.

Will cayó de rodillas en el canalón. Le costaba respirar, pero no podía permanecer allí, de manera que se levantó trabajosamente y mientras trataba de conservar el equilibrio, se le coló un pie por un agujero del desagüe. Por un segundo pensó horrorizado que no había nada tras él y arañó con desesperación la caliente superficie de plomo. Sin embargo no cayó; su pierna izquierda colgaba en el aire, pero el resto de su cuerpo estaba a salvo.

Colocó el pie sobre el tejado y se puso en pie. El hombre asió la empuñadura de la daga, y cuando se disponía a desclavarla Lyra se abalanzó sobre él por la espalda y comenzó a prodigarle arañazos, patadas y mordiscos con la fiereza de un gato montés. Cuando trató de agarrarlo por el cabello, el individuo la apartó de un empellón y se apoderó del arma.

Lyra había caído a un lado; Pantalaimon permanecía junto a ella en forma de gato montés, lanzando bufidos con el pelo erizado. Will miró al joven a la cara y tuvo la certeza de que era el hermano de Angélica y un hombre muy peligroso. No apartaba la vista de Will mientras empuñaba la daga. Sin embargo, éste no estaba indefenso.

Había cogido la cuerda cuando Lyra la dejó caer y se envolvió con ella la mano izquierda para protegerla de posibles cortes. Se desplazó un poco de tal forma que el sol diera de cara a su contrincante y consiguió un fabuloso efecto, porque, además, los reflejos del tragaluz le deslumbraron.

Will se plantó de un salto a la izquierda del joven, que sostenía la daga en la mano derecha y le propinó un fuerte puntapié en la rodilla. Había calculado bien la distancia, y el golpe fue certero. El individuo se desplomó con un ruidoso gruñido y, tras levantarse, se alejó con movimientos desmañados.

Will lo siguió y comenzó a asestarle puñetazos y patadas mientras el demente retrocedía hacia la estructura de cristal. Si conseguía llevarlo hasta la escalera…

Aquella vez la caída fue más aparatosa y la mano que empuñaba la daga chocó contra el plomo, a los pies de Will. Éste le dio un tremendo pisotón que aplastó los dedos entre la empuñadura y el plomo y tras ajustarse la envoltura de cuerda en la mano le propinó otro. Su adversario soltó el arma con un alarido, y Will se apresuró a alejarla con el pie. Después de describir varios círculos sobre el tejado; la daga fue a parar al canalón, al lado de un orificio de desagüe. A Will se le había aflojado de nuevo la cuerda en la mano, y observó en el suelo y en sus zapatos numerosas salpicaduras de sangre de origen desconocido. Su contrincante trataba de levantarse…

—¡Cuidado! —exclamó Lyra.

Aprovechando que el hombre se esforzaba por mantener el equilibrio, Will se abalanzó sobre él. El tipo cayó de espaldas sobre el cristal, que se hizo añicos de inmediato, y la frágil armazón de madera también se rompió. Se desplomó al lado de la escalera y quiso agarrarse al marco de la puerta, pero éste ya no tenía donde sostenerse y cedió. El individuo siguió cayendo bajo una lluvia de vidrios rotos.

Will se dirigió como una flecha al canalón para recoger la daga, y allí acabó la pelea. El joven, lleno de cortes y magulladuras, subió por los escalones y, al ver a Will empuñar el arma, lo miró con inquina antes de dar media vuelta y marcharse.

—Ay —exclamó Will, sentándose—. Ay.

Había resultado herido y no se había percatado siquiera. Dejó caer el cuchillo y se llevó la mano izquierda al pecho. La maraña de cuerda estaba empapada de sangre, y cuando la retiró…

—¡Tus dedos! —musitó Lyra—. Oh, Will…

El meñique y el anular se desprendieron junto con la soga.

Sintió que se mareaba. La sangre manaba con profusión de los muñones, y sus pantalones y zapatos estaban ya manchados. Recostó la espalda y cerró los ojos un momento. El dolor no resultaba especialmente intenso, pensó con sorpresa: era como una profunda pulsión, persistente y martilleante, distinta del crudo fogonazo que se experimenta al sufrir un corte superficial.

Jamás se había encontrado tan débil. Dedujo que se había dormido unos minutos. Lyra le hacía algo en el brazo. Al incorporarse para mirarse la mano aumentó su aturdimiento. El anciano se hallaba cerca, pero Will no veía qué hacía. Entretanto Lyra no paraba de hablarle:

—Si al menos tuviéramos un poco de musgo de la sangre, ese que utilizan los osos… te aliviaría, Will, de verdad… Mira, te ceñiré este trozo de cuerda al brazo para detener la hemorragia, porque no puedo rodear el sitio donde tenías los dedos… no queda nada dónde atar… no te muevas…

La dejó hacer y miró en derredor, buscando los dedos. Ahí estaban, curvados, cual un par de comillas ortográficas, encima del plomo. Will se echó a reír.

—Eh, basta de risas —lo atajó Lyra—. Ahora debes levantarte. El señor Paradisi tiene un medicamento, un ungüento o no sé qué. Tienes que bajar. El joven se ha marchado. Lo hemos visto salir corriendo por la puerta. Le has vencido. Vamos, Will, vamos…

Con ruegos y exigencias lo animó a descender por las escaleras. Se abrieron camino entre los vidrios rotos y la madera astillada hasta llegar a una fresca y reducida habitación del rellano. En las paredes había anaqueles con botellas, jarros, tarros, morteros y balanzas de laboratorio, y debajo de la sucia ventana, una pila de piedra, donde el anciano trasvasó algo con mano trémula de una botella grande a otra más pequeña.

—Siéntate y bebe esto —indicó a Will al tiempo que le tendía un vaso que había llenado con un líquido oscuro.

El muchacho obedeció. El primer trago le provocó un intenso ardor en la garganta. Lyra le cogió el vaso de la mano para impedir que cayera al suelo.

—Bébelo todo —ordenó el viejo.

—¿Qué es?

—Licor de ciruela. Bebe.

Will tomó otro sorbo con cautela. Ahora comenzaba a notar un fuerte dolor en la mano.

—¿Podrá curarlo? —preguntó Lyra con tono de desesperación.

—Oh, sí, tenemos medicinas para todo. Tú, niña, abre el cajón de esa mesa y trae una venda.

Will vio la daga encima de la mesa que había en el centro de la habitación, y cuando se disponía a cogerla el anciano se le acercó cojeando, con un cuenco de agua en las manos.

—Bebe otra vez —ordenó.

Will apretó el vaso y cerró los ojos mientras el hombre le aplicaba algo en la mano. Sintió un escozor terrible, luego el áspero contacto de una toalla en la muñeca y algo que le limpiaba la herida con más suavidad. Después notó un frescor momentáneo, al que sucedió de nuevo el dolor.

—Este ungüento es muy valioso —comentó el anciano— y difícil de conseguir. Excelente para las heridas.

Se refería al contenido de un polvoriento y baqueteado tubo de una vulgar pomada antiséptica, una de tantas que Will habría encontrado en cualquier farmacia de su mundo. El anciano lo manipulaba, sin embargo, como si se tratara de mirra. El muchacho apartó la mirada.

Mientras el viejo curaba a Will, Lyra reparó en que Pantalaimon le indicaba por señas que acudiera a su lado. Convertido en cernícalo, estaba encaramado en el marco de la ventana y había advertido movimiento abajo. La niña se asomó y reconoció a Angélica, que corría hacia su hermano mayor, Tullio, que, de espaldas a la pared del otro lado del callejón, agitaba los brazos como si quisiera espantar una bandada de murciélagos que se precipitaran hacia su cara. Después dio media vuelta y comenzó a palpar las piedras de la pared, a observarlas con gran atención, a contarlas, a recorrer con el dedo sus cantos, con la cabeza hundida entre los hombros como si alguien lo atacara por detrás.

Angélica estaba desesperada, al igual que el pequeño Paolo. Le tiraban de los brazos tratando de alejarlo de lo que lo atormentaba.

Lyra sintió un escalofrío al comprender qué ocurría: los espantos atacaban al joven. Angélica lo sabía, aunque no los veía, y el pequeño Paolo gritaba y lanzaba golpes al aire en un vano intento por ahuyentarlos. Tullio estaba perdido sin remisión. Sus movimientos se tornaron cada vez más torpes, hasta que se quedó inmóvil. Angélica continuó a su lado, zarandeándolo, pero no había forma de despertarlo. Paolo lo llamaba una y otra vez, como si con ello fuera posible recuperarlo.

De pronto Angélica pareció intuir que alguien la observaba y levantó la vista. Por un instante las miradas de las dos niñas se cruzaron. Lyra sintió una sacudida, como si Angélica le hubiera propinado un golpe, por el intenso odio que destilaban sus ojos. Paolo también miró hacia arriba.

—¡Os mataremos! —exclamó con su vocecilla infantil—. ¡Vosotros tenéis la culpa de lo que le ha pasado a Tullio! ¡Os vamos a matar!

Los dos niños se volvieron y se alejaron corriendo de su hermano paralizado, mientras Lyra, abrumada por el miedo y los remordimientos, cerraba la ventana. Will y Giacomo Paradisi no habían oído nada. Éste aplicaba más ungüento a las heridas, y Lyra trató de olvidar lo que acababa de ver para centrarse en su amigo.

—Tiene que ceñirle algo al brazo —aconsejó— para detener la hemorragia. Si no, seguirá sangrando.

—Sí, sí; ya lo sé —replicó el anciano con tristeza.

Will desvió la vista mientras le colocaban una venda y apuró, sorbo a sorbo, todo el licor de ciruela. Al final se sentía aliviado y embotado, pese a que la mano le dolía mucho.

—Bien —dijo Giacomo Paradisi—, aquí tienes la daga. Tómala, es tuya.

—No la quiero —rehusó Will.

—No tienes opción —le advirtió el anciano—. Ahora eres tú el portador.

—¿No ha dicho antes que era usted el portador? —preguntó Lyra.

—Mi tiempo ha tocado a su fin —declaró—. La daga sabe cuándo debe dejar una mano para instalarse en otra, y yo sé cómo lo da a entender. ¿No me creéis? ¡Mirad! —Levantó la mano izquierda. Le faltaban el meñique y el anular como a Will—. Sí, yo también —añadió—. Luché y perdí los mismos dedos. Me quedó la marca del portador, aunque lo ignoraba.

Lyra tomó asiento, estupefacta. Will se asió a la polvorienta mesa con la mano ilesa, tratando de sobreponerse y recobrar el habla.

—Pero si yo… si nosotros hemos venido sólo porque… Un hombre robó a Lyra; quería la daga, y nos dijo que si se la llevábamos, nos…

—Conozco a ese hombre. Es un embustero, un tramposo. No os entregará nada, os lo aseguro. Desea la daga, y en cuanto la consiga os traicionará. Él nunca será el portador. Te pertenece a ti.

Con una profunda renuencia, Will se volvió hacia el arma y se la acercó para examinarla. Era una daga de apariencia normal, con una hoja de doble filo de un metal mate de unos veinte centímetros de largo, una corta guarnición en forma de cruz del mismo material y una empuñadura de palo de rosa. Al observarla con más atención, se fijó que en ésta había incrustados unos alambres dorados que formaban un dibujo que no reconoció hasta que hizo girar el arma. Entonces vio un ángel con las alas plegadas y, en el otro lado, otro con las alas levantadas. Los alambres, al sobresalir levemente de la madera, tornaban la empuñadura menos resbaladiza, y cuando la tomó en la mano la notó ligera, poderosa. También advirtió que la hoja no era en realidad mate. Debajo de la superficie del metal parecía vivir un torbellino de turbios colores: púrpuras como los de los cardenales, azules como los del mar, pardos como los de la tierra, verdes intensos como los de las hojas protegidas por un espeso follaje, grises como las sombras que se acumulan en la fosa de una tumba cuando cae la noche sobre un cementerio solitario… si de algo podía decirse que tenía color de sombra, ese objeto era la hoja de la daga sutil.

No obstante, se apreciaba una clara diferencia entre ambos filos. Uno era de un claro y reluciente acero, que se confundía con aquellos sutiles matices sombríos, y presentaba una agudeza sin parangón. Se veía tan acerado que Will desvió instintivamente la mirada. El otro era igual de aguzado, pero ofrecía una tonalidad plateada.

—¡Yo he visto antes este color! —exclamó Lyra, que observaba por encima del hombro de Will—. Es idéntico al de la guillotina con la que pensaban separarme de Pan… ¡Es el mismo!

—Este filo —explicó Giacomo Paradisi, tocando el acero con el mango de una cuchara— corta cualquier material existente en el mundo. Mirad.

Presionó la cuchara de plata contra la hoja. Will, que empuñaba la daga, apenas si notó una levísima resistencia antes de que la punta del mango de la cuchara cayera sobre la mesa.

—El otro filo —prosiguió el anciano— es aún más sutil. Permite cortar una abertura por la que se accede a otros mundos. Pruébala. Tú eres el portador y has de aprender a manejarla. Yo soy el único que puede enseñarte y me queda poco tiempo. Levántate y escucha.

—Yo no quiero…

Giacomo Paradisi le interrumpió al tiempo que meneaba la cabeza con impaciencia.

—¡Silencio! No quieres, no quieres… ¡No tienes elección! Préstame atención, porque el tiempo apremia. Ahora adelanta la daga… así. Tienes que cortar no sólo con la hoja, sino con el pensamiento. Debes desplazar la mente hasta la misma punta de la hoja. Concéntrate, chico. Canaliza la mente. No te preocupes por tus heridas; sanarán. Piensa sólo en la punta de la daga; es ahí donde te hallas. Ahora siente a la par con ella, sin forzar nada. Estás buscando una brecha tan pequeña que jamás la localizarías con los ojos, pero la punta de la daga la encontrará, si sitúas la mente en ella. Tienta el aire hasta que notes una diminuta discontinuidad en el mundo…

Will lo intentaba, pero sentía un zumbido en la cabeza y unas horribles palpitaciones en la mano izquierda. De repente evocó la imagen de sus dos dedos, posados en el tejado, y luego se acordó de su madre, su pobre madre… ¿Qué diría ella? ¿Cómo lo consolaría? ¿Cómo podría él consolarla alguna vez? Depositó el arma sobre la mesa, se agachó protegiéndose la mano mutilada y rompió a llorar. Eran demasiadas las penalidades que tenía que arrostrar. Con el pecho agitado por los sollozos, pensó en su pobre, desdichada y asustada madre, a la que había abandonado… La había dejado sola…

Estaba desolado. De pronto notó algo muy extraño y, tras enjugarse los ojos con la muñeca, vio que Pantalaimon había apoyado la cabeza sobre su rodilla. El daimonion, un perro lobo en ese momento, lo observó con una enternecedora mirada de pesar y luego le lamió la herida hasta que de nuevo recostó la cabeza sobre su rodilla.

Will ignoraba el tabú del mundo de Lyra, que prohibía que una persona tuviera el menor contacto físico con el daimonion de otra, y si no había tocado antes a Pantalaimon, había sido por educación. De hecho, Lyra había quedado estupefacta. Su daimonion, que había actuado por iniciativa propia, se transformó entonces en una minúscula polilla y se posó en su hombro. El anciano observaba la escena con interés, sin incredulidad. Había visto daimonions en otras ocasiones; había viajado también a otros mundos.

La acción de Pantalaimon había surtido efecto: Will tragó saliva y se levantó al tiempo que se enjugaba las lágrimas.

—De acuerdo, volveré a probar —declaró—. Indíqueme qué debo hacer.

Aquella vez obligó a su mente a obedecer las instrucciones de Giacomo Paradisi, con los dientes apretados, temblando y sudando a causa del esfuerzo. Lyra estaba impaciente por intervenir, porque conocía aquel proceso, al igual que la doctora Malone, y también el tal poeta Keats, y los tres sabían que la tensión resultaba contraproducente. De todas maneras se contuvo.

—Para —indicó con suavidad el anciano—. Relájate. No presiones. Se trata de una daga sutil, no de una pesada espada. Aprietas demasiado la mano. Debes aflojar los dedos. Deja que tu mente descienda por sí sola a la muñeca y pase luego a la empuñadura y después a la hoja, sin prisa, tranquilamente, sin forzar las cosas. Después sigue hasta la punta, donde el filo es más aguzado. Conviértete en la punta de la daga. Hazlo ahora mismo. Ve allí y siéntelo; luego vuelve.

Will lo intentó de nuevo. Lyra advirtió la tensión de su cuerpo, la presión de su mandíbula, y acto seguido percibió una autoridad que las superaba, con un efecto balsámico y relajante. La autoridad procedía de Will… o de su daimonion, quizá. ¡Cómo debía de acusar la ausencia de un daimonion! ¡Qué gran soledad debía de provocar no tenerlo! No era de extrañar que hubiera llorado, y Pantalaimon había obrado bien al consolarlo, aunque a ella le hubiera sorprendido tanto. Tendió la mano hacia su amado daimonion, que, en forma de armiño, subió con mansedumbre a su regazo.

Juntos observaron cómo Will dejaba de temblar. Si bien su concentración no había disminuido, seguía otra pauta, y la daga también presentaba un aspecto distinto. Quizá se debiera a aquellos turbios colores de la hoja, o a la naturalidad con que se adaptaba a la mano de Will; el caso era que los tenues movimientos que ahora efectuaba la punta no parecían erráticos, sino dotados de un propósito. Tanteó hacia un lado y, tras girar la daga, hacia el otro, siempre con el filo plateado por delante. Entonces dio la impresión de que había encontrado un leve obstáculo en medio del aire.

—¿Qué es esto? ¿Es lo que buscaba? —preguntó Will con voz ronca.

—Sí. No fuerces el proceso. Ahora vuelve, regresa a ti.

Lyra imaginó el alma de Will retrocediendo por la hoja hasta su mano, y luego por el brazo hasta su corazón. Entonces el niño enderezó el cuerpo y dejó caer la mano, parpadeando.

—He notado algo —comentó a Giacomo Paradisi—. La hoja se deslizaba por el aire y entonces he sentido…

—Estupendo. Ahora repítelo. Esta vez, cuando lo notes, adelanta la daga. Efectúa un corte. No vaciles, no te sorprendas, no sueltes la daga.

Will respiró hondo un par de veces, al tiempo que se colocaba la mano izquierda bajo el otro brazo, antes de proseguir. Estaba decidido a continuar adelante, y en cuestión de segundos empuñó de nuevo la daga.

En esta ocasión resultó más sencillo. Como ya lo había palpado una vez, sabía qué debía buscar, y tardó menos de un minuto en localizar aquel curioso y leve obstáculo. Era como buscar con gran delicadeza el espacio intermedio entre una puntada y la siguiente con un escalpelo. Tanteó, apartó la hoja, volvió a palpar para asegurarse y por último, siguiendo las indicaciones del anciano, efectuó un corte lateral con el filo plateado.

Por fortuna Giacomo Paradisi le había advertido que no se sorprendiera. Se esforzó por mantener asida la daga antes de depositarla en la mesa y dar rienda suelta a su estupefacción. Lyra ya se había puesto en pie, muda de asombro, porque en medio de aquella polvorienta y reducida habitación había aparecido una ventana idéntica a la que había debajo de los olmos: un boquete en el aire a través del cual se veía otro mundo.

Y puesto que se encontraban en la parte alta de la torre, el agujero se abría a varios metros del suelo en la zona norte de Oxford, concretamente sobre un cementerio, dominando la panorámica de la ciudad. No muy lejos se divisaban los olmos, además de casas, otros árboles, carreteras y, en la lejanía, las torres y pináculos del centro.

Si no hubieran visto antes otra ventana, habrían pensado que se trataba de una especie de ilusión óptica, aunque lo habría desmentido el hecho de que por ella entraba el aire que portaba el olor de los gases de los tubos de escape, algo inexistente en el mundo de Cittàgazze. Pantalaimon se transformó en cisne y la atravesó volando. Dio unas vueltas disfrutando del aire libre y cazó un insecto antes de regresar para posarse de nuevo en el hombro de Lyra.

Giacomo Paradisi observaba con una curiosa sonrisa impregnada de tristeza.

—Ahora que dominas la apertura, debes aprender a cerrarla —sentenció.

Lyra retrocedió para dejar espacio a Will, y el anciano se situó al lado del muchacho.

—Para eso necesitarás los dedos —explicó—. Con una mano basta. Busca a tientas el borde, como has hecho antes con la daga. No lo encontrarás si no desplazas tu alma a la punta de los dedos. Tantea con suma delicadeza hasta localizar el borde. Entonces debes unirlo apretando, con un pellizco. Prueba.

Will temblaba. No lograba recuperar el equilibrio mental que necesitaba, y su frustración iba en aumento. Lyra se percató de ello.

—Escucha, Will —dijo al tiempo que le tomaba del brazo derecho—, siéntate y yo te indicaré cómo debes hacerlo. Descansa un momento, porque te duele la mano y el dolor te desconcentra; es lógico. Dentro de poco te sentirás mejor.

El anciano levantó las manos para protestar, pero enseguida cambió de parecer y tomó asiento encogiéndose de hombros.

—¿Qué hago mal? —preguntó Will a su amiga.

Estaba manchado de sangre, tembloroso y desencajado. Tenía los nervios crispados; tensaba la mandíbula, movía continuamente un pie y respiraba de manera rápida y superficial.

—Es tu herida —aseguró la niña—. Lo haces muy bien, pero la mano no te deja concentrarte. No sé si existe alguna forma de remediarlo, salvo que procures dejarlo de lado…

—¿A qué te refieres?

—Pues a que intentas hacer dos cosas con la mente al mismo tiempo: acallar el dolor y cerrar esa ventana. Recuerdo una vez en que traté de leer el aletiómetro mientras estaba asustada… quizá fuera porque ya estaba acostumbrada a él, no lo sé, el caso es que aun estando asustada conseguí leerlo. Lo que hay que hacer es relajar la mente y decir sí, duele, ya lo sé. No te esfuerces por olvidar que te duele.

Will cerró los ojos un instante, y su respiración se apaciguó.

—De acuerdo. Probaré así.

Aquella vez resultó más fácil. Tanteó en busca del borde, lo encontró enseguida y actuó como le había indicado Giacomo Paradisi: juntó con un pellizco las orillas. Era la cosa más sencilla del mundo. Experimentó un breve sentimiento de exaltación y de inmediato la ventana desapareció. Se había cerrado la abertura al otro mundo.

El viejo le entregó una funda de cuero, reforzada con duro cuerno en la parte posterior, con hebillas para mantener la daga sujeta, pues de lo contrario con el más mínimo movimiento lateral la hoja atravesaría el más recio cuero. Will la envainó y la aseguró lo mejor que pudo.

—Éste debería ser un acto solemne —comentó Giacomo Paradisi—. Si dispusiéramos de días y semanas, comenzaría a relatarte la historia de la daga sutil, de la Corporación de la Torre degli Angeli y de la lamentable evolución de este corrupto e insensato mundo. Los espantos acudieron aquí por nuestra culpa, porque mis predecesores, alquimistas, filósofos, eruditos, indagaban en la naturaleza más profunda de las cosas, movidos por la curiosidad de conocer los lazos que mantenían juntas las minúsculas partículas de materia. ¿Sabéis qué quiero decir con un lazo? ¿Un vínculo, algo que une?

»Pues bien, ésta era una ciudad dedicada al comercio, de mercaderes y banqueros. Creíamos saber qué eran los lazos. Pensábamos que eran algo negociable, algo susceptible de ser comprado, vendido, intercambiado y apropiado… Sin embargo, nos equivocábamos. Los deshicimos, y con ello dejamos entrar a los espantos.

—¿De dónde provienen los espantos? ¿Por qué quedó abierta la ventana debajo de esos árboles, por la que pasamos nosotros? ¿Hay más en el mundo?

—La procedencia de los espantos constituye un enigma; provienen de otro mundo, de las tinieblas del espacio, ¿quién lo sabe? Lo importante es que están aquí y que nos han destruido. Preguntas si existen otras ventanas en este mundo… Sí, algunas más, porque a veces un portador de la daga obra a la ligera y, por precipitación o descuido, ni siquiera se molesta en cerrarla. La ventana que atravesasteis vosotros, la que está debajo de los olmos… bien, yo la dejé abierta en un momento de necedad imperdonable. Ese hombre de que hablabais… planeé tentarlo a venir aquí para que lo atacaran los espantos, pero me temo que es demasiado listo para caer en una trampa como ésa. Ambiciona la daga. No permitáis que se apodere de ella, por favor.

Will y Lyra intercambiaron una mirada.

—Bueno —concluyó el anciano, tendiendo las manos—, sólo me cabe entregarte la daga y enseñarte a utilizarla, como ya he hecho, y explicarte las normas de la Corporación, antes de su decadencia. Primera, no abrir nunca sin cerrar después. Segunda, no permitir jamás que otro utilice la daga; ésa es función exclusiva del portador. Tercera, no emplearla nunca con un propósito vil. Cuarta, mantenerla en secreto. Si existían otras normas, las he olvidado, y si las he olvidado es porque no son importantes. Tú tienes la daga, de modo que eres el portador. No debería poseerla un niño, pero nuestro mundo se desmorona, y la marca del portador es inconfundible. Ni siquiera sé cómo te llamas. Ahora marchaos. Yo moriré muy pronto; sé dónde encontrar veneno y no pienso esperar a que vengan los espantos, lo que harán en cuanto se aleje la daga. Marchaos.

—Pero, señor Paradisi… —habló Lyra.

—No hay tiempo —la atajó el anciano—. Habéis venido aquí con un objetivo, que, aunque tal vez vosotros ignoréis, los ángeles que os han traído aquí sí conocen. Eres valiente y tu amiga es lista, y tienes la daga. Marchaos.

—¿No pensará envenenarse de verdad? —inquirió Lyra con angustia.

—Vamos —dijo Will.

—¿Y qué ha querido decir con eso de los ángeles? —siguió preguntando Lyra.

—Vamos —insistió Will, tirándole del brazo—. Tenemos que irnos. Gracias, señor Paradisi.

Tendió la mano derecha, sucia de sangre y polvo, y el viejo se la estrechó con suavidad. También dio un apretón a Lyra y se despidió con un gesto de Pantalaimon, que le correspondió bajando su cabeza de armiño.

Will asió la empuñadura de la daga, que sobresalía de la funda de cuero, al tiempo que salía de la habitación, seguido de Lyra, y comenzó a bajar por las oscuras y amplias escaleras. Fuera, en la plazoleta, el sol calentaba con fuerza en medio de un tremendo silencio. Lyra miró en derredor con extrema cautela y no vio a nadie en la calle. Decidió no preocupar a Will contándole la escena que había presenciado, pues ya tenía bastantes quebraderos de cabeza. Lo condujo en dirección opuesta a la calle donde había visto a los niños, donde aún seguía el desdichado Tullio, inmóvil como un muerto.

—Qué pena… —se lamentó Lyra, volviendo la cabeza hacia la plaza—. Es horrible pensar que… tenía los dientes rotos, el pobre, y casi no veía por un ojo… Ahora tomará un veneno y morirá, y a mí me da…

Estaba a punto de llorar.

—Tranquila —interrumpió Will—. No sufrirá. Será como si se quedara dormido. Él mismo ha dicho que era preferible a los espantos.

—Oh, ¿qué vamos a hacer, Will? —inquirió la niña—. ¿Qué vamos a hacer? Tú estás herido, y ese pobre viejo… Detesto este sitio con toda mi alma. Me gustaría quemarlo hasta que no quedara nada. ¿Qué vamos a hacer?

—Bien, no tenemos alternativa —contestó él—. Tenemos que recuperar el aletiómetro, de modo que habrá que robarlo.