Lyra vio al despertar que la mañana era cálida y tranquila, como si en aquella ciudad no existiera más estación que aquel sosegado verano. Se levantó de la cama y, ya en la planta baja, oyó unas voces infantiles procedentes del mar y decidió averiguar qué hacían.
En el soleado puerto, tres niños y una niña pedaleaban con entusiasmo en un par de patines, aproximándose a toda velocidad a las escaleras. Al ver a Lyra redujeron la marcha un momento, pero enseguida volvieron a concentrarse en la carrera. Los ganadores chocaron con tal brusquedad contra los escalones que uno cayó al agua y, cuando intentó subir al otro patín, lo hizo volcar, de modo que todos acabaron salpicándose con alborozo, como si el miedo de la noche anterior no hubiera sido real. Aquellos chiquillos eran más pequeños que los que había visto en la plaza de la torre, observó Lyra antes de reunirse con ellos en el agua, seguida de Pantalaimon, que se había transformado en un reluciente pececillo plateado. A Lyra le costaba poco trabar conversación con otros niños, y éstos enseguida formaron un corro alrededor de ella, sentados en la cálida piedra, con la ropa chorreante, mientras el sol se las secaba. El pobre Pantalaimon tuvo que volver a meterse en el bolsillo y adoptar la forma de rana para adaptarse a la fría humedad del algodón.
—¿Qué vais a hacer con ese gato?
—¿De verdad podéis quitarle el mal fario?
—¿De dónde sois?
—Y a tu amigo, ¿no le dan miedo los espantos?
—Will no teme nada —aseguró Lyra—. Y yo tampoco. ¿Por qué os asustan los gatos?
—¿No sabes qué pasa con los gatos? —preguntó con incredulidad el chiquillo de más edad—. Tienen el demonio dentro, y por eso hay que matar a todos los que se crucen en tu camino. Si te muerden te traspasan el demonio. ¿Y qué hacías con ese gran leopardo?
Lyra cayó en la cuenta de que se refería al Pantalaimon de la noche anterior y meneó la cabeza con aire de inocencia.
—Debiste de soñarlo —contestó—. Las cosas se ven diferentes con la luz de la luna. En el lugar de donde venimos Will y yo no hay espantos, de modo que no sabemos casi nada de ellos.
—Si no los ves, estás a salvo —explicó un niño—. Si los ves, sabes que te vencerán. Eso decía mi papá, y después le pasó a él. La otra vez los había esquivado.
—¿Y están aquí, alrededor de nosotros?
—Sí —corroboró la niña. Tendió una mano y cerró el puño en el aire—. ¡He atrapado a uno! —exclamó alegremente.
—Ellos no pueden hacernos daño —señaló otro niño—, y nosotros tampoco a ellos.
—¿Y siempre ha habido espantos en este mundo? —preguntó Lyra.
—Sí —contestó un chiquillo.
—No —lo contradijo otro—. Aparecieron hace mucho tiempo, más de cien años.
—Vinieron por culpa de la Corporación —declaró el tercero.
—¿Por culpa de qué? —inquirió Lyra.
—¡Eso es mentira! —exclamó la niña—. Mi abuelita dijo que habían venido porque la gente era mala y Dios los envió para castigarnos.
—Tu abuela no sabe nada de nada —replicó un muchacho—. Tu abuela tiene barba, como una cabra.
—¿Qué es la Corporación? —insistió Lyra.
—Ya conoces la Torre degli Angeli —respondió un niño—, ya sabes, la de la plaza. Pues pertenece a la Corporación y dentro hay un sitio secreto. Los hombres de la Corporación son unos sabios con conocimientos de filosofía, alquimia, de todo. Y fueron ellos los que dejaron entrar a los espantos.
—No es cierto —disintió otro chico—. Los espantos vinieron de las estrellas.
—¡Sí lo es! Voy a explicar qué pasó: hace cientos de años un hombre de la Corporación se dedicó a partir un metal… plomo, para convertirlo en oro. Lo cortó muchas veces, en trozos cada vez más pequeños, hasta que no pudo continuar, pues no había nada más pequeño que eso. Era tan minúsculo que ni se veía siquiera. Sin embargo, también partió ese trozo, y dentro del pedacito más insignificante estaban todos los espantos, tan apretados y bien doblados que no ocupaban espacio. En cuanto lo cortó, ¡zas!, salieron corriendo y se quedaron aquí. Eso contaba mi padre.
—¿Hay algún miembro de la Corporación en la torre ahora? —preguntó Lyra.
—¡No! Huyeron como los demás —contestó la niña.
—En la torre no hay nadie. Ese sitio está encantado —afirmó un chiquillo—. Por eso el gato salió de allí. Nosotros no pensamos entrar. No, ningún niño entra allí, porque nos da miedo.
—A los de la Corporación no les da miedo entrar —señaló otro.
—Ellos conocen una magia especial, o algo así. Son unos avariciosos, que viven a costa de los pobres —replicó la niña—. Los pobres realizan todo el trabajo, y los de la Corporación viven allí sin hacer nada.
—¿No hay nadie en la torre? —insistió Lyra—. ¿Ninguna persona mayor?
—¡No hay una persona mayor en toda la ciudad!
—No se atreverían, claro.
Sin embargo, ella había visto a un joven allá arriba, estaba segura. Además, aquellos niños hablaban de una manera especial, como expertos mentirosos. Lyra, que enseguida reconocía a los embusteros, estaba convencida de que no decían toda la verdad.
De repente recordó que el pequeño Paolo había mencionado que tenía un hermano mayor, Tullio, que estaba también en la ciudad, y Angélica lo había obligado a callar… ¿Sería su hermano el joven que había visto?
Se despidió de los niños, que se apresuraron a remolcar los patines para dejarlos en la playa, y se dirigió a la casa para preparar café y ver si se había despertado Will. Éste seguía dormido, con el gato enroscado a sus pies. Lyra estaba impaciente por reunirse de nuevo con la licenciada, de modo que escribió una nota que colocó junto a la cama y, con la mochila a la espalda, salió en busca de la ventana.
La ruta que tomó la condujo a la plazuela por la que habían pasado la noche anterior. Observó que la luz del sol destacaba las borrosas esculturas de la fachada de la antigua torre, junto a la puerta: unas figuras antropomorfas con alas plegadas, cuyas facciones, aun erosionadas por siglos de intemperie, expresaban poder, compasión y fuerza intelectual.
—Ángeles —dijo Pantalaimon, posado en su hombro con la apariencia de un grillo.
—O espantos quizá —replicó Lyra.
—¡No! Los niños han dicho que esto era algo de Angeli —argumentó—. Apuesto a que significa «ángeles».
—¿Entramos?
Observaron la gran puerta de roble, con sus magníficas bisagras negras. Estaba entornada, y sólo les separaba de ella media docena de gastados escalones. Nada les impedía entrar, salvo su propio miedo.
Lyra subió de puntillas por las escaleras y se asomó por el resquicio. Únicamente alcanzó a ver una sala con losas de piedra, y sólo en parte, porque Pantalaimon batía las alas sobre su hombro, con la misma ansiedad que había evidenciado cuando perpetraron aquella diablura con los cráneos de la cripta del Jordan College; desde entonces ella se mostraba más prudente. Ese sitio le daba mala espina. Bajó por las escaleras y se encaminó a la soleada avenida bordeada de palmeras. Después de cerciorarse de que no miraba nadie, atravesó la ventana y salió al Oxford de Will.
Cuarenta minutos más tarde se encontraba de nuevo en la Facultad de Física, discutiendo con el bedel, aunque esta vez tenía un triunfo en la mano.
—Pregunte a la doctora Malone, si quiere —lo invitó con actitud dócil—. No tiene más que preguntarle. Ella se lo dirá.
El bedel se volvió hacia el teléfono y Lyra observó con cierta compasión cómo pulsaba los botones y empezaba a hablar. No disponía de una garita decente para sentarse dentro, como correspondía a un college de Oxford, sino sólo de ese gran mostrador de madera, como si aquello fuera un comercio.
—De acuerdo —accedió el conserje, volviéndose—. Dice que subas. Pero cuidado, no se te ocurra ir a otro sitio.
—No lo haré, tranquilo —aseguró con la recatada actitud de una niña obediente.
En lo alto de las escaleras se llevó una buena sorpresa, porque al pasar al lado de una puerta con un símbolo indicativo de mujer, ésta se abrió y por ella asomó la doctora Malone, que la invitó por señas a entrar.
Acudió a su encuentro, desconcertada. Aquello no era el laboratorio, sino un lavabo, y la doctora Malone estaba muy nerviosa.
—Lyra, en el laboratorio hay unas personas, inspectores de policía o algo así. Saben que viniste a verme ayer. Ignoro qué pretenden pero esto no me gusta nada… ¿Qué está pasando?
—¿Cómo se han enterado de que vine a verla?
—¡No lo sé! No conocen tu nombre, pero era fácil deducir que se referían a ti…
—Ah. Bueno, les mentiré. Será sencillo.
—Pero ¿qué ocurre?
—¿Doctora Malone? —llamó una voz femenina desde el pasillo—. ¿Ha visto a la niña?
—Sí —respondió la doctora Malone—. Le enseñaba dónde está el lavabo…
No había necesidad de ponerse tan nerviosa, pensó Lyra, pero quizás ella no estaba acostumbrada al peligro.
La mujer del pasillo, joven y muy bien vestida, dedicó una sonrisa a Lyra cuando ésta salió, pero su mirada reflejaba severidad y suspicacia.
—Hola —saludó—. Tú eres Lyra, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo se llama usted?
—Soy la sargento Clifford. Ven, entra.
Lyra consideró que aquella joven demostraba gran desfachatez al comportarse como si aquél fuera su laboratorio, pero asintió con fingida docilidad. En ese momento la asaltó el primer asomo de remordimiento. No debía estar allí, el aletiómetro quería que hiciera otra cosa. Permaneció, dubitativa, en el umbral de la puerta.
En la sala había un tipo alto y fornido de cejas blancas. Lyra, que conocía bien el aspecto de los licenciados, dedujo que ni el hombre ni la mujer pertenecían al mundo académico.
—Entra, Lyra —volvió a animarla la sargento Clifford—. No pasa nada. Éste es el inspector Walters.
—Hola, Lyra —dijo el hombre—. La doctora Malone me ha contado muchas cosas de ti. Me gustaría hacerte unas preguntas, si no te importa.
—¿Qué clase de preguntas? —inquirió.
—No son difíciles —aseguró, muy sonriente, el individuo—. Ven a sentarte aquí, Lyra.
Le aproximó una silla, en la que Lyra tomó asiento con recelo, al tiempo que oía cerrarse la puerta. La doctora Malone permaneció de pie cerca. Pantalaimon se agitaba en su forma de grillo dentro del bolsillo de Lyra, que, al notarlo bajo la tela, temió que su temblor fuera perceptible por los demás, de modo que le pidió con el pensamiento que dejara de moverse.
—¿De dónde eres, Lyra? —preguntó el inspector Walters.
Si respondía «de Oxford», lo comprobarían de inmediato. Sin embargo, tampoco podía contestar que procedía de otro mundo, pues esas personas eran peligrosas y querrían averiguar más cosas en cuanto se lo hubiera dicho. Entonces se acordó de la única población que conocía de ese mundo aparte de Oxford: la ciudad de origen de Will.
—Winchester —dijo.
—Has estado en la guerra, ¿eh, Lyra? —comentó el inspector—. ¿Cómo te has hecho esos morados? Tienes uno en la mejilla y otro en la pierna. ¿Te ha pegado alguien?
—No —respondió Lyra.
—¿Vas al colegio, Lyra?
—Sí. A veces —añadió.
—¿No tendrías que estar en el colegio ahora?
Lyra guardó silencio, invadida por un creciente desasosiego. Miró a la doctora Malone y percibió tensión e inquietud en su expresión.
—He venido aquí para ver a la doctora Malone —explicó.
—¿Estás pasando unos días en Oxford, Lyra? ¿Y dónde te alojas?
—Con una gente —contestó—, unos amigos.
—¿Cuál es su dirección?
—No me la sé de memoria. Aunque no me acuerdo del nombre de la calle, la encuentro sin problemas.
—¿Quiénes son esa gente?
—Unos amigos de mi padre.
—Comprendo. ¿Cómo localizaste a la doctora Malone?
—Porque mi padre es físico y la conoce.
Lyra tuvo la sensación de que el interrogatorio ya no era tan comprometido y, más tranquila, comenzó a mentir con mayor fluidez.
—Y ella te enseñó el experimento en el que estaba trabajando, ¿verdad?
—Sí. La máquina con la pantalla… Sí, todo eso.
—Te interesa esa clase de cosas, ¿no? ¿La ciencia y todo eso?
—Sí. La física sobre todo.
—¿Piensas dedicarte a la ciencia de mayor?
Esa pregunta merecía una mirada inexpresiva, que fue la que adoptó Lyra. El hombre no se dejó desconcertar y con sus ojos clarísimos miró un instante a la joven, para volver a centrarse de nuevo en Lyra.
—¿Te sorprendió lo que te enseñó la doctora Malone?
—Hombre, un poco, pero yo ya me esperaba algo así.
—¿Por tu padre?
—Sí. Porque él trabaja en algo parecido.
—¿Tú lo entiendes?
—Algo.
—Así pues, tu padre investiga la materia oscura.
—Sí.
—¿Ha llegado tan lejos en sus descubrimientos como la doctora Malone?
—No de la misma manera. Consigue mejores resultados en algunos aspectos, pero no tiene una máquina de ésas, con palabras en la pantalla.
—¿Se aloja también Will en casa de tus amigos?
—Sí, él… —Se interrumpió de repente, consciente de que acababa de cometer un terrible error.
También se percató la pareja, y se pusieron en pie en el acto para detener a la niña, que ya echaba a correr, pero la doctora Malone les estorbaba el paso, y la sargento tropezó y cayó, obstruyendo el avance del inspector. Lyra tuvo así tiempo de salir como una bala, cerrar de un portazo y dirigirse a toda prisa hacia las escaleras.
Por una puerta aparecieron dos hombres con bata blanca, contra los que chocó. De pronto Pantalaimon se transformó en un cuervo que con sus chillidos y batir de alas los sobresaltó tanto que retrocedieron, lo que permitió a Lyra zafarse de sus manos y bajar como una exhalación por el último tramo de escaleras para llegar al vestíbulo en el instante en que el bedel colgaba el auricular del teléfono y empezaba a caminar pesadamente detrás del mostrador, exclamando:
—¡Eh, tú! ¡Quieta ahí! ¡Detente!
La trampa por la que debía salir se hallaba en el otro extremo. De todas formas la chiquilla ya se encontraba frente a la puerta giratoria antes de que el hombre llegara a ella.
Entonces se abrieron las puertas del ascensor, de donde salió corriendo el individuo del pelo claro.
¡Y la puerta no giraba! Pantalaimon la avisó con un agudo grito: ¡estaba empujando en dirección contraria!
Con una exclamación de miedo cambió de compartimiento y dejó caer todo su escaso peso contra el cristal, rogando que girara, y éste se movió por fin cuando el bedel se disponía a atraparla. Éste se convirtió en un obstáculo para el individuo rubio, gracias a lo cual Lyra logró salir a la calle antes que ellos.
Cruzó la calzada, sin prestar atención a los coches, haciendo caso omiso de los frenazos y chirridos de neumáticos; enfiló un callejón flanqueado de altos edificios y salió a otra calle. Aunque era de doble dirección, esquivó con habilidad los vehículos, mientras el hombre del pelo claro proseguía implacable la persecución… ¡Aquel tipo daba miedo!
Entró en un jardín, saltó una valla, se introdujo por entre unos arbustos… siempre siguiendo las instrucciones de Pantalaimon, que, con la forma de un vencejo, sobrevolaba el terreno. Se mantuvo agazapada detrás de una carbonera, y el hombre siguió corriendo; oía sus pasos, pero no sus jadeos. Era tan rápido, tan resistente…
—Retrocede… Vuelve a la calle —le indicó Pantalaimon.
Tras salir de su escondrijo, atravesó corriendo el jardín, cruzó la verja que daba a la espaciosa vía llamada Banbury Road y de nuevo sorteó los coches entre los chirridos de neumáticos. Continuó corriendo por Norham Gardens, una calle tranquila bordeada de árboles y casas victorianas, en los aledaños de un parque.
Se detuvo para recuperar el aliento. Delante de un jardín había un alto seto de alheña y, entre éste y una cerca baja, un exiguo espacio donde se refugió.
—¡Nos ha ayudado! —exclamó Pantalaimon—. La doctora Malone se ha puesto en medio. Está con nosotros, no con ellos.
—Oh, Pan —se lamentó Lyra—, no tenía que haber dicho eso de Will. Debí tener más cuidado…
—No debías haber venido —sentenció con severidad el daimonion.
—Lo sé. Eso también…
No tuvo tiempo de seguir reprendiéndose, porque Pantalaimon se aproximó a su hombro y, transformado en grillo, se introdujo en su bolsillo, al tiempo que le advertía:
—Mira… ahí atrás…
Se puso en pie, dispuesta a echar a correr, y vio un amplio coche de color azul oscuro que se deslizaba silenciosamente por la calzada a su lado. Cuando se preparaba para alejarse a toda prisa, se bajó la ventanilla trasera del vehículo y por ella asomó una cara conocida.
—Lizzie —dijo el anciano del museo—. Qué placer volver a verte. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
A continuación abrió la portezuela y se desplazó para dejarle sitio en el asiento.
Pese a sentir el pellizco de advertencia que le propinaba Pantalaimon a través de la tela de la blusa, Lyra subió de inmediato al automóvil, agarrando la mochila, y el anciano se inclinó sobre ella para cerrar la portezuela.
—Parece que tienes prisa —observó—. ¿Adónde quieres ir?
—A Summertown, por favor —respondió.
El chófer llevaba una gorra de visera. El vehículo, que desprendía una sensación general de lisura, suavidad, potencia, y en cuyo reducido espacio se concentraba con fuerza el olor de la colonia del viejo, reemprendió la marcha sin producir el menor ruido.
—¿Qué me cuentas, Lizzie? —preguntó el anciano—. ¿Has averiguado algo más sobre esos cráneos?
—Sí —contestó, volviéndose para mirar por la ventanilla posterior.
No vio ni rastro del individuo rubio. ¡Lo había despistado! Ahora jamás la encontraría, estando como estaba en ese lujoso coche en compañía de un hombre rico, pensó con una sensación de triunfo.
—Yo también he realizado algunas indagaciones —explicó el anciano—. Un antropólogo amigo mío me ha comentado que tienen varios más en la colección, aparte de los que están expuestos. Algunos son muy antiguos. Del Neanderthal, ¿sabes?
—Sí, eso me han dicho a mí también —asintió Lyra, aunque no sabía de qué hablaba.
—¿Y cómo está tu amigo?
—¿Qué amigo? —inquirió Lyra, alarmada. ¿También había hablado de Will a aquel hombre?
—El amigo en cuya casa te alojas. ¿O era una amiga?
—Ah, sí, una amiga. Está muy bien, gracias.
—¿Y a qué se dedica? ¿Es arqueóloga?
—Oh… Es física. Estudia la materia oscura —respondió Lyra, todavía un tanto nerviosa.
En aquel mundo decir mentiras resultaba más difícil de lo que había pensado. Además, había otra cosa que la inquietaba: ese anciano le sonaba de algo, le evocaba un lejano recuerdo que no conseguía identificar.
—¿La materia oscura? —repitió él—. ¡Qué fascinante! Esta mañana he leído algo sobre eso en el Times. ¡El universo está repleto de esa misteriosa sustancia, y nadie sabe qué es! Seguro que tu amiga está a punto de detectarla, ¿verdad?
—Sí. Sabe mucho del tema.
—¿Y qué harás tú cuando seas mayor, Lizzie? ¿Te decantarás por la física también?
—Tal vez —contestó Lyra—. Depende.
El chófer tosió discretamente y redujo la velocidad.
—Mira, ya estamos en Summertown —observó el anciano—. ¿Dónde quieres que te dejemos?
—Oh, después de esas tiendas. Iré andando desde allí. Gracias.
—Gire a la izquierda y pare en South Parade, en la acera de la derecha, si es tan amable, Allan —ordenó el anciano.
—Muy bien, señor —dijo el chófer.
Un minuto después el automóvil se detenía silenciosamente delante de una biblioteca pública. El viejo abrió la portezuela de su lado, de modo que Lyra tuvo que sortear sus rodillas para salir. Aunque había mucho espacio, le resultó embarazoso, porque no quería rozarlo, por muy amable que fuera.
—No te dejes la mochila —le advirtió, tendiéndosela.
—Gracias.
—Espero que volvamos a vernos, Lizzie —se despidió el hombre—. Da recuerdos a tu amiga.
—Adiós —dijo ella.
Permaneció en la acera, y no se encaminó hacia los olmos hasta que el coche hubo doblado la esquina. Tenía un presentimiento con respecto al hombre del pelo claro y quería consultar con el aletiómetro.
Will releía las cartas de su padre sentado en la terraza. Con los distantes gritos de los niños que se zambullían en el puerto como ruido de fondo, repasaba las líneas de claros trazos que surcaban las delgadas hojas de papel de correo aéreo, tratando de imaginar al hombre que había escrito aquello, leyendo una y otra vez la referencia al niño, a él.
Oyó los pasos de Lyra, que se acercaba a la carrera, y guardó las cartas en el bolsillo. Luego se puso en pie, y casi de inmediato apareció Lyra, desencajada, en compañía de Pantalaimon, que en forma de gato montés enseñaba los dientes, demasiado alterado para esconderse. Ella, que raras veces lloraba, estaba sollozando de rabia; con el corazón desbocado y las mandíbulas apretadas, se precipitó hacia su amigo y se aferró a sus brazos.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —exclamaba—. ¡Quiero verlo muerto! Ojalá estuviera aquí Iorek… Ay, Will, me he portado mal, per-dona…
—¿Cómo? ¿Qué pasa?
—Ese viejo… no es más que un vulgar ladrón. ¡Me lo ha robado, Will! ¡Me ha robado el aletiómetro! Ese viejo apestoso tan bien vestido, con un criado que conduce el coche… Ah, he cometido tantas estupideces esta mañana… Ah, ay…
Lloraba con tal sentimiento que Will pensó que los corazones se rompían de veras, y que el de ella estaba partiéndose en ese momento, puesto que la niña cayó al suelo chillando, presa de espasmódicos estremecimientos, mientras Pantalaimon, convertido en lobo, lanzaba a su lado amargos y apenados aullidos.
A lo lejos, los niños dejaron de jugar en el agua y se volvieron para mirar. Will se sentó junto a Lyra y la zarandeó por los hombros.
—¡Basta! ¡Para de llorar! —le ordenó—. Cuéntamelo todo desde el principio. ¿Qué viejo? ¿Qué ha ocurrido?
—Te vas a enfadar tanto… Te prometí que no te delataría, te lo prometí, y voy y…
Se entregó de nuevo al llanto mientras Pantalaimon se transformaba en un cachorrillo desmañado que mantenía las orejas y la cola gachas, en actitud de sumisa humillación. Entonces, comprendiendo que Lyra había hecho algo de lo que se avergonzaba tanto que era incapaz de explicárselo, Will interrogó al daimonion.
—¿Qué ha pasado? Dímelo.
—Hemos visitado a la licenciada —refirió Pantalaimon—, y había otras personas allí, un hombre y una mujer, que nos han tendido una trampa. Nos han interrogado y después han preguntado por ti, y sin darnos cuenta hemos admitido que te conocíamos. Luego hemos escapado corriendo…
Cubriéndose el rostro con las manos, Lyra daba cabezazos contra el suelo. Agitado, Pantalaimon cambiaba de forma una y otra vez: de perro a pájaro, de pájaro a gato, de gato a blanquísimo armiño.
—¿Qué aspecto tenía el hombre? —preguntó Will.
—Era alto —contestó Lyra—, muy fuerte, y tenía los ojos claros…
—¿Te ha visto entrar por la ventana?
—No, pero…
—Bueno, entonces no sabrá dónde estamos.
—¿Y el aletiómetro qué? —vociferó ella, incorporándose al instante, con el rostro petrificado por la emoción, como una máscara griega.
—Sí —dijo Will—. Cuéntame esa parte.
Entre sollozos y rechinar de dientes le detalló lo ocurrido: el anciano que la había visto usar el aletiómetro en el museo el día anterior había detenido el coche a su lado y ella había subido para escapar del hombre rubio; después el automóvil había estacionado junto a una acera de tal modo que ella tuviera que pasar por encima de él para salir, momento que el viejo había aprovechado para quitarle el aletiómetro mientras le tendía la mochila…
Will percibía su desconsuelo, pero no comprendía por qué se sentía tan culpable, hasta que ella declaró:
—He hecho algo muy malo. Tendrás que perdonarme, Will. El aletiómetro me aconsejó que dejara de investigar sobre el Polvo y te echara una mano. Debía haberte ayudado a buscar a tu padre. Y podría haberlo hecho, podría haberte llevado hasta donde esté. Pero le desobedecí. Hice lo que me apetecía y no debí…
Will, que la había visto utilizar el instrumento, sabía que siempre respondía la verdad. Dio media vuelta, y Lyra le tomó por la muñeca, pero él se zafó y se alejó hacia el borde del agua. Los niños volvían a jugar en el puerto. Lyra corrió tras él.
—Will, lo siento… —se disculpó.
—¿Y de qué sirve? Me tiene sin cuidado que lo sientas o no. El caso es que lo has hecho.
—¡Will, hemos de ayudarnos el uno al otro, porque no hay nadie más!
—No entiendo cómo.
—Yo tampoco, pero…
Se interrumpió de repente, con los ojos destellantes, volvió corriendo a la terraza, donde había dejado la mochila, y comenzó a rebuscar frenéticamente en su interior.
—¡Sé quién es! ¡Y dónde vive! ¡Mira! —exclamó, sosteniendo una pequeña tarjeta blanca—. ¡Me la dio en el museo! ¡Podemos ir a su casa para recuperarlo!
Will tomó la tarjeta y leyó:
Sir Charles Latrom, CBE
Limefield House
Old Headington
Oxford
—Tiene el título de sir —observó—. Como es un aristócrata, la gente le creerá a él, no a nosotros. Además, ¿qué quieres que haga? ¿Que lo denuncie a la policía? ¡La policía me persigue! O si no me buscaban ayer, seguro que lo harán a partir de este momento. Y si lo denuncias tú, como ahora ya saben que me conoces, estaríamos perdidos.
—Podríamos ir a su casa para robarlo. Sé dónde está Headintong, porque en mi Oxford también existe. Está a menos de una hora de camino.
—Eres idiota.
—Iorek Byrnison iría ahora mismo y le arrancaría la cabeza de cuajo. Ojalá estuviera aquí. Él…
Se interrumpió de pronto al ver la mirada que le clavaba Will. Se quedó tan acobardada como cuando el oso acorazado la miraba de ese modo, porque en los ojos de Will, a pesar de su juventud, se percibía algo muy similar a lo que reflejaban los de Iorek.
—Jamás había oído una estupidez semejante —espetó el chico—. ¿Crees que puedes ir a su casa, entrar y robarlo como si tal cosa? Deberías pensar un poco, utilizar más el cerebro. Seguro que tiene toda clase de alarmas y dispositivos de seguridad. Si es rico, habrá instalado timbres que se disparan, cerraduras especiales y luces de rayos infrarrojos que se accionan de forma automática…
—Nunca había oído hablar de esas cosas —reconoció Lyra—. En mi mundo no existen. ¿Cómo podía yo saberlo, Will?
—Bien, pues entonces reflexiona sobre esto: ese tipo lo habrá escondido en cualquier rincón de su casa; ¿cuánto tiempo tendría que pasar un ladrón dentro revolviendo en todos los armarios, cajones y escondrijos? Los hombres que entraron en la mía la registraron durante horas y no encontraron lo que buscaban, y apuesto a que su casa es mucho mayor que la nuestra. Y con toda probabilidad también tendrá una caja fuerte. O sea, aunque consiguiéramos entrar, no lo encontraríamos antes de que llegara la policía.
Lyra bajó la cabeza; Will tenía toda la razón.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó.
Will no respondió. De todas formas, era consciente de que Lyra contaba con él; estaba ligado a ella tanto si le gustaba como si no.
Se encaminó hacia el borde del agua, regresó a la terraza y de nuevo volvió a la orilla del mar, al tiempo que juntaba y separaba las manos, intentando hallar una solución, pero no se le ocurría nada.
—No queda más remedio que ir a verlo a su casa —dijo por fin—. De nada serviría pedir ayuda a tu licenciada si ya ha hablado con ella la policía; seguro que los cree a ellos. Si entramos en su casa, veremos al menos dónde están las habitaciones principales.
Sin añadir palabra se dirigió a la casa y guardó las cartas debajo de la almohada, en la habitación donde dormía. De ese modo, si los atrapaban, les resultaría imposible encontrarlas.
Lyra aguardaba en la terraza, con Pantalaimon encaramado a su hombro en forma de gorrión.
—Lo recuperaremos, ya lo verás —auguró, más animada que antes—. Lo presiento.
Sin que Will hiciera ningún comentario, se pusieron en camino hacia la ventana.
Tardaron una hora y media en llegar a Headington a pie. Lyra encabezaba la marcha, evitando el centro de la ciudad, y Will vigilaba mirando en derredor, muy callado. Lyra encontraba todo aquello mucho más duro que las vicisitudes vividas en el Ártico, de camino a Bolvangar, pues entonces los giptanos y Iorek Byrnison estaban con ella, y aun cuando la tundra encerraba múltiples peligros, en aquellos parajes se identificaban a simple vista. Aquí, en cambio, en esa ciudad que era la suya y a la vez no lo era, el peligro podía adoptar un aspecto afable y la traición presentarse aderezada con sonrisas y perfumes. Por otro lado, aunque no fueran a matarla ni a separarla de Pantalaimon, la habían despojado de su única guía. Sin el aletiómetro, era… una simple niña, perdida y desamparada.
Limefield House lucía el cálido color de la miel, y una enredadera cubría la mitad de la fachada. Se elevaba en medio de un cuidado jardín, con un conjunto de arbustos a un lado y un camino de grava que conducía a la puerta principal. El Rolls Royce estaba aparcado delante de un espacioso garaje. Todo cuanto Will veía reflejaba riqueza y poder, el tipo de superioridad informal que algunos ingleses de clase alta consideraban un privilegio natural. Había algo allí que le crispaba, y no supo el motivo hasta que de pronto recordó una ocasión en que, siendo muy niño, su madre lo llevó a una casa semejante a aquélla. Ambos vestían sus mejores ropas, él debía portarse muy bien, y una pareja de ancianos había hecho llorar a su madre, que seguía llorando cuando se marcharon.
Lyra, que se percató de su respiración alterada y sus puños apretados, tuvo el buen juicio de no preguntarle el motivo; no era asunto suyo.
—Bien —dijo Will, tomando aire—. No perdemos nada por intentarlo.
Echó a andar por el camino de grava, seguido de Lyra. Ambos se sentían muy expuestos.
La puerta disponía de un antiguo tirador de campanilla, como los del mundo de Lyra, y Will no atinó a localizarlo hasta que ella se lo enseñó. Cuando lo hicieron sonar, la campanilla se oyó a cierta distancia, más allá del vestíbulo.
Les abrió el criado que conducía el coche, con el mismo uniforme pero sin la gorra. Primero miró a Will, luego a Lyra, y entonces su expresión cambió ligeramente.
—Queremos ver a sir Charles Latrom —anunció Will.
Adelantó la mandíbula, adoptando la misma actitud decidida de que había hecho gala la noche anterior frente a los niños que atacaban al gato junto a la torre. El criado asintió con la cabeza.
—Esperad aquí —indicó—. Avisaré a sir Charles.
A continuación cerró la puerta. Era de roble macizo y tenía dos recias cerraduras y dos cerrojos, arriba y abajo; Will pensó que, de todos modos, ningún ladrón sería tan insensato como para intentar forzarla. En la fachada había además una voluminosa alarma, y en todas las esquinas, unos grandes focos; ningún caco se atrevería a acercarse, y muchos menos a entrar.
Antes de abrirse la puerta sonaron unos rítmicos pasos. Will observó la cara de un hombre que poseía tanto que aún quería más, y le desconcertó advertir en ella una calma y entereza absolutas, ajenas a toda culpa o sentimiento de vergüenza.
Intuyendo la creciente impaciencia y enojo de Lyra, Will se apresuró a tomar la palabra.
—Discúlpeme, pero Lyra cree que cuando subió a su coche antes, se dejó algo por error.
—¿Lyra? No conozco a ninguna Lyra. Qué nombre más raro. Sí conozco a una niña llamada Lizzie. ¿Y quién eres tú?
—Soy su hermano, Mark —contestó Will, maldiciéndose por aquel descuido.
—Comprendo. Hola, Lizzie, o Lyra. Será mejor que paséis.
Se apartó hacia un lado, y Will y Lyra avanzaron con cierta vacilación, pues no esperaban aquella invitación. La entrada, en penumbra, olía a cera de abeja y flores. Todas las superficies estaban limpias y pulidas, y en una vitrina de caoba se exponían unas exquisitas piezas de porcelana. Will reparó en la presencia del criado al fondo, como si aguardara órdenes.
—Venid a mi estudio —indicó sir Charles al tiempo que abría otra puerta del vestíbulo.
Por más que se comportaba de forma educada, casi acogedora, Will percibió algo en sus modales que le puso en guardia. El espacioso estudio presentaba el mismo aspecto confortable que los salones donde se reunían a fumar los hombres, acomodados en sillones de piel. Parecía lleno de estanterías de libros, cuadros, trofeos de caza… Había tres o cuatro vitrinas con instrumentos científicos antiguos, como microscopios de bronce, telescopios forrados de piel verde, sextantes y brújulas; aquello explicaba su interés por el aletiómetro.
—Usted me ha robado… —comenzó a acusarlo Lyra con furia.
Will la acalló con una mirada y repitió:
—Lyra cree que se dejó algo en su coche. Hemos venido para recuperarlo.
—¿Te refieres a este objeto? —preguntó el anciano, extrayendo de un cajón un bulto envuelto en terciopelo negro.
Lyra se levantó en el acto, mientras el hombre, sin prestarle la menor atención, retiraba la tela para dejar al descubierto el dorado esplendor del aletiómetro, posado en la palma de su mano.
—¡Sí! —exclamó Lyra, extendiendo el brazo para cogerlo.
El viejo cerró la mano. El escritorio era ancho y Lyra no llegaba hasta el otro lado. Con impotencia lo vio volverse, colocar el aletiómetro en una vitrina y cerrarla con una llave que se guardó en el bolsillo del chaleco.
—Si no es tuyo, Lizzie —dijo—. O Lyra, si así te llamas.
—¡Es mío! ¡Es mi aletiómetro!
El viejo meneó la cabeza con actitud pesarosa, como si le entristeciera tener que hacerle un reproche, aunque fuera por su propio bien.
—Me parece que existen muchas dudas a ese respecto —señaló.
—¡Es suyo! —terció Will—. ¡Es cierto! ¡Me lo enseñó! ¡Sé que es suyo!
—Pues yo opino que debería demostrarlo —replicó el anciano—. Yo no necesito demostrar nada porque lo tengo en mi poder, de manera que se da por supuesto que me pertenece, al igual que las otras piezas de mi colección. Debo decir, Lyra, que me ha sorprendido descubrir que eres una mentirosa…
—¡Yo no soy mentirosa! —vociferó Lyra.
—Oh, sí. Me dijiste que te llamabas Lizzie y ahora me entero de que no es cierto. Francamente, dudo de que consigas convencer a alguien de que esa valiosa pieza te pertenece. Si quieres, avisaremos a la policía.
Volvió la cabeza para llamar al criado.
—No, espere… —se apresuró a intervenir Will.
De pronto Lyra rodeó corriendo el escritorio y Pantalaimon apareció en sus brazos en forma de un gato montés, que comenzó a lanzar bufidos y gruñidos al anciano. Sir Charles parpadeó con asombro, pero no se arredró.
—Usted no sabe siquiera qué robó —le espetó, furibunda, Lyra—. Sencillamente me vio usarlo y se le ocurrió quitármelo. Usted… usted es peor que mi madre, que al menos conoce su importancia. ¡Usted lo guardará en una urna y nada más! ¡Se merecería morir! Si puedo, me ocuparé de que alguien lo mate. No es digno de seguir viviendo. Es…
Se interrumpió, incapaz de seguir hablando, y le escupió a la cara con rabia.
Will permanecía en su asiento, mirando alrededor, memorizando la disposición de todos los objetos.
Sin perder la calma, sir Charles sacó un pañuelo de seda y se limpió.
—¿Acaso eres incapaz de controlar tus actos? —dijo—. Anda, mocosa, siéntate.
Lyra se arrojó al sofá mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Con la recia cola de gato erguida, Pantalaimon se quedó de pie en su regazo y fulminó al viejo con la mirada.
Will guardaba silencio, desconcertado. Sir Charles podría haberlos echado hacía rato. ¿A qué jugaba ese hombre?
Entonces vio algo tan extraño que pensó que era fruto de su imaginación. Por la manga de la americana de lino de sir Charles, más allá del inmaculado puño blanco de la camisa, asomó la cabeza verde esmeralda de una serpiente. Sin dejar de agitar su negra lengua, movió la escamosa cabeza para enfocar con sus negros ojos orlados de oro a Lyra, luego a Will y de nuevo a la niña. Ésta estaba demasiado ofuscada para percatarse de ello, y Will vislumbró al animal sólo un instante antes de que se escondiera bajo la manga del viejo. El muchacho se quedó estupefacto.
Sir Charles se arrellanó en el sillón contiguo a la ventana y se arregló con parsimonia la raya de los pantalones.
—Opino que deberíais escucharme en lugar de comportaros de forma tan atolondrada —dijo—. No tenéis otra opción. El instrumento se encuentra en mi poder y así seguirá. Como coleccionista, deseo tenerlo. Podéis escupir, patalear y gritar cuanto queráis, pero en el tiempo que tardéis en convencer a alguien de que os escuche, yo habré reunido un montón de documentos que demostrarán que lo compré. Me resultará fácil. Y después os será imposible recuperarlo.
Los niños permanecieron callados. El viejo aún no había acabado. La perplejidad aminoraba el ritmo de los latidos del corazón de Lyra.
—No obstante —prosiguió—, hay un objeto que deseo aún más. Y puesto que no puedo apoderarme de él por mi cuenta, estoy dispuesto a cerrar un trato con vosotros. Si me lo traéis, os devolveré el… ¿cómo dices que se llama?
—Aletiómetro —respondió con voz ronca Lyra.
—Aletiómetro. Qué interesante. Aletheia, verdad… esos emblemas, sí, ya lo entiendo.
—¿Qué quiere? —preguntó Will—. ¿Y dónde está?
—En un sitio adonde yo no puedo ir, pero vosotros sí. Me consta que habéis encontrado una puerta en algún sitio. Supongo que debe de estar cerca de Summertown, donde dejé a Lizzie, o Lyra, esta mañana, y sospecho que esa puerta permite el acceso a otro mundo, donde no hay personas mayores. ¿Me equivoco? ¿No? Pues bien, el hombre que la abrió tiene una daga. Se esconde en ese otro mundo y tiene un miedo atroz. No le faltan motivos, desde luego. Si los cálculos no me fallan, se oculta en una antigua torre que tiene unos ángeles esculpidos en torno a la puerta; la Torre degli Angeli.
»Así pues, debéis ir allí. Quiero esa daga, y no me importa cómo lo consigáis. Si me la traéis os entregaré el aletiómetro. Lamentaré perderlo, pero soy hombre de palabra.