¿Grrumman? —dijo el barbudo comerciante de pieles—. ¿De la Academia de Berlín? Un tipo temerario. Lo conocí hace cinco años por la región norte de los Urales. Lo creía muerto.
Sam Cansino, un viejo conocido de Lee Scoresby y tejano como él, estaba sentado a la barra del bar del hotel Samirsky, donde se respiraba un aire denso cargado de olor a nafta y a humo. Apuró de un trago el vaso de vodka helada y corrió con el codo el plato de pescado en escabeche y pan negro hacia Lee, que tomó un bocado e hizo un gesto con la cabeza para animarlo a seguir.
—Cayó en una trampa que había tendido ese estúpido de Yakovlev —prosiguió el comerciante de pieles— y se abrió la carne de la pierna hasta el hueso. En lugar de recurrir a los medicamentos normales, se empeñó en aplicarse eso que utilizan los osos, el musgo de la sangre, que en realidad no es un musgo, sino un liquen; bueno, pues estaba tumbado en un trineo y tan pronto aullaba de dolor como se dedicaba a dar instrucciones a sus hombres, que realizaban observaciones de estrellas. Debían tomar muy bien las medidas, porque de lo contrario les lanzaba una sarta de pullas, con la lengua tan áspera que tenía, peor que un alambre espinoso. Un hombre delgado, fuerte, enérgico, con una curiosidad inacabable. ¿Sabías que era tártaro de adopción?
—¿No me digas? —intervino Lee, volviendo a llenar de vodka el vaso de Sam.
Su daimonion Hester permanecía agazapado junto a su codo en la barra, con los ojos entornados como de costumbre y las orejas aplanadas sobre el lomo.
Lee había llegado esa tarde, arrastrado hasta Nova Zembla por el viento que habían invocado las brujas, y tan pronto como hubo almacenado su equipo se había dirigido al hotel Samirsky, situado cerca de la conservera de pescado, lugar de encuentro de los ociosos de la región ártica, que acudían allí para intercambiar noticias, buscar empleo o dejarse recados. Lee Scoresby había pasado varios días allí en varias ocasiones, esperando un contrato, un pasajero o un viento favorable, de modo que a nadie tenía por qué extrañarle su presencia.
Además, con los espectaculares cambios que se presentían en el mundo que los rodeaba, era natural que la gente se reuniera para hablar. No había día en que no llegaran noticias: el río Yeniséi no estaba helado, algo insólito en esa época del año; una parte del océano se había desecado, dejando al descubierto unas extrañas y uniformes formaciones rocosas en el fondo marino; un calamar de treinta metros de largo había atacado a tres pescadores en su barca y los había despedazado…
Y la niebla seguía expandiéndose desde el norte, densa, fría y, de tanto en tanto, bañada con la más extraña luz que imaginarse cabe, y dentro de ella se atisbaban unas grandes formas y se oían voces misteriosas.
Entre una cosa y otra aquél era un mal momento para trabajar, y por eso el bar del hotel Samirsky estaba lleno.
—¿Grumman, ha dicho? —preguntó el individuo sentado junto a ellos en la barra, un hombre mayor vestido con la indumentaria típica de los cazadores de focas, cuyo daimonion, un ratón campestre, asomaba con aire solemne por un bolsillo—. Era tártaro, sí señor. Yo estaba presente cuando se unió a esa tribu y vi cómo le perforaban el cráneo. Tenía otro nombre también… un nombre tártaro; me vendrá a la cabeza en cuestión de un minuto.
—Ah, caramba, qué curioso —comentó Lee Scoresby—. Permítame que le invite a una copa, amigo. Me interesa saber más cosas de ese hombre. ¿A qué tribu se incorporó?
—Los yeniséi pakhtars. Viven al pie de las montañas Semyonov, cerca de donde confluyen el Yeniséi y el… ahora no recuerdo cómo se llama… un río que baja de las montañas. En el embarcadero hay una roca del tamaño de una casa.
—Ah, sí —repuso Lee—. Ya me acuerdo. He pasado volando por allí. ¿De modo que a Grumman le perforaron el cráneo? ¿Por qué?
—Era un chamán —respondió el viejo cazador de focas—. Me parece que los de la tribu lo reconocieron como chamán antes de adoptarlo. El ritual de la trepanación es algo digno de ver. Dura dos noches y un día. Perforan frotando con un palo, como si encendieran fuego.
—Vaya, eso explica la obediencia ciega de sus hombres —dedujo Sam Cansino—. Aunque era el hatajo de canallas más salvajes que he visto, acataban sus órdenes sin rechistar, como niños acobardados. Yo pensaba que se debía a su maldición, pero si creían que era un chamán se entiende mejor. Ese hombre tenía una curiosidad tan tenaz como las mandíbulas de un lobo, ¿saben? No soltaba la presa por nada. Me forzó a contarle todo lo que sabía sobre el terreno de los alrededores y las costumbres de los glotones y los zorros. Y eso que sufría dolores a causa de la condenada trampa de Yakovlev; cuando tenía la pierna abierta de esa forma, apuntaba los efectos de ese musgo de la sangre, se tomaba la temperatura, observaba cómo se formaba la cicatriz, anotaba comentarios sobre todo cuanto le ocurría… Qué hombre más raro. Una bruja lo quiso por amante, pero él la rechazó.
—¿De veras? —replicó Lee con asombro, evocando la belleza de Serafina Pekkala.
—No debió hacerlo —sentenció el cazador de focas—. Si una bruja te ofrece su amor, debes aceptarlo. Si no, te sobrevendrán toda clase de desgracias. Es como tener que elegir entre una bendición o una maldición. Hay que escoger entre una u otra, no hay más remedio.
—Quizá tenía un motivo —apuntó Lee.
—Pues debía de ser de peso, o sencillamente era un insensato.
—Era un testarudo —afirmó Sam Cansino.
—Tal vez guardaba fidelidad a otra mujer —aventuró Lee—. Yo he oído algo más sobre él; que conocía el paradero de algún objeto mágico, no sé bien qué, capaz de proteger a quien lo posee. ¿Saben ustedes algo al respecto?
—Sí —contestó el cazador de focas—. Él no lo tenía, pero sabía dónde estaba. Un hombre intentó obligarlo a que se lo dijera, pero Grumman lo mató.
—Y lo de su daimonion también era curioso —comentó Sam Cansino—. Era una rapaz, una especie de águila negra con la cabeza y el pecho blancos; no he visto ningún ejemplar como ése, e ignoro cómo se llama.
—Era un pigargo —intervino el camarero—. Hablan de Stan Grumman, ¿verdad? Su daimonion era un pigargo, una águila pescadora.
—¿Qué fue de él? —preguntó Lee Scoresby.
—Oh, se vio envuelto en las guerras de los skraeling allá por las tierras de Bering —respondió el cazador de focas—. La última noticia que tuve de él fue que lo habían matado de un tiro.
—Pues yo oí que lo habían decapitado —señaló Lee Scoresby.
—No, los dos están equivocados —terció el camarero—, y yo lo sé de buena fuente, porque me lo contó un esquimal inuit que estaba con él. Al parecer estaban acampados en algún sitio de Sajalín cuando se produjo una avalancha. Grumman quedó enterrado bajo un centenar de toneladas de roca. Ese inuit fue testigo.
—Lo que no entiendo —dijo Lee Scoresby, al tiempo que pasaba la botella a los demás— es a qué se dedicaba. ¿Realizaba prospecciones de combustible en las rocas? ¿O era un militar? ¿O acaso se ocupaba más bien de cuestiones filosóficas? Has mencionado unas mediciones, Sam. ¿De qué eran?
—Medían la luz de las estrellas y de la aurora boreal. Le apasionaba la aurora, aunque sospecho que aún le interesaban más las ruinas, las cosas antiguas.
—Sé dónde podrían informarle mejor —afirmó el cazador de focas—. En lo alto de la montaña hay un observatorio que pertenece a la Academia Imperial Moscovita. Allá le contarán lo que desee. Me consta que visitó ese lugar más de una vez.
—¿Y por qué te interesa tanto, Lee? —inquirió Sam Cansino.
—Me debe dinero —repuso Lee Scoresby.
Aquella explicación resultó tan satisfactoria que atajó cualquier posible pregunta al respecto, y la conversación derivó hacia el tema del que no cesaban de hablar todos: los catastróficos cambios que se producían alrededor y que nadie podía ver.
—Los pescadores —comentó el cazador de focas— comentan que es posible llegar navegando hasta ese nuevo mundo.
—¿Es que existe un nuevo mundo? —preguntó Lee.
—En cuanto se despeje esta maldita niebla lo veremos perfectamente —aseguró con optimismo el cazador de focas—. Cuando apareció, yo estaba a bordo de mi kayak y por casualidad miraba hacia el norte. Nunca olvidaré lo que vi. En lugar de curvarse en el horizonte, la tierra continuaba indefinidamente. Yo no la veía acabar, y hasta donde me alcanzaba la vista, había tierra y mar, montañas, puertos, árboles verdes y campos de maíz; una extensión infinita que se perdía en el cielo. Créanme si les digo que sólo por aquella visión merecía haber pasado cincuenta años de duro trabajo. Habría remado por ese calmado mar del cielo sin pensármelo dos veces, pero entonces la niebla lo tapó todo…
—Nunca había visto una niebla igual —refunfuñó Sam Cansino—. Seguro que dura un mes, por lo menos. Pero tú vas listo si quieres que Stanislaus Grumman te devuelva el dinero, Lee, porque está muerto.
—¡Ah! ¡Ya lo tengo! —exclamó el cazador de focas—. Acabo de recordar el nombre tártaro con que lo llamaban durante la perforación. Era algo así como Jopari.
—¿Jopari? Nunca lo había oído —admitió Lee—. Quizá sea un nombre nipón. Bueno, si quiero recuperar mi dinero, podría tratar de localizar a los herederos o cesionarios. Tal vez la Academia de Berlín se encargue de saldar la deuda. Preguntaré en el observatorio si tienen una dirección a la que pueda solicitar el pago.
Lee necesitaba un trineo con perros y un conductor para llegar al observatorio. Si bien no resultaba fácil conseguirlos, superó el escollo gracias a su poder de persuasión, o más bien al de su dinero. De este modo, tras un prolongado regateo, contrató los servicios de un viejo tártaro de la región del Ob.
El conductor, por suerte, no dependía de la brújula, pues de lo contrario habría arrostrado serias dificultades. Se orientaba por otros medios, por ejemplo, su daimonion, una zorra ártica que husmeaba el camino acomodada en el trineo. Lee, que siempre llevaba consigo la brújula, ya se había percatado de que el campo magnético de la tierra estaba tan alterado como todo lo demás.
—Esto ocurrir antes, este desarreglo —declaró el viejo tártaro cuando se detuvieron para preparar café.
—¿Lo de abrirse el cielo? ¿Ocurrió antes?
—Muchos miles de generaciones antes. Mi pueblo recuerda. Hacer mucho, mucho tiempo.
—¿Y qué sucedió?
—El cielo abrirse y los espíritus desplazarse entre este y ese mundo. Todas las tierras se mueven. El hielo fundirse y después helarse otra vez. Los espíritus cerrar el agujero al cabo de un tiempo. Sellarlo. Pero los brujos decir que el cielo ser delgado allí, detrás de las luces del norte.
—¿Qué pasará, Umaq?
—Lo mismo que otra vez. Todo volver a quedar igual, pero antes haber grandes problemas, gran guerra. Guerra espiritual.
El conductor no le explicó nada más.
Pronto reanudaron la marcha, avanzando despacio por lomas y hondonadas, entre las que de vez en cuando distinguían, a través de la pálida niebla, el borroso perfil de algún peñasco, hasta que el anciano anunció:
—Observatorio allá arriba. Ahora usted ir a pie. Demasiadas curvas para trineo en camino. Si querer volver, yo esperar aquí.
—Sí, Umaq, quiero volver. Enciende un fuego y descansa un rato, amigo. Tardaré unas tres o cuatro horas.
Lee Scoresby partió, con Hester refugiada en su pecho, bajo la chaqueta, y después de media hora de escarpado ascenso, un grupo de edificios surgió de repente encima de él, como si una gigantesca mano los hubiera posado allí. El efecto se debió a una momentánea dispersión de la niebla, que enseguida volvió a espesarse. Lee vislumbró la gran cúpula del observatorio principal, otra más pequeña a cierta distancia, y entre ambas las dependencias administrativas y áreas de vivienda. De las ventanas no salía luz alguna, puesto que se hallaban permanentemente escudadas a fin de no enturbiar la oscuridad necesaria para los telescopios.
A los pocos minutos de su llegada, Lee charlaba con varios astrónomos ansiosos por escuchar las noticias que pudiera transmitirles, y su ansiedad no era poca, teniendo en cuenta que no hay filósofo natural más frustrado que un astrónomo rodeado de niebla. Después de contarles todo cuanto había visto, preguntó por Stanislaus Grumman. Los astrónomos, que llevaban varias semanas sin recibir visitas, no se hicieron de rogar para hablar.
—¿Grumman? Sí, le diré algo al respecto —respondió el director—. Era inglés, a pesar de su apellido. Recuerdo que…
—Imposible —disintió el subdirector—. Era miembro de la Academia Imperial Alemana. Yo lo conocí en Berlín, y estaba seguro de que era alemán.
—No, era inglés. En todo caso, dominaba a la perfección el idioma inglés —afirmó el director—. Aunque no negaré que pertenecía a la Academia de Berlín. Era geólogo…
—No, no, se equivoca —intervino otro astrónomo—. Aunque realizaba observaciones en la tierra, no era geólogo. Una vez mantuve una larga conversación con él y de sus palabras deduje que podría definirse como un paleoarqueólogo.
Eran cinco astrónomos, sentados en torno a una mesa de la estancia que hacía las veces de sala de estar, comedor, bar, salón de recreo y local para cualquier otra actividad en general. Dos de ellos eran moscovitas, uno, polaco, otro yoruba y el último skraeling. Lee Scoresby advirtió que aquella reducida comunidad se alegraba de recibir un visitante, aunque sólo fuera porque propiciaba nuevos temas de conversación. El último en hablar había sido el polaco, y fue el yoruba quien replicó:
—¿Qué es eso de paleoarqueólogo? Los arqueólogos estudian lo antiguo, de modo que no hay necesidad de añadir un prefijo que significa «antiguo».
—Es que su campo de investigación se centraba en un período mucho más antiguo de lo que es habitual en la arqueología —arguyó el polaco—. Buscaba restos de civilizaciones que datan de veinte y treinta mil años atrás.
—¡Bobadas! —declaró el director—. ¡Una patraña como una casa! Debió de tomarle el pelo. ¿Civilizaciones de treinta mil años de antigüedad? ¡Ja! ¿Dónde están las pruebas?
—Bajo el hielo —respondió el polaco—. Ahí reside la clave del asunto. Según Grumman, el campo magnético de la tierra experimentó marcadas variaciones en el pasado y, por otra parte, el eje de la tierra llegó de hecho a desplazarse, de tal forma que algunas zonas templadas quedaron cubiertas de hielo.
—¿Cómo? —inquirió el yoruba.
—Uf, él había elaborado una compleja teoría al respecto. La cuestión era que toda prueba de civilizaciones tempranas que hubieran existido quedó enterrada mucho tiempo antes bajo el hielo. Él afirmaba tener unos fotogramas de unas formaciones rocosas extraordinarias…
—¡Caramba! ¿Nada más que eso? —se mofó el director.
—Yo no apoyo su teoría, sólo cuento lo que sé —señaló el polaco.
—¿Cuánto hacía que conocían a Grumman, caballeros? —preguntó Lee Scoresby.
—A ver, déjeme pensar —dijo el director—. Han transcurrido siete años desde la primera vez que lo vi.
—Un par de años antes, más o menos, se forjó una reputación con un informe sobre el polo magnético —explicó el yoruba—. Surgió como de la nada, ya que nadie lo conocía hasta entonces como estudiante ni se sabía de su labor anterior…
Siguieron charlando un rato, aportando recuerdos y sugerencias en torno a los derroteros que hubiera podido tomar la trayectoria de Grumman, aun cuando la mayoría de ellos lo creían muerto. Mientras el polaco se ausentaba para preparar más café, Hester, el daimonion liebre, advirtió discretamente a Lee:
—Fíjate en el skraeling.
El skraeling apenas había hablado. Alertado por Hester, Lee, que lo había considerado una persona de tendencia taciturna, aprovechó la siguiente pausa en la conversación para mirar con disimulo a su daimonion, un búho níveo, y se percató de que éste lo observaba con fijeza y un intenso brillo en los amarillentos ojos. Bueno, los búhos ofrecían ese aspecto y se caracterizaban por mirar con fijeza, pensó Lee; en todo caso Hester estaba en lo cierto. El daimonion dejaba entrever una hostilidad y suspicacia que no se traslucían en la cara de su humano.
A continuación Lee reparó en otro detalle: el skraeling llevaba un anillo con el símbolo de la Iglesia en relieve. De pronto comprendió el motivo de su silencio. Según tenía entendido, todos los centros de investigación filosófica debían incluir entre su personal a un representante del Magisterio, el cual actuaba como censor e impedía la difusión de cualquier descubrimiento herético. Entonces Lee recordó algo que había oído decir a Lyra, y preguntó a bocajarro:
—Y díganme, caballeros, ¿no sabrán si Grumman indagó alguna vez el tema del Polvo?
En el cargado ambiente de la habitación se instaló un tenso silencio y todos los presentes centraron la atención en el skraeling, si bien ninguno lo miró directamente. Convencido de que Hester permanecería inescrutable, con los ojos entornados y las orejas aplanadas sobre el lomo, Lee adoptó una alegre expresión de inocencia mientras observaba a los presentes.
Finalmente detuvo la mirada en el skraeling y añadió:
—Disculpe, ¿he preguntado algo sobre lo que pesa alguna prohibición?
—¿Dónde oyó mencionar esta cuestión, señor Scoresby? —inquirió a su vez el skraeling.
—Aludió a ello un pasajero que llevé en mi globo hace un tiempo —contestó sin inmutarse Lee—. No comentó de qué se trataba, pero por la manera en que hablaban del tema me pareció un asunto que podía despertar el interés del doctor Grumman. Supuse que era una especie de fenómeno celeste, como la aurora. De todas formas, quedé desconcertado, porque siendo aeronauta conozco bastante bien los cielos y nunca me he topado con esa cosa. ¿En qué consiste exactamente?
—En un fenómeno celeste, como bien ha apuntado usted —explicó el skraeling—. Carece de toda repercusión práctica.
En aquel momento Lee decidió que era hora de marcharse; no había averiguado nada y no quería hacer esperar a Umaq. Así pues, tras dejar a los astrónomos en su observatorio envuelto por la niebla, emprendió la marcha por el sendero, guiado por su daimonion, que veía mejor por tener los ojos más próximos al suelo.
Cuando llevaban tan sólo diez minutos de camino, algo pasó volando junto a su cabeza en la niebla y se precipitó sobre Hester. Era el búho daimonion del skraeling.
Hester, que había intuido el ataque, se había pegado al suelo a tiempo de evitar las garras del ave. Hester podía hacerle frente, ya que también poseía unas afiladas zarpas, fuerza y valentía. Suponiendo que el skraeling no andaría lejos, Lee desenfundó el revólver.
—Detrás de ti, Lee —lo avisó Hester.
Lee se volvió como una centella y se agachó al tiempo que sobre su hombro pasaba silbando una flecha.
Disparó en el acto. El skraeling se desplomó gimiendo, con la bala alojada en una pierna. Al cabo de un momento el daimonion búho descendió en espiral para posarse con movimientos torpes y desmayados a su lado, medio tendido en la nieve, esforzándose por plegar las alas.
Lee Scoresby levantó el arma y apuntó a la cabeza del hombre.
—Y ahora me explicará, insensato, a qué ha venido esto. ¿No comprende que todos corremos los mismos peligros ahora que se han producido estos trastornos en el cielo?
—Es demasiado tarde —declaró el skraeling.
—¿Demasiado tarde para qué?
—Demasiado tarde para parar. Ya he mandado un ave mensajera. El Magisterio se enterará de sus pesquisas y se alegrará al saber lo de Grumman…
—¿A qué se refiere con «lo de Grumman»?
—A que otras personas lo buscan. Eso confirma lo que sospechábamos, y también que otros conocen lo del Polvo. Usted es un enemigo de la Iglesia, Lee Scoresby. Por sus obras los conoceréis. Por sus preguntas veréis la serpiente que les roe el corazón…
El búho emitía un quedo ulular y batía espasmódicamente las alas. Sus brillantes ojos amarillos se tornaban opacos a causa del dolor. La nieve se teñía de rojo en torno al skraeling: aun en aquella brumosa penumbra Lee advirtió que estaba a punto de morir.
—La bala le habrá dañado una arteria —dijo—. Me arrancaré la manga para colocarle un torniquete.
—¡No! —rechazó con aspereza el skraeling—. ¡Moriré gustoso! ¡Me concederán la palma de los mártires, y usted no me privará de ella!
—Muérase entonces si es lo que quiere. Dígame sólo si…
Se interrumpió al observar que, con un tétrico y leve estremecimiento, el búho daimonion desaparecía. El skraeling había entregado el alma. Lee había visto una vez una pintura donde se representaba a un santo de la Iglesia que sufría el ataque de unos asesinos. Mientras éstos se ensañaban con su cuerpo moribundo, el daimonion del santo ascendía al cielo conducido por unos querubines que le ofrecían una rama de palmera, el símbolo del martirio. El rostro del skraeling había adoptado la misma expresión de arrobo que el santo del cuadro. Lee se apartó del cadáver, mientras Hester hacía chasquear la lengua.
—Debimos suponer que mandaría un mensaje —dijo—. Quítale el anillo.
—¿Para qué diablos lo queremos? —preguntó Lee—. No somos ladrones, que yo sepa.
—No, somos renegados —replicó el daimonion—, no por elección propia, sino por culpa de la maldad de este hombre. En cuanto la Iglesia se entere de esto, estaremos acabados, de modo que mientras tanto aprovecharemos para sacar el mayor partido posible. Quítale el anillo y guárdatelo, venga. Quizá nos sirva de algo.
Lee reconoció que tenía razón, de manera que arrebató el anillo al muerto. Escrutando la oscuridad, vislumbró que el camino estaba bordeado por un rocoso despeñadero, hasta el que rodó el cadáver. La caída se prolongó mucho tiempo antes de que sonara el ruido del impacto. A Lee nunca le había agradado la violencia, y detestaba matar, pese a que ya se había visto obligado a hacerlo tres veces.
—No tiene sentido pensar en eso —observó Hester—. No nos ha dejado alternativa, y no hemos disparado con intención de matar. Demonios, Lee, él quería morir. Esa gente no está en sus cabales.
—Sí, seguramente tienes razón —concedió al tiempo que enfundaba la pistola.
Al pie del sendero encontraron al conductor del trineo, con los perros enganchados, listos para partir.
—Me gustaría preguntarte algo, Umaq —dijo Lee mientras emprendían la marcha hacia la conservera de pescado—. ¿Has oído hablar de un hombre llamado Grumman?
—Oh, sí —respondió el conductor—. Todo el mundo conocer a doctor Grumman.
—¿Sabías que tenía un nombre tártaro?
—No tártaro. ¿Jopari, querer decir? No tártaro.
—¿Qué fue de él? ¿Está muerto?
—A esta pregunta no poder responder porque no saber.
—Comprendo. ¿A quién puedo preguntar entonces?
—Mejor preguntar a su tribu. Mejor preguntar a los yeniséi.
—Su tribu… ¿Te refieres a la gente que lo inició? ¿A los que le perforaron el cráneo?
—Sí. Mejor preguntar a ellos. Quizás estar muerto o quizá no. Quizá no estar ni vivo ni muerto.
—¿Cómo es posible que no esté ni vivo ni muerto?
—En el mundo del espíritu. Quizás en mundo del espíritu. Yo ya decir demasiado. Ahora callar.
Y así lo hizo.
Tan pronto como llegaron a la conservera, Lee se dirigió a los muelles en busca de un barco que lo llevara a la desembocadura del Yeniséi.
Entretanto, las brujas proseguían también con su búsqueda. La reina latviana Ruta Skadi viajó junto a Serafina Pekkala y su grupo durante muchos días y muchas noches, a través de la niebla y los torbellinos, sobrevolando regiones devastadas por inundaciones o desplazamientos de tierras. Se hallaban en un mundo desconocido para todas, con extraños vientos, raros olores, grandes aves inidentificables que las atacaban tan pronto como las veían y sólo desistían al toparse con una lluvia de flechas. Además, cuando descendían a tierra para descansar, ni siquiera reconocían las plantas.
De todas formas, algunas eran comestibles, había unas criaturas similares a los conejos que servían para preparar una sabrosa comida, y no escaseaba el agua. Aquél habría sido un buen territorio para vivir, de no haber sido por las espectrales formas que se desplazaban como la bruma sobre los prados y se concentraban cerca de los riachuelos y las hondonadas donde se remansaba el agua. Según la fuerza de la luz apenas si se discernían, reducidas a un matiz de variable intensidad, a una rítmica evanescencia, como velos de transparencia que girasen frente a un espejo. Las brujas, que nunca habían visto nada similar, sintieron un recelo inmediato hacia ellas.
—¿Crees que tienen vida, Serafina Pekkala? —preguntó Ruta Skadi mientras volaban a gran distancia del suelo, por encima de una de aquellas aglomeraciones, situada en el linde de un terreno arbolado.
—Vivas o muertas, rebosan maldad —contestó Serafina—. Desde aquí lo percibo. Hasta saber qué clase de arma hace mella en ellas, preferiría no acercarme más.
Por suerte para las brujas, aquellas fantasmagóricas criaturas parecían ancladas a la tierra, sin capacidad para volar. Antes de terminar el día presenciaron de lo que eran capaces.
Ocurrió en la confluencia de un río y un polvoriento camino, junto a un puente de piedra, al lado de un pequeño soto. El sol del atardecer, al derramar sus rayos oblicuos, pintaba de un intenso verdor los prados y teñía de oro las motas de polvo del aire; entre esa magnífica luz las brujas divisaron una comitiva de viajeros que se dirigían al puente, unos a pie, otros en carro y un par de ellos montados a caballo. No habían reparado en las brujas, pues no tenían motivos para levantar la vista, pero como eran las primeras personas que aquéllas veían en ese mundo, Serafina ya se disponía a descender para hablar con ellos cuando se oyó un grito de alarma.
El grito procedía del jinete que encabezaba el grupo. El hombre señalaba los árboles, y las brujas, siguiendo con la mirada la dirección a que apuntaba, vieron esparcirse sobre la hierba un rosario de aquellas espectrales formas, que se desplazaban sin traba aparente hacia las personas, su presa.
Los viajeros se desperdigaron. Serafina observó con asombro cómo el jinete que iba en vanguardia volvía grupas de inmediato y se alejaba al galope, abandonando a su suerte a sus acompañantes. El segundo jinete no tardó en imitar su ejemplo, huyendo a toda prisa en otra dirección.
—Volad más bajo y observad, hermanas —indicó Serafina a sus compañeras—. Pero no intervengáis hasta que yo lo ordene.
Advirtieron que en la caravana viajaban también niños, unos en carro y otros a pie. Era evidente que los niños no veían a los fantasmas y éstos, por su parte, no demostraban el menor interés por ellos: su objetivo eran los adultos. Una vieja sentada en un carro sostenía a dos pequeños en su regazo, y Ruta Skadi se escandalizó por su cobardía, ya que intentaba esconderse tras ellos y cuando se le aproximó un espectro, los adelantó ante sí, como si los ofreciera para salvar su propia vida.
Los niños se zafaron de la anciana, saltaron del vehículo y se unieron a los demás chiquillos, que corrían despavoridos sin rumbo fijo o bien permanecían inmóviles, abrazados entre sí, mientras las criaturas atacaban a los adultos. La vieja del carro pronto quedó envuelta por una transparente y hormigueante masa que se alimentaba, afanosa, de un modo que, aunque invisible, inspiró una profunda repugnancia a Ruta Skadi. El mismo destino sufrieron todos los mayores del grupo, a excepción de los dos que habían huido a caballo.
Fascinada y horrorizada, Serafina Pekkala descendió un poco más. Vio a un hombre que trataba de vadear el río con su hijo a cuestas, hasta que un fantasma los alcanzó y mientras el niño se aferraba a la espalda del padre, llorando, éste aflojó el paso y se detuvo, paralizado e indefenso, con el agua hasta la cintura.
¿Qué le ocurría? Serafina sobrevolaba el río a escasa distancia, contemplando con horror la escena. Los viajeros de su propio mundo le habían relatado la leyenda del vampiro, y eso le evocó la visión de aquel ser que devoraba algo indefinible, algún atributo del hombre, su alma, o su daimonion tal vez; porque no cabía duda de que en ese mundo los daimonions se hallaban en el interior de las personas, no fuera. Los brazos del hombre perdieron fuerza bajo los muslos del pequeño, que cayó tras él al agua. En vano quiso cogerle la mano, gritando y llorando, pero su padre se limitó a volver despacio la cabeza para mirar con absoluta indiferencia a su hijo, que se hundía a su lado.
Serafina ya no pudo aguantar más. Bajó en picado para sacar al niño del agua.
—¡Cuidado, hermana! —la avisó Ruta Skadi de pronto—. A tu espalda…
Serafina sintió por un instante un horrible embotamiento en el borde del corazón y tendió la mano hacia Ruta Skadi, que tiró de ella para alejarla del peligro. Mientras se elevaban con el niño, que se sujetaba con los dedos como tenazas a la cintura de Serafina, chillando, ésta vio la criatura que había dejado atrás, como una nube de vapor que se arremolinaba veloz en el agua, en busca de la presa perdida. Ruta lanzó una flecha en el centro de aquella forma, sin obtener ningún resultado.
Serafina depositó al chiquillo en la orilla del río y, tras cerciorarse de que no corría peligro, se reunió en las alturas con sus compañeras. La pequeña comitiva había interrumpido de manera definitiva su viaje; los caballos pastaban o meneaban la cabeza para espantar moscas, los niños gritaban u observaban en silencio cuanto les rodeaba, cogidos de la mano, y los adultos se mantenían inmóviles, con los ojos abiertos; algunos estaban de pie, aunque la mayoría se había sentado, y todos transmitían una terrible sensación de quietud. Cuando los últimos fantasmas se hubieron marchado, saciados por fin, Serafina se posó delante de una mujer sentada en el suelo; era fuerte, de aspecto saludable, mejillas sonrosadas y lustroso pelo rubio.
—¿Señora? —la llamó Serafina sin obtener respuesta—. ¿Me oye? ¿Me ve?
La zarandeó por los hombros, y entonces, con un inmenso esfuerzo, la mujer desplazó la vista hacia ella. Apenas pareció darse cuenta de algo. Tenía la mirada perdida y, cuando Serafina le pellizcó el brazo, sólo bajó un instante la vista para volver a fijarla en el vacío.
Las otras brujas avanzaban entre los carros desperdigados, observando con consternación a las víctimas. Los niños, mientras tanto, se habían concentrado en un pequeño montículo y observaban a las brujas con temor, cuchicheando.
—El jinete está mirando —anunció una bruja, señalando un punto donde el camino discurría por un collado.
El hombre que se había dado a la fuga había refrenado el caballo y se cubría los ojos con una mano para observar lo que ocurría.
—Hablaremos con él —propuso Serafina alzando el vuelo.
Pese a su comportamiento ante los fantasmas, aquel hombre no era un cobarde. En cuanto vio a las brujas acercarse, se descolgó el fusil del hombro y espoleó la montura para salir a su encuentro a campo abierto, donde dispondría de más libertad para moverse y disparar. Serafina Pekkala, en cambio, tomó tierra con suavidad y situó su arco al frente antes de depositarlo en el suelo ante sí.
Aunque en aquel mundo no utilizaran aquel gesto, resultaba imposible no comprender su significado. El desconocido bajó su arma y aguardó, observando primero a Serafina, luego a sus compañeras y, por último, a los daimonions, que volaban en círculo. Mujeres, jóvenes y feroces, vestidas con jirones de seda negra, que volaban montadas en ramas de pino… en su mundo no existía nada igual. Si bien aquella novedad le inspiró recelo, no perdió la calma. Serafina, que se había acercado más, percibió pena y fortaleza en su rostro, y le costó conciliar esas emociones con el recuerdo de su huida mientras sus compañeros perecían.
—¿Quién sois? —preguntó.
—Me llamo Serafina Pekkala. Soy la reina de las brujas del lago Enara, situado en otro mundo. ¿Cómo se llama usted?
—Joachim Lorenz. ¿Brujas? ¿Tienen trato con el diablo pues?
—Si así fuera, ¿nos consideraría sus enemigas?
El hombre reflexionó un momento y luego situó el fusil en perpendicular a las piernas.
—En otro momento quizá sí —respondió—, pero los tiempos han cambiado. ¿Por qué han venido a este mundo?
—Porque los tiempos han cambiado. ¿Qué son esas criaturas que han atacado a su grupo?
—Los espantos… —contestó con gran asombro, encogiéndose de hombros—. ¿No conocen a los espantos?
—No existen en nuestro mundo. Cuando le vimos huir, no sabíamos qué pensar. Sin embargo, ahora lo comprendo.
—No hay modo de defenderse de ellos —explicó Joachim Lorenz—. Sólo los niños se libran de sus acciones. La ley ordena que en cada comitiva de viajeros vayan un hombre y una mujer a caballo y que huyan en cuanto aparezcan, pues de lo contrario los niños no tendrían quien cuidara de ellos. Corren malos tiempos… las ciudades están atestadas de espantos, cuando antes sólo había una docena en cada población.
Ruta Skadi, que miraba en derredor, observó que el otro jinete retrocedía en dirección a los carros y comprobó que era, en efecto, una mujer. Los chiquillos echaron a correr hacia ella.
—¿Y qué buscan ustedes? —inquirió Joachim Lorenz—. No me ha respondido antes. No habrían venido aquí sin motivo. Contésteme ahora.
—Buscamos a una niña de nuestro mundo —explicó Serafina—. Se llama Lyra Belacqua, y también responde al nombre de Lyra Lenguadeplata. Ignoramos dónde puede estar, en un mundo tan extenso. ¿No habrán visto a una niña extraña, que va sola?
—No. Pero la otra noche vimos ángeles, que volaban hacia el Polo.
—¿Ángeles?
—Varias tropas, armados y resplandecientes. En los últimos años se han visto pocos, aunque en los tiempos de mi abuelo pasaban a menudo por este mundo, o al menos eso aseguraba él.
Se cubrió los ojos con la mano y miró hacia los carros desperdigados y los supervivientes. La mujer había desmontado ya y consolaba a algunos niños.
—Si acampamos con ustedes esta noche —propuso Serafina— y hacemos guardia por si se presentan los espantos, ¿nos contará más cosas de este mundo y de esos ángeles que vieron?
—Desde luego. Vengan conmigo.
Las brujas los ayudaron a conducir los carros por el puente para alejarlos de los árboles de donde habían salido los espantos. Los adultos que habían sufrido su ataque debían quedarse allí, por más doloroso que resultase ver cómo los niños se aferraban a su madre, que ya no reaccionaba, o tiraban de la manga de su padre, que permanecía mudo, con la mirada extraviada y fría. Los más pequeños no entendían por qué tenían que separarse de sus progenitores, mientras que los mayores, algunos de los cuales ya habían perdido a los suyos y habían presenciado ya escenas similares, guardaban silencio con expresión desolada. Serafina tomó en brazos al chiquillo que había caído al río, y éste siguió llamando a voz en grito a su papá, alzando el brazo por encima del hombro de la bruja hacia la silenciosa figura que continuaba, inmóvil e indiferente, en medio del agua. Serafina sintió la humedad de las lágrimas del niño en su piel.
La mujer montada a caballo, que vestía unos calzones de tosca lona y cabalgaba como un hombre, no dirigió la palabra a las brujas. Con semblante sombrío, animaba a los chiquillos a avanzar con palabras severas, sin dejarse ablandar por su llanto. El sol del crepúsculo bañaba el ambiente de una dorada luz bajo la cual todo se veía nítido, libre de deslumbramiento, y los rostros de los niños, el hombre y la mujer parecían también inmortales, fuertes y hermosos.
Más tarde, junto a las relucientes brasas de un fuego rodeado de piedras, bajo las grandes colinas envueltas en calma, Joachim Lorenz relató a Serafina y Ruta Skadi la historia de su mundo.
Antaño éste había sido feliz, aseguró. Las ciudades eran elegantes y espaciosas; los campos, bien cuidados, daban abundantes cosechas. Los barcos mercantes abarrotaban en su ir y venir los azules océanos y los pescadores sacaban del agua redes repletas de bacalao y atún, lubina y salmonete; los bosques rebosaban de caza y ningún niño padecía hambre. En los patios y plazas de las grandes ciudades, los embajadores de Brasil y Benín, Eirelandia y Corea se mezclaban con los vendedores de tabaco, con los comediantes de Bérgamo y con las pitonisas. Por la noche, los enamorados se reunían a hurtadillas bajo las rosaledas o en jardines iluminados, y el aire impregnado del perfume de jazmín vibraba con los acordes de las mandolinas.
Las brujas escuchaban con sumo interés aquella descripción de un mundo tan semejante al suyo y a la vez tan diferente.
—Pero luego todo se torció —prosiguió el hombre—. Hace trescientos años, todo se echó a perder. Algunas personas culparon de ello a la Corporación de Filósofos de la Torre degli Angeli, la Torre de los Ángeles, que se encuentra en la ciudad que acabamos de abandonar. Otros afirman que fue un castigo que se nos impuso por un terrible pecado, aunque existen discrepancias respecto a cuál fue ese pecado. El caso es que de repente aparecieron los espantos, que desde entonces nos acosan. Puesto que han visto ustedes cómo actúan, no les costará comprender qué significa vivir en un mundo donde hay espantos. ¿Cómo vamos a prosperar, si no podemos fiarnos de que nada siga su curso normal? En cualquier momento un padre puede caer víctima de ellos, y entonces su negocio se va a pique y todos sus empleados y agentes se quedan sin empleo. ¿Y cómo pueden confiar los enamorados en que sean duraderos sus juramentos? Nuestro mundo perdió toda confianza y toda virtud con la llegada de los espantos.
—¿Quiénes son esos filósofos? —preguntó Serafina—. ¿Dónde dice que está esa torre?
—En la ciudad de donde venimos, Citàgazze. La ciudad de las urracas. ¿Saben por qué la llaman así? Pues porque las urracas roban, y a eso mismo nos dedicamos nosotros ahora. No creamos nada, no construimos nada desde hace siglos; sólo nos cabe hurtar lo que producen en otros mundos. Oh, sí, sabemos de la existencia de otros mundos. Esos filósofos de la Torre degli Angeli descubrieron cuanto necesitábamos conocer al respecto. Tienen un conjuro que, cuando se pronuncia, permite la entrada por una puerta invisible que comunica con otro mundo. Algunos opinan que no es un conjuro sino una llave capaz de abrir incluso aquello donde no hay cerradura. ¿Quién sabe? El caso es que por esa brecha penetraron los espantos, y los filósofos aún la utilizan, según tengo entendido. Van a otros mundos, donde roban cuanto encuentran para traerlo aquí; oro y joyas, por descontado, pero también otras cosas, como ideas, o sacos de cereales, o lápices. De ahí procede toda nuestra riqueza —concluyó con amargura—, de las fechorías de la Corporación.
—¿Por qué no atacan los espantos a los niños? —inquirió Ruta Skadi.
—Ése es el mayor misterio de todos. En la inocencia de la infancia existe algún poder que repele a los espantos de la indiferencia. Pero eso no es todo. Los niños ni siquiera los ven, aunque ignoramos por qué. Como comprenderán, abundan los huérfanos de padres que han sucumbido a los espantos; se juntan en bandas recorren el país, y a veces los adultos contratan sus servicios para que les consigan comida y provisiones en una zona plagada de espantos, mientras que otras se limitan a vagar sin rumbo, sustentándose de lo que encuentran.
»Así es nuestro mundo. Durante un tiempo logramos vivir con esta maldición, no crean. Son auténticos parásitos: no matan a su huésped, aunque le chupan casi toda la vida. De todas formas, existía una especie de equilibrio hasta hace poco, hasta que se desató la gran tormenta. No se recuerda otra igual; por el estruendo se habría dicho que el mundo reventaba y se partía.
»Y luego sobrevino una niebla que duró muchos días y cubrió todas las partes del mundo de que yo tengo conocimiento, de tal modo que resultaba imposible viajar. Cuando se despejó, las ciudades se hallaban plagadas de espantos, que se concentraban en ellas por centenares, por miles. Por eso huimos a las montañas o por mar, pero ahora no hay escapatoria posible. Ustedes mismas lo han visto.
»Ahora les toca hablar a ustedes. Cuéntenme cómo es su mundo y por qué lo han abandonado para venir a éste.
Serafina le explicó sin tapujos cuanto sabía, convencida de que era un hombre honrado y no había necesidad de ocultarle nada. Él escuchó con atención, meneando la cabeza con asombro, y cuando la bruja hubo terminado, dijo:
—Ya les he comentado que muchos atribuyen a nuestros filósofos el poder de abrir el paso a otros mundos. Pues bien, algunos creen que de vez en cuando dejan una entrada abierta, por descuido. No me extrañaría que algún que otro viajero de otros mundos encontrara el camino para llegar al nuestro. Los ángeles, por ejemplo, pasan por aquí.
—¿Ángeles? —repitió Serafina—. Ya los ha mencionado antes. Nosotras no hemos oído hablar nunca de ellos. ¿Qué son?
—¿Quiere saber qué son los ángeles? —inquirió a su vez Joachim Lorenz—. Muy bien. Se denominan a sí mismos bene elim, según me han explicado. Algunos los llaman «Vigilantes». No son seres de carne y hueso como nosotros, sino entes espirituales, o quizá su carne sea más delicada que la nuestra, más liviana y clara, lo ignoro. El caso es que no son como nosotros. Su misión consiste en llevar mensajes procedentes del cielo. A veces los vemos volar, de paso sólo por este mundo, relucientes como luciérnagas, allá en lo alto. En las noches de calma se oye incluso el batir de sus alas. Tienen intereses distintos de los nuestros, aunque antaño solían bajar a tierra, trataban con las personas y hasta procreaban con nosotros, a decir de algunos.
»Cuando apareció la niebla, después de la gran tormenta, yo me encontraba en las montañas situadas detrás de la ciudad de Sant’Elia, de regreso a casa. Me refugié en una cabaña de pastores que había al lado de una fuente, junto a un bosque de abedules, y toda la noche oí voces por encima de mí entre la niebla, gritos de alarma y furia, así como movimientos de alas, más cercanos de lo que los había escuchado nunca. Hacia el amanecer percibí los ruidos de una escaramuza, silbidos de flechas y entrechocar de espadas. No me atreví a salir para mirar, pese a la curiosidad, porque tenía miedo. Estaba aterrorizado, lo reconozco. Cuando vi el cielo más despejado, aun en la niebla, me aventuré a mirar fuera y vi una gran figura que yacía herida junto a la fuente. Tuve la impresión de que miraba algo que no tenía derecho a ver, algo sagrado. Desvié la vista, y cuando volví a mirar ya había desaparecido.
»Nunca he estado tan cerca de un ángel como esa vez. Sin embargo, como he explicado antes, la otra noche los vimos volar muy alto entre las estrellas, hacia el Polo, como una flota de poderosos barcos con las velas izadas… Algo está ocurriendo, y aquí abajo ignoramos de qué se trata. Tal vez se avecine una guerra. Una vez estalló una guerra en el cielo, hace miles y miles de años, pero desconozco en qué acabó. No sería imposible que se produjera otra. Si sucediera, la devastación sería tremenda, y no me atrevo a imaginar las consecuencias que tendría para nosotros…
»No obstante, cabe la posibilidad —continuó, incorporándose para atizar el fuego— de que el desenlace no sea tan malo como yo temo. Quizás una contienda en el cielo barriera a los espantos de este mundo para devolverlos al pozo de donde salieron. ¡Eso sería una bendición! ¡Qué contentos y felices viviríamos, libres de esa horrorosa plaga!
Pese a sus palabras, Joachim Lorenz no ofrecía precisamente una expresión esperanzada mientras contemplaba las llamas. La luz danzaba en su rostro, que no presentó la más mínima alteración, manteniendo el mismo aire sombrío y triste.
—Ha dicho, señor, que esos ángeles se dirigían al Polo —intervino Ruta Skadi—. ¿Conoce el motivo? ¿Acaso el cielo está allí?
—No sabría decirle. No soy un hombre culto, como habrán advertido. Lo cierto es que afirman que en el norte de nuestro mundo se halla la morada de los espíritus. Si los ángeles desearan reunirse, acudirían allí, y si pensaran emprender un ataque contra el cielo, me atrevería a decir que antes construirían allí sus fortalezas.
Alzó la mirada, y las brujas lo imitaron. Las estrellas de aquel mundo eran idénticas a las del suyo: la Vía Láctea destacaba, brillante, en la cúpula del firmamento, y la oscuridad quedaba salpicada por innumerables puntos de luz estelar, de fulgor comparable casi al de la luna…
—Señor, ¿ha oído hablar alguna vez del Polvo? —inquirió Serafina.
—¿Polvo? Supongo que no se referirá al polvo de los caminos. No; nunca he oído hablar de él en otro sentido. Mire… ahora pasa una tropa de ángeles…
Señaló hacia la constelación de Ofiuco y las brujas observaron que, en efecto, algo se movía allí. Se trataba de una minúscula concentración de seres luminosos, que, lejos de desplazarse de forma errática, surcaban el aire con la misma determinación que una bandada de gansos o cisnes.
Ruta Skadi se puso en pie.
—Hermana, es hora de que me separe de vosotras —anunció a Serafina—. Voy a hablar con esos ángeles para tratar de averiguar qué son. Si van al encuentro de lord Asriel, me uniré a ellos y, si no, continuaré buscando por mi cuenta. Gracias por vuestra compañía, y que os vaya bien.
Se dieron un beso, y Ruta Skadi se apresuró a montar en su rama de nube pino y alzó el vuelo. Su daimonion Sergi, un azor, surgió de la oscuridad para situarse a su lado.
—¿Subiremos mucho? —preguntó.
—A la misma altura que esos seres luminosos que se divisan en Ofiuco. Avanzan muy deprisa, Sergi. ¡Hay que alcanzarlos!
La bruja y su daimonion se elevaron por el aire, más veloces que centellas. El viento silbaba entre las ramificaciones de la nube pino y hacía flotar los negros cabellos de Ruta. No se volvió para mirar la pequeña hoguera rodeada de tinieblas, ni a los niños dormidos ni a sus compañeras. Aquella parte de su viaje había concluido, y por otro lado las resplandecientes criaturas todavía se veían muy pequeñas y no podía apartar la vista ni un instante si no quería correr el riesgo de perderlas entre aquella gran franja tachonada de estrellas.
Por eso continuó volando con la mirada fija en los ángeles, y a medida que se acercaba los vislumbraba con mayor claridad.
Su fulgor no era como el que desprende algo al arder, sino similar, aunque resultara paradójico de noche, al de los cuerpos sobre los que incide la luz del sol. Eran como los humanos, pero con alas y mucho más altos, y puesto que iban desnudos la bruja distinguió tres varones y dos hembras. En la espalda, tan musculosa como el pecho, les nacían las alas a la altura de los omóplatos. Ruta Skadi permaneció tras ellos un rato, observando, calibrando su fuerza por si tenía que enfrentarse a ellos. No iban armados, pero la facilidad con que volaban indicaba que tal vez la superarían en velocidad llegado el caso.
Reparando el arco por precaución, aceleró la marcha y cuando estuvo a su lado los llamó:
—¡Ángeles! ¡Parad y escuchadme! ¡Soy la bruja Ruta Skadi y quiero hablar con vosotros!
Los ángeles se volvieron y plegaron sus grandes alas para detenerse. A continuación situaron los cuerpos en posición vertical, manteniéndose en el aire con un leve aleteo. Ruta Skadi se vio rodeada por cinco enormes formas que refulgían entre la oscuridad, alumbradas por un invisible sol.
La bruja paseó la mirada de uno a otro, sentada en su rama con orgullo, sin miedo, aun cuando el corazón le latía con fuerza por la extrañeza de la situación, y su daimonion acudió a refugiarse en la calidez de su cuerpo.
Cada uno de aquellos seres era distinto, de eso no cabía duda, y pese a ello tenían más en común entre sí que con cualquier humano que ella hubiera visto. Lo que compartían era un oscilante y veloz entramado de inteligencia y sentimiento que parecía impregnarlos a todos de manera simultánea. Si bien eran ellos quienes iban desnudos, Ruta Skadi se sintió desnuda bajo sus miradas, por la extraordinaria capacidad de penetración y hondura que expresaban.
No obstante, ella no se avergonzaba de lo que era, de modo que les sostuvo la mirada con la cabeza bien alta.
—Conque sois ángeles —dijo—, o vigilantes, o bene elim. ¿Adónde vais?
—A donde alguien nos llama.
La bruja no estaba segura de quién había respondido. Podía haber sido cualquiera o incluso todos a la vez.
—¿Quién os llama? —preguntó.
—Un hombre.
—¿Lord Asriel?
—Tal vez.
—¿Por qué acudís a su llamada?
—Porque así lo deseamos.
—Entonces podéis guiarme hasta él —les ordenó.
Ruta Skadi tenía cuatrocientos dieciséis años y toda la altivez y conocimientos propios de una reina bruja adulta. Aunque poseía más sabiduría de la que podría acumular cualquier ser humano en su corta vida, no se percataba de cuán infantil aparecía junto a aquellos vetustos seres. Tampoco sospechaba que la conciencia de esas criaturas alcanzaba a sondear más allá de ella, cual filamentosos tentáculos, hasta los más remotos entresijos de mundos cuya existencia ella ni siquiera había soñado; ni que los veía con forma de humanos sólo porque eso esperaban ver sus ojos. De haberlos percibido con su auténtica apariencia, habrían semejado más arquitecturas que organismos, una suerte de gigantescas estructuras compuestas de inteligencia y sentimiento.
Con todo, ellos no esperaban otra cosa: la bruja era muy joven.
De inmediato volvieron a agitar las alas y se alejaron a toda prisa. Ruta Skadi los siguió, surcando las turbulencias que dejaban en el aire, saboreando la velocidad y la potencia que imprimían a su vuelo.
Volaron toda la noche. Las estrellas giraron alrededor de ellos y se apagaron cuando el alba apareció por el este. El mundo cobró fulgor mientras asomaba el sol, y a partir de ese momento se desplazaron por un cielo azul, fresco y despejado, empapado de dulzura y humedad.
Con la luz del día los ángeles eran menos visibles, aunque nadie habría dejado de captar su extraño aspecto. La luz que veía en ellos Ruta Skadi no se correspondía con la del sol que entonces ascendía por el horizonte, sino que tenía otro origen.
Continuaron volando incansables, horas y horas, y ella seguía incansable su ritmo. Se sentía poseída por un intenso gozo, convencida de que podía mandar a aquellas presencias inmortales. Le producían regocijo su sangre y su carne, la tosca corteza de pino cuyo contacto notaba en la piel, el palpitar de su corazón y la vida en todos sus sentidos, y el hambre que experimentaba entonces, la dulce presencia de su daimonion azor, la tierra que se extendía allá abajo y todos los seres vivos, tanto animales como plantas; se henchía de alegría al pensar que estaba hecha de la misma sustancia que ellos y que cuando muriera su cuerpo alimentaría otras vidas, al igual que ella se había nutrido de otros seres, y también la llenaba de contento la perspectiva de ver de nuevo a lord Asriel.
Anocheció, y los ángeles siguieron volando. De pronto, el aire cambió, ni a mejor ni a peor, simplemente varió. Entonces Ruta Skadi comprendió que habían pasado a otro mundo, aunque ignoraba cómo había ocurrido.
—¡Ángeles! —llamó—. ¿Cómo hemos abandonado el mundo en el que os encontré? ¿Dónde estaba la frontera?
—En el aire hay unas puertas invisibles que comunican con otros mundos —le respondieron—. Nosotros las percibimos, pero tú no.
Ruta Skadi no veía la puerta invisible, en efecto, pero tampoco le hacía falta: las brujas se orientaban mejor aún que los pájaros. Se fijó en los tres escarpados picos que sobrevolaban y memorizó al detalle su configuración; así podría encontrarlos en caso de necesidad, creyeran lo que creyeran los ángeles.
Siguieron avanzando, y al cabo de un rato la bruja oyó una voz de ángel:
—Lord Asriel se encuentra en este mundo, y ahí está la fortaleza que construye…
Habían aminorado la velocidad y planeaban en círculo como las águilas. Ruta Skadi dirigió la vista a donde apuntaba un ángel. El primer anuncio del día añadía un tenue matiz de resplandor por levante, aunque sobre el negro aterciopelado del firmamento las estrellas aún conservaban todo su fulgor. Y en todos los confines del mundo, donde la luz se intensificaba por momentos, una gran cordillera erguía sus picos: aceradas lanzas de oscura roca, colosales bloques desgajados y dentadas crestas amontonados en desorden cual restos de una catástrofe universal.
En el punto más elevado, que resaltaron al incidir sobre él los primeros rayos de sol, se alzaba una estructura regular, una enorme fortaleza cuyas almenas estaban formadas por bloques de basalto de una sola pieza, de una altura equiparable a la de media colina, que se prolongaban en un perímetro casi inconmensurable.
Bajo aquellos colosales muros ardían fuegos y fraguas que lanzaban columnas de humo a la penumbra del amanecer, y desde muchos kilómetros de distancia llegaban al oído de Ruta Skadi el ruido de los martilleos y los embates de grandes molinos. Y en todos los puntos cardinales divisaba más ángeles que volaban hacia allí, y no sólo ángeles, sino máquinas también: aparatos con alas de acero que se desplazaban con la suavidad de los albatros, casetas de vidrio colgadas de unas alas como de libélula que oscilaban sin cesar, estruendosos zepelines que emitían un bordoneo a la manera de gigantescos abejorros… Todos se dirigían a la fortificación que construía lord Asriel en las montañas del confín del mundo.
—¿Lord Asriel está ahí? —preguntó.
—Sí —confirmaron los ángeles.
—Entonces nos reuniremos con él. Vosotros me serviréis de guardia de honor.
Los ángeles desplegaron obedientemente las alas y descendieron hacia la rutilante fortaleza, precedidos por la bruja, que ya había emprendido el vuelo con impaciencia.