Will —llamó Lyra.
Aunque habló en voz baja, le provocó un sobresalto, pues se había sentado en el banco a su lado sin que él lo advirtiera.
—¿De dónde vienes?
—¡He encontrado a mi licenciada! Se llama doctora Malone. Tiene una máquina que ve el Polvo y va a conseguir que hable…
—No te he visto acercarte.
—Porque no estabas mirando —razonó ella—. Debías de estar distraído. Menos mal que yo te he visto. Es muy fácil engañar a la gente. Observa…
Dos agentes de policía caminaban hacia ellos, realizando su ronda. Eran un hombre y una mujer, con camisas de manga corta de verano, radios, porras y miradas suspicaces. Antes de que llegaran al banco, Lyra se puso en pie y les preguntó:
—¿Podrían decirme dónde está el museo, por favor? Mi hermano y yo tenemos que encontrarnos con nuestros padres allí y nos hemos perdido.
El policía miró a Will, quien, conteniendo la rabia, se encogió de hombros como si dijera: «Pues sí, nos hemos perdido, ¿qué le parece?» El hombre sonrió, y la mujer inquirió:
—¿Qué museo? ¿El Ashmolean?
—Sí, ése —afirmó Lyra. Después fingió escuchar con interés las indicaciones que le daba la agente.
—Gracias —dijo al final Will.
Después Lyra y él echaron a andar. No se volvieron para mirar a la pareja de agentes, que de todos modos ya no les prestaban atención.
—¿Has visto? —dijo la niña—. En caso de que estén persiguiéndote los he despistado, porque no buscan a alguien con una hermana. Será mejor que me quede contigo —añadió con tono reprobador cuando hubieron doblado la primera esquina—. Solo no estás seguro.
Will guardó silencio. Bullía de rabia. Siguieron caminando hacia una construcción redonda con una gran cúpula emplomada, situada en una plaza rodeada de edificios universitarios, con su característica piedra del color miel, una iglesia y unos árboles de amplias copas suspendidas sobre los altos muros de un jardín. El sol de la tarde, que arrancaba las más cálidas tonalidades a todos los elementos, llenaba el aire con su brillo, imprimiéndole un matiz semejante al de un dorado vino blanco. No se movía ni una hoja, y en aquella plazuela hasta el ruido del tráfico quedaba amortiguado.
Lyra advirtió por fin el malhumor de Will.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Hablando a las personas sólo consigues atraer su atención —contestó él un tanto alterado—. Para que no se fijen en uno hay que quedarse calladito y quieto. Yo llevo haciéndolo toda la vida, de modo que sé lo que digo. Con tu método lo único que logras es que te vean. No deberías actuar así. No se debe jugar con ciertas cosas. Te falta seriedad.
—Eso crees, ¿eh? —replicó, ofendida—. ¿Supones que no sé mentir y todo eso? Soy la mejor embustera que ha existido nunca, pero a ti no te miento, y no pienso hacerlo, te lo juro. Estás en peligro y, si no hubiera salido al paso a esos policías, te habrían arrestado. ¿No te has fijado en cómo te miraban? Sí, sí, te miraban. No tienes suficiente cuidado. Si quieres que te diga la verdad, es a ti al que le falta seriedad.
»Si me falta seriedad, ¿qué hago dando vueltas por ahí, esperándote, cuando podría estar a varios kilómetros de distancia? ¿O escondida y tranquila en esa otra ciudad? Yo tengo mis propios asuntos que atender, pero me he venido aquí para ayudarte. No me digas que me falta seriedad.
»Tú necesitas venir a este mundo —lo acusó, furiosa. No toleraba que nadie le hablara de ese modo: ella era una aristócrata; era Lyra—. Te interesaba venir para averiguar algo sobre tu padre. Lo has hecho por ti, no por mí.
Hablaba con vehemencia, aunque en voz queda, intimidada por el silencio que reinaba en la plaza y las personas que paseaban cerca.
Cuando hubo pronunciado la última frase, Will se detuvo de repente para apoyarse contra la pared que tenía al lado; se había quedado blanco como el papel.
—¿Qué sabes tú de mi padre? —preguntó en un susurro.
—No sé nada —contestó ella también con voz apagada—. Sólo sé que estás buscándolo. Es lo único que pregunté.
—¿A quién se lo preguntaste?
—Al aletiómetro, por supuesto.
Tardó un momento en recordar a qué se refería, y cuando lo hizo en su rostro se reflejaron enojo y una desconfianza tales que Lyra decidió extraerlo de la mochila.
—Muy bien, te lo enseñaré para que lo veas.
A continuación se sentó en el bordillo de piedra del parterre central de la plaza e, inclinando la cabeza sobre el dorado instrumento, comenzó a desplazar las manecillas con tal velocidad que apenas si se podían seguir sus movimientos con la mirada. Aguardó varios segundos, mientras la delgada aguja oscilaba en el disco, deteniéndose un instante aquí, otro allá, antes de volver a cambiar de posición las manecillas con igual rapidez. Will lanzó una mirada escrutadora alrededor y no vio a nadie; un grupo de turistas contemplaba la cúpula del edificio, y un vendedor de helados se trasladaba con su carrito por la calzada, sin prestarles atención.
Lyra parpadeó y suspiró, como si despertara de un sueño.
—Tu madre está enferma —susurró—, pero no corre peligro. Una señora la cuida. Y tú cogiste unas cartas y huiste. Había un hombre, un ladrón, me parece, y lo mataste. Estás buscando a tu padre, y…
—De acuerdo, calla —la atajó Will—. Es suficiente. No tienes ningún derecho a husmear en mi vida de esa forma. No vuelvas a hacerlo más. Es igual que si espiaras.
—Sé cuándo debo parar de preguntar —replicó la niña—. ¿Sabes?, el aletiómetro es casi como una persona. Yo capto cuándo va a enfadarse o cuándo no quiere que me entere de ciertas cosas. Siempre lo noto. El caso es que cuando apareciste ayer salido de la nada, tuve que preguntarle quién eras por precaución. Tenía que hacerlo. Y me respondió… —Bajó aún más la voz—. Me respondió que eras un asesino, y yo pensé: estupendo, es una persona digna de confianza. No le pregunté nada más, hasta ahora, y si no quieres que vuelva a interrogarle sobre ti, te prometo que no lo haré. El aletiómetro no sirve para entremeterse en la intimidad de las personas. Si me dedicara a espiar a la gente dejaría de funcionar, estoy convencida.
—Podrías haberme preguntado a mí en lugar de a esa cosa. ¿Te ha dicho si mi padre está vivo o muerto?
—No, porque no se lo he preguntado.
Will, que se había sentado también en el bordillo, hundió la cabeza entre las manos en un gesto de abatimiento.
—Bien, supongo que tendremos que confiar el uno en el otro —declaró por fin.
—Exacto. Yo confío en ti.
Will asintió con expresión sombría. Estaba agotado y en ese mundo no tenía ni la más remota posibilidad de dormir. Haciendo gala de una perspicacia que normalmente no poseía, Lyra advirtió algo en su comportamiento que le hizo pensar: Tiene miedo, pero lo domina, como dijo Iorek Byrnison que había que hacer; como lo controlé yo en el secadero de pescado del lago.
—Y otra cosa, Will —añadió—, no pienso delatarte. Te lo prometo.
—Bien.
—Una vez traicioné a alguien. Es lo peor que he hecho en mi vida. Yo pensaba que le salvaría la vida, cuando en realidad lo llevaba al sitio más peligroso que existía. Luego me odié por mi estupidez. Así pues, me esforzaré mucho por no actuar de forma insensata ni descubrirte en un momento de descuido.
Will no hizo ningún comentario. Se frotó los ojos y pestañeó con energía para despejarse.
—Todavía falta mucho para que podamos traspasar la ventana —declaró luego—. De todas maneras no deberíamos haber venido de día. No debemos arriesgarnos a que nos vean, de modo que nos quedan varias horas de espera…
—Yo tengo hambre —anunció Lyra.
—¡Ya está! —exclamó de pronto Will—. ¡Podemos ir al cine!
—¿Adónde?
—Ya lo verás. Allí también venden algo de comer.
Había un cine cerca del centro de la ciudad, a diez minutos de camino. Will pagó las dos entradas y compró unos bocadillos de salchicha, palomitas de maíz y Coca-cola, y entraron con las provisiones en la sala en el mismo instante en que comenzaba la película.
Lyra quedó maravillada. Había visto fotogramas proyectados, pero jamás había presenciado algo comparable al cine. Mientras devoraba el bocadillo y las palomitas, regándolos con largos sorbos de Coca-Cola, reía y emitía exclamaciones sin perder detalle de las vicisitudes de los personajes. Por suerte el público, mayoritariamente infantil, era bastante ruidoso y no se notó su excitación. Will, por su parte, cerró los ojos al instante y quedó dormido.
Despertó con el estruendo que provocaba la gente al levantarse de los asientos para salir y parpadeó, deslumbrado por la luz. Su reloj marcaba las ocho y cuarto. Lyra abandonó la sala a regañadientes.
—Ha sido lo mejor que he visto en mi vida —aseguró—. No entiendo por qué no lo inventaron en mi mundo. Os superamos en algunos aspectos, pero éste es el invento más fantástico de todos.
Will no se había enterado de la trama de la película. Todavía era de día y en las calles circulaba mucha gente.
—¿Quieres ver otra?
—¡Oh, sí!
Así pues, se encaminaron hacia otro cine situado unos cien metros más allá y repitieron el mismo proceso. Lyra se instaló con los pies en el asiento, abrazándose las rodillas, y Will dejó la mente en blanco. Cuando salieron, eran casi las once.
Puesto que Lyra volvía a tener hambre, compraron hamburguesas en un puesto callejero y las comieron mientras caminaban, lo que también constituyó una novedad para ella.
—Nosotros siempre comemos sentados. Nunca había visto a nadie andar y comer a la vez —explicó a Will—. Este sitio difiere en muchos aspectos de mi mundo. El tráfico, por ejemplo. Eso no me gusta, aunque me encantan el cine y las hamburguesas. Y esa licenciada, la doctora Malone, preparará a la máquina para que se exprese con palabras; estoy segura de eso. Mañana volveré para ver cómo le va. Apuesto a que podría ayudarla. Incluso es probable que logre que los de la universidad le den el dinero que necesita. ¿Sabes cómo lo consiguió mi padre, lord Asriel? Los engañó con un truco…
Mientras recorrían Banbury Road, le refirió lo ocurrido aquella noche en que, escondida en el armario, había visto cómo lord Asriel enseñaba a los licenciados del Jordan la cabeza cercenada de Stanislaus Grumman. Y puesto que Will se reveló como un correcto oyente, le contó el resto de sus peripecias, desde su huida del piso de la señora Coulter hasta el terrible momento en que se percató de que había precipitado la muerte de Roger al llevarlo a los helados acantilados de Svalbard. Will escuchaba en silencio, con atención y deferencia. El relato de un viaje en globo, de aventuras protagonizadas por osos, brujas y un vengativo ejército eclesiástico se le antojaba tan descabellado como su propio sueño de una hermosa ciudad costera, solitaria, silenciosa y segura; no podía ser real, así de simple.
Finalmente llegaron a la confluencia de carreteras y a los olmos. El tráfico era muy escaso a esa hora, circulaba un vehículo cada minuto más o menos. Y allí estaba la ventana. Will esbozó una espontánea sonrisa. Todo saldría bien.
—Espera a que no pase ningún coche —recomendó—. Yo entraré ahora.
Al cabo de un minuto se encontraba debajo de las palmeras, y al poco Lyra se reunía con él.
Tuvieron la impresión de que regresaban a casa. La cálida noche despejada, el aroma de las flores y el mar y el silencio los rodearon como un bálsamo.
Lyra se estiró con un bostezo y Will se sintió como si le quitaran un gran peso de encima. Había cargado con él todo el día y no se había percatado de su enorme presión; de pronto se sentía liviano, libre, en paz.
De improviso Lyra lo agarró del brazo, y al instante él comprendió por qué. En el laberinto de callejuelas, más allá del café, había brotado un grito.
Will echó a correr hacia aquella dirección, y Lyra se adentró tras él en el trazado de estrechas calles donde no penetraba la luz de la luna. Después de doblar varias esquinas salieron a la plaza donde se alzaba la torre de piedra que habían visto esa mañana.
Unos veinte niños formaban un semicírculo alrededor de la base. Algunos blandían palos mientras otros arrojaban piedras a algo que tenían acorralado contra la pared. Al principio Lyra creyó que era otro niño, pero el horrible y agudo lamento que oyó no podía ser humano. Además, los muchachos también proferían chillidos, de miedo y odio.
Will se acercó a ellos y agarró por la espalda al primero que encontró. Era un chico de aproximadamente su edad, que llevaba una camiseta de rayas. Cuando se volvió, Lyra reparó en el fiero cerco blanco que rodeaba sus pupilas. Al advertir que ocurría algo, los otros niños se detuvieron para mirar. Angélica y su hermanito también se encontraban allí, con piedras en la mano, y sus ojos, como los de los demás, despedían un intenso brillo bajo la luz de la luna.
Se hizo el silencio, interrumpido sólo por los gemidos. Will y Lyra vieron por fin de dónde procedían: se trataba de un gato atigrado que permanecía encogido junto a la pared de la torre, con un desgarrón en la oreja y la cola doblada.
Era el mismo que Will había visto en Sunderland Avenue, aquel que se parecía tanto a Moxie y gracias al cual había descubierto la ventana.
En cuanto lo vio, soltó al muchacho que había agarrado. Éste cayó al suelo y se levantó de inmediato hecho una furia, pero los demás lo contuvieron. Will se arrodilló junto al animal.
Tomó en brazos al felino, que se refugió contra su pecho, y al ver que se volvía de esa guisa hacia los niños Lyra acarició por un instante la disparatada idea de que por fin había aparecido su daimonion.
—¿Por qué atacabais a este gato? —preguntó.
Los muchachos no respondieron. Temblaban, intimidados por la rabia de Will, apretando los palos y las piedras, incapaces de hablar.
Al poco Angélica hizo oír su voz:
—¡Vosotros no sois de aquí! ¡No sois de Ci’gazze! Desconocíais lo de los espantos y tampoco sabéis lo de los gatos. ¡No sois como nosotros!
El chico de la camiseta de rayas a quien Will había derribado ardía en deseos de abalanzarse sobre él y, de no haber tenido el gato en brazos, la habría emprendido a puñetazos, mordiscos y patadas con Will, que por su parte se hubiera enzarzado con gusto en una pelea contra él, pues entre los dos existía una corriente de odio eléctrico que sólo la violencia podía liberar. Sin embargo el muchacho tenía miedo del gato.
—¿De dónde sois? —preguntó con tono desdeñoso.
—Eso no importa. Si os asusta este gato lo mantendré alejado de vosotros. Si lo consideráis un animal de mal agüero, a nosotros nos traerá suerte. Y ahora dejadnos pasar.
Por un momento Will temió que el odio de los niños prevaleciera sobre el miedo, y se preparaba para depositar al gato en el suelo y luchar.
De pronto se oyó detrás de los muchachos un estruendoso gruñido, y al volverse éstos vieron a Lyra de pie, con la mano apoyada en el lomo de un gran leopardo que enseñaba los dientes en actitud amenazadora. Hasta Will, que reconoció a Pantalaimon, se asustó un instante. El efecto que causó en los pequeños fue espectacular: huyeron en el acto. En cuestión de segundos la plaza quedó vacía.
Antes de alejarse de allí, Lyra dirigió la mirada a lo alto de la torre, alertada por un gruñido de Pantalaimon, y captó la breve imagen de alguien asomado en las almenas, no un niño, sino un joven de cabello rizado.
Media hora después se hallaban en el piso superior del café. Will había encontrado una lata de leche condensada, y el gato la había consumido con ávidos lengüetazos antes de pasar a lamerse las heridas.
Movido por la curiosidad, Pantalaimon adoptó la forma de gato, y al principio el verdadero erizó el pelo con recelo, hasta que advirtió que, fuera lo que fuese, Pantalaimon no era un verdadero gato ni representaba ningún peligro, por lo que a partir de ese momento lo ignoró por completo.
Lyra observaba con fascinación cómo Will cuidaba al felino. Los únicos animales con que ella había tenido algún contacto en su mundo (aparte de los osos acorazados) eran bestias de carga o cumplían algún cometido práctico: la función de los gatos que había en el Jordan College consistía en mantener el edificio libre de ratones, no servir de mascotas.
—Me parece que tiene la cola rota —comentó Will—. No sé qué hay que hacer. Quizá se cure por sí sola. Le pondré miel en la oreja. Una vez leí que es antiséptica…
Los niños se ensuciaron un poco al aplicársela al gato, pero al menos la miel mantuvo ocupado a éste, que se lamía para quitársela, y así se limpiaba con más profundidad la herida.
—¿Estás seguro de que es el mismo gato que viste? —preguntó Lyra.
—Sí. Además, si en este mundo temen tanto a los gatos, es lógico que no haya ninguno. Probablemente no encontró la manera de volver.
—Estaban fuera de sí —opinó Lyra—. Lo habrían matado. Nunca había visto a unos niños comportarse así.
—Yo sí —replicó Will con expresión sombría.
Era evidente que no quería hablar del tema, y Lyra sabía que más valía no presionarlo. Tampoco consultaría el aletiómetro para averiguar qué le había sucedido. Como estaba muy cansada, se acostó pronto y quedó dormida de inmediato.
Un rato después, cuando el gato dormía ya, Will fue a sentarse al balcón llevando consigo una taza de café y el estuche de cuero verde. La luz que le llegaba de la ventana era suficiente para leer. El estuche no contenía muchos papeles. Tal como preveía, se trataba de cartas, escritas en tinta negra sobre papel de correo aéreo. Aquellos signos los había trazado la mano del hombre que tanto deseaba encontrar; deslizó los dedos sobre las letras una y otra vez y luego se llevó las páginas al rostro, tratando de aproximarse a la esencia de su padre. Después comenzó a leer:
Fairbanks (Alaska)
Martes, 19 de junio de 1985
Querida Elaine:
Por aquí todo se desarrolla con la habitual mezcla de eficacia y caos. Todos los aprovisionamientos están aquí pero el físico, uno de esos tontos geniales llamado Nelson, no había realizado ninguna gestión para el traslado de sus dichosos globos por las montañas, de forma que ahora estamos de brazos cruzados a la espera de que solucione el asunto. De todos modos gracias a eso he tenido oportunidad de hablar con un tipo que conocí la última vez, un minero llamado Jake Petersen. Fui a buscarlo a un mugriento bar, donde los parroquianos veían un partido de béisbol en la tele, y le pregunté por la anomalía. Se negó a comentar el tema en el local y me llevó a su casa, donde con la ayuda de una botella de Jack Daniels habló largo y tendido: él no la había visto, pero había conocido a un esquimal que sí la vio, y aseguraba que era una puerta de entrada al mundo del espíritu. En su tribu la conocían desde hacía siglos, y en la fase de iniciación los curanderos debían atravesarla y regresar con una especie de trofeo, aunque algunos jamás volvían. El caso es que el viejo Jake tenía un mapa de la zona y marcó en él el sitio donde su amigo había afirmado se encontraba. (Lo anoto por si acaso aquí: está a 69º 02’11” N, 157º 12’19” O, en un malecón de Lookout Ridge, a un par o tres de kilómetros del río Colville). Después charlamos de otra leyenda del Ártico, la del barco noruego que lleva sesenta años navegando a la deriva, y otras cuestiones por el estilo. Los arqueólogos del equipo, unos tipos estupendos, ansiosos por ponerse manos a la obra, han de contener su impaciencia con Nelson y sus globos. Ninguno ha oído hablar de la anomalía, y creo que no seré yo quien los saque de su ignorancia.
Recibid un abrazo y todo mi amor los dos.
Johnny
Umiat de (Alaska)
Sábado, 22 de junio de 1985
Querida Elaine:
Olvida lo que te expliqué del físico Nelson. No es un tonto genial ni por asomo, y si no me equivoco en realidad busca la anomalía. Aunque parezca increíble, la parada en Fairbanks la orquestó él a propósito. Como sabía que el resto del equipo no se avendría a esperar a menos que existiera una razón de fuerza mayor como la falta de transporte, mandó anular la petición de vehículos que se habían encargado. Yo me enteré por casualidad y me disponía a pedirle explicaciones cuando lo oí hablar por radio con alguien; describía la anomalía con pelos y señales, con la salvedad de que desconocía su localización. Más tarde lo invité a una copa e interpreté el papel del soldado fanfarrón, de viejo zorro del Ártico que ha visto más cosas que nadie en la frontera del cielo y la tierra; fingí que le tomaba el pelo criticando las limitaciones de la ciencia («apuesto a que carece de explicación para lo del Abominable Hombre de las Nieves», etc.). Lo observé con gran atención todo el rato y de repente solté lo de la anomalía («una leyenda esquimal de una puerta invisible de entrada al mundo espiritual, que está cerca de Lookout Ridge, precisamente adonde nos dirigimos, qué coincidencia»). Quedó perplejo. Sabía muy bien a qué me refería. Simulando que no me daba cuenta, abordé el tema de la brujería, le conté lo del leopardo del Zaire. Así pues, espero que me tomara por un militar zoquete y supersticioso. En todo caso no me cabe duda, Elaine, de que él también la busca. No sé si me conviene revelárselo. Tendré que averiguar qué se propone.
Recibid todo mi amor los dos.
Johnny
Colville Bar (Alaska)
Lunes, 24 de junio de 1985
Querida Elaine:
Durante un tiempo no podré enviar más cartas por correo. Ésta es la última ciudad por la que pasamos antes de ponernos en camino hacia las montañas de la cordillera Brooks. Los arqueólogos arden en deseos de subir allá. Uno está convencido de que encontrará pruebas de presencia humana mucho más temprana de lo que nadie sospecha. Cuando le pregunté qué variación de fechas preveía y por qué estaba tan seguro, me habló de una escultura en marfil de narval que había encontrado en una excavación anterior y a la que la prueba del Carbono 14 había atribuido una antigüedad increíble, más allá de los límites establecidos hasta entonces… anómala, de hecho. No sería extraño que hubiera llegado de otro mundo, a través de mi anomalía. A propósito de la anomalía, el físico Nelson y yo nos hemos hecho amigotes: él me sigue la corriente, deja caer indirectas para darme a entender que sabe que yo sé que él sabe… y yo continúo interpretando el papel de mayor Parry, un tipo duro y fanfarrón que pasa un período de crisis, aunque es cosa de poca importancia, ¿eh?… Está buscándola, no me cabe duda. En primer lugar, pese a que es un académico con todas las de la ley, financia su proyecto el Ministerio de Defensa. Me he enterado porque conozco los códigos que utilizan. En segundo lugar, sus globos para observaciones meteorológicas no son tales, ya que en la barquilla descubrí un traje antirradiación; estoy seguro, porque no es el primero que veo. Esto me huele muy raro, cariño. Me ceñiré a mi plan inicial: conducir a los arqueólogos a su emplazamiento y luego partir solo unos días en busca de la anomalía. Y si me topo con Nelson en la zona de Lookout Ridge, improvisaré sobre la marcha.
He tenido una suerte fantástica. He conocido al amigo esquimal de Jake Petersen, Matt Kigalik. Jake me explicó dónde podía encontrarlo pero no me atreví a hacerme muchas ilusiones al respecto. Me contó que los soviéticos también habían estado buscando la anomalía, que él había descubierto ese mismo año a un hombre por esas montañas y lo había observado a escondidas durante un par de días al intuir qué le había llevado allí, y no se equivocaba. Luego resultó que el hombre era ruso, un espía; no me dijo nada más, pero me dio la impresión de que se lo había cargado. A mí, en cambio, me describió la anomalía. Es como un agujero en el aire, una especie de ventana. Si se mira por ella se ve otro mundo, aunque no resulta fácil localizarlo porque esa parte del otro mundo tiene el mismo aspecto que éste, con rocas, musgo y elementos parecidos. Se encuentra en la orilla norte de un riachuelo, a unos cincuenta pasos al oeste de una roca alargada con forma de oso erguido, y la posición que me facilitó Jake no es del todo correcta… es más bien 12’’ N que 11.
Deséame suerte, cariño. Cuando vuelva te traeré un trofeo del mundo del espíritu. Te quiero. Da un beso al niño de mi parte.
Johnny
Will sentía la cabeza a punto de estallar.
Su padre describía lo que él había encontrado debajo de los olmos. Él también había descubierto una ventana… ¡hasta había empleado la misma palabra para referirse a ella! Interpretó ese dato como una señal de que se hallaba sobre la pista correcta. Y aquellos individuos buscaban esa información… Se trataba, por consiguiente, de algo peligroso.
Will tenía un año cuando su padre escribió aquella carta. Seis años después se produjo aquella escena en el supermercado que le había llevado a comprender que su madre corría un grave riesgo y que debía protegerla; después, en el transcurso de los meses llegó a la conclusión de que el peligro residía en su mente y, por tanto, debía protegerla aún más.
Y de pronto se enteraba de que aquel peligro no era producto de su imaginación. Realmente alguien la perseguía, alguien que deseaba apoderarse de esas cartas, conocer esos datos. Sin embargo, él ignoraba qué significaban.
Will se alegraba de compartir con su padre algo tan importante; porque John Parry y su hijo Will habían descubierto, cada uno por su lado, aquel fenómeno tan extraordinario. Cuando por fin se reunieran hablarían de ello, y su padre se enorgullecería de que Will hubiera seguido sus pasos.
La noche estaba silenciosa y el mar en calma. Will dobló las cartas y se quedó dormido.