Lyra despertó temprano. Había tenido una pesadilla horrible: había soñado que le entregaban el envase cerrado al vacío que había visto a su padre, lord Asriel, enseñar al rector y los licenciados del Jordan College.
Cuando aquello había ocurrido en la realidad, ella se encontraba escondida en el armario, desde cuyo interior había observado cómo lord Asriel abría el recipiente para mostrar a los licenciados la cabeza cercenada de Stanislaus Grumman, el explorador extraviado; en su sueño, en cambio, Lyra debía abrir el envase y no quería. A decir verdad, estaba aterrorizada. Sin embargo, tenía que hacerlo, tanto si quería como si no, y sentía que el pánico le debilitaba las manos mientras accionaba la grapa de la tapa y el aire invadía con un silbido el helado compartimiento estanco. Luego levantó la tapa, medio muerta de miedo, pero consciente de que debía hacerlo, de que no había otra opción. Entonces resultó que no había nada. La cabeza había desaparecido. No había nada que temer.
Aun así despertó gritando, sudorosa, en la calurosa y pequeña habitación encarada al puerto, por cuya ventana penetraba la luz de la luna, acostada en la cama de otra persona, aferrando una almohada que no era la suya, mientras el armiño Pantalaimon la acariciaba emitiendo sonidos tranquilizadores. ¡Estaba tan asustada! Resultaba curioso que en la vida real hubiera deseado tanto ver la cabeza de Stanislaus Grumman, hasta el punto de haber rogado a lord Asriel que volviera a abrir el recipiente para dejarle mirar, y en cambio hubiera sentido tanto pavor en el sueño.
Cuando amaneció preguntó al aletiómetro qué significaba la pesadilla, y como única respuesta obtuvo: «Es un sueño sobre una cabeza».
Se planteó despertar a aquel extraño chiquillo, pero lo vio tan profundamente dormido que desechó la idea. Bajó a la cocina para intentar preparar una tortilla, y veinte minutos más tarde se instaló ante una mesa de la terraza para comer con gran orgullo la grumosa y ennegrecida torta que había cocinado, mientras el gorrión Pantalaimon picoteaba los pedazos de cáscara de huevo.
Oyó un ruido a sus espaldas y al volverse vio a Will, que la miraba con los ojos hinchados de tanto dormir.
—Sé preparar tortillas —anunció—. Te serviré una si te apetece.
—No —declinó él observando su plato—, comeré cereales. En la nevera queda algo de leche en buen estado. No debe de hacer mucho que se marcharon las personas que vivían aquí.
Lo observó verter corn flakes en un tazón y regarlos luego con leche; aquélla era otra operación que nunca había presenciado.
—Si no eres de este mundo, ¿dónde está el tuyo? ¿Cómo llegaste aquí? —inquirió el niño tras salir a la terraza con el tazón.
—Por un puente. Mi padre tendió ese puente y… yo lo crucé tras él. Sin embargo él se marchó a otra parte, no sé adónde. No importa. El caso es que mientras lo atravesaba había tanta niebla que me perdí. Anduve entre la bruma durante varios días comiendo sólo bayas y lo que encontraba en el camino. Después un día se despejó la niebla y vimos que estábamos en ese acantilado de allá…
Señaló a su espalda. Will dirigió la vista hacia la costa y más allá del faro atisbó una larga cadena de acantilados de perfiles difuminados por la neblina y la distancia.
—Poco después vimos la ciudad y bajamos. No encontramos a nadie aquí, aunque al menos había comida y camas para dormir. No sabíamos qué más hacer.
—¿Estás segura de que esto no forma parte de tu mundo?
—Claro. Éste no es mi mundo, no me cabe duda.
Will recordó cuán convencido había estado de que aquél no era su mundo al ver el retazo de césped por la ventana abierta en el aire, y asintió con la cabeza.
—O sea que como mínimo hay tres mundo, conectados —concluyó.
—Hay millones y millones —afirmó Lyra—. Me lo explicó un daimonion de bruja. Nadie puede contar los mundos que existen, todos en el mismo espacio. Sin embargo, hasta que mi padre tendió ese puente, resultaba imposible pasar de uno a otro.
—¿Y qué me dices de la ventana que encontré yo?
—No sé nada de eso. Quizá todos los mundos comienzan a moverse.
—¿Y por qué te interesa lo del polvo?
—Quizá te lo cuente algún día —contestó con frialdad.
—¿Cómo piensas investigarlo?
—Buscaré un licenciado que conozca bien el tema.
—¿Un licenciado cualquiera?
—No. Un teólogo experimental —especificó—. En mi Oxford había algunos expertos en la materia, de modo que es lógico que también los encuentre en tu Oxford. Primero iré al Jordan College, porque es el mejor de todos.
—Nunca había oído hablar de teología experimental —reconoció Will.
—Es la ciencia que estudia las partículas elementales y las fuerzas fundamentales —explicó ella—; el ambaromagnetismo, los átomos y cosas por el estilo.
—¿Magnetismo qué?
—Ambaromagnetismo. Como ambárico. ¿Ves esas luces? —inquirió, señalando las elegantes farolas de la calle—. Pues son ambáricas.
—Nosotros las llamamos eléctricas.
—Eléctricas… Suena como electrum. Es una especie de piedra, una gema, formada con la resina de los árboles. A veces quedan insectos dentro.
—Te refieres al ámbar —dedujo Will.
—Ámbar… —repitieron los dos.
Cada uno vio reflejada su propia expresión en el rostro del otro. Aquél fue un momento especial que Will conservaría grabado mucho tiempo en la memoria.
—Entonces te refieres al electromagnetismo —continuó, desviando la mirada—. Esa teología experimental se parece a lo que nosotros llamamos «física». Por tanto, necesitas la ayuda de científicos, no de teólogos.
—Ah —exclamó ella con cierto recelo—. Pues buscaré eso.
Estaban sentados bajo el reluciente sol de una despejada mañana, en la terraza con vistas al plácido mar, y cualquiera de ellos podría haber sido el siguiente en hablar, porque ambos tenían un sinfín de preguntas pendientes. De pronto oyeron una voz proveniente de la zona de los jardines del casino. Desconcertados, los dos niños dirigieron la vista hacia allí, en busca del dueño de aquella voz infantil, pero no vieron a nadie.
—¿Cuánto tiempo dijiste que llevabas aquí? —murmuró Will.
—Tres o cuatro días —respondió Lyra—. He perdido la cuenta. Nunca me he topado con nadie aquí, y eso que miré casi en todas partes. No hay nadie en esta ciudad.
Se equivocaba. Por una de las calles que descendían hacia el puerto aparecieron dos personas, una chiquilla de la edad de Lyra y un niño más pequeño. Ambos eran pelirrojos y llevaban cestos. Se hallaban a unos cien metros de distancia cuando repararon en Will y Lyra.
Pantalaimon se transformó de jilguero en un ratón, que trepó por el brazo de Lyra para refugiarse en el bolsillo de su camisa. Se había percatado de que esas criaturas eran como Will: no tenían un daimonion a la vista.
Los dos desconocidos se aproximaron y tomaron asiento a una mesa cercana.
—¿Sois de Ci’gazze? —preguntó la niña.
Will negó con la cabeza.
—¿De Sant’Elia?
—No —contestó Lyra—. Somos de otra parte.
La niña asintió en silencio, como si considerara aceptable la respuesta.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Will—. ¿Dónde están los mayores?
—¿No han ido los espantos a vuestra ciudad? —inquirió a su vez la chiquilla con gesto de extrañeza.
—No —respondió Will—. Acabamos de llegar. No sabemos nada de los espantos. ¿Cómo se llama esta ciudad?
—Ci’gazze —informó con suspicacia la niña—. Cittàgazze, dicho al completo.
—Cittàgazze —repitió Lyra—. Ci’gazze. ¿Por qué se han marchado los adultos?
—Por los espantos —explicó la niña con aire de desdeñoso fastidio—. ¿Cómo os llamáis?
—Yo Lyra, y él Will. ¿Y vosotros?
—Angélica, y mi hermano Paolo.
—¿De dónde venís?
—De las colinas. Cayó una niebla muy espesa seguida de una tormenta y todos se asustaron, de modo que nos refugiamos en las colinas. Luego, cuando la niebla desapareció, los mayores vieron con telescopios que la ciudad se había llenado de espantos. Por eso decidieron no volver. Pero a los niños no nos dan miedo los espantos. Otros han empezado a bajar, pero nosotros hemos sido los primeros.
—Nosotros y Tullio —precisó con orgullo el pequeño Paolo.
—¿Quién es Tullio?
Angélica se enojó. Paolo no debía haberlo mencionado; de todas formas, de nada servía ya intentar mantener el secreto.
—Nuestro hermano mayor —contestó—. No viene con nosotros. Permanecerá escondido hasta que pueda… Bueno, está escondido, eso es todo.
—Va a… —Paolo se interrumpió cuando Angélica le propinó un bofetón y cerró la boca en el acto, apretando con fuerza los temblorosos labios.
—¿Qué has dicho de la ciudad? —inquirió Will—. ¿Que está llena de espantos?
—Sí, Ci’gazze, Sant’Elia, todas las ciudades. Los espantos van a donde vive gente. ¿De dónde sois vosotros?
—De Winchester —contestó Will.
—Nunca he oído ese nombre. ¿No hay espantos allí?
—No. Y tampoco he visto ninguno aquí.
—¡Pues claro que no! —exclamó Angélica con aire jactancioso—. ¡Tú no eres un adulto! Sólo los mayores pueden ver a los espantos.
—A mí no me dan miedo —aseguró el niño levantando el mentón—. Hay que machacar a esos cabrones.
—¿No piensan volver los mayores? —intervino Lyra.
—Sí, dentro de unos días —respondió Angélica—, cuando los espantos se marchen a otra parte. A nosotros nos gusta que vengan los espantos, porque así corremos a nuestras anchas por la ciudad y hacemos lo que nos apetece.
—¿Qué temen los adultos que les hagan los espantos? —inquirió Will.
—Hombre, no resulta agradable ver qué ocurre cuando un espanto atrapa a un mayor. Les absorben la vida en el acto. Por eso yo no quiero ser mayor. Al principio se dan cuenta de lo que sucede y les entra miedo, lloran y gritan; después miran a otro lado y fingen que no pasa nada, aunque sí pasa. Están perdidos. Y nadie se acerca a ellos, se quedan solos. Luego palidecen y dejan de moverse. Siguen vivos, pero da la impresión de que los han comido por dentro. Si les miras a los ojos, ves hasta el otro lado de la cabeza, porque la tienen vacía.
La chiquilla se volvió hacia su hermano y le limpió la nariz con la manga de la camisa.
—Paolo y yo vamos a ver si encontramos helados —anunció—. ¿Queréis acompañarnos?
—No —declinó Will—, tenemos cosas que hacer.
—Adiós entonces —se despidió.
Mientras se alejaban Paolo exclamó:
—¡Muerte a los espantos!
—Adiós —dijo Lyra.
En cuanto Angélica y el niño se hubieron perdido de vista, el ratón Pantalaimon asomó la cabeza por el bolsillo de Lyra con los ojos relucientes.
—No saben nada de esa ventana que encontraste —dijo a Will.
Era la primera vez que Will lo oía hablar, y su perplejidad fue mayúscula. Lyra echó a reír al ver la expresión de su rostro.
—Pero si… si ha hablado. ¿Todos los daimonions hablan?
—¡Pues claro! —contestó Lyra—. ¿Qué creías, eh? ¿Que era como un perrito o un gato de compañía?
Will se mesó el cabello, parpadeó y luego meneó la cabeza.
—No —respondió. Dirigiéndose a Pantalaimon añadió—: Me parece que tienes razón. No saben nada de la ventana.
—Más vale que actuemos con cautela al atravesarla —señaló Pantalaimon.
A Will pronto se le pasó el desconcierto que le producía conversar con un ratón. Al cabo de un momento no lo consideró más extraño que hablar por teléfono, ya que en el fondo departía con Lyra. De todas formas el ratón era un ente separado; tenía algo de Lyra en su expresión y algo más. Aquello resultaba demasiado complicado, y Will ya tenía bastantes fenómenos raros que digerir, de modo que trató de no perderse en elucubraciones.
—Antes de ir a mi Oxford tendrás que cambiarte de ropa —advirtió a Lyra.
—¿Por qué? —preguntó ella con aire retador.
—Porque no puedes pasear por mi mundo y hablar con la gente con esa pinta. No te dejarían ni acercarte. Debes ofrecer la apariencia de una persona normal. Tienes que ir camuflada. Sé muy bien de qué hablo porque llevo años haciéndolo. Será mejor que me hagas caso porque de lo contrario, te pillarán, y si se enteran de dónde vienes, de lo de la ventana y todo lo demás… Este mundo es un buen sitio para esconderse, y yo… bueno, yo tengo que ocultarme de unos hombres. Éste es el mejor escondrijo que podía soñar, y no quiero que lo encuentren. Por tanto no consentiré que tú lo descubras llamando la atención por no vestir como los demás. Yo tengo asuntos que resolver en Oxford, y si me traicionas, te mataré.
Lyra tragó saliva. El aletiómetro jamás mentía; aquel chico era un asesino y, si había matado antes, sin duda también acabaría con ella.
—De acuerdo —aceptó con gran seriedad.
Pantalaimon, convertido en lémur, lo desconcertó al observarlo con los ojos como platos. Cuando Will le devolvió la mirada, el daimonion se transformó de nuevo en ratón y se apresuró a refugiarse en el bolsillo de Lyra.
—Bien —dijo el muchacho—. Mientras estemos aquí, delante de esos niños fingiremos que somos de otro lugar de su mismo mundo. Es una suerte que no haya adultos, pues así podremos ir y venir sin que nadie se entere. Y cuando nos encontremos en mi mundo actuarás como yo diga. Lo primero que debes hacer es lavarte. Has de presentarte aseada porque si no llamarás la atención. Iremos camuflados a todas partes, aparentando que encajamos para evitar que se fijen en nosotros. Así pues, ve a lavarte el pelo para empezar. Encontrarás champú en el cuarto de baño. Después buscaremos ropa apropiada para ti.
—No sé cómo se lava el pelo —objetó la niña—. Nunca lo he hecho. En el Jordan la gobernanta se ocupaba de asearme.
—Pues tendrás que arreglártelas —replicó él—. Lávate de arriba abajo. En mi mundo la gente va limpia.
—Hum —murmuró Lyra antes de subir por la escalera.
Will percibió la furibunda mirada que le lanzaba la rata posada sobre el hombro de la niña, pero no se inmutó.
Una parte de sí deseaba vagar por la ciudad y explorarla en aquella soleada y silenciosa mañana, otra temblaba de angustia por su madre, y otra tercera continuaba aturdida de asombro por la muerte que había provocado. Y sobre todas aquellas emociones se cernía la tarea que debía realizar. Decidiendo que le convenía mantenerse ocupado, mientras esperaba a Lyra limpió el mármol de la cocina, fregó el suelo y arrojó la basura al contenedor que encontró en el callejón contiguo.
Después sacó el estuche de cuero verde de la bolsa de la compra y lo observó. En cuanto hubiera enseñado a Lyra cómo llegar a su Oxford por la ventana, regresaría para mirar su contenido. Entretanto, lo mantendría escondido debajo del colchón de la cama donde había dormido. En aquel mundo se hallaba a buen recaudo.
Cuando Lyra bajó limpia y con el cabello húmedo, comenzaron a buscar ropa para ella. Localizaron unos grandes almacenes, cuyo género era tan vulgar como en todas partes y un tanto pasado de moda en opinión de Will, y en él encontraron una falda de cuadros y una blusa verde sin mangas con un bolsillo para Pantalaimon. Lyra se negó en redondo a ponerse unos tejanos y no creyó a Will cuando éste le contó que la mayoría de las chicas los llevaban.
—Son pantalones —adujo—, y yo soy una niña. No digas estupideces.
Will se encogió de hombros; la falda de cuadros era una prenda normal, y eso era lo importante. Antes de salir, dejó unas monedas en la caja que había detrás del mostrador.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Pagar. Las cosas hay que pagarlas. ¿Acaso no ocurre así en tu mundo?
—¡En éste no! Apuesto a que esos niños no pagan nada.
—Tal vez ellos no, pero yo sí.
—Si empiezas a comportarte como una persona mayor, te atacarán los espantos —bromeó, aunque no sabía si existía suficiente confianza entre ambos para tomarle el pelo o si debía mantener un sano temor ante él.
Con la luz del día, Will reparó en cuán antiguos eran los edificios del centro de la ciudad. Algunos se hallaban en un estado próximo a la ruina, con las ventanas rotas y desconchaduras en las fachadas. Sin embargo se adivinaba que aquel lugar había gozado de belleza y esplendor; más allá de los dinteles de piedra labrada se abrían espaciosos patios llenos de verdor, y algunas casas tenían todas las trazas de haber sido palacios, pese a las resquebrajaduras de sus escaleras y a la precaria unión de los marcos de las puertas a las paredes. Daba la impresión de que, en lugar de derribar los edificios para construir otros nuevos, los habitantes de Ci’gazze preferían recomponer indefinidamente los viejos.
Contemplaron una torre que se erguía solitaria en una pequeña plaza. Era la obra arquitectónica más antigua de cuantas habían visto: una simple torre almenada de cuatro pisos de altura. Bajo el fulgor del sol presentaba una quietud intrigante, y tanto Will como Lyra se sintieron atraídos hacia la puerta entornada que coronaba sus anchos escalones. No obstante, ninguno de los dos propuso cruzarla, y prosiguieron su camino con cierta desgana.
Al llegar a la ancha avenida flanqueada de palmeras, Will le indicó que buscara un pequeño café situado en una esquina, con mesas metálicas pintadas de verde en la acera. Lyra lo localizó en menos de un minuto. Se veía más pequeño y desastrado de día, pero era el mismo lugar, con su barra de cinc, la máquina de café y el plato de arroz a medio terminar, que con el calor comenzaba ya a oler a mal.
—¿Está aquí dentro? —preguntó.
—No. Está en medio de la calle. Asegúrate de que no hay ningún otro niño por ahí…
No había nadie. Will la condujo al parterre central, bajo las palmeras, y miró en torno a sí para orientarse.
—Creo que estaba por aquí —dijo—. En cuanto llegué vi esa gran colina de detrás de la casa blanca, en esta dirección estaba el café de allí, y…
—¿Cómo es? Yo no veo nada.
—Es imposible que lo confundas. No se parece a nada que hayas visto antes.
Escrutó a ambos lados de la calle. ¿Habría desaparecido? ¿Se habría cerrado? No lo veía por ninguna parte.
De pronto lo percibió. Retrocedió y avanzó, observando el filo. Tal como había advertido la noche anterior, en el lado de Oxford, sólo se discernía desde un lado: por detrás, resultaba invisible. De la misma manera, el sol que incidía en el césped del otro lado era igual que el que bañaba el césped de ese lado, aunque inexplicablemente diferente.
—Aquí está —dijo, cuando estuvo seguro.
—¡Ah! ¡Ya lo veo!
Lyra estaba muy alterada, presa de un desconcierto comparable al que se había adueñado de Will al oír hablar a Pantalaimon. El daimonion, incapaz de permanecer más tiempo en el bolsillo, había salido transformado en avispa y había traspasado zumbando el agujero varias veces, mientras la niña se ahuecaba el pelo, que aún no se había secado.
—Ponte a un lado —indicó Will—. Si te quedas delante, la gente vería sólo dos piernas, y sin duda eso despertaría su curiosidad. No quiero que nadie se fije en nosotros.
—¿Qué es ese ruido?
—El tráfico. Eso está en la vía de circunvalación de Oxford. Seguro que habrá mucha circulación. Agáchate y míralo desde el lado. Desde luego es la peor hora del día para cruzar, ya que hay demasiada gente, pero si pasáramos a medianoche resultaría difícil encontrar un sitio adonde ir. En cuanto salgamos, nos mezclaremos sin problemas con los demás peatones. Ve tú primero. Pasa encorvada, deprisa, y después te apartas de la ventana.
Lyra se descolgó la pequeña mochila azul que llevaba desde que salieron del café y se la colocó entre los brazos antes de inclinarse para mirar.
—Oh… —exclamó—. ¿Y ése es tu mundo? No se parece nada a Oxford. ¿Seguro que estabas en Oxford?
—Por supuesto. Cuando hayas pasado al otro lado, verás una carretera delante de ti. Síguela hacia la izquierda y un poco más allá toma la calle que baja por la derecha. Ésa conduce al centro de la ciudad. Fíjate bien dónde está la ventana y memorízalo, ¿de acuerdo? Es la única forma de volver.
—De acuerdo —prometió—. No lo olvidaré.
Con la mochila en los brazos, atravesó el aire de la ventana y se esfumó. Will dobló las piernas para observar adónde iba.
Ahí estaba, pisando la hierba de su Oxford con Pan, todavía en forma de avispa, sobre el hombro, y todo indicaba que nadie la había visto aparecer. Los coches y camiones circulaban veloces a corta distancia, pero aquel punto de confluencia tan transitado no daba margen a los conductores para mirar a un lado, hacia un pedazo de aire de peculiar aspecto, aun en el supuesto de que pudieran distinguirlo, y el tráfico de vehículos impedía ver la ventana a cualquiera que se hallara al otro lado de la carretera.
Oyó un chirriar de frenos, seguido de un grito y un golpe, y se echó al suelo para mirar.
Lyra estaba tendida en la hierba. Un coche había frenado de manera tan repentina que una furgoneta lo había golpeado por detrás, y ahí estaba Lyra, tumbada sin moverse…
Will se precipitó tras ella. Nadie lo vio llegar, pues todos estaban pendientes del coche, el parachoques abollado, el conductor de la furgoneta que bajaba del vehículo y la niña.
—No he podido evitarlo… se me ha puesto delante… —explicaba la conductora del automóvil, una mujer de mediana edad—. Usted iba demasiado pegado —acusó al conductor de la furgoneta.
—Dejemos eso —replicó el hombre—. ¿Cómo está la niña?
La pregunta iba dirigida a Will, que se había arrodillado junto a Lyra. Al oírla levantó la vista y miró alrededor buscando otro posible interpelado. Sin embargo resultaba imposible hacerse el despistado. Lyra meneó la cabeza, parpadeando. Will observó que la avispa Pantalaimon escalaba con torpeza por una brizna de hierba junto a la niña.
—¿Estás bien? —preguntó—. Mueve las piernas y los brazos.
—¡Estúpida! —la regañó la mujer del coche—. ¿A quién se le ocurre cruzar corriendo la carretera, sin mirar siquiera. ¿Qué diablos podía hacer yo?
—¿Has recuperado el conocimiento, guapa? —se interesó el conductor de la furgoneta.
—Sí —murmuró Lyra.
—¿No te has roto nada?
—Mueve los pies y las manos —insistió Will.
Lyra obedeció. No había sufrido ninguna fractura.
—No le ha pasado nada —dijo Will—. Yo me ocuparé de ella. Está bien.
—¿La conoces? —preguntó el hombre de la furgoneta.
—Es mi hermana —explicó Will—. No se preocupe. Vivimos justo a la vuelta de la esquina. Yo la acompañaré a casa.
Lyra se incorporó, y al comprobar que no estaba malherida la mujer centró su atención en el automóvil. El tráfico seguía avanzando en torno a los dos vehículos parados, y como de costumbre los conductores miraban con curiosidad la escena al pasar. Will ayudó a Lyra a levantarse; debían marcharse de allí cuanto antes. Tras llegar a la conclusión de que debían delegar el problema en sus respectivas compañías de seguros, la mujer y el hombre de la furgoneta intercambiaban sus respectivas direcciones cuando la propietaria del automóvil advirtió que Lyra se alejaba renqueando con la ayuda de Will.
—¡Esperad! —los llamó—. Tendréis que testificar. Necesito vuestro nombre y dirección.
—Yo me llamo Mark Ransom —mintió Will, volviéndose— y mi hermana, Lisa. Vivimos en el 26 de Bourne Close.
—¿Código postal?
—No me acuerdo —respondió—. Si me disculpa, me gustaría acompañarla a casa.
—Subid a la cabina —ofreció el conductor de la furgoneta—, y yo os llevaré.
—No; no se moleste. Llegaremos antes a pie, de verdad.
Con una cojera apenas perceptible, Lyra caminó junto a Will sobre la franja de césped donde se alzaban los olmos, y en la primera esquina aprovecharon para cambiar de calle.
Luego se sentaron en el bajo muro de un jardín.
—¿Te duele? —preguntó Will.
—Me ha golpeado en la pierna, y al caer me he dado en la cabeza —explicó.
Con todo, estaba más preocupada por lo que llevaba en la mochila. Introdujo la mano con tiento y extrajo un pesado bulto de escaso tamaño, envuelto en terciopelo negro, que destapó. Will observó con los ojos como platos el aletiómetro: los pequeños símbolos pintados en el disco, las manecillas doradas, la aguja y el rutilante marco lo dejaron sin respiración.
—¿Qué es eso? —inquirió.
—Es mi aletiómetro, un instrumento de la verdad, un lector de símbolos. Espero que no se haya roto…
El artefacto seguía intacto. Aun sostenido por sus trémulas manos, su larga aguja se movía con regularidad.
—Nunca había visto tantos carros y vehículos —comentó mientras lo guardaba—. No sospechaba que avanzaran con tal rapidez.
—¿No hay coches ni furgonetas en tu Oxford?
—No tantos, y son diferentes. No estaba acostumbrada. Pero ahora ya ha pasado.
—Pues tendrás que andarte con más cuidado en adelante. Si te plantas delante de un autobús, te pierdes o algo por el estilo, se darán cuenta de que no perteneces a este mundo y comenzarán a buscar el sitio por donde se comunican… —Se interrumpió, consciente de que su enfado resultaba exagerado, y al final añadió—: Te propongo un trato. Si te haces pasar por mi hermana, me ayudarás a despistar a los tipos que me persiguen, porque la persona que buscan no tiene ninguna hermana. Yo a cambio te enseñaré a cruzar las calles sin que te atropellen.
—De acuerdo —aceptó con humildad la niña.
—Además está el problema del dinero. Apuesto a que no tienes… ¿Cómo vas a ir por ahí, comer y todo lo demás?
—Sí tengo dinero —afirmó ella, sacando unas monedas de oro del monedero.
Will las examinó con incredulidad.
—Es oro, ¿verdad? Si pagas con eso, la gente te plantearía un montón de preguntas, seguro. No puedes utilizarlas. Te voy a dar algo de dinero. Guarda esas monedas y procura que no las vea nadie. Y recuerda, eres mi hermana y te llamas Liza Ransom.
—Lizzie. Una vez usé el nombre de Lizzie, de modo que me resultará más fácil recordarlo.
—De acuerdo, Lizzie si lo prefieres. Y yo soy Mark. No lo olvides.
—Muy bien —acató Lyra sin rechistar.
Todo apuntaba a que le dolería la pierna; la zona donde había recibido el impacto del coche, se había inflamado y enrojecido, y pronto aparecería un cardenal. Si a éste se sumaba el morado que le había salido en la mejilla a consecuencia del golpe que él le había propinado la noche anterior, Lyra parecía haber sufrido maltratos, y eso le preocupaba. ¿Y si a un agente de policía se le ocurría investigar al respecto?
Decidió no obsesionarse con ello mientras echaban a andar y cruzaban el semáforo. Lanzaron una breve ojeada hacia los olmos y no atisbaron la ventana, que resultaba invisible desde allí, y no era cuestión de retroceder, porque se había reanudado el tráfico.
Después de caminar diez minutos por Banbury Road, Will se detuvo en Summertown, delante de un banco.
—¿Qué haces? —preguntó Lyra.
—Voy a sacar dinero. No debo hacerlo con demasiada frecuencia, pero no creo que tengan constancia hasta el final del día.
Introdujo la tarjeta de su madre en el cajero automático y tecleó su número personal. Como todo se desarrollaba con normalidad, solicitó cien libras y la máquina se las dispensó sin ningún impedimento. Lyra miraba boquiabierta.
—Esto para después —dijo Will entregándole un billete de veinte libras—. Compra algo y así tendremos suelto. Ahora tomaremos un autobús.
Mientras Will se ocupaba de pagar los billetes, Lyra se sentó y se dedicó a contemplar las casas y los jardines de aquella ciudad que era la suya y a la vez no lo era. Tenía la impresión de que se hallaba en el sueño de otra persona. Se apearon en el centro, junto a un viejo edificio de piedra que conocía, frente al cual se elevaban unos grandes almacenes que no había visto nunca.
—Está todo cambiado —observó—, como si… ¿No es eso el Mercado de Cereales? Ése es el Balliol. Allá está el Broad, y allí la biblioteca del Bodley. Pero ¿dónde está el Jordan?
De pronto temblaba como una hoja. Tal vez se trataba de una reacción retardada por el accidente o quizá del desconcierto que le producía encontrar un edificio totalmente distinto en lugar del Jordan College, su antiguo hogar.
—Aquí pasa algo —afirmó en un susurro, ya que Will le había advertido que dejara de señalar y comentar en voz alta las cosas que echaba en falta—. Éste no es el mismo Oxford.
—Eso ya lo sabíamos —señaló Will.
Se sorprendió al advertir el estupor y el desamparo que se habían adueñado de Lyra. Él ignoraba que había pasado buena parte de su infancia corriendo por unas calles casi idénticas a aquéllas; no sospechaba el orgullo que sentía por formar parte del Jordan College, que tenía los licenciados más inteligentes, las arcas mejor provistas y los más bellos y espléndidos edificios. Acababa de descubrir que había desaparecido, y ella ya no era Lyra del Jordan, sino una niña perdida en un mundo extraño, sin raíces en ninguna parte.
—Bueno —concluyó con voz entrecortada—. Si no está aquí…
Tardaría más de lo previsto en llevar a cabo sus indagaciones, nada más.