02. ENTRE LAS BRUJAS

La bruja Serafina Pekkala, que había rescatado a Lyra y los otros niños de la estación experimental de Bolvangar y se había desplazado con ella por los aires a la isla de Svalbard, estaba muy preocupada.

A raíz de las perturbaciones atmosféricas que se produjeron tras la huida de lord Asriel de su exilio en Svalbard, ella y sus compañeras se habían visto barridas de la isla, proyectadas a muchos kilómetros de distancia sobre aquel helado mar. Algunas habían logrado quedarse con el globo averiado de Lee Scoresby, el aeronauta tejano, pero Serafina había sido propulsada a gran altura, en medio de los bancos de niebla que enseguida surgieron rodando del boquete que había abierto en el cielo el experimento de lord Asriel.

Cuando de nuevo se halló en condiciones de controlar el vuelo, se sintió inquieta por Lyra, pues no sabía nada de la lucha que habían mantenido el falso oso-rey y el verdadero, Iorek Byrnison, ni qué le había ocurrido a la niña después.

Así pues, comenzó a buscarla montada en su rama de nube pino, surcando el brumoso aire teñido de oro en compañía de su daimonion, Kaisa, el ganso gris. Retrocedieron en dirección a Svalbard, aunque con rumbo ligeramente desviado hacia el sur, y volaron durante horas bajo un turbulento cielo en que se alternaban extrañas luces y sombras. Serafina Pekkala intuía por el inquietante hormigueo que sentía en la piel que aquella luz procedía de otro mundo.

—¡Mira! —exclamó Kaisa al cabo de cierto tiempo—. El daimonion de una bruja, perdido…

Escrutando entre la niebla, Serafina Pekkala distinguió una golondrina de mar que chillaba y daba vueltas en los abismos de la brumosa luz y avanzó hacia ella con su daimonion. Al verlos acercarse, la golondrina remontó el vuelo alarmada, y sólo cuando Serafina Pekkala hizo un gesto de amistad bajó para situarse a su lado.

—¿A qué clan perteneces? —preguntó Serafina Pekkala.

—Al taymir —contestó—. Han capturado a mi bruja… ¡Nuestras compañeras han sido expulsadas! Me he perdido…

—¿Quién ha capturado a tu bruja?

—Esa mujer de Bolvangar que tiene un mono por daimonion… ¡Ayudadme! ¡Ayudadnos! ¡Estoy tan asustada!

—¿Tu clan era aliado de los amputadores de niños?

—Sí, hasta que descubrimos qué hacían… Después de los combates de Bolvangar nos expulsaron e hicieron prisionera a mi bruja… La tienen en un barco… ¿Qué puedo hacer yo? ¡Me llama y no consigo encontrarla! ¡Ayudadme, por favor!

—Silencio —intervino Kaisa, el daimonion ganso—. Escuchad, se oye algo abajo.

Descendieron, aguzando el oído, y Serafina Pekkala no tardó en distinguir el murmullo de un motor de gas amortiguado por la niebla.

—Resulta imposible navegar con una niebla tan densa —observó Kaisa—. ¿Qué estarán haciendo?

—Es un motor más pequeño que el de un barco —precisó Serafina Pekkala.

Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando percibieron un nuevo sonido procedente de una dirección distinta: un grave, brutal y vibrante bramido, como el de una inmensa criatura que habitara las profundidades marinas, se prolongó varios segundos antes de interrumpirse en seco.

—La sirena de un barco —identificó Serafina Pekkala.

Descendieron hasta situarse a corta distancia del mar para identificar la procedencia del ruido de motor. De repente lo localizaron, pues en la niebla parecía haber retazos de diferente densidad, y la bruja se elevó como una flecha para evitar ser vista desde la lancha que avanzaba lentamente, envuelta en un velo de humedad. La superficie aparecía grasienta y el oleaje se movía con ritmo lento, como si al agua le costara levantarse.

Ascendieron en círculo, con la golondrina de mar pegada a ellos como un niño a las faldas de su madre, y observaron que el timonel rectificaba el rumbo cuando volvió a sonar la sirena. En la proa había una luz, que sólo iluminaba unos pocos metros.

—¿Has dicho que algunas brujas todavía ayudan a esa gente? —preguntó Serafina Pekkala al daimonion extraviado.

—Me parece que sí. Algunas brujas renegadas de Volgorsk… a menos que se hayan marchado también —contestó—. ¿Qué piensa hacer? ¿Irá en busca de mi bruja?

—Sí. Tú te quedarás con Kaisa por el momento.

Serafina Pekkala se precipitó hacia la lancha, mientras los daimonions permanecían ocultos entre la niebla, y se posó en la bovedilla situada detrás del timonel. El daimonion del hombre soltó un graznido, y éste se volvió para mirar.

—No te has dado mucha prisa en llegar, ¿eh? —espetó—. Monta en tu rama y guíanos por el lado de babor.

Serafina Pekkala volvió a alzar el vuelo. Su estratagema había funcionado: algunas brujas aún los ayudaban, y el timonel la había confundido con una. Babor estaba a la izquierda, recordó, y la luz de babor era roja. Buscó entre la niebla hasta vislumbrar su nebuloso resplandor, unos cien metros más allá. Retrocedió como un rayo y, sobrevolando la lancha, dio indicaciones al timonel, que aminoró la marcha y con paso de caracol condujo la embarcación hacia la escalerilla colgada hasta la línea de flotación. El timonel gritó algo, y un marinero lanzó un cabo desde arriba mientras otro se apresuraba a bajar por la escalera para atar la nave.

Serafina Pekkala voló hacia la barandilla del barco y buscó refugio en la oscuridad que proyectaban las lanchas de salvamento. Si bien no había visto ninguna otra bruja, era probable que hubiera más de una patrullando el cielo; Kaisa sabría cómo actuar en tal caso.

Mientras tanto, abajo, un pasajero abandonaba la lancha y subía por la escalera. Las pieles y la capucha que lo envolvían impedían identificarlo. Cuando llegó a cubierta, un mono dorado saltó con agilidad a la barandilla y desde allí miró en derredor, irradiando maldad a través de sus negros ojos. Serafina contuvo el aliento al comprender que el encapuchado era la señora Coulter.

Un individuo vestido con ropajes oscuros se apresuró a recibirla en la cubierta, y miró a ambos lados como si esperara a alguien más.

—Lord Boreal… —dijo.

—Ha ido a otro sitio —atajó la señora Coulter—. ¿Han comenzado la sesión de tortura?

—Sí, señora Coulter —respondió el hombre—, pero…

—Ordené que aguardaran —espetó—. ¿Acaso han tomado afición a desobedecerme? Debería haber más disciplina en este barco.

La mujer se quitó la capucha y bajo la amarillenta luz Serafina Pekkala le vio con nitidez la cara: altiva, apasionada y, a ojos de la bruja, jovencísima.

—¿Dónde están las otras brujas? —preguntó.

—Se han marchado todas, señora —informó el individuo del barco—. Huyeron a su tierra.

—Sin embargo ha sido una bruja quien ha guiado la lancha hasta aquí —repuso la señora Coulter—. ¿Dónde se ha metido?

A Serafina se le encogió el corazón. No cabía duda de que el marinero de la lancha no estaba enterado de las últimas novedades. Mientras el clérigo miraba en torno a sí con desconcierto, la señora Coulter, que tenía demasiada prisa, recorrió la cubierta con la vista, meneó la cabeza y cruzó con su daimonion la puerta, que arrojaba un amarillento nimbo al aire. El hombre la siguió.

Serafina Pekkala miró alrededor para cerciorarse de la posición en que se hallaba. Estaba escondida detrás de un ventilador en la estrecha franja de cubierta situada entre la barandilla y la estructura central, más elevada, del barco; para colmo en ese nivel, inmediatamente inferior al puente y la chimenea, había un salón provisto en sus tres lados de auténticas ventanas en lugar de portillas. Ésa era la estancia donde se habían congregado los pasajeros. La luz que se derramaba por las ventanas sobre la barandilla envuelta en la niebla apenas si alcanzaba a alumbrar el palo mayor y la escotilla tapada con una lona. Todo estaba impregnado de humedad y comenzaba a cobrar la rigidez del hielo. Nadie podía ver a Serafina donde estaba; pero si ella quería ver algo más, tendría que abandonar su escondite.

Era una lástima. De todas formas, con su rama de pino podía escapar, y con su cuchillo y su arco, podía presentar batalla. Ocultó la rama detrás del ventilador y avanzó con sigilo hasta la primera ventana. El cristal empañado no le permitía ver nada, y como no oyó ninguna voz optó por volver a refugiarse en su escondrijo.

Había un recurso que podía poner en juego, aunque Serafina tenía ciertos reparos, pues se trataba de algo extremadamente peligroso que la dejaría exhausta. Sin embargo todo indicaba que no tenía otra alternativa. Era una suerte de truco de magia gracias al cual nadie la vería. La auténtica invisibilidad era imposible de conseguir, por supuesto; aquello era un procedimiento de magia mental que consistía en adoptar una actitud de modestia tenaz que permitía pasar inadvertido al autor del hechizo aun sin ser invisible. Si se mantenía con la intensidad adecuada, podía atravesar una habitación abarrotada de gente o caminar junto a un solitario viajero sin ser vista.

Así pues, se concentró y dirigió todos sus esfuerzos a alterar la apariencia que ofrecía con el objeto de repeler por completo la atención hacia su persona. Tardó varios minutos en convencerse de que lo había logrado, y aun así decidió asegurarse abandonando su refugio para situarse en el camino de un marinero que se acercaba con una bolsa de herramientas. El hombre se apartó hacia un lado para no topar con ella sin mirarla siquiera.

Estaba preparada. Se encaminó hacia la puerta del salón inundado de luz y al abrirla descubrió que estaba vacío. La dejó abierta de par en par por si necesitaba huir y en el fondo de la estancia vio otra, y más allá unas escaleras que descendían hasta las entrañas del barco. Bajó por ellas hasta un estrecho pasillo alumbrado con luces ambáricas recorrido por tuberías pintadas de blanco, que atravesaba el interior del casco de popa a proa, con puertas a ambos lados.

Avanzó con sigilo, hasta oír voces. Parecía que se celebraba una especie de asamblea.

Abrió la puerta y entró.

Había unas doce personas sentadas en torno a una gran mesa. Un par de ellas levantaron la vista, y aunque la miraron con aire distraído no les llamó la atención su presencia. Permaneció en silencio junto a la puerta, observando. Presidía la reunión un anciano ataviado con vestiduras cardenalicias, y los demás asistentes parecían eclesiásticos de diversa condición, salvo la señora Coulter, la única mujer presente. La dama había dejado sus pieles sobre el respaldo de la silla y se le habían encendido las mejillas con el calor del interior del barco.

Serafina Pekkala examinó con atención la sala y reparó en alguien más; un individuo de rostro enjuto con un daimonion rana, que se hallaba sentado a una mesa lateral atestada de libros encuadernados en cuero e inestables pilas de papel amarillento. Al principio lo tomó por un escribiente o un secretario, hasta que advirtió que tenía la vista fija en un instrumento dorado semejante a un reloj grande o una brújula y cada minuto, más o menos, apartaba la mirada para anotar lo que acababa de observar. Después abría un libro, buscaba pacientemente en el índice y consultaba una referencia que luego escribía antes de volver a enfrascarse en la observación del instrumento.

Serafina prestó atención a la conversación que mantenían las personas sentadas a la mesa, porque había oído la palabra «bruja».

—Sabe algo sobre la niña —informó un clérigo—. Confesó que sabía algo. Todas las brujas saben algo sobre ella.

—Ignoro lo que sabe señora Coulter —declaró el cardenal—. ¿Tal vez debería habernos comentado algo?

—Tendrá que hablar con menos rodeos —replicó con gelidez la señora Coulter—. Su Eminencia olvida que soy una mujer y que como tal se me escapa la sutileza de un príncipe de la Iglesia. ¿Cuál es esa verdad que yo debería conocer acerca de la niña?

El cardenal hizo un expresivo gesto, pero no contestó.

—Parece que existe una profecía —intervino tras unos minutos de silencio, casi con tono de disculpa, uno de los clérigos—. Todas las señales coinciden. Las circunstancias de su nacimiento, por ejemplo. Los giptanos también saben algo sobre ella. La designan con expresiones muy misteriosas como «aceite de bruja» y «fuego de marjal». No es de extrañar que consiguiera conducirlos a Bolvangar. Por no mencionar la asombrosa hazaña de deponer al oso-rey Iofur Raknison… No es una niña cualquiera, seguro. Quizá fray Pavel pueda explicarnos algo más…

Dirigió la mirada al individuo de rostro enjuto que interpretaba el aletiómetro, quien tras pestañear se frotó los ojos antes de posar la vista en la señora Coulter.

—Ignoro si sabéis que éste es el único aletiómetro que queda, aparte del que está en poder de la niña —dijo—. Los demás han sido adquiridos y destruidos, por orden del Magisterio. En este instrumento he leído que fue el rector del Jordan College quien entregó el suyo a la niña, que aprendió a interpretarlo por sí sola y lo utiliza sin el apoyo de los libros de lectura. Si fuera posible no conceder crédito al aletiómetro, lo haría, porque me resulta inconcebible que alguien lo utilice sin la ayuda de los libros. Para alcanzar una mínima capacidad de comprensión, se requieren décadas de diligente estudio. Ella en cambio comenzó a leerlo al cabo de pocas semanas de tenerlo, y ahora posee un dominio casi completo. Esa chiquilla es superior a cualquier erudito humano.

—¿Dónde está ahora, fray Pavel? —preguntó el cardenal.

—En el otro mundo —contestó el interpelado—. Ya es tarde.

—¡La bruja sabe algo! —exclamó otro hombre, cuyo daimonion, un ratón almizclero, roía sin descanso la punta de un lápiz—. ¡Todo encaja y sólo falta el testimonio de la bruja! ¡Yo propongo volver a torturarla!

—¿De qué profecía habláis? —preguntó airada la señora Coulter—. ¿Cómo osáis mantenerme en la ignorancia?

Saltaba a la vista el poder que ejercía sobre los presentes. El mono dorado paseó una mirada furibunda sobre todos ellos, y ninguno tuvo el valor de alzar la vista.

El único que se mantuvo impertérrito fue el cardenal. Su daimonion, un ara, levantó una pata y se rascó la cabeza.

—La bruja ha dado a entender algo extraordinario —dijo—. No me atrevo a dar crédito a lo que pienso que significa. En tal caso, sobre nosotros recaería la más terrible responsabilidad que haya tenido que asumir ningún hombre o mujer. Permítame que insista, señora Coulter, ¿qué sabe usted de la niña y su padre?

—¿Cómo osa interrogarme? —preguntó a su vez, pálida de furia, la señora Coulter—. ¿Cómo osa no informarme de lo que ha averiguado a través de la bruja? ¿Cómo osa sospechar que yo le oculto algo? ¿Cree que estoy del lado de la niña? ¿O cree tal vez que estoy del lado de su padre? Quizá piense que deberían torturarme como a la bruja. Bien, estamos todos sujetos a su autoridad, Eminencia. Bastaría sólo un gesto suyo para que me despedazaran, pero aunque buscara en cada jirón de carne una respuesta no encontraría ninguna, porque yo no sé nada de esa profecía, nada en absoluto. Le exijo que me explique qué sabe usted. ¡Se trata de mi hija, mi única hija, concebida en el pecado y alumbrada con vergüenza, pero hija mía al fin y al cabo, y me ocultáis lo que tengo todo el derecho a saber!

—Por favor —intervino con nerviosismo uno de los eclesiásticos—. Por favor, señora Coulter, la bruja no ha hablado aún; averiguaremos más cosas. El mismo cardenal Sturrock ha dicho que sólo lo ha dado a entender.

—Supongamos que la bruja no habla —objetó la señora Coulter—. ¿Nos dedicaremos entonces a hacer cábalas? ¿Nos quedaremos temblando muertos de miedo, entregados a las conjeturas?

—No —respondió fray Pavel—. Precisamente estoy preparando esa pregunta para plantearla al aletiómetro. Obtendremos la respuesta bien a través de la bruja, bien a través de los libros de lectura.

—¿Cuánto tiempo se tardará?

—Bastante —contestó el clérigo con cautela, arqueando las cejas—. Se trata de una pregunta muy compleja.

—La bruja en cambio contestaría de inmediato —observó la señora Coulter.

Acto seguido se puso en pie y la mayoría de los asistentes la imitó, como si le rindieran homenaje. Sólo permanecieron sentados el cardenal y fray Pavel. Serafina Pekkala continuaba en su sitio, porfiando por mantenerse inaccesible a su atención. El mono dorado rechinaba los dientes, con el reluciente pelaje erizado de la cola a la cabeza.

—Vayamos pues a preguntárselo —sugirió la señora Coulter, colocándose el daimonion sobre los hombros.

Dando media vuelta salió al pasillo. Los hombres se precipitaron tras ella, abriéndose paso a empellones y codazos junto a Serafina Pekkala, que apenas si tuvo tiempo de hacerse a un lado, presa de una gran agitación mental. El último en salir fue el cardenal.

Serafina se rezagó unos segundos para recuperar la serenidad, porque comenzaba a tornarse visible a causa de su excitación. Después enfiló el pasillo en pos de los eclesiásticos, hasta llegar a una habitación más reducida, de austeras paredes blancas, donde todos se habían arracimado en torno a la penosa figura situada en el centro: una bruja atada a una silla de hierro, con el rostro demudado por el dolor y las piernas torcidas y rotas.

La señora Coulter se hallaba de pie a su lado. Serafina se apostó junto a la puerta, previendo que no podría permanecer inadvertida mucho rato; aquello era demasiado duro.

—Háblanos de la niña, bruja —ordenó la señora Coulter.

—¡No!

—De lo contrario sufrirás.

—Ya he sufrido bastante.

—Oh, aún sufrirás más. Nuestra Iglesia tiene miles de años de experiencia en estos asuntos. Podemos prolongar de forma indefinida tu padecimiento. Háblanos de la niña —insistió la señora Coulter.

Luego tomó la mano de la bruja y le partió un dedo, que se quebró sin resistencia con un chasquido. La bruja profirió un alarido, y por un segundo Serafina Pekkala se volvió visible para todos. Un par de clérigos la miraron con perplejidad y miedo pero, como enseguida se controló, volvieron a concentrarse en la sesión de tortura.

—Si no respondes, te romperé otro dedo y después otro. ¿Qué sabes de la niña? Contesta.

—¡Está bien! ¡Basta, basta, por favor!

—Contesta pues.

Se oyó otro repulsivo crujido, seguido de los lastimosos sollozos de la bruja. Serafina Pekkala a duras penas logró contenerse.

—¡No, no! —suplicó a voz en grito la bruja—. ¡Os lo diré! ¡Parad, os lo ruego! La niña que tenía que llegar… Las brujas conocíamos su identidad antes que vosotros… Averiguamos su nombre…

—Sabemos cómo se llama. ¿A qué nombre te refieres?

—¡A su verdadero nombre! ¡Al nombre de su destino!

—¿Qué nombre es ése? ¡Dímelo! —ordenó la señora Coulter.

—No… no…

—¿Cómo lo descubristeis?

—Había una prueba… Si conseguía escoger un haz de nube pino entre muchos otros, sería la niña que debía llegar y así sucedió en la casa de nuestro cónsul, en Trollesund, cuando la chiquilla acudió allí con los giptanos… La acompañaba el oso… —Se le quebró la voz.

La señora Coulter dejó escapar una exclamación de impaciencia, a la que siguieron una sonora bofetada y un gemido.

—Pero ¿qué revelaba la profecía sobre esa niña? —prosiguió la señora Coulter con vehemencia—. ¿Cuál es ese nombre que desvelará su destino?

Serafina Pekkala avanzó, atravesando incluso la tupida piña que formaban los hombres alrededor de la bruja, y ninguno reparó en su proximidad. Debía poner fin cuanto antes al sufrimiento de la bruja, pero el esfuerzo que debía realizar para pasar inadvertida resultaba agotador. Temblaba cuando desenfundó el puñal prendido a su cintura.

—¡Ella es la que vino antes, la que odiáis y teméis desde entonces! —decía entre sollozos la bruja—. Pues bien, ahora ha regresado y no habéis logrado localizarla… Estaba en Svalbard con lord Asriel, y la perdisteis. Escapó y será…

La mujer se interrumpió cuando entró volando por la puerta una golondrina de mar, enloquecida de terror. Con un penoso batir de alas cayó al suelo y con sumo esfuerzo consiguió remontar el vuelo para precipitarse hacia el pecho de la torturada. Acurrucada en él, comenzó a gorjear y chillar.

—¡Yambe-Akka! —llamó con angustia, la bruja—. ¡Ven a mí, ven a mí!

Nadie entendió su ruego salvo Serafina Pekkala. Yambe-Akka era la diosa que se aparecía a las brujas cuando estaban a punto de morir.

Serafina estaba preparada. De inmediato se tornó visible y avanzó con una alegre sonrisa, pues Yambe-Akka estaba contenta y despreocupada y sus visitas se consideraban gozosos regalos. Al verla, la bruja levantó el rostro surcado de lágrimas, y Serafina se inclinó para besarla al tiempo que le clavaba el puñal en el corazón. Al daimonion golondrina se le humedecieron los ojos antes de desaparecer.

Había llegado el momento; Serafina Pekkala tendría que luchar para salir de allí.

Los hombres aún estaban aturdidos, perplejos; la señora Coulter, en cambio, había recuperado la serenidad casi en el acto.

—¡Cogedla! ¡Que no escape! —exclamó.

Serafina ya se encontraba en la puerta, con una flecha dispuesta en el arco. Apuntó y disparó en menos de un segundo, y el cardenal se desplomó en el suelo, presa de convulsiones.

Serafina corrió por el pasillo en dirección a las escaleras y se detuvo un momento para preparar de nuevo el arco y descargar un proyectil.

Cayó otro hombre, al tiempo que por el barco se expandía el horripilante y estruendoso sonido de una campana.

Subió por las escaleras, y al salir a cubierta dos marineros le interceptaron el paso.

—¡Es abajo! —indicó—. ¡La prisionera ha escapado! ¡Id a buscar refuerzos!

Aquello bastó para provocar en los hombres unos segundos de desconcierto e indecisión que aprovechó para recoger su nube pino de detrás del ventilador.

—¡Disparadle! —ordenó a su espalda la señora Coulter.

De inmediato abrieron fuego tres fusiles. Las balas rebotaron en el metal para perderse silbando en la niebla, mientras Serafina montaba en su rama y la hacía elevarse a toda velocidad como si de una de sus flechas se tratara. Al cabo de unos segundos se hallaba a salvo en medio de la espesa bruma, y enseguida en aquella masa grisácea se definió el contorno de un gran cuerpo de ganso que acudía a su lado.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Lejos, Kaisa —respondió la bruja—. No importa el lugar, con tal de quedar libres de la pestilencia de esa gentuza.

En realidad no sabía adónde dirigirse ni qué hacer. Sin embargo estaba segura de algo: en su aljaba había una flecha que haría blanco en la garganta de la señora Coulter.

Emprendieron rumbo sur, distanciándose de aquel inquietante resplandor ultraterrenal que penetraba en la niebla, y mientras volaban en la mente de Serafina comenzó a fraguarse una pregunta. ¿Qué hacía lord Asriel?

No cabía duda de que todos los sucesos que habían trastornado el mundo tenían su origen en las misteriosas actividades del aristócrata.

El problema residía en que sus fuentes de conocimiento eran por lo general naturales. Ella podía perseguir cualquier animal, atrapar cualquier pez, encontrar las más raras especies de bayas; era capaz de descifrar señales en las entrañas de la marta, desentrañar la sabiduría en las escamas de una perca o interpretar augurios en el polen del azafrán. Todos ellos eran hijos de la naturaleza y las verdades que le comunicaban eran de carácter natural.

Para recabar información sobre lord Asriel debía recurrir a otros métodos. Su cónsul, el doctor Lanselius, mantenía sus contactos con el mundo de los hombres en el puerto de Trollesund, y fue allí adonde se dirigió Serafina Pekkala para ver qué podía averiguar a través de él. Antes de acudir a su casa sobrevoló el puerto, donde fantasmagóricos jirones de neblina flotaban sobre las heladas aguas, y observó cómo el práctico daba instrucciones para la entrada de un gran navío con pabellón africano. En los muelles había anclados varios barcos más. Nunca había visto tantos.

Cuando el corto día tocaba a su fin, aterrizó en el jardín posterior de la vivienda del cónsul y golpeó con los nudillos en la ventana. El doctor Lanselius abrió la puerta y se cruzó los labios con un dedo para pedir silencio.

—Bienvenida, Serafina Pekkala —saludó—. Pase, rápido. Y será mejor que no se quede mucho rato. —Le ofreció una silla junto al fuego y, tras mirar a través de las cortinas de una ventana de la fachada principal, añadió—: ¿Le apetece un poco de vino?

Entre sorbo y sorbo del dorado tokay, Serafina le refirió cuanto había visto y oído a bordo del barco.

—¿Cree que entendieron lo que dijo sobre la niña? —preguntó el cónsul.

—No del todo. Sin embargo saben que es importante. En cuanto a la mujer, me da miedo, doctor Lanselius. Creo que la mataré; de todas formas me da miedo.

—Sí —convino el cónsul—. A mí también.

Luego le expuso las habladurías que circulaban por la ciudad y algunas claras realidades que descollaban entre la niebla de los rumores.

—Se comenta que el Magisterio está organizando el mayor ejército que se haya visto nunca, y que sólo se trata de una avanzadilla. También se murmura, Serafina Pekkala, algo muy desagradable en relación con algunos soldados. Me contaron lo de Bolvangar y qué hacían allí… mutilar los daimonions a los niños, la peor fechoría de que yo haya tenido conocimiento… Pues bien, al parecer existe un regimiento de guerreros que han recibido el mismo trato. ¿Conoce la palabra «zombi»? No temen nada, porque carecen de mente y espíritu. Ahora mismo, se encuentran algunos soldados de esa clase en esta ciudad. Las autoridades los mantienen ocultos, pero las noticias salen a la luz, y la gente está aterrorizada.

—¿Y las brujas de los otros clanes? —preguntó Serafina Pekkala—. ¿Qué sabe de ellas?

—La mayoría ha regresado a su tierra. Todas permanecen a la espera, con el corazón encogido, de lo que suceda a continuación.

—¿Qué ha averiguado sobre la Iglesia?

—Están sumidos en la más completa confusión. No tienen ni idea de qué se propone lord Asriel.

—Yo tampoco —reconoció la bruja—, ni se me ocurre siquiera qué puede ser. ¿Qué cree usted que se propone, doctor Lanselius?

El cónsul acarició la cabeza de su daimonion serpiente con el pulgar.

—Aunque es un erudito —respondió al cabo de un instante—, no creo que el saber constituya su principal pasión, y tampoco la política, a decir verdad. Una vez hablé con él y me pareció un hombre vehemente y pletórico de fuerza, pero no despótico. Dudo de que su objetivo sea hacerse con el poder… No lo sé, Serafina Pekkala. Supongo que su criado podría explicarle algo más. Es un hombre llamado Thorold, que estuvo preso con lord Asriel en la casa de Svalbard. Quizá valga la pena visitarlo allí, aunque cabe la posibilidad de que se haya marchado al otro mundo con su amo.

—Gracias. Es una buena idea… Ahora mismo me pondré en camino.

Tras despedirse del cónsul alzó el vuelo entre la creciente oscuridad para reunirse con Kaisa en las nubes.

El viaje de Serafina hacia el norte se vio entorpecido por la confusión que reinaba en el mundo. Todos los pueblos del Ártico habían sucumbido al pánico, y también los animales, no sólo a causa de la niebla y las variaciones magnéticas, sino también por las insólitas resquebrajaduras del hielo y las alteraciones del terreno. Era como si la tierra, el casquete polar permanente, despertara poco a poco de un largo sueño que la mantenía congelada.

Entre tamaño caos, donde de repente unos haces de extraño fulgor se abrían paso entre torres de niebla para disiparse tan súbitamente como habían aparecido, donde los rebaños de bisontes sentían la inopinada urgencia de galopar hacia el sur para dar de inmediato media vuelta y dirigirse al oeste o de nuevo al norte, donde las bien organizadas bandadas de gansos se desintegraban de pronto en un desordenado coro de estridentes graznidos a consecuencia de la oscilación de los campos magnéticos, Serafina Pekkala montada en su nube pino, voló rumbo norte, en dirección a la casa situada en el promontorio de los yermos de Svalbard.

Advirtió el movimiento aun antes de que la distancia le permitiera ver qué ocurría. Un torbellino de membranosas alas descendía en picado entre malévolos chillidos que resonaban en el patio cubierto de nieve, mientras una persona abrigada con pieles disparaba con un fusil y su daimonion perro gruñía y lanzaba dentelladas cada vez que una de aquellas repulsivas criaturas se aproximaba demasiado.

Si bien no conocía al hombre, como los espectros de los acantilados se consideraban enemigos en todo lugar y ocasión, Serafinas lanzó una andanada de flechas sin pensárselo dos veces. Farfullando y gritando, la banda —pues tan desorganizado grupo no merecía el nombre de tropa— giró en el aire y al ver a su nuevo adversario emprendió la fuga. Un minuto después el cielo volvía a estar despejado, y sus chillidos de espanto resonaron apagados en las montañas antes de desvanecerse.

Serafina bajó hasta el patio y aterrizó en la nieve pisoteada y manchada de sangre. El hombre se quitó la capucha, empuñando todavía el fusil en actitud de cautela, porque las brujas eran a veces enemigas. Entonces ella vio a un anciano de prominente barbilla, pelo cano y mirada firme.

—Soy amiga de Lyra —dijo—. Querría hablar con usted. Mi-re, dejo el arco en el suelo.

—¿Dónde está la niña? —preguntó el hombre.

—En otro mundo. Me preocupa su seguridad. Necesito saber qué hace lord Asriel.

—Pase pues. Mire, yo también depongo el fusil.

Después de tales formalidades, entraron en la casa. Kaisa alzó el vuelo para montar guardia desde lo alto, mientras Thorold preparaba café y Serafina le informaba de su relación con Lyra.

—Siempre fue una niña obstinada —comentó el hombre cuando se sentaron a una mesa de roble, a la luz de una lámpara de nafta—. Yo la veía casi cada año cuando Su Señoría visitaba el college. De todas formas le profesaba gran cariño; resultaba inevitable. Sin embargo, ignoro qué papel desempeña ella en el curso general de los acontecimientos.

—¿Qué se proponía lord Asriel?

—¿No creerá de veras que me lo dijo? No soy más que su criado. Le lavo la ropa, le preparo la comida y mantengo ordenada su casa. Me he enterado de alguna que otra cosa en los años que he pasado con Su Señoría, pero sólo por pura casualidad. Para él sería lo mismo hacerme confidencias a mí que a su brocha de afeitar.

—Cuénteme pues ese par de cosas de que se enteró por casualidad —pidió Serafina.

Thorold, que pese a su avanzada edad, se mantenía sano y vigoroso, se sentía halagado, como cualquier varón, por la atención que le dedicaba aquella joven y hermosa bruja. No obstante, poseía la suficiente astucia para comprender que aquella atención no se concentraba en él, sino en lo que sabía. Como por otra parte era honrado, no se hizo de rogar.

—No podré exponer con exactitud lo que hace —advirtió—, porque todos los pormenores filosóficos escapan a mi entendimiento. Lo que sí conozco es la motivación que se esconde detrás de los actos de su señoría, aunque él lo ignora. Lo he percibido en un centenar de pequeños detalles. Corríjame si me equivoco, pero creo que los brujos veneran a dioses distintos de los nuestros, ¿verdad?

—Sí, en efecto.

—No obstante, conocerá usted la existencia de nuestro Dios, el Dios de la Iglesia, el que llaman la Autoridad.

—Sí.

—Pues bien, lord Asriel nunca ha compartido las doctrinas de la Iglesia, por así decirlo. Yo he visto cómo se le crispan las facciones con disgusto cuando oye hablar de sacramentos, expiación, redención y cuestiones por el estilo. Como ya sabrá, quien desafía a la Iglesia se expone a la muerte. Con todo, le aseguro que en el corazón de lord Asriel se ha gestado una rebelión durante el tiempo que llevo a su servicio.

—¿Una rebelión contra la Iglesia?

—En parte, sí. En otra época se planteó oponerse a ella por la fuerza, pero desechó tal posibilidad.

—¿Por qué? ¿Acaso porque la Iglesia era demasiado poderosa?

—No —respondió el viejo criado—: eso jamás lo habría amedrentado. Tal vez le sorprendan mis palabras, Serafina Pekkala, pero yo conozco a lord Asriel mejor de lo que llegaría a conocerlo una esposa o incluso una madre. Ha sido mi amo y mi objeto de estudio durante casi cuarenta años. Pues bien, yo opino que descartó rebelarse contra la Iglesia no porque ésta fuera demasiado fuerte, sino porque era demasiado débil para que mereciera la pena presentarle batalla.

—Entonces ¿qué hace en estos momentos?

—Creo que está empeñado en una guerra de más envergadura. Sospecho que pretende sublevarse contra el poder más elevado de todos. Ha partido en busca de la morada de la mismísima Autoridad con el fin de destruirla. Eso creo yo. Se me encoge el corazón sólo de decirlo, señora, y casi ni me atrevo a pensarlo, pero no se me ocurre otra explicación para justificar sus actos.

Serafina guardó silencio mientras asimilaba lo que acababa de oír, y cuando se disponía a tomar la palabra Thorold se le adelantó.

—Claro que cualquiera que se propusiese acometer una acción tan formidable provocaría las iras de la Iglesia. Sería, como dicen, la peor blasfemia de todas. Habría de comparecer ante el Tribunal Consistorial y lo condenarían a muerte en menos que canta un gallo. Nunca había hablado de esto ni pienso volver a hacerlo; habría temido explicárselo a usted si no fuera porque al ser bruja, se halla al margen del poder de la Iglesia. En fin, esa explicación es la única que encaja. Lord Asriel intenta localizar a la Autoridad para darle muerte.

—¿Y cabe la posibilidad de que lo consiga? —preguntó Serafina.

—En la vida de lord Asriel han ocurrido portentos que parecían imposibles y no me atrevería a afirmar que haya algo de lo que no sea capaz. Aun así hay que reconocer, Serafina Pekkala, que es un desatino. Si los ángeles no lo lograron, ¿cómo osa siquiera planteárselo un hombre?

—¿Ángeles? ¿Qué son los ángeles?

—Seres que sólo poseen espíritu, según la Iglesia. Ésta enseña que algunos ángeles se rebelaron antes de la creación del mundo y por ello se les expulsó del cielo. Ellos fracasaron, ésa es la cuestión, por más que detentaban el poder de los ángeles. Lord Asriel es un simple hombre, que sólo cuenta con la fuerza humana. Sin embargo su ambición no conoce límites. Osa acometer lo que ningún hombre ni mujer se atreve a pensar siquiera. Fíjese en lo que ha hecho ya: ha provocado un desgarrón en el cielo, ha abierto un camino hacia otro mundo. ¿Quién había realizado algo semejante antes? ¿A quién podía habérsele ocurrido si no a él? Por eso por una parte lo considero un loco, un perverso, un perturbado, y por otra pienso que es lord Asriel, un hombre sin igual. A veces creo que si tal hazaña fuera posible, le correspondería llevarla a cabo a él, a nadie más.

—¿Y qué piensa hacer usted, Thorold?

—Quedarme aquí a esperar. Le cuidaré la casa hasta que regrese y me diga lo contrario, o hasta que muera. ¿Podría plantearle la misma pregunta a usted?

—Quiero cerciorarme de que la niña se encuentra a salvo —respondió—. Tal vez tendré que volver a pasar por este territorio, Thorold. Me alegra saber que seguirá aquí.

—No pienso moverme —aseguró el criado.

Serafina rehusó quedarse a comer y se despidió de Thorold.

Un par de minutos después se reunía con su daimonion ganso y se elevaba con él para surcar el aire en silencio, por encima de las brumosas montañas. Se sentía muy preocupada, y no es preciso explicar por qué: cada hebra de musgo, cada charca helada, cada insignificante mosca de su tierra natal le tensaba los nervios, llamándola. Temía por ellos, y también por sí misma, porque no tendría más remedio que cambiar; aquellos asuntos en que indagaba eran humanos, todo aquello era humano; el dios de lord Asriel no coincidía con el suyo. ¿Acaso estaba volviéndose humana? ¿Comenzaba a perder su identidad de bruja?

De ser así, no podría cumplir su cometido sola.

—Vamos a casa —propuso—. Debemos hablar con nuestras hermanas, Kaisa. Estos acontecimientos son demasiado trascendentes para afrontarlos solos.

Atravesaron a toda velocidad los algodonosos bancos de niebla en dirección al lago Enara, en dirección a su hogar.

En las cuevas contiguas al lago encontraron a las demás brujas de su clan, y también a Lee Scoresby. Después del accidente de Svalbard, el aeronauta había conseguido mantener a flote el globo, y las brujas lo habían guiado hasta su territorio, donde había comenzado a reparar los desperfectos de la barquilla y la bolsa de gas.

—Señora, me alegro mucho de verla —la saludó—. ¿Alguna noticia de la niña?

—Ninguna, señor Scoresby. ¿Tendría la bondad de unirse a nuestro consejo de esta noche para ayudarnos a decidir cómo actuar?

El tejano pestañeó con sorpresa, pues no sabía de ningún hombre que hubiera participado jamás en un consejo de brujas.

—Lo considero un gran honor —respondió—. Quizá presentaré alguna sugerencia.

A lo largo del día llegaron las brujas, cual copos de negra nieve impulsados por una tormenta, llenando el cielo con el aleteo de sus ropas de seda y el zumbido que producía el aire al colarse entre las agujas de sus ramas de nube pino. Desde los empapados bosques y entre los témpanos sometidos al rápido deshielo, los cazadores y pescadores oían el susurro que poblaba el aire, y si el cielo hubiera estado despejado habrían visto a las brujas volar, desplazándose como retazos de oscuridad impulsados por una secreta marea.

Al caer la tarde las copas de los pinos de las inmediaciones del lago se alumbraron con un centenar de hogueras, la mayor de las cuales ardía delante de la cueva de asambleas. Allí se reunieron las brujas después de cenar. Serafina Pekkala se hallaba en el centro, tocada con la corona de florecillas escarlata, sentada entre Lee Scoresby y una visitante, la reina de las brujas latvianas, que se llamaba Ruta Skadi.

Ésta, que había llegado hacía apenas una hora, había dejado asombrada a Serafina, que si antes había considerado hermosa a la señora Coulter, para tratarse de una mortal, descubrió con sorpresa que Ruta Skadi era tan bella como aquélla, y sumaba a su belleza un matiz de misterio de que la otra carecía. Ruta había tratado con espíritus, y eso se notaba. Era vital y apasionada, con grandes ojazos negros; se rumoreaba que el propio lord Asriel había sido su amante. Lucía unos voluminosos pendientes de oro y sobre su negra cabellera rizada reposaba una corona rodeada de colmillos de tigre. El daimonion de Ruta Skadi había explicado a Kaisa, el daimonion de Serafina, que ella misma había matado a los tigres para castigar a la tribu tártara que los adoraba, por no haberla recibido con los honores debidos cuando había visitado su territorio. Sin sus deidades la tribu comenzó a languidecer presa del miedo y la melancolía, y le rogó que les permitiera venerarla a ella en lugar de los tigres. Sin embargo Ruta rechazó con desdén tal pretensión; ¿en qué le beneficiaría que la adoraran, replicó, si de nada les había servido a los tigres? Así era Ruta Skadi: hermosa, altiva y despiadada.

Aunque no estaba segura de por qué había acudido, Serafina le dio la bienvenida y la situó a su derecha, tal como exigía el protocolo. Cuando todas las brujas se hubieron congregado, tomó la palabra:

—Hermanas, ya sabéis por qué nos hemos reunido: debemos decidir qué postura adoptaremos ante estos nuevos sucesos. El universo se ha partido y lord Asriel ha abierto una vía que comunica este mundo con otro. ¿Debemos implicarnos en ello, o bien seguir viviendo como hasta ahora, ocupadas sólo en nuestros asuntos? Además hemos de abordar la cuestión de la pequeña Lyra Belacqua, a quien el rey Iorek Byrnison ha resuelto llamar Lyra Lenguadeplata. La chiquilla, que eligió el haz correcto de nube pino en la casa del doctor Lanselius y es, por tanto, la niña que siempre habíamos esperado, ha desaparecido.

»Contamos con la presencia de dos invitados, que expresarán su opinión. Oigamos primero a la reina Ruta Skadi.

Ésta se puso en pie. Sus blancos brazos relucían a la luz de la hoguera y sus ojos desprendían un brillo tan intenso que hasta las brujas más alejadas observaron cada una de las expresiones que adoptaba su rostro.

—Hermanas, yo os explicaré qué ocurre y contra quién debemos luchar. Sí, hemos de luchar, porque se avecina una guerra. Ignoro quién se unirá a nuestro bando, pero sí sé a quién tendremos por adversario. Nuestro contrincante es el Magisterio, la Iglesia. Durante toda su historia, que, aunque no es tan larga desde nuestro punto de vista, sí suma muchas, muchísimas vidas de las suyas, ha tratado de suprimir y controlar todo impulso natural. Y aquellos que no puede controlar, los ataja de raíz. Algunas de vosotras presenciasteis cómo actuaron en Bolvangar. Eso fue horrible, pero no se trata de una práctica aislada. Hermanas, vosotras conocéis sólo el norte. Yo, en cambio he viajado a las tierras del sur. Creedme cuando os digo que allí hay iglesias que también amputan a los niños, tal como hicieron en Bolvangar, no de la misma manera pero de forma igualmente repulsiva. Les cortan los órganos sexuales, sí, tanto a los niños como a las niñas; se los cercenan con cuchillos para que no puedan sentir. Así procede la iglesia; todas hacen lo mismo: controlar, destruir y erradicar cualquier sensación placentera. Así pues, si estalla una guerra y la Iglesia se sitúa en un bando, nosotras debemos unirnos al otro, sin reparar en los extraños aliados que podamos encontrar.

»Propongo unir nuestros clanes y partir hacia el norte para explorar ese nuevo mundo y tratar de averiguar algo allí. Si no hemos logrado localizar a la niña en este mundo, sin duda se debe a que ya ha marchado en pos de lord Asriel, quien constituye la clave de todo este asunto, podéis estar seguras. En un tiempo fue mi amante, y no dudaría en aunar mis fuerzas a las suyas, porque él detesta a la Iglesia y todos sus actos.

»Esto es cuanto quería decir.

Ruta Skadi había hablado con vehemencia, y Serafina estaba admirada de su autoridad y su belleza. Cuando la reina latviana tomó asiento, aquélla se volvió hacia Lee Scoresby.

—El señor Scoresby es amigo de la niña y, por tanto, también nuestro —declaró—. ¿Le importaría manifestar su opinión, señor?

El tejano se levantó educadamente, delgado como una vara. Aparentaba no ser consciente de lo insólito de la ocasión, aunque sí lo era. Su daimonion liebre, Hester, permanecía agazapado a su lado, con las orejas pegadas al cuerpo y los dorados ojos entornados.

—Señoras, en primer lugar deseo agradecer a todas su amabilidad y la ayuda que prestaron a un aeronauta proveniente de otro mundo a quien los vientos habían zarandeado. Seré breve para no abusar de su paciencia.

»Cuando viajaba hacia Bolvangar con los giptanos, la pequeña Lyra me contó un hecho ocurrido en el college donde vivía antes, en Oxford. Lord Asriel había enseñado a los licenciados la cabeza cercenada de un hombre llamado Stanislaus Grumman, y de ese modo los había convencido de que le entregaran más dinero para financiar un viaje al norte con el objetivo de averiguar qué había sucedido.

»La niña estaba tan segura de lo que había visto que decidí no asediarla a preguntas. Sin embargo su relato suscitó una especie de recuerdo, que no obstante no acabó de precisarse. Yo sabía algo referente a ese doctor Grumman, pero sólo cuando realicé el viaje desde Svalbard hasta aquí recordé quién era. Fue un viejo cazador de Tungusk quien me lo explicó. Al parecer Grumman conocía el paradero de un objeto que otorga protección a quien lo tiene. No quisiera restar importancia a la magia que ustedes, las brujas, dominan, pero ese objeto posee una clase de poder que supera a todo cuanto conozco.

»He decidido que aún no me retiraré a Texas, porque me preocupa esa niña. Partiré en busca del doctor Grumman, pues no creo que esté muerto, ¿saben? Sospecho que lord Asriel engañó a esos licenciados.

»Así pues, marcharé a Nova Zembla, el último sitio donde oí hablar de él, e iniciaré las pesquisas. Aunque carezco de la capacidad para vaticinar el futuro, veo el presente muy claro, y sé que estoy con ustedes en esta guerra, para lo que sirvan mis balas. Ésta será mi manera de participar en ella, señora —concluyó, volviéndose hacia Serafina Pekkala—; trataré de localizar a Stanislaus Grumman para averiguar qué sabe, y si consigo encontrar el objeto cuya existencia él conoce se lo llevaré a Lyra.

—¿Ha estado casado, señor Scoresby? ¿Tiene hijos? —preguntó Serafina.

—No, señora, no tengo hijos, aunque me habría gustado. Comprendo la intención de su pregunta, y estoy de acuerdo con usted en que esa niña ha tenido mala suerte con sus verdaderos padres y quizá yo pueda compensarla. Alguien tiene que hacerlo y no me importa asumir ese papel.

—Gracias, señor Scoresby —dijo la reina de las brujas.

Acto seguido se quitó la corona y arrancó una de aquellas florecillas escarlata que, mientras las lucía en la cabeza, conservaban la lozanía, como si estuvieran recién cogidas.

—Llévela consigo —indicó— y siempre que necesite mi ayuda, sosténgala en la mano y llámeme. Yo lo oiré donde quiera que se encuentre.

—Vaya, gracias, señora —dijo, sorprendido, el tejano antes de guardar con cuidado la florecilla en el bolsillo de la camisa.

—Además invocaremos un viento que lo impulse hacia Nova Zembla —le comunicó Serafina—. Y ahora, hermanas, ¿quién quiere tomar la palabra?

Entonces comenzó el consejo propiamente dicho. Las brujas eran democráticas, hasta cierto punto; todas, incluso la más joven, tenían derecho a hablar, pero sólo su reina poseía capacidad decisoria. Durante la asamblea, que duró toda la noche, se oyeron muchos parlamentos apasionados en favor de la guerra inmediata, algunos que reclamaban prudencia, y otros, los menos aunque los más atinados, que proponían enviar delegaciones al resto de clanes de brujas para animarlas a aunar sus fuerzas por vez primera.

Ruta Skadi mostró su aprobación a esta última postura, y Serafina se apresuró a mandar mensajeras. Como medida más inmediata, eligió veinte de sus más destacadas guerreras y les ordenó que se prepararan para volar al norte con ella, hacia el nuevo mundo que había abierto lord Asriel, donde buscarían a Lyra.

—¿Y usted, reina Ruta Skadi? —inquirió finalmente Serafina—. ¿Qué planes tiene?

—Yo trataré de localizar a lord Asriel para que me explique él mismo qué se propone. Puesto que según parece también se ha dirigido al norte, quizás efectuaré la primera parte del viaje con usted, hermana, si no tiene inconveniente.

—Oh, no, al contrario —aseguró Serafina, contenta de que la acompañara.

Todo había quedado decidido.

Poco después de finalizar el consejo una bruja anciana se acercó a Serafina.

—Más vale que escuche a Juta Kamainen, reina —le aconsejó—. Aunque es muy testaruda, podría servir de ayuda.

La joven bruja Juta Kamainen —joven según los baremos de las brujas, claro está, pues contaba poco más de cien años— era en efecto obstinada, y en ese momento se sentía violenta. Su daimonion petirrojo voló agitado de su hombro a su mano y dio unas vueltas sobre su cabeza antes de posarse de nuevo en su hombro. La bruja, que era vivaracha y apasionada, tenía las mejillas sonrosadas. Serafina apenas la conocía.

—Reina —dijo la joven bruja, incapaz de permanecer más tiempo callada ante la intensa mirada de Serafina—, yo conozco a ese Stanislaus Grumman. Estuve enamorada de él. Ahora, en cambio, lo odio tanto que si lo veo lo mataré. No habría dicho nada de no haberme obligado mi hermana.

Lanzó una mirada de inquina a la bruja anciana, que la correspondió con otra de compasión; sabía qué era amar.

—Bien —replicó Serafina—, si no ha muerto, tendrá que continuar vivo hasta que lo encuentre el señor Scoresby. Será mejor que vengas con nosotras al nuevo mundo para evitar que lo mates antes. Olvídalo, Juta Kamainen. El amor nos hace sufrir, pero nuestra misión es más importante que la venganza. Tenlo presente.

—Sí, reina —acató con humildad la joven bruja.

Serafina Pekkala y sus veintiuna acompañantes, además de la reina Ruta Skadi de Latvia, se dispusieron a partir hacia el nuevo mundo, adonde nunca hasta entonces había volado ninguna bruja.