Los heridos gritaban. El ruido atronador y el sonido de la roca partiéndose se combinaron para crear un espantoso coro mientras el suelo continuaba sacudiéndose. El Laberinto se estaba viniendo abajo… Tenían que salir de allí.
—¡Corre! —le gritó a Sonya.
La chica no vaciló. Se dio la vuelta y desapareció por los pasillos del Laberinto. Las personas que estaban en su fila no necesitaron de una orden para seguirla.
Thomas tropezó, recuperó el equilibrio y corrió hacia Minho.
—¡Vete a la retaguardia! ¡Teresa, Brenda y yo tenemos que ponernos delante del grupo!
Minho asintió y le dio un empujón para que se fuera. Thomas miró atrás justo a tiempo de ver cómo la Hacienda se partía por la mitad como una bellota y parte de su descuidada estructura caía al suelo en una nube de madera astillada y polvo. Desvió la vista a la Sala de Mapas, cuyas paredes de hormigón ya se estaban desmoronando.
No había tiempo que perder. Recorrió el caos con la mirada hasta que encontró a Teresa. Cogió a su vieja amiga y ella le siguió hasta la abertura que conducía al Laberinto. Brenda estaba allí con Jorge, intentando hacer todo lo posible por dictar quién iba el siguiente e impedir que todo el mundo saliera a la vez en una estampida que probablemente mataría a la mitad.
Volvió a oírse algo partiéndose arriba; Thomas alzó la vista para ver un trozo de pared que caía al suelo por los campos. Explotó cuando lo alcanzó, por suerte sin atrapar a nadie debajo. Con un repentino sobresalto de horror se dio cuenta de que al final el techo también se vendría abajo.
—¡Vamos! —le gritó Brenda—. ¡Voy justo detrás de ti!
Teresa le cogió por el brazo, tiró de él hacia delante y los tres pasaron corriendo por el dentado borde izquierdo de la Puerta hacia el Laberinto, esquivando a la multitud que se dirigía en la misma dirección. Thomas tuvo que acelerar para alcanzar a Sonya. No tenía ni idea de si había sido corredora en el Grupo B del Laberinto o si recordaba el trazado tan bien como él, si es que era el mismo.
El suelo continuaba temblando, se sacudía con cada explosión distante. La gente se tambaleaba a izquierda y derecha, se caía, volvía a levantarse y seguía corriendo. Thomas esquivaba y se agachaba a la vez que corría; llegó a un punto donde saltó por encima de un hombre. Las rocas llovían de los muros. Vio cómo una le daba a un hombre en la cabeza y le tiraba al suelo. La gente se agachó junto a su cuerpo inerte e intentó levantarlo, pero había tanta sangre que Thomas supuso que ya era demasiado tarde.
Alcanzó a Sonya y la adelantó para guiar a todos giro tras giro. Sabía que estaban acercándose. Tan sólo esperaba que el Laberinto fuera el único lugar afectado y que el resto del complejo estuviera intacto; que aún tuvieran tiempo para salir.
De improviso, el suelo saltó bajo sus pies y un estallido ensordecedor rasgó el aire. Cayó de bruces e intentó levantarse. A unos treinta metros de él, un trozo del suelo de piedra se había levantado. Mientras observaba, la mitad explotó y envió una lluvia de rocas y polvo en todas las direcciones.
No se detuvo. Había un estrecho espacio entre el suelo que sobresalía y el muro, y pasó por allí corriendo, con Teresa y Brenda a la zaga. Pero sabía que el embotellamiento ralentizaría las cosas.
—¡Deprisa! —gritó por encima del hombro. Redujo el ritmo para contemplar el panorama y vio desesperación en los ojos de todo el mundo.
Sonya salió del hueco, luego se detuvo para ayudar a pasar a los demás, cogiéndoles de las manos, tirando y empujando. El proceso iba más rápido de lo que Thomas se esperaba, de modo que continuó hacia el Precipicio a toda velocidad.
Atravesaba el Laberinto; el mundo temblaba, la piedra se desmoronaba en derredor, la gente gritaba. No podía hacer nada sino llevar al frente a los supervivientes. Izquierda, luego derecha; otra vez derecha. Entonces alcanzaron el largo pasillo que terminaba en el Precipicio. Más allá del borde, veía el final del techo gris en las paredes negras, el agujero redondo de la salida y una gran grieta que se abría por el que una vez fue un falso cielo.
Se volvió hacia Sonya y los demás.
—¡Deprisa! ¡Moveos!
Cuando se acercaron, Thomas fue testigo del terror que sentían. Los rostros blancos y contraídos por el miedo, gente cayéndose al suelo y volviéndose a levantar. Vio a un niño de no más de diez años que medio arrastraba a una mujer hasta que por fin se puso en pie. Una roca del tamaño de un coche pequeño cayó desde arriba y alcanzó a un anciano, lanzándole por el aire varios metros antes de que se desplomara contra el suelo. Thomas estaba horrorizado, pero continuó corriendo, sin dejar de gritar para darles ánimo a todos los que se hallaban a su alrededor.
Por fin llegó al Precipicio. Las dos tablas estaban en su sitio, y Sonya le hizo unas señas a Teresa para que cruzara el puente improvisado hasta el antiguo agujero de los laceradores. Después lo atravesó Brenda, seguida de una fila de personas.
Thomas esperó en el borde del Precipicio, donde le hacía señas a la gente para que avanzara. Era un trabajo angustioso, casi insoportable, ver lo despacio que salía la gente del Laberinto cuando el lugar parecía dispuesto a derrumbarse en cualquier momento. Uno a uno, fueron pasando, corriendo por los tablones y cayendo en el agujero. Thomas se preguntó si Teresa los estaría enviando por el tobogán en vez de por la escalera para hacerlo más rápido.
—¡Vete! —le gritó Sonya—. Tendrán que saber qué hacer cuando hayan bajado ahí.
Thomas asintió, aunque se sentía fatal por marcharse. Había hecho lo mismo la primera vez que escapó: había abandonado a los clarianos, que luchaban mientras él introducía el código. Pero sabía que tenía razón. Echó un último vistazo al tembloroso Laberinto; se soltaban trozos del techo y la roca sobresalía en el suelo allí donde antes estaba plano. No sabía cómo iban a conseguirlo todos y lo sentía en el alma por Minho, Fritanga y los demás.
Se metió entre la multitud, cruzó las tablas hacia el agujero, luego se alejó de la muchedumbre en el tobogán y corrió hacia la escalera. Bajó los peldaños tan rápido como pudo y se sintió aliviado cuando vio que el daño no había alcanzado aquella parte todavía. Teresa estaba allí, ayudando a la gente a levantarse tras su aterrizaje y diciéndoles en qué dirección seguir.
—¡Ya lo hago yo! —le gritó—. ¡Ve a la parte delantera del grupo! —señaló a las puertas dobles.
La chica estaba a punto de contestar cuando vio algo detrás de él. Abrió los ojos de par en par por el miedo y Thomas se dio la vuelta.
Varias de las vainas de los laceradores se estaban abriendo; la mitad superior se levantaba por las bisagras como tapas de ataúdes.