Capítulo 67

Les enseñó la carta que había descubierto a su lado en la sala de recuperación y sólo tardaron unos instantes en estar todos de acuerdo —incluso Teresa y Gally— en abandonar el Brazo Derecho e ir por su cuenta. Ir al Laberinto.

Brenda echó un vistazo al mapa de Thomas y dijo que sabía exactamente cómo llegar hasta allí. Le dio un cuchillo, que él aferró con la mano derecha, preguntándose si su supervivencia dependería de aquella simple arma. Vince y los demás les gritaron, les llamaron locos, les dijeron que acabarían muertos en cuestión de minutos. Pero Thomas ignoró sus palabras.

La puerta seguía entreabierta y él fue el primero en salir. Se agachó, dispuesto a atacar, pero el vestíbulo estaba vacío. Los demás le seguían y decidió sustituir el sigilo por la velocidad, echando una carrera por ese primer pasillo largo. La luz sombría hacía que el lugar pareciera encantado, como si los espíritus de toda la gente que CRUEL había dejado morir estuvieran allí esperando en huecos y rincones. Pero para Thomas era como si estuvieran de su lado.

Con Brenda señalándoles el camino, doblaron una esquina y bajaron por unas escaleras. Tomaron un atajo por un viejo trastero para recorrer otro largo pasillo, bajaron más escaleras. Derecha y luego, izquierda. Thomas mantenía un paso rápido y estaba constantemente alerta ante el peligro. No hacía pausas, no se detenía a recuperar el aliento, no dudaba de las indicaciones de Brenda. Volvía a ser un corredor y, a pesar de todo, se sentía bien.

Se acercaron al final de un pasillo y giraron a la derecha. Thomas tan sólo había avanzado tres pasos más cuando alguien salió de la nada y se abalanzó sobre él, le agarró de los hombros y le tiró al suelo.

Thomas cayó y rodó, intentando quitarse a esa persona de encima. Oyó gritos y los sonidos de otros peleando. Estaba oscuro y apenas podía distinguir a quién se enfrentaba, pero asestó puñetazos y patadas, cortó con el cuchillo y notó que impactaba contra algo y lo rasgaba. Una mujer gritó. Un puño se estrelló contra su mejilla derecha y algo duro se le clavó en la parte superior del muslo.

Thomas hizo una pausa para preparase y luego empujó con todas sus fuerzas. Su atacante se golpeó contra la pared y volvió a abalanzarse sobre él. Rodaron y chocaron contra otras dos personas que también estaban peleando. Le costó toda su concentración asir el cuchillo y seguir asestando golpes, pero era difícil al estar tan cerca de su agresor. Le dio con el puño izquierdo bajo la barbilla y usó el momento de respiro para clavarle el cuchillo en el estómago. Se oyó otro grito, otra vez una mujer: definitivamente, la persona que le estaba atacando. Se la quitó de encima para siempre.

Thomas se puso de pie y miró a su alrededor para ver si podía ayudar. Bajo la escasa luz, vio a Minho sentado a horcajadas sobre un hombre, arreándole sin que el tipo mostrara resistencia. Brenda y Jorge se habían unido contra otro guardia y, justo cuando Thomas miró, el hombre se puso de pie enseguida y huyó. Teresa, Harriet y Aris estaban apoyados en una pared, recuperando el aliento. Todos habían sobrevivido. Tenían que empezar a correr.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Minho, déjalo!

Su amigo dio un par de puñetazos más por si acaso; a continuación, se levantó y le dio al tipo una última patada.

—Ya estoy. Podemos irnos.

El grupo se dio la vuelta y continuó corriendo.

• • •

Bajaron a toda velocidad otro tramo de escaleras y entraron a trompicones uno a uno en la sala del fondo. Thomas se quedó helado cuando se dio cuenta de dónde estaba. Era la cámara que albergaba las vainas de los laceradores, la sala en la que habían aparecido tras escapar del Laberinto. Las ventanas de la sala de observación seguían rotas, los trozos de cristal estaban desperdigados a lo largo del suelo. Las cuarenta vainas oblongas donde descansaban y se cargaban los laceradores daban la impresión de haber sido selladas después de que los clarianos hubieran pasado por allí semanas atrás. Una capa de polvo deslustraba lo que antes había sido una reluciente superficie blanca.

Thomas sabía que, como miembro de CRUEL, había pasado incontables horas y días en aquel lugar mientras trabajaban creando el Laberinto, y volvió a sentir vergüenza por todo aquello.

Brenda señaló una escalera que subía hasta su destino. Thomas se estremeció ante el recuerdo del resbaladizo tobogán de los laceradores por el que tuvieron que bajar durante su huida. Podrían haber descendido por una escalera.

—¿Por qué no hay nadie? —preguntó Minho. Dio una vuelta, inspeccionando el lugar—. Si tienen gente aquí dentro, ¿por qué no hay guardias?

Thomas caviló unos instantes.

—¿Quién necesita soldados para mantenerlos dentro cuando se tiene un Laberinto que hace el trabajo por ti? Nos costó mucho averiguar cómo salir.

—No sé —dijo Minho—, algo me huele a chamusquina.

Thomas se encogió de hombros.

—Bueno, no vamos a ser de ayuda aquí sentados. A menos que tengáis algo útil que ofrecer, subamos y empecemos a sacarlos.

—¿Algo útil? —repitió Minho—. No tengo nada.

—Pues vamos arriba.

Thomas subió la escalera de mano y se impulsó para salir a otra sala familiar, en la que se hallaban las estaciones de entrada donde había escrito las palabras en código para encerrar a los laceradores. Chuck había estado allí, aterrorizado pero valiente. Y menos de una hora después yacía muerto. El dolor de perder a su amigo volvió a inundar su pecho.

—Hogar, dulce hogar —murmuró Minho. Señalaba un agujero redondo sobre sus cabezas: el agujero que salía al Precipicio.

Cuando el Laberinto funcionaba al cien por cien, se había usado un holograma para ocultarlo, para que aparentase formar parte del falso cielo interminable más allá del filo rocoso de la caída. Ahora estaba todo apagado, por supuesto, y Thomas no veía más que los muros del Laberinto a través de la abertura. Habían colocado una escalera de mano justo debajo.

—No puedo creerme que estemos de vuelta —dijo Teresa, que se puso junto a Thomas. Su voz contenía la misma angustia que sentía él.

Y por algún motivo, con aquella simple afirmación, Thomas se dio cuenta de que, al estar allí, por fin ambos se hallaban al mismo nivel. Intentando salvar vidas, intentando compensar lo que habían hecho para que empezara todo. Quería creerlo con todo su ser.

Se volvió para mirarla.

—Qué locura, ¿eh?

La chica sonrió por primera vez desde… no se acordaba.

—Una locura.

Había muchísimas cosas —sobre sí mismo, sobre ella— que Thomas no recordaba, pero Teresa estaba allí, ayudando, y eso era todo cuanto podía pedir.

—¿No sería mejor que subiésemos? —intervino Brenda.

—Sí —asintió Thomas—, subamos.

Él fue el último. Después de que los demás subieran, trepó por la escalera y se lanzó hacia el saliente. Aterrizó sobre dos tablas que se habían colocado en el hueco hasta el suelo de piedra del Laberinto, en el borde del Precipicio. Debajo no había más que una zona de trabajo de paredes negras, que antes parecía una caída sin fondo. Volvió a mirar hacia el Laberinto y tuvo que hacer una pausa para asimilarlo todo.

Donde el cielo una vez había sido azul y brillante, ahora tan sólo había un techo gris. El holograma junto al Precipicio se había apagado del todo y la vista que antes producía vértigo se había transformado en un simple estuco negro. Pero, al ver los enormes muros cubiertos de hiedra que se alejaban del Precipicio, se quedó sin aliento. Eran imponentes aun sin la ilusión, y se alzaban ante él como antiguos monolitos, verdes y grises, surcados de grietas. Como si llevaran allí mil años, unas enormes lápidas que marcaran la muerte de incontables personas.

Había regresado.