Capítulo 60

Thomas siguió a los doctores, pero su mente no dejaba de dar vueltas. No sabía qué hacer. No había forma de comunicarse con el Brazo Derecho y había perdido la habilidad de comunicarse mentalmente con Teresa o Aris.

Doblaron un par de esquinas y el zigzag le hizo evocar el Laberinto. Casi deseaba estar allí otra vez. Las cosas eran mucho más simples entonces.

—Hay una sala justo aquí, a la izquierda —explicó Janson—. Ya he puesto un teclado allí por si quieres dejarles a tus amigos un mensaje. Encontraré el modo de hacérselo llegar.

—Me aseguraré de que también te traigan algo de comer —añadió desde detrás la doctora Wright.

Aquella amabilidad molestó a Thomas, y entonces recordó historias de asesinos a los que mataban en los viejos tiempos. También ellos recibían una última comida, una tan buena como desearan.

—Quiero un bistec —dijo, y se detuvo a mirarla—. Y camarones. Y una langosta. Y tortitas. Y una chocolatina.

—Lo siento, tendrás que conformarte con un par de bocadillos.

Thomas suspiró.

—Era de esperar.

Thomas se sentó en una silla blanda, con la mirada fija en el teclado sobre la pequeña mesa que tenía delante. No tenía ninguna intención de escribir una nota a nadie, pero no sabía qué más hacer. La situación había resultado ser más complicada de lo que se había imaginado. No sabía qué esperarse, pero la idea de que le diseccionaran vivo nunca se le había pasado por la cabeza. Había supuesto que podría sobrellevar lo que fueran a hacerle hasta que apareciera el Brazo Derecho. Pero ahora ya no había vuelta atrás.

Al final escribió mensajes de despedida para Minho y Brenda por si acaso terminaba muerto; luego apoyó la cabeza en los brazos hasta que llegó la comida. Comió despacio y volvió a descansar, con la esperanza de que sus amigos llegasen a tiempo. Fuera como fuese, no iba a salir de aquella habitación hasta que tuviera que hacerlo.

Dormitó mientras esperaba y los minutos se alargaban.

Le despertó alguien llamando a la puerta.

—¿Thomas? —se oyó la voz amortiguada de Janson—. Tenemos que empezar.

Aquellas palabras encendieron el pánico en Thomas.

—No… estoy preparado todavía —sabía que sonaba ridículo.

Tras una larga pausa, Janson dijo:

—Me temo que no nos queda otra opción.

—Pero… —comenzó a replicar; sin embargo, antes de que organizara sus pensamientos, la puerta se abrió y Janson entró.

—Thomas, esperar sólo lo empeorará. Tenemos que irnos.

No sabía qué hacer. Hasta entonces, le había sorprendido que se mostraran tan tranquilos con él; se había confiado demasiado y ahora no tenía tiempo. Respiró hondo.

—Acabemos de una vez.

El Hombre Rata sonrió.

—Sígueme.

Janson le condujo a una sala en la que destacaba una cama con ruedas, rodeada de todo tipo de monitores y varias enfermeras. El doctor Christensen estaba allí, vestido de los pies a la cabeza con el uniforme de quirófano y una mascarilla en la cara. Thomas sólo podía verle los ojos, pero le dio la impresión de que estaba impaciente por empezar.

—¿Y ya está? —inquirió. Una oleada de pánico ascendió desde su estómago, como si algo intentara avanzar a mordiscos hasta su pecho—. ¿Ha llegado el momento de abrirme?

—Lo siento —respondió el doctor—, pero tenemos que empezar.

El Hombre Rata estaba a punto de volver a hablar cuando una alarma atronadora estalló en el edificio. A Thomas le dio un vuelco el corazón y el alivio inundó todo su cuerpo. Tenía que ser el Brazo Derecho.

La puerta se abrió. Thomas se volvió justo a tiempo de ver anunciar a una mujer de aspecto desesperado:

—Llegó un iceberg con una entrega, pero ha resultado ser un truco para que entre gente. Están intentando hacerse con el edificio principal en este mismo instante.

La reacción de Janson estuvo a punto de detener el corazón de Thomas:

—Parece que tenemos que darnos prisa y empezar el procedimiento. Christensen, duérmele.