Se hizo el silencio en la habitación, tan sólo roto por el zumbido de la maquinaria y un pitido muy débil. Thomas sabía que él era inmune —al menos, eso era lo que le habían dicho—, pero ¿quién más? Ya se había olvidado por completo, y el miedo que había sentido la primera vez que lo oyó volvió a inundarle.
—Para que un experimento ofrezca resultados exactos —explicó el Hombre Rata— se necesita un grupo de control. Hicimos lo que pudimos con la intención de evitar durante el máximo tiempo posible que os infectarais. Pero se transmite por el aire y es altamente contagioso —hizo una pausa para contemplar las miradas de todos.
—Maldita sea, sigue hablando —dijo Newt—. De todos modos, ya suponíamos que teníamos esa puñetera enfermedad. No es que nos rompáis el corazón precisamente.
—Sí —añadió Sonya—. Corta el drama y dínoslo ya.
Thomas advirtió que Teresa se había colocado a su lado. ¿Ya le habrían contado también algo? Se figuraba que tenía que ser inmune igual que él, porque, de lo contrario, CRUEL no les habría elegido para sus roles especiales.
El Hombre Rata se aclaró la garganta.
—Bien, vamos. La mayoría sois inmunes y nos habéis ayudado a reunir una información inestimable. Tan sólo dos de vosotros se consideran ahora candidatos, pero seguiremos con eso más tarde. Vayamos a la lista. Las siguientes personas no son inmunes: Newt…
Thomas notó una especie de sacudida en el pecho. Agachó la cabeza y clavó la vista en el suelo. El Hombre Rata dijo unos cuantos nombres más, pero ninguno que Thomas conociera. Apenas los captó sobre el zumbido que parecía llenarle los oídos y nublar su mente. Le sorprendió su propia reacción; no se había dado cuenta de lo mucho que significaba Newt para él hasta que oyó la declaración. Se le ocurrió una idea: antes, el Hombre Rata había dicho que los sujetos de control era como una especie de pegamento que unía la información del proyecto, que le daba coherencia y relevancia.
El Pegamento. Ese era el título que le habían dado a Newt, el tatuaje que estaba grabado en su piel como una negra cicatriz.
Thomas alzó la vista para ver a Newt de brazos cruzados y una sonrisa forzada en el rostro. Volvió a ponerse derecho.
—¿Qué? Ese pingajo acaba de decir que no eres inmune al Destello. ¿Cómo puedes…?
—No me preocupa el maldito Destello, tío. Nunca creí que llegara vivo hasta aquí y, de todas formas, la vida tampoco es que haya sido exactamente buena.
Thomas no sabía si lo decía en serio o tan sólo trataba de hacerse el duro. Pero aquella sonrisa espeluznante no había abandonado la cara de su amigo, así que él se obligó a sonreír también.
—Si te parece bien volverte loco lentamente y quieres comer niños pequeños, entonces creo que no lloraremos por ti.
Las palabras nunca antes habían sonado tan vacías.
—Bien —respondió Newt, aunque la sonrisa desapareció.
Thomas al final centró su atención en el resto de personas de la sala, mareado de tanto pensar. Uno de los clarianos —un chaval llamado Jackson al que nunca había llegado a conocer muy bien— tenía la mirada perdida y vidriosa, y otro intentaba ocultar las lágrimas. Una de las chicas del Grupo B tenía los ojos rojos e hinchados, y un par de amigas suyas se habían apiñado a su alrededor para intentar consolarla.
—Quería quitar eso de en medio —dijo el Hombre Rata—. Principalmente para decíroslo yo mismo y recordaros que el objetivo de esta operación es crear una cura. La mayoría de los que no sois inmunes estáis en las primeras fases del Destello y confío en que se os trate antes de que llegue demasiado lejos. Pero las Pruebas requerían vuestra participación.
—¿Y si no resolvéis nada? —preguntó Minho.
El Hombre Rata le ignoró. Se acercó a la cama más próxima y colocó una mano en el extraño dispositivo que colgaba del techo.
—Esto es algo de lo que estamos muy orgullosos aquí, una proeza de la ingeniería científica y médica. Se llama «retractor» y será lo que realice el procedimiento. Se colocará en vuestra cara y os prometo que estaréis igual de guapos cuando todo haya terminado. Unos pequeños alambres descenderán y entrarán en vuestros canales auditivos; desde allí extraerán la maquinaria de vuestro cerebro. Nuestros doctores y enfermeras os darán un sedante para calmar los nervios y algo para aliviar las molestias —hizo una pausa y echó un vistazo a la habitación—. Caeréis en un estado de trance mientras los nervios se reparan y vuelven los recuerdos, algo parecido a lo que algunos de vosotros experimentasteis durante lo que llamabais «el Cambio» en el Laberinto. Pero no tan malo, lo prometo. La mayoría de lo que sufristeis era para estimular los patrones del cerebro. Tenemos varias salas más como esta y a todo un equipo de médicos esperando para empezar. Bueno, estoy seguro de que tenéis un millón de preguntas, pero la mayoría la responderán vuestros propios recuerdos, así que esperaré hasta que finalice el procedimiento para resolver las dudas que queden —volvió a hacer una pausa y luego terminó—: Dadme un momento para asegurarme de que los equipos médicos están preparados. Podéis aprovechar estos minutos para tomar una decisión.
Cruzó la habitación, el roce de los pantalones blancos era el único sonido que interrumpía el silencio, y desapareció por la primera puerta de acero, después de cerrarla. El ruido inundó la sala cuando todos comenzaron a hablar a la vez.
Teresa se acercó a Thomas. Minho se hallaba justo detrás de ella y se inclinó para que le oyeran por encima de las conversaciones desesperadas.
—Vosotros, pingajos, sabéis y recordáis más que el resto. Teresa, nunca ha sido un secreto, no me gustas. Pero quiero saber, de todos modos, qué opinas.
Thomas tenía la misma curiosidad por saber la opinión de Teresa. Le hizo una señal con la cabeza a su antigua amiga y aguardó a que hablara. Todavía había una pequeña parte de él que esperaba como un tonto que al final ella se pusiera en contra de lo que CRUEL quería.
—Deberíamos hacerlo —dijo Teresa, y a Thomas no le sorprendió lo más mínimo. Su esperanza se esfumó definitivamente—. A mí me parece lo correcto. Necesitamos recuperar la memoria para saberlo todo. Para decidir qué haremos después.
Thomas le dio vueltas al asunto, intentando aclararse.
—Teresa, sé que no eres estúpida; pero también sé que estás enamorada de CRUEL. No sé de qué vas, pero no me lo trago.
—Yo tampoco —terció Minho—. ¡Pueden manipularnos, jugar con nuestros fucos cerebros, tío! ¿Cómo sabremos si nos devuelven nuestros recuerdos o nos están introduciendo unos nuevos?
Teresa dejó escapar un suspiro.
—¡No entendéis nada! Si pueden controlarnos, si pueden hacer lo que quieran con nosotros, si pueden obligarnos a cualquier cosa, entonces ¿por qué iban a molestarse en montar toda esta farsa de darnos a escoger? Además, ha dicho que también nos van a quitar la parte que les permite controlarnos. A mí me parece justo.
—Bueno, nunca he confiado en ti —dijo Minho, sacudiendo la cabeza despacio—. Y menos aún en ellos. Estoy con Thomas.
—¿Y Aris? —Newt había estado tan callado que Thomas no se dio cuenta hasta entonces de que estaba detrás de él con Fritanga—. ¿No dijisteis que estaba con vosotros antes de llegar al Laberinto? ¿Qué opina él?
Thomas examinó la sala hasta que vio a Aris hablando con algunas de sus amigas del Grupo B. Había estado con ellas desde que Thomas llegó, algo comprensible, puesto que Aris había pasado por la experiencia del Laberinto con ese grupo. Pero él jamás podría perdonarle el papel que había representado ayudando a Teresa en la Quemadura, cuando le llevó a la cámara en las montañas y le obligó a entrar allí.
—Iré a preguntarle —dijo Teresa.
Thomas y sus amigos observaron cómo se acercaba al grupo, que comenzó a susurrar furiosamente.
—Odio a esa tía —dijo al final Minho.
—Vamos, no es tan mala —comentó Fritanga.
Minho puso los ojos en blanco.
—Si ella lo hace, yo no.
—Yo tampoco —estuvo de acuerdo Newt—. Y yo soy el que se supone que tiene el maldito Destello, así que me juego más que ninguno. Pero no voy a caer en ninguna trampa más.
Thomas ya se había decidido.
—Oigamos qué dice. Aquí viene.
La conversación con Aris había sido breve.
—Sonaba incluso más seguro que nosotros. Todos van a hacerlo.
—Bueno, eso lo deja bien claro —respondió Minho—. Si Aris y Teresa están de acuerdo, yo me niego.
Thomas no podría haberlo dicho mejor. Todos sus instintos le decían que Minho tenía razón, pero no expresó su opinión en voz alta y observó la cara de Teresa. Ella se dio la vuelta y le miró. Era una mirada que conocía muy bien: la chica esperaba que se pusiera de su parte. Pero la diferencia era que él encontraba sospechosas las ganas con que Teresa lo deseaba.
Se la quedó mirando, obligándose a mantener un rostro inexpresivo, y el rostro de la chica se ensombreció.
—Haced lo que os dé la gana.
Negó con la cabeza, luego se dio la vuelta y se marchó. A pesar de todo lo sucedido, a Thomas le dio un vuelco el corazón mientras ella se alejaba.
—Ay, tío —dijo Fritanga, dándole una palmada en la espalda—, no podemos dejar que nos pongan eso en la cara, ¿no? ¡Con lo feliz que era yo en mi cocina de la Hacienda! Te lo juro.
—¿Te has olvidado de los laceradores? —preguntó Newt.
Fritanga se detuvo a pensar un segundo y dijo:
—Nunca se metieron conmigo en la cocina, ¿no?
—Sí, bueno, ya te encontraremos un nuevo sitio para que cocines —Newt agarró a Thomas y Minho del brazo y los apartó del grupo—. Ya he oído suficientes argumentos. No voy a tumbarme en una de esas camas.
Minho apretó el hombro de Newt.
—Yo tampoco.
—Lo mismo digo —asintió Thomas, y por fin pronunció lo que había estado pensando durante semanas—: Nos quedaremos por aquí, cooperaremos y seremos agradables —susurró—. Pero en cuanto tengamos una oportunidad, nos escaparemos.