Capítulo 54

El Brazo Derecho les dio una furgoneta más nueva. Lawrence conducía, con la piloto sentada a su lado. Estaba callada y no era demasiado simpática ni sociable, aunque tampoco es que Lawrence estuviese de muy buen humor, probablemente porque había pasado de ser repartidor de comida en unas instalaciones cerradas a servir como conductor por una ciudad de raros. En dos ocasiones.

El sol había salido y se reflejaba en los edificios de lo que parecía ser una ciudad totalmente distinta a la de la noche anterior. Por alguna razón, la luz hacía que el mundo pareciera un poco más seguro.

A Thomas le habían devuelto su pistola, cargada, y ahora la llevaba metida en la cintura de los vaqueros. Sabía que doce balas no harían gran cosa si volvían a tenderles una emboscada, pero le tranquilizaba.

—Vale, recuerda el plan —dijo Lawrence por fin, rompiendo el silencio.

—¿Y cuál era el plan? —preguntó.

—Llegar al hangar sin morir.

Aquello no sonaba del todo mal.

Volvieron a sumirse en el silencio y los únicos sonidos audibles fueron los del motor y los baches de la carretera. En aquel momento, Thomas no pudo evitar pensar en todas las cosas horribles que podían suceder dentro de uno o dos días. Se esforzó por dejar la mente en blanco, por concentrarse en la ciudad en ruinas que recorrían. Hasta entonces sólo había visto a unas cuantas personas aquí y allá, la mayoría a lo lejos. Se preguntó si se habrían quedado despiertas hasta tarde por miedo a que alguien saliera de la oscuridad. Quizás ellas mismas se hubieran abalanzado sobre alguien.

El sol brillaba en las altas ventanas de los rascacielos, que parecían extenderse en todas las direcciones hasta el infinito. La furgoneta atravesó el corazón de la ciudad por una amplia calle con coches abandonados, esparcidos. Thomas vio a unos cuantos raros escondidos en vehículos, asomándose por las ventanas como si esperaran sorprenderlos con una trampa.

Lawrence tomó una salida a un par de kilómetros para meterse en una carretera larga y recta que desembocaba en una de las puertas de la ciudad amurallada. Barricadas bordeaban ambos lados del camino, probablemente construidas en tiempos mejores para evitar que el ruido de innumerables coches molestara a los residentes de las casas próximas a la carretera. Parecía imposible que hubiera existido un mundo así, un mundo donde no temías por tu vida a diario.

—Por aquí llegaremos —afirmó Lawrence—. El hangar es probablemente nuestro centro más protegido, así que lo único que debemos hacer es conseguir llegar allí. Dentro de una hora estaremos en el aire, felices y a salvo.

—Bien —contestó Thomas, aunque, después de lo vivido la noche anterior, eso parecía demasiado fácil.

La piloto permaneció en silencio.

Habían recorrido unos cinco kilómetros cuando Lawrence empezó a reducir la velocidad.

—¿Qué demonios…? —murmuró.

Thomas volvió su atención a la carretera para ver a qué se refería y vio varios coches moviéndose en círculo.

—Supongo que tendré que intentar pasar —dijo Lawrence, casi hablando para sí.

Thomas no respondió, pues era consciente de que los tres sabían muy bien que aquello implicaba problemas.

Lawrence volvió a acelerar.

—Tardaremos una eternidad en dar marcha atrás y encontrar otro modo de llegar. Voy a intentar pasar.

—Pero no hagas ninguna estupidez —masculló la piloto—. Desde luego, no llegaremos si tenemos que ir a pie.

Cuando se acercaron, Thomas se inclinó hacia delante para ver lo que sucedía. Un grupo de unas veinte personas se peleaba por una gran pila de algo que no acertaba a distinguir; tiraban escombros, se empujaban y se asestaban puñetazos. A unos treinta metros se encontraban los coches, que viraban bruscamente, daban vueltas y chocaban unos con otros. Era un milagro que todavía no hubieran atropellado a nadie.

—¿Qué tienes pensado? —quiso saber Thomas. Lawrence no había reducido la velocidad lo más mínimo y ya estaban casi allí.

—¡Tienes que parar! —gritó la piloto.

Lawrence ignoró la orden.

—No, voy a pasar.

—¡Nos vas a matar!

—No pasará nada. ¡Cállate un segundo!

Se acercaron al grupo de gente, que seguía empujándose y arremetiendo contra lo que hubiera en aquel montón. Thomas se deslizó al lateral de la furgoneta para verlo mejor. Los raros estaban destrozando grandes bolsas de basura, sacando viejos paquetes de comida, carne medio podrida y sobras; pero ninguno conseguía asir nada antes de que otro intentara quitárselo. Por todas partes volaban puñetazos, desgarrones y rasguños. El rostro de un hombre con un corte profundo bajo el ojo estaba surcado por hilos de sangre como lágrimas rojas.

La furgoneta viró con un chirrido y Thomas volvió la vista al frente. Los conductores de los coches —antiguos modelos abollados, en los que apenas quedaba ya pintura— se habían detenido y tres de ellos estaban alineados de cara al vehículo que se aproximaba. Lawrence no redujo la velocidad; en su lugar, giró hacia el hueco más grande, entre el coche de la derecha y el de en medio. En cuestión de segundos, el coche de la izquierda salió disparado hacia delante para intentar alcanzar a la furgoneta antes de que pasara.

—¡Sujetaos! —gritó Lawrence, y aceleró aún más.

Thomas se aferró cuanto pudo al asiento mientras se lanzaban a toda velocidad hacia el hueco. Los dos coches que dejaban el espacio no se movieron, pero el tercero iba directo hacia ellos. Thomas vio que no lo iban a conseguir y estuvo a punto de gritarlo, pero era demasiado tarde.

El capó delantero de la furgoneta había cruzado el umbral del hueco cuando el tercer coche chocó con la parte izquierda trasera. Thomas salió volando hacia la izquierda y se estrelló contra la barra entre las dos ventanas, que se rompió con un horrible crujido. Los cristales salieron disparados en todas las direcciones y la furgoneta giró en círculos, con la parte trasera sacudiéndose. Thomas rebotaba de un lado a otro, intentando agarrarse a cualquier lado. El sonido chirriante de los frenos y del metal arañando el metal inundó el ambiente.

Por fin, el ruido cesó cuando la furgoneta chocó contra la pared de cemento.

Thomas, maltrecho y magullado, estaba en el suelo, de rodillas. Se incorporó justo a tiempo de ver cómo los tres vehículos se alejaban, con el sonido de sus motores apagándose mientras desaparecían por la larga y recta carretera que ellos habían tomado a la ida. Echó un vistazo a Lawrence y a la piloto. Ambos estaban bien.

Entonces pasó algo muy extraño. Thomas miró por la ventana y vio a un raro magullado con los ojos clavados en él, a unos seis metros de distancia. Tardó un instante en caer en la cuenta de que el raro era su amigo.

Newt.