Fue un viaje sin complicaciones, pero pareció durar una eternidad. Y tanto tiempo para pensar no era precisamente lo que Thomas necesitaba, sobre todo sin poder ver. Tenía náuseas cuando por fin se detuvieron.
Al oír cómo se abría la puerta de la furgoneta, instintivamente se echó la mano a la cabeza para quitarse la capucha.
—No lo hagas —espetó el líder—, no te atrevas a quitártela hasta que te lo digamos. Ahora sal despacio. Hacednos el favor de manteneros con vida.
—Está claro que eres un pingajo bravucón —oyó decir a Minho—. Es fácil cuando tienes a seis personas armadas. ¿Por qué no…? —fue interrumpido por un fuerte puñetazo, seguido de un gruñido.
Unas manos agarraron a Thomas y le sacaron de la furgoneta con tanta violencia que casi se cayó. En cuanto recuperó el equilibrio, alguien volvió a tirar de él y a arrastrarlo; Thomas apenas podía mantenerse en pie.
Guardó silencio mientras bajaban unas escaleras y luego caminaban por un largo pasillo. Se detuvieron y oyó cómo pasaban una tarjeta, el chasquido de la cerradura y el crujido de una puerta al abrirse. Los murmullos de unas voces inundaron el aire como si un montón de personas estuvieran esperando dentro.
La mujer le dio un empujón y él avanzó unos cuantos pasos a trompicones. Después se echó de inmediato la mano a la cabeza y se quitó la capucha justo cuando la puerta se cerró detrás de él.
Estaban en una enorme sala llena de gente, la mayoría sentada en el suelo. Unas luces tenues en el techo iluminaban los rostros que les miraban fijamente, algunos de ellos sucios, la mayoría con arañazos o moratones.
Una mujer se acercó, presa del miedo y la preocupación.
—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó—. Llevamos aquí dentro unas horas y entonces todo se venía abajo. ¿Ha empeorado?
Más personas empezaron a acercarse al grupo mientras Thomas contestaba:
—Estábamos fuera de la ciudad, nos pillaron en la entrada. ¿A qué te refieres con que todo se venía abajo? ¿Qué ha pasado?
La mujer bajó la vista al suelo.
—El gobierno ha declarado el estado de emergencia, sin ningún tipo de aviso. Luego, la policía, las máquinas poli, los controladores del Destello…, todos desaparecieron. Todos a la vez, por lo visto. Nos atraparon cuando buscábamos empleo en el edificio de la ciudad. Ni siquiera tuvimos tiempo de saber lo que pasaba o por qué.
—Nosotros éramos guardias del Palacio de los Raros —dijo otro hombre—. Han desaparecido más como nosotros, así que hace unos días renunciamos y fuimos a Denver. También nos pillaron en el aeropuerto.
—¿Cómo es qué todo se ha puesto tan mal de repente? —quiso saber Brenda—. Estuvimos aquí hace tres días.
El hombre soltó una fuerte y amarga carcajada.
—La ciudad entera está llena de idiotas que creen haber estado conteniendo el virus. Era un murmullo largo y lento, pero al final nos ha explotado en la cara. El mundo no tiene esperanza, el virus es demasiado resistente. Algunos lo veíamos venir desde hacía tiempo.
La mirada de Thomas se volvió hacia el grupo que se aproximaba y se quedó atónito al ver a Aris.
—Minho, mira —dijo, dándole un codazo y señalando.
El chico del Grupo B había esbozado una amplia sonrisa y corría hacia ellos. Detrás de él, Thomas vio a un par de chicas que en el Laberinto habían pertenecido al grupo de Aris. Fueran quienes fueran las personas que se los habían llevado, se les daba bien su trabajo.
Aris alcanzó a Thomas y aguardó como si estuviera a punto de abrazarle, pero acabó dándole la mano. Él se la estrechó.
—Me alegro de que estéis bien —dijo el chico.
—Lo mismo digo —al ver la cara familiar de Aris, Thomas se dio cuenta de que el resentimiento que había experimentado por lo sucedido en la Quemadura había desaparecido—. ¿Dónde está el resto?
El semblante de Aris se ensombreció.
—La mayoría ya no está con nosotros. Los llevaron con otro grupo.
Antes de que Thomas pudiera procesar sus palabras, apareció Teresa. Thomas tuvo que aclararse la garganta para deshacer el nudo que de pronto se le había formado.
—¿Teresa? —sentía tal ráfaga de emociones contradictorias que apenas podía pronunciar palabra.
—Eh, Tom —se acercó a él con mirada triste—. Me alegro mucho de que estés bien.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Sí, lo mismo digo.
Una parte de él la odiaba, otra la echaba de menos. Quería gritarle por haberse marchado de CRUEL sin ellos.
—¿Adónde fuisteis, chicos? —preguntó ella—. ¿Cómo habéis llegado a Denver?
—¿A qué te refieres con que adónde fuimos? —repuso Thomas, confundido.
Ella le observó unos segundos.
—Tenemos mucho de que hablar.
Thomas entrecerró los ojos.
—¿En qué estás metida ahora?
—No estoy metida en… —sonaba desafiante—. Es obvio que ha habido una falta de comunicación. Mira, ayer casi todo nuestro grupo fue capturado por diversos cazarrecompensas. Lo más seguro es que los hayan vendido a CRUEL. Incluido Fritanga. Lo siento.
Una imagen del cocinero saltó a la cabeza de Thomas. No sabía si podría soportar la pérdida de otro amigo.
Minho se inclinó para hablar:
—Veo que sigues tan alegre como siempre. Me alegro de contar con tu positiva presencia.
Teresa le ignoró.
—Tom, no tardarán en trasladarnos. Por favor, ven a hablar conmigo. En privado. Ahora.
Thomas odió percatarse de sus ganas de hacerlo e intentó ocultar su impaciencia.
—El Hombre Rata ya me ha soltado el discurso. Por favor, dime que no estás de acuerdo con él y no crees que debería regresar a CRUEL.
—No sé de qué estás hablando —hizo una pausa, como si tratase de vencer su orgullo—. Por favor.
Él la contempló un buen rato, inseguro de cómo se sentía. Brenda se encontraba a tan sólo unos pasos y estaba claro que no se alegraba de ver a Teresa.
—¿Y bien? —preguntó Teresa, y señaló a su alrededor—. No hay mucho que hacer aquí, salvo esperar. ¿Estás demasiado ocupado para hablar conmigo?
Thomas tuvo que obligarse a no poner los ojos en blanco. Señaló a un par de sillas vacías que había en un rincón de la gran sala.
—Vamos, pero date prisa.