Capítulo 42

Decidió no contarles a los demás nada sobre el mensaje de Newt. No veía para qué podía servir. Había llegado el momento de seguir adelante, y lo hizo con una frialdad que no sabía que tuviera.

Pasaron dos noches en el iceberg, descansando y haciendo planes. Ninguno conocía muy bien la ciudad ni tenía buenos contactos. Sus conversaciones siempre volvían a Gally y el Brazo Derecho. El Brazo Derecho quería detener a CRUEL. Y si era cierto que CRUEL iba a empezar las Pruebas otra vez con nuevos inmunes, Thomas y sus amigos tenían los mismos objetivos que el Brazo Derecho.

Gally. Tenían que volver con Gally.

A la mañana del tercer día tras su roce con Newt, Thomas apareció y se unió a los demás para una comida rápida. Eran evidentes las ganas que tenían todos de ponerse en marcha después de dos días sentados sin hacer nada. El plan era ir al apartamento de Gally y empezar por allí. Les preocupaba un poco lo que Newt les había dicho, sobre que algunos raros tenían pensado escapar del Palacio de los Raros para ir a Denver, pero desde el aire no habían visto ni rastro de ellos.

En cuanto estuvieron preparados, se reunieron en la escotilla.

—Dejadme hablar a mí otra vez —dijo Jorge.

Brenda asintió.

—Y cuando entremos, iremos a buscar un taxi.

—Muy bien —masculló Minho—. Basta de fuca cháchara y vámonos.

Thomas no podía haberlo dicho mejor. El movimiento era lo único que atenuaría la desesperanza que sentía por Newt y aquella terrible nota.

Jorge pulsó un botón y la enorme rampa de carga empezó a bajar. La puerta no había hecho más que abrirse a medias cuando vieron a tres personas esperando de pie ante el iceberg. Para cuando la rampa tocó el suelo, Thomas ya se había dado cuenta de que no les aguardaban con una pancarta de bienvenida.

Dos hombres. Una mujer. Llevaban las mismas máscaras protectoras de los Camisas Rojas de la cafetería. Los hombres sostenían unas pistolas y la mujer, un lanzagranadas. Tenían la cara sucia y sudorosa, y la ropa hecha jirones, como si hubieran tenido que luchar contra un ejército entero para llegar hasta allí. Thomas esperaba que fuera una medida prudente de seguridad.

—¿Qué es esto? —preguntó Jorge.

—Cierra el pico, mune —dijo uno de los hombres, cuya voz mecanizada hacía más siniestras las palabras—. Baja hasta aquí tranquilo o no te gustará el resultado. No. Intentes. Nada.

Thomas miró más allá de sus atacantes y se sorprendió al ver que las dos puertas que daban a la ciudad de Denver estaban abiertas de par en par y dos personas yacían inertes en el callejón que llevaba a la ciudad.

Jorge fue el primero en responder:

—Como empieces a disparar, hermano, nos echaremos sobre ti como moscas a una boñiga. Puede que le des a uno de nosotros, pero podremos con vosotros tres, gamberro.

Thomas sabía que aquella era una amenaza vacía.

—No tenemos nada que perder —respondió el hombre—. Mostradnos de qué sois capaces. Estoy seguro de que alcanzaré a dos de vosotros antes de que nadie dé un paso —alzó el arma un par de centímetros y apuntó a la cara de Jorge.

—Muy bien —farfulló este, y alzó las manos—. Ganas de momento.

Minho gruñó.

—Eres un gilipullo testarudo —pero también levantó las manos—. Tíos, será mejor que no bajéis la guardia. Sólo os digo eso.

Thomas sabía que no les quedaba más remedio que obedecer. Levantó las manos y fue el primero en bajar la rampa. Los demás le siguieron y les llevaron a la parte trasera del iceberg, donde les esperaba una destartalada camioneta cuyo motor emitía un gran estruendo. Dentro, una mujer con una máscara protectora estaba sentada al volante y dos más, armados con lanzagranadas, sentados en los asientos traseros.

Uno de los hombres abrió la puerta lateral y les indicó con un gesto de la cabeza que entraran.

—Adentro. Un movimiento en falso y las balas empezarán a volar. Como he dicho, no tenemos nada que perder. Y se me ocurren un par de cosas peores que uno o dos munes menos en el mundo.

Thomas subió a la parte trasera de la furgoneta, pensando todo el tiempo en sus posibilidades. Seis contra seis, se dijo. Pero ellos tenían armas.

—¿Quién os paga para que secuestréis inmunes? —inquirió mientras sus amigos se sentaban detrás de él. Quería que alguien le confirmara lo que Teresa le había contado a Gally, que estaban reuniendo munes para venderlos.

Nadie respondió.

Los tres que les habían recibido a la salida del iceberg subieron a la furgoneta y cerraron las puertas. Luego apuntaron con las armas hacia atrás.

—Hay un montón de capuchas negras en esa esquina —dijo el líder—. Ponéoslas. Y no me tomaré bien que os asoméis para echar un vistazo durante el viaje. Nos gusta mantener a salvo nuestro secretos.

Thomas suspiró; discutir sería inútil. Cogió una de las capuchas y se la puso en la cabeza. Para cuando la furgoneta arrancó con un rugido del motor, lo único que veía era oscuridad.