Capítulo 41

Al cabo de un rato, Thomas y Minho se levantaron y fueron a sentarse al sofá de la zona común mientras Brenda ayudaba a Jorge en la cabina de mandos.

Ahora que disponían de tiempo para pensar, la realidad de lo sucedido azotó a Thomas como una enorme piedra. Desde que entró en el Laberinto, había podido contar con Newt. Thomas no se había dado cuenta hasta entonces del amigo que tenía, y ahora sólo sentía dolor.

Intentó recordarse a sí mismo que Newt no estaba muerto; pero, de alguna manera, aquello era peor. De muchas maneras. Se había sumido en el declive de la demencia y estaba rodeado de raros sedientos de sangre. La posibilidad de no volverle a ver le resultaba casi insoportable.

Minho por fin habló con voz apagada:

—¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué no ha vuelto con nosotros? ¿Por qué me apuntó a la cara con esa arma?

—No habría apretado nunca el gatillo —le animó Thomas, aunque dudaba que fuera verdad.

Minho negó con la cabeza.

—Viste sus ojos cuando cambiaron: reflejaban una locura total. Estaría frito si hubiera seguido insistiendo. Está loco, macho. Está como unas maracas.

—Tal vez eso sea bueno.

—¿Cómo? —preguntó Minho mientras se volvía hacia Thomas.

—Tal vez, cuando se les va la cabeza, ya no sean ellos mismos. A lo mejor el Newt que conocemos ya no está y no es consciente de lo que le pasa. Así que en realidad no sufre.

A Minho pareció ofenderle la idea.

—Buen intento, gilipullo, pero no me lo creo. En mi opinión, siempre estará ahí para gritar desde el interior, desquiciado, padeciendo cada fuco segundo. Atormentado como si le estuvieran quemando vivo.

La imagen hizo que Thomas no quisiera hablar más, por lo que volvieron a guardar silencio. Él se quedó mirando al mismo sitio del suelo, sintiendo el terror del destino de Newt, hasta que el iceberg aterrizó de golpe en el aeropuerto de Denver. Entonces se restregó la cara con ambas manos.

—Supongo que ya hemos llegado.

—Creo que ahora entiendo a CRUEL un poco más —dijo Minho, ausente—. Después de ver esos ojos de cerca, de ver la locura… No es lo mismo cuando es alguien que conoces desde hace tiempo. He visto morir a muchos amigos, pero no puedo imaginarme nada peor. El Destello, macho. Si pudiéramos encontrar una cura para eso…

No terminó la frase, pero Thomas sabía lo que estaba pensando. Cerró los ojos un segundo. Nada era blanco o negro. Nunca lo sería.

Jorge y Brenda se reunieron con ellos tras un rato sentados en silencio.

—Lo siento —murmuró Brenda.

Minho gruñó algo; Thomas asintió y la contempló detenidamente, intentando hacerle comprender con los ojos lo mal que se sentía. Jorge permaneció allí sentado, con la vista clavada en el suelo.

Brenda se aclaró la garganta.

—Sé que es duro, pero tenemos que pensar en lo que vamos a hacer ahora.

Minho se puso de pie y la señaló.

—Puedes pensar lo que quieras sobre lo que quieras, señorita Brenda. Nosotros hemos dejado a nuestro amigo con un puñado de psicópatas —y salió furioso de la habitación.

Brenda posó la mirada en Thomas.

—Lo siento.

Él se encogió de hombros.

—No pasa nada. Estuvo con Newt dos años antes de que yo apareciera en el Laberinto. Le llevará un tiempo asumirlo.

—Estamos agotados, muchachos —dijo Jorge—. Quizá deberíamos descansar un par de días para reflexionar.

—Sí —murmuró Thomas.

Brenda se inclinó hacia él y le apretó la mano.

—Ya se nos ocurrirá algo.

—Sólo hay un sitio por donde empezar —contestó Thomas—. La casa de Gally.

—Tal vez tengas razón —volvió a apretarle la mano, la soltó y se levantó—. Vamos, Jorge. Vamos a hacer algo de comer.

Dejaron a Thomas solo con su dolor.

Tras una comida espantosa durante la que nadie intercambió más que un par de palabras sin sentido, los cuatro se fueron a sitios diferentes. Thomas no podía sacarse a Newt de la cabeza mientras andaba por el iceberg sin rumbo fijo. El corazón le daba un vuelco cada vez que pensaba en lo que se convertiría la vida del amigo que habían perdido, lo poco que le quedaba de ella.

«La nota».

Se quedó aturdido un momento, después corrió al baño y cerró la puerta. ¡La nota! En medio del caos del Palacio de los Raros, se había olvidado por completo. Newt le había dicho que sabría cuándo habría llegado el momento de leerla. Y tendría que haberlo hecho antes de dejarlo en aquel lugar rancio. Si el momento adecuado no había sido entonces, ¿cuándo lo habría sido?

Sacó el sobre de su bolsillo y lo abrió para extraer la nota de papel. La suave luz que rodeaba el espejo iluminaba el mensaje en un cálido resplandor. Eran dos frases cortas:

Mátame.

Si alguna vez has sido mi amigo, mátame.

Lo leyó una y otra vez, deseando que las palabras cambiaran. El hecho de pensar que su amigo había estado tan asustado como para escribir esas palabras le revolvía el estómago. Y recordó lo mucho que se había enfadado Newt cuando lo encontraron en la bolera. Tan sólo quería soslayar el inevitable destino de convertirse en un raro.

Y Thomas le había fallado.