Capítulo 37

Aquellas palabras fueron como una puñalada para Thomas, que no podía ni imaginarse cómo se sentiría Minho.

—Muéstranos dónde está —ordenó secamente su amigo.

El guardia levantó las manos.

—¿No has oído lo que acabo de decir?

—No has terminado tu trabajo —insistió Thomas. Estaba con Minho al cien por cien. No importaba lo que hubiera dicho Newt: si estaban tan cerca, irían a hablar con él.

El guardia más bajo negó con la cabeza categóricamente.

—Ni hablar. Nos pedisteis que encontráramos a vuestro amigo y lo hemos hecho. Dadnos el dinero.

—¿Os parece que estamos ya con él? —preguntó Jorge—. Nadie recibirá un dólar hasta que estemos todos juntos.

Brenda no dijo nada, pero se quedó al lado de Jorge y asintió para mostrar su apoyo. A Thomas le alivió que todos estuvieran de acuerdo y quisieran ir en busca de Newt, pese al mensaje que les había enviado.

Los guardias no estaban nada contentos e intercambiaron unos cuantos susurros, discutiendo.

—¡Eh! —espetó Minho—. Si queréis el dinero, ¡vamos!

—Muy bien —dijo por fin el guardia con bigote, y su compañero le lanzó una mirada exasperada—, venid con nosotros.

Se dieron la vuelta y tomaron la dirección por la que habían venido. Minho giró sobre sus talones, seguido de todos los demás.

Conforme se adentraban en el complejo, Thomas pensaba que las cosas no podían ir a peor, pero lo hacían. Los edificios estaban más degradados y las calles, más sucias. Vio a varias personas tumbadas en las aceras, con las cabezas apoyadas sobre bolsas mugrientas o andrajos de ropa, la vista clavada en el cielo, los ojos vidriosos y una expresión de júbilo inconsciente. El Éxtasis tenía un nombre muy acertado, pensó Thomas.

Los guardias encabezaban la marcha, moviendo sus lanzagranadas de izquierda a derecha, apuntando a cualquiera que se acercara a menos de diez pasos. En un momento dado, se cruzaron con un hombre de aspecto devastado. Tenía la ropa hecha harapos, el pelo enmarañado y apelmazado con algún tipo de pringue negro, y la piel cubierta de un sarpullido. Tan pronto como se topó con un adolescente drogado, empezó a golpearle.

Thomas se detuvo, inseguro sobre si debía ayudarlos.

—Ni se te ocurra —le advirtió el guardia más bajo antes de que dijera nada—. Sigue avanzando.

—Pero ¿no es vuestro trabajo…?

El otro guardia le interrumpió:

—Cállate y déjanoslo a nosotros. Si nos metiéramos en todas las riñas o peleas que vemos, no acabaríamos nunca. Probablemente estaríamos muertos. Esos dos pueden resolver sus propios problemas.

—Tú llévanos hasta Newt —dijo Minho sin alterarse.

Mientras continuaban, Thomas trató de ignorar el grito gargarizante que se alzó a sus espaldas.

Por fin, llegaron a un muro alto con un gran arco que daba a un espacio abierto lleno de gente. Un cartel en la parte superior anunciaba en brillantes letras que estaban en la Zona Central. Thomas no tenía ni idea de lo que sucedía allí dentro, pero todo el mundo parecía ocupado.

Los guardias se detuvieron y el del bigote se dirigió al grupo:

—Sólo os lo voy a preguntar una vez: ¿estáis seguros de que queréis entrar ahí?

—Sí —respondió Minho enseguida.

—De acuerdo. Vuestro amigo está en la bolera. En cuanto le señalemos, quiero nuestro dinero.

—Vamos ya —gruñó Jorge.

Siguieron a los guardias, cruzaron el arco y entraron en la Zona Central. A continuación se detuvieron para mirar a su alrededor.

La primera palabra que saltó a la mente de Thomas fue «manicomio», y entonces se dio cuenta de que en esencia era prácticamente cierto.

Había raros por todas partes. Pululaban por un área circular de varios metros de diámetro que estaba rodeada por lo que antes habían sido tiendas, restaurantes y locales de entretenimiento, casi todos destartalados y cerrados. La mayoría de los infectados no parecía tan ida como el del pelo enmarañado que habían visto por la calle, pero se respiraba un ambiente desenfrenado. A Thomas todas las acciones y gestos le parecían… exagerados. Algunos soltaban risas histéricas, con los ojos rebosantes de locura, mientras se asestaban golpetazos en la espalda. Otros lloraban sin control, sollozaban solos en el suelo o caminaban en círculos con la cara entre las manos. Había pequeñas peleas por todas partes, y aquí y allá podías encontrar a una mujer o a un hombre inmóvil, gritando a pleno pulmón, con la cara colorada y el cuello tenso.

Tampoco faltaban los que se apiñaban en grupos, de brazos cruzados, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, como si esperaran que los atacasen en cualquier momento. Y al igual que habían visto en los círculos exteriores, algunos de los raros estaban perdidos en la bruma del Éxtasis, sentados o tumbados en el suelo, sonriendo, ajenos al caos. Unos cuantos guardias caminaban por allí, con las armas preparadas, pero les superaban en número con creces.

—Recuérdame que no compre por aquí ninguna propiedad —bromeó Minho.

Thomas no pudo reírse. Le invadían la angustia y la desesperación por que todo aquello terminara.

—¿Dónde está la bolera? —quiso saber.

—Por ahí —contestó el guardia más bajo, y echó a andar hacia la izquierda, pegado a la pared mientras ellos le seguían.

Brenda caminaba junto a Thomas, sus brazos se rozaban a cada paso. Él tenía ganas de cogerla de la mano, pero no quería hacer ningún movimiento que atrajera la atención. Todo en aquel lugar era tan imprevisible que no veía conveniente hacer nada que no fuera absolutamente necesario.

La mayor parte de los raros detenía sus febriles actividades para mirar al pequeño grupo de recién llegados cuando se acercaban y pasaban por su lado. Thomas mantuvo la mirada en el suelo por miedo a mirar a alguien a los ojos y provocar hostilidad o que le hablaran. Hubo abucheos, silbidos y una gran cantidad de bromas pesadas o insultos mientras avanzaban. Pasaron por una ruinosa tienda de comestibles; allí, Thomas vio a través de las ventanas abiertas, cuyos cristales hacía tiempo habían desaparecido, que casi todas las estanterías estaban vacías. Había una consulta de un médico y un puesto de bocadillos, pero ninguno de los dos locales tenía las luces encendidas.

Alguien le agarró de la camiseta a la altura del hombro y Thomas se dio la vuelta para ver quién era, al tiempo que apartaba la mano. Ante él se hallaba una mujer con el pelo oscuro y sucio y un arañazo en la barbilla, pero por lo demás de apariencia normal. Tenía el entrecejo fruncido y se le quedó mirando un momento antes de abrir la boca cuanto pudo. Al hacerlo, reveló unos dientes en buenas condiciones, salvo porque resultaba evidente que no se los había cepillado en bastante tiempo, y una lengua hinchada y descolorida. Después volvió a cerrarla.

—Quiero besarte —dijo—. ¿Qué dices, mune? —emitió una risa maníaca llena de resoplidos y le pasó la mano suavemente por el pecho.

Thomas se apartó y continuó caminando. Advirtió que los guardias ni siquiera se habían parado para asegurarse de que no le ocurría nada malo.

Brenda se acercó más y le susurró:

—Eso habría sido lo más espeluznante que hemos visto hasta ahora.

Él asintió y siguió avanzando.