Capítulo 36

El Palacio de los Raros era un lugar sucio y horrible. El guardia más bajo resultó ser muy hablador y, mientras se abrían camino por el caos de aquellos espantosos dominios, les dio más información de la que Thomas habría pedido.

Describió el pueblo para los infectados como un conjunto de círculos dentro de círculos, con todas las zonas comunes —la cafetería, la enfermería y las instalaciones de ocio— ubicadas en el centro y rodeadas por una fila tras otra de casas mal construidas. Los palacios se habían concebido como opciones humanitarias, refugios para los infectados hasta que la locura les dominara. Después se les destinaba a lugares remotos, abandonados durante las peores erupciones solares. Los responsables de los palacios habían querido otorgar a los infectados una última oportunidad de vivir decentemente antes de que llegara el final, de modo que aquellos proyectos se habían llevado a cabo cerca de casi todas las grandes ciudades que quedaban en el mundo.

Pero aquella idea bienintencionada había tenido muy malos resultados. Llenar un lugar de gente sin esperanza, sabedora de que se está sumiendo en una espantosa espiral de locura, equivale a convertirlo en una de las zonas más anárquicas que jamás haya conocido el hombre. Los residentes sabían de sobra que no podía haber un castigo real ni consecuencias peores a las que ya se habían enfrentado, así que los índices de delincuencia se dispararon. Y las urbanizaciones se convirtieron en refugios de libertinaje.

Mientras el grupo pasaba por las casas, meras chozas deterioradas, Thomas se imaginó lo horrible que debía de ser vivir en semejante sitio. La mayoría de las ventanas de los edificios estaban rotas, y el guardia les explicó que había sido un error mayúsculo permitir que allí hubiera cristal, puesto que se había convertido en el arma principal. La basura abarrotaba las calles y, aunque aún no había visto a nadie, Thomas notaba que les observaban desde las sombras. En la distancia oyó a alguien gritar obscenidades; luego, un alarido proveniente de otra dirección le puso aún más nervioso.

—¿Por qué no lo cierran? —preguntó. Fue el primero del grupo en hablar—. Bueno, si ha empeorado tanto…

—¿Que ha empeorado? —repitió el guardia—. Chaval, empeorar es un término relativo. Simplemente está así. ¿Qué otra cosa se iba a hacer con esta gente? No se la puede dejar con los sanos en las ciudades fortificadas, pero tampoco dejarla tirada en un lugar donde los raros han traspasado el Ido y se la comería viva. Y ningún gobierno está todavía lo bastante desesperado para empezar a matar gente en cuanto contrae el Destello. Así está la situación. Y para nosotros, los inmunes, es una manera de ganar dinero, puesto que nadie más trabajaría aquí.

Sus declaraciones dejaron a Thomas con una gran pesadumbre. El mundo estaba en un estado lamentable. Quizás era un egoísta por no ayudar a CRUEL a completar las pruebas.

—¿Por qué no lo dices tal cual? —dijo Brenda, cuyo gesto torcido desde que entraron en el pueblo no denotaba sino repugnancia—. Dejáis a los infectados en este lugar de mala muerte hasta que empeoran tanto que vuestra conciencia no os impide deshaceros de ellos.

—Así lo disfrazan —respondió el guardia con total naturalidad.

A Thomas le costaba tenerle antipatía a aquel tipo; más bien, le daba lástima.

Siguieron caminando y pasaron por filas y filas de casas, todas destartaladas, abandonadas y sucias.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Thomas—. Creía que este sitio estaría hasta los topes. ¿Y a qué te referías antes con que había pasado algo?

Esta vez contestó el del bigote —y estuvo bien oír otra voz para variar—:

—Algunos, los que tuvieron suerte, vegetan en sus casas gracias al Éxtasis. Pero la mayoría está en la Zona Central, comiendo, jugando o tramando algo turbio. Nos envían demasiados y mucho más rápido de lo que salen. Para colmo, desaparecen inmunes a diestro y siniestro quién sabe dónde, y conforme pasan los días disminuimos en número; la situación se está poniendo al rojo vivo. Y digamos que esta mañana la temperatura ha subido al máximo.

—¿Desaparecen inmunes a diestro y siniestro? —repitió Thomas.

Por lo visto, CRUEL aprovechaba todos los recursos que podía para obtener más Pruebas. Aunque las consecuencias fueran peligrosas.

—Sí, casi la mitad de nuestros trabajadores ha desaparecido en los últimos meses. No hay rastro de ellos ni explicaciones. Lo que hace mi trabajo mil veces más difícil.

Thomas refunfuñó.

—Tú limítate a alejarnos de las multitudes y llevarnos a un lugar seguro hasta que encontréis a Newt.

—Esa es la idea —añadió Minho.

El guardia se limitó a encogerse de hombros.

—Vale. Siempre y cuando reciba mi dinero.

Al fin, los guardias se detuvieron a dos círculos de la Zona Central y dijeron al grupo que esperara. Ellos se acurrucaron en un rincón a la sombra, detrás de una de las chozas. La algarabía aumentaba por minutos, y ahora se hallaban tan cerca de la población del Palacio que sonaba como si se estuviera produciendo una gran pelea a la vuelta de la esquina. Thomas no soportaba estar allí sentado, esperando, escuchando aquellos espantosos ruidos, preguntándose todo el tiempo si el guardia regresaría y si Newt iría con él.

Unos cinco minutos después de marcharse, dos personas salieron de una pequeña cabaña al otro lado del estrecho camino. A Thomas se le aceleró el pulso y estuvo a punto de levantarse y echar a correr antes de darse cuenta de que no tenían aspecto amenazador. Eran una pareja que iba cogida de la mano y, aparte de ir un poco sucios y llevar ropa desgastada y arrugada, parecían bastante cuerdos.

Ambos se acercaron al grupo y se pararon frente a ellos.

—¿Cuándo habéis llegado? —preguntó la mujer.

Thomas trató de encontrar las palabras, pero fue Brenda la que habló:

—Entramos con el último grupo. En realidad, estamos buscando a un amigo que iba con nosotros. Se llama Newt, es rubio y cojea. ¿Le habéis visto?

El hombre respondió como si acabara de oír la pregunta más estúpida del mundo:

—Hay mucha gente rubia por aquí. ¿Cómo vamos a saber quién es quién? Por cierto, ¿qué clase de nombre es Newt?

Minho abrió la boca para responder, pero el ruido proveniente del centro del pueblo se hizo más fuerte y todos se dieron la vuelta para mirar. La pareja intercambió una mirada de preocupación. Después, sin mediar palabra, volvieron a escabullirse en su casa y cerraron la puerta con un clic. Segundos más tarde, una tabla de madera apareció en su ventana y la tapó; un fragmento de cristal cayó al suelo de fuera.

—Parecen tan contentos como nosotros de estar aquí —comentó Thomas.

Jorge resopló.

—Muy simpáticos. Creo que volveré a visitarlos.

—Es evidente que no llevan aquí mucho tiempo —dijo Brenda—. No puedo ni imaginarme cómo será descubrir que estás infectado, que te envíen a vivir con los raros y ser testigo de en lo que vas a convertirte.

Thomas negó despacio con la cabeza. Aquello tenía que ser el sufrimiento personificado.

—¿Dónde están esos guardias? —inquirió Minho con tono impaciente—. ¿Cuánto se tarda en encontrar a alguien y decirle que sus amigos están aquí?

Diez minutos después, los dos guardias reaparecieron por una esquina. Thomas y sus amigos se pusieron de pie de un salto.

—¿Qué habéis averiguado? —preguntó Minho enseguida.

El más bajo parecía inquieto y desviaba la vista como si hubiera perdido el descaro de antes. Thomas se preguntó si visitar la llamada Zona Central provocaría siempre reacciones así.

—Tuvimos que hacer unas cuantas preguntas —contestó su compañero—, pero creo que hemos encontrado a vuestro amigo. Se ajusta a vuestra descripción y se volvió hacia nosotros cuando le llamamos por su nombre. Pero…

Los guardias intercambiaron una mirada incómoda.

—Pero ¿qué? —insistió Minho.

—Dijo (muy directamente, debo añadir) que os contestáramos de su parte que os perdieseis.