Capítulo 34

A la mañana siguiente, Thomas se sorprendió al comprobar lo descansado que se encontraba. Pese a que se había pasado toda la noche dando vueltas, en algún momento había entrado en un sueño profundo y reparador. Tras una larga ducha caliente y el desayuno sacado de una máquina expendedora, estaba preparado para enfrentarse a un nuevo día.

Dejaron el motel sobre las ocho de la mañana, preguntándose qué se encontrarían en la ciudad ahora que iban a comprobar el estado de Newt. Vieron a algunas personas desperdigadas, pero muchas menos que durante las horas punta del día anterior. Y Thomas no oyó ningún ruido extraño como los que habían percibido durante su largo paseo.

—Os digo que algo está pasando —dijo Jorge mientras recorrían la calle en busca de un taxi—. Debería haber más gente por aquí.

Thomas observó a los pocos transeúntes que había a su alrededor. Ninguno le miraba a los ojos; todos tenían la cabeza gacha y muchos se apretaban la mascarilla a la cara como si temieran que un viento repentino fuera a llevársela. Y caminaban de forma apresurada, frenética, casi saltaban cuando otra persona se les acercaba demasiado. Vio a una mujer examinando un cartel sobre el Destello idéntico al que él había leído el día anterior en compañía del Camisa Roja. Aquello le trajo a la memoria aquel recuerdo que no había conseguido recobrar del todo; iba a volverle loco.

—Démonos prisa en llegar a ese fuco aeropuerto —masculló Minho—. Este lugar me pone los pelos de punta.

—Probablemente deberíamos ir por ahí —dijo Brenda, señalando—. Tiene que haber taxis cerca de esas oficinas.

Cruzaron la calle y se dirigieron a una más estrecha que pasaba por un aparcamiento vacío a un lado y un viejo edificio en ruinas, al otro.

Minho se inclinó hacia Thomas y medio susurró:

—Macho, estoy un poco fucado de la cabeza ahora mismo. Me asusta cómo vamos a encontrar a Newt.

Él también tenía miedo, pero no lo admitió.

—No te preocupes. Estoy seguro de que seguirá bien.

—Vale. Y en cualquier momento vomitarás la cura del Destello.

—Quién sabe, a lo mejor. Aunque olería raro —a su amigo no pareció hacerle mucha gracia—. Mira, no podemos hacer nada hasta que lleguemos allí y le veamos.

Thomas odiaba sonar tan insensible, pero la situación ya era difícil y no podían suponer lo peor.

—Gracias por los ánimos.

El aparcamiento vacío a su derecha contenía los restos desperdigados de un viejo edificio de ladrillos del que cada centímetro cuadrado estaba lleno de hierbajos. Un enorme trozo de pared se erigía en medio y, cuando pasaron junto a ella, Thomas percibió un movimiento al otro lado. Se detuvo y, por instinto, alzó una mano para detener también a Minho. Le acalló antes de que pudiera preguntar qué ocurría.

Brenda y Jorge se dieron cuenta y se quedaron inmóviles. Thomas señaló lo que había visto y después intentó verlo mejor.

Un hombre sin camisa estaba de espaldas a ellos, encorvado sobre algo, escarbando con las manos como si hubiera perdido algo en el barro e intentara encontrarlo. Unos extraños arañazos le cubrían los hombros y una larga costra le atravesaba la columna vertebral. Sus movimientos eran entrecortados y… desesperados, pensó Thomas. Sus codos no dejaban de saltar hacia atrás como si arrancara algo del suelo. Los altos hierbajos le impedían ver el centro de atención del hombre desesperado.

—Sigamos —susurró Brenda desde atrás.

—Ese tipo está enfermo —comentó Minho—. ¿Cómo se le habrá ido tanto?

Thomas no supo qué decir.

—Vamos.

El grupo comenzó a caminar de nuevo, pero Thomas no podía apartar los ojos de la perturbadora escena. ¿Qué estaba haciendo aquel tipo?

Al llegar al final de la manzana, Thomas se detuvo con los demás. Era evidente que a todos les inquietaba y querían echar un último vistazo.

Sin previo aviso, el hombre se incorporó de un salto y se volvió hacia ellos; tenía la boca y la nariz llenas de sangre. Thomas se estremeció y, al retroceder, tropezó con Minho. El hombre enseñó los dientes con una sonrisa desagradable y levantó sus manos ensangrentadas como para enseñárselas. Thomas estaba a punto de gritarle cuando volvió a agacharse para retornar a su tarea. Por suerte, no vieron exactamente de qué se trataba.

—Este sería un buen momento para irse —murmuró Brenda.

Thomas sintió como si unos dedos helados le recorrieran la espalda y los hombros. No podía estar más de acuerdo. Todos se dieron la vuelta y echaron a correr hasta que pasaron dos manzanas y comenzaron a caminar de nuevo.

Tardaron otra media hora en encontrar un taxi, pero por fin se dirigían a su objetivo. Thomas quería hablar de lo que habían visto en el aparcamiento vacío, pero no podía expresarlo con palabras. Le había revuelto de arriba abajo.

Minho fue el primero en sacar el tema:

—Aquel tipo estaba comiéndose a una persona. Lo sé.

—Quizá… —dijo Brenda—. A lo mejor tan sólo era un perro callejero —su tono le hizo pensar a Thomas que ni ella misma se lo creía—. Aunque eso tampoco estaría bien.

—Estoy seguro de que eso no es algo que debas ver durante un bonito paseo por una ciudad en cuarentena y en pleno día —se burló Minho—. Creo a Gally. Tengo la certeza de que este lugar se está abarrotando de raros y pronto se matarán unos a otros.

Nadie respondió. Se quedaron callados durante el resto del camino al aeropuerto.

No tardaron en pasar el control de seguridad y salir por la enorme muralla que cercaba la ciudad. Como poco, el personal con el que se encontraron parecía encantado porque se marcharan.

El iceberg estaba justo donde lo habían dejado, esperando como el caparazón de un insecto gigantesco, sobre el cemento caliente y humeante. Nada se movía a su alrededor.

—Date prisa y ábrelo —dijo Minho.

Jorge ni se inmutó por aquella orden cortante; sacó un pequeño mando de su bolsillo y apretó unos cuantos botones. La rampa de la escotilla de carga bajó despacio, entre los quejidos de las bisagras, hasta que el borde tocó el suelo con un chirrido. Thomas esperaba que Newt bajara corriendo por la rampa, con una gran sonrisa en el rostro, contento de verlos.

Pero nada se movía dentro ni fuera, y el corazón le dio un vuelco. Sin duda, Minho se sentía igual.

—Algo va mal.

Corrió hacia la puerta y subió por la rampa antes de que a Thomas le diera tiempo a reaccionar.

—Será mejor que entremos —dijo Brenda—. ¿Y si Newt se ha vuelto peligroso?

A Thomas no le gustó cómo sonó aquello, pero sabía que tenía razón. Sin responder, echó a correr detrás de Minho y entró al oscuro y agobiante iceberg. En algún momento se habían apagado todos los sistemas: no había aire acondicionado, ni luces; nada.

Jorge siguió a Thomas.

—Déjame que la encienda o empezaremos a sudar hasta que no quede más que un montón de piel y huesos.

Fue hacia la cabina de mando.

Brenda estaba al lado de Thomas, ambos con la vista fija en la penumbra de la nave, bajo la poca luz que procedía de unos ojos de buey desperdigados. Oyeron que Minho llamaba a Newt más al fondo, pero el chico infectado no respondía. Una hendidura pareció abrirse dentro de Thomas, un vacío que se ensanchaba y absorbía la esperanza hasta agotarla.

—Iré a la izquierda —dijo, señalando hacia el pequeño pasillo que llevaba al área común—. ¿Por qué no acompañas a Jorge y buscáis por ahí? Algo no va bien. Habría salido a recibirnos si no pasara nada.

—Por no mencionar que las luces y el aire acondicionado estarían encendidos —Brenda le miró sombríamente y se marchó.

Thomas avanzó por el pasillo hacia la sala principal. Allí, Minho estaba sentado en uno de los sillones. Observaba un trozo de papel con la expresión más fría que Thomas le había visto nunca. El vacío en su interior aumentó aún más y se desvaneció la última pizca de esperanza que le quedaba.

—Eh —dijo—, ¿qué pasa?

Su amigo no respondió. Siguió mirando fijamente el papel.

—¿Qué pasa?

Minho levantó la mirada.

—Ven a verlo tú mismo —le tendió el papel con una mano mientras se recostaba en el sillón. Tenía aspecto de hallarse al borde del llanto—. Se ha ido.

Thomas se acercó y le quitó el papel, al que dio la vuelta. Escrito en rotulador negro, ponía:

No sé cómo, pero han entrado. Me llevan a vivir con los demás raros.

Es lo mejor. Gracias por ser mis amigos.

Adiós.

—Newt —susurró Thomas.

El nombre de su amigo colgó en el aire como una declaración de muerte.