A Thomas le dio un vuelco el corazón. Había algo sádico en los ojos del Camisa Roja, por lo que apartó la mirada y se concentró en el infectado justo cuando el gel azul le llegaba a los pies y se solidificaba a su alrededor. Ahora el hombre estaba totalmente inmóvil, envuelto en una dura capa de plástico. La mujer con la pistola de gel se levantó; ahora no llevaba sino una bolsa vacía. La plegó y se la metió en el bolsillo de su mono verde.
—Saquémoslo de aquí —dijo.
Mientras los cuatro trabajadores levantaban al infectado, Thomas volvió a posar la vista en el Camisa Roja, que observaba cómo los otros se llevaban al cautivo. ¿Qué habría querido decir con que iba irse con él? ¿Dónde? ¿Por qué? Si no estuviera armado, Thomas habría salido corriendo.
Cuando los demás salieron por la puerta, Minho apareció de nuevo. Estaba a punto de entrar cuando el Camisa Roja sacó el arma.
—¡Detente! —gritó el hombre—. ¡Sal!
—Pero estamos con él —señaló a Thomas—. Y tenemos que marcharnos.
—Este no va a ninguna parte —hizo una pausa, como si acabara de ocurrírsele algo. Miró a Thomas y otra vez a Minho—. Un momento… ¿Vosotros también sois munes?
El pánico estalló en Thomas, pero Minho fue rápido: echó a correr sin el menor asomo de duda.
—¡Detente! —gritó el Camisa Roja, y se abalanzó contra la puerta.
Thomas fue a trompicones hasta la ventana; allí se asomó y vio a Minho, Brenda y Jorge cruzando la calle y desapareciendo por una esquina. El Camisa Roja se había parado a la salida de la cafetería; dejó escapar a los otros y volvió a entrar con la pistola apuntándole.
—Debería pegarte un tiro en el cuello y ver cómo te desangras por lo que acaba de hacer tu amigo. Da gracias a Dios porque los munes sean tan valiosos, o lo haría sólo para sentirme mejor. Ha sido un día horrible.
Thomas no se podía creer que, después de todo por lo que había pasado, estuviera metido en una situación tan estúpida. No tenía miedo, sólo se sentía frustrado.
—Bueno, para mí tampoco ha sido muy bueno —masculló.
—Me darán un buen puñado de dinero por ti, por eso vas a venir conmigo. Y para tu información, no me gustas. Lo supe en cuanto te vi.
Thomas sonrió.
—Sí, bueno, el sentimiento es mutuo.
—Eres un tío divertido, para troncharse de risa. Ya veremos cómo te sientes cuando se ponga el sol esta noche. Vamos —señaló la puerta con su arma—. Y créeme, se me está acabando la paciencia. Si intentas cualquier cosa, te dispararé en la nuca y le diré a la policía que te comportabas como un infectado y echaste a correr. Nuestra política es de tolerancia cero. No lo cuestionarán lo más mínimo.
Thomas siguió en su sitio, repasando sus opciones. La ironía de la situación no se le escapaba: había huido de CRUEL para que un funcionario cualquiera le apuntara con una pistola.
—No me hagas repetirlo —le advirtió el Camisa Roja.
—¿Adónde vamos?
—Lo sabrás a su tiempo y yo me forraré. Vamos, en marcha.
A él ya le habían disparado dos veces y sabía lo mucho que dolía. Por lo visto, si no quería volver a experimentarlo, su única alternativa era acompañar a aquel tipo. Le fulminó con la mirada y echó a andar hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se detuvo.
—¿Por dónde? —inquirió.
—Ve hacia la izquierda. Caminaremos despacito tres manzanas y luego volveremos a girar a la izquierda. Tengo un coche allí, esperándonos. ¿He de recordarte lo que te pasará si intentas cualquier cosa?
—Dispararás en la nuca a un chico desarmado. Lo he pillado, más claro que el agua.
—Ah, cómo odio a los munes. Empieza a caminar.
Le empujó con la punta de su pistola en la espalda y Thomas se encaminó por la calle.
Llegaron al final de la tercera manzana y giraron a la derecha sin decirse una palabra. El ambiente era sofocante y el sudor humedecía cada centímetro del cuerpo de Thomas. Al levantar la mano para secarse la frente, el Camisa Roja le golpeó en la cabeza con la culata de la pistola.
—No hagas eso —ordenó—. Puede que me ponga nervioso y te haga un agujero en la cabeza.
Thomas recurrió a toda su fuerza de voluntad para permanecer en silencio.
La calle estaba abandonada y había basura por todos lados. Los carteles —algunos con advertencias sobre el Destello, otros con imágenes de la ministra Paige— cubrían la parte inferior de las paredes de los edificios y todo aparentaba estar pintado con capas y capas de espray. Al llegar a una intersección y tener que esperar para que pasaran unos cuantos coches, Thomas se fijó en un póster limpio que había justo a su lado, uno que supuso que era nuevo por la falta de grafitis. Leyó las palabras de advertencia.
Anuncio del Servicio Público ¡¡¡Detén la propagación del Destello!!!
Ayuda a detener la propagación del Destello. Conoce los síntomas antes de infectar a tus vecinos y seres queridos.
El Destello es el Destellovirus (VC321 xb47), una enfermedad altamente contagiosa y creada por el hombre que se filtró por error durante el caos que originaron las erupciones solares. El Destello causa una enfermedad progresiva, degenerativa, del cerebro, que ocasiona movimientos involuntarios, alteraciones emocionales y deterioro mental. El resultado ha sido el Destello pandémico.
Los científicos están realizando las últimas pruebas clínicas, pero no hay un tratamiento estándar para el Destello en estos momentos. El virus generalmente es mortal y puede transmitirse por el aire.
Ahora los ciudadanos deben unirse para impedir que se propague aún más esta pandemia. Al aprender a distinguir si tú u otros sois una Amenaza de Contagio Vírico (ACV), habrás dado el primer paso en la lucha contra el Destello[1].
El texto continuaba acerca del periodo de incubación —entre cinco y siete días— y de los síntomas. La irritabilidad y la pérdida de equilibrio eran las primeras señales, seguidas de la demencia, la paranoia y, más adelante, una severa agresividad. Thomas los había presenciado todos al toparse con raros en más de una ocasión.
El Camisa Roja le dio un ligero empujón y continuaron caminando. Mientras avanzaban, Thomas no podía dejar de pensar en el funesto mensaje del póster; la parte en que se decía que el Destello había sido creación del hombre no sólo le obsesionaba, sino que despertó algo en su cerebro, un recuerdo que no acababa de entender. Aunque el cartel no concretaba, sabía que había algo más y, por primera vez en un tiempo, deseó poder acceder durante unos instantes al pasado.
—Es ahí.
La voz del Camisa Roja le trajo de vuelta al presente. Un pequeño coche blanco esperaba al final de la manzana, a unos metros en esa misma calle. Desesperado, trató de pensar cómo salir de allí; si entraba en el vehículo, todo habría terminado. Pero ¿podía arriesgarse a que le dispararan?
—Vas a meterte sin problemas en el asiento trasero —dijo el Camisa Roja—. Ahí tengo unas esposas y voy a ver cómo te las pones tú mismo. ¿Crees que puedes hacerlo sin cometer ninguna estupidez?
Thomas no respondió. Quería creer que Minho y los demás estaban cerca, trazando un plan. Necesitaba que alguien o algo distrajera a su captor.
Llegaron al coche y el Camisa Roja sacó una tarjeta, que metió por la ventana delantera. Una vez que el seguro se desbloqueó, abrió la puerta del asiento trasero sin dejar de apuntar a Thomas.
—Entra. Despacio.
Thomas vaciló y echó un vistazo a la calle en busca de alguien, algo. La zona estaba desierta, pero por el rabillo del ojo advirtió un movimiento: una máquina flotante, casi tan grande como un coche. Se dio la vuelta para mirar. La máquina poli viró bruscamente a dos manzanas y empezó a dirigirse hacia ellos. El zumbido que producía aumentaba de intensidad conforme se aproximaba.
—He dicho que entres —repitió el Camisa Roja—. Las esposas están entre los asientos.
—Viene una de esas máquinas poli —dijo Thomas.
—Sí, ¿y qué? Tan sólo está patrullando y ve este tipo de cosas todos los días. La gente que la controla está de mi lado, no del tuyo. Así que mala suerte, colega.
Thomas suspiró; al menos lo había intentado. ¿Dónde estaban sus amigos? Examinó la zona una última vez y entró en el coche. Justo al levantar la vista hacia el hombre, un fuerte tiroteo resonó a su alrededor. El Camisa Roja retrocedió a trompicones, bruscamente; las balas le atravesaron el pecho y unas chispas saltaron por los aires nada más alcanzar la máscara metálica. Soltó el arma y la máscara se le despegó del rostro cuando chocó contra la pared del edificio más cercano. Thomas observó horrorizado cómo el hombre caía a su lado.
Luego cesó. Thomas se quedó paralizado, preguntándose si él sería el siguiente. Oyó el zumbido constante de la máquina mientras flotaba cerca de su puerta abierta y advirtió que había sido la fuente del ataque. Aquellas cosas no llevaban tripulación, pero iban bien armadas. Una voz familiar resonó por el altavoz del techo:
—Sal del coche, Thomas.
Se estremeció. Habría reconocido aquella voz en cualquier lugar.
Era Janson. El Hombre Rata.